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La presencia de Fasil y Awad en Nueva Orleans convenció al FBI y al Servicio Secreto de que los árabes habían planeado realizar el atentado durante el Super Bowl. Las autoridades creyeron que al capturar a Fasil y a Awad había quedado conjurada la principal amenaza del Super Bowl, pero sabían que todavía les faltaba enfrentarse a una peligrosa situación.

Dos personas involucradas por lo menos periféricamente en el plan -la mujer y el norteamericano- no habían sido descubiertas. Ni siquiera identificadas a pesar de haberse fabricado un identikit de la mujer. Peor aún, más de media tonelada de un poderoso explosivo estaba escondida en algún lugar, posiblemente dentro de Nueva Orleans.

Corley esperó oír una terrible explosión en alguna parte de la ciudad en las horas siguientes a la detención de los árabes, o por lo menos una llamada telefónica exigiendo la liberación de Fasil como condición para que los guerrilleros no hicieran explotar la bomba en una zona poblada. Pero nada de eso ocurrió.

Los mil trescientos hombres que integraban la policía de Nueva Orleans pasaron a sus reemplazantes del turno siguiente los duplicados de las llaves del candado. Las instrucciones de probarlas en depósitos y garajes fueron repetidas en cada llamada al personal. Pero la policía de Nueva Orleans no es lo suficientemente numerosa considerando el tamaño de la ciudad que tiene además muchas puertas. La búsqueda prosiguió durante toda la semana, entre el revuelo producido por el Super Bowl y el gentío que aumentaba a medida que se aproximaba la fecha del partido.

El público que venía para el Super Bowl era diferente del grupo anterior del Sugar Bowl. Era una concurrencia más diversificada en su origen y vestida más elegantemente. Los restaurantes sabían que sus clientes serían más nerviosos y más exigentes. El dinero corría siempre con gran fluidez en Nueva Orleans, pero ahora circulaba más todavía. Las colas frente a Galatoire's y Antoine's y The Court of Two Sisters llegaban hasta la mitad de la manzana y la música del barrio francés se oía por sus calles durante toda la noche.

Se habían agotado ya las entradas de pie, y el total estimado de la concurrencia al Super Bowl alcanzaba a ochenta y cuatro mil personas. Junto con los hinchas llegaron los jugadores, los ladrones y las prostitutas. La policía estaba muy ocupada.

Kabakov fue al aeropuerto el jueves y observó la llegada de los Washington Redskins y los Miami Dolphins. Se sentía molesto en medio del gentío al recordar la forma en que habían muerto los atletas israelitas en el aeropuerto de Munich, escudriñaba las caras de los aficionados y prestaba poca atención a los jugadores que descendían del avión saludando a la entusiasta multitud.

Kabakov visitó en una oportunidad a Muhammad Fasil.

Se paró a los pies de la cama en la enfermería de la prisión y miró al árabe durante cinco minutos. Corley y dos fornidos agentes del FBI lo acompañaban.

Kabakov habló por fin.

– Fasil, si te alejas de la custodia norteamericana, eres hombre muerto. Los norteamericanos podrán tramitar tu extradición a Israel para ser juzgado por la masacre de Munich y te ahorcarán en una semana. Me gustaría mucho poder presenciarlo.

«Pero si dices dónde está oculto el plástico, te acusarán de contrabando y pasarás un tiempo preso. Cinco años, quizá un poco más. No dudo que piensas que para entonces Israel habrá desaparecido y que ya no correrás peligro. Pero no habrá desaparecido por más que creas lo contrario. Piensa en eso un momento.

Los ojos de Fasil se entrecerraron hasta parecer dos guiones. Sacudió la cabeza y escupió a Kabakov manchándolo el frente de la camisa. El esfuerzo le resultó muy doloroso debido a las correas que le sujetaban los hombros, y se recostó contra la almohada haciendo una mueca de dolor. Corley dio un paso hacia adelante, pero Kabakov no se movió. El judío se quedó mirando a Fasil durante un momento y luego dio media vuelta y salió del cuarto.

A media noche del viernes se recibió la esperada decisión de la Casa Blanca. Salvo nuevos inconvenientes, el Super Bowl se jugaría en la fecha prefijada.

Earl Biggs y Jack Renfro, del Servicio Secreto impartieron las últimas instrucciones durante una reunión realizada en la oficina central del FBI de Nueva Orleans en la mañana del sábado 11 de enero. Estaban presentes treinta agentes del Servicio Secreto que se agregarían a los que viajaban con el presidente, cuarenta agentes del FBI y Kabakov.

Renfro estaba parado frente a un gran diagrama del estadio de Tulane.

– El estadio será inspeccionado minuciosamente otra vez en busca de explosivos a partir de las dieciséis de hoy -dijo-. La búsqueda terminará a medianoche, hora en que será sellado. Su equipo rastrillador está listo, Carson -no era una pregunta.

– Listo.

– Deberá tener además seis hombres con el detector electrónico en el palco del presidente para una última inspección mañana a las trece y cuarenta.

– Correcto. Ya han sido informados.

Renfro se volvió hacia el diagrama que colgaba de la pared.

– Una vez eliminada la posibilidad de que los explosivos estén escondidos en el estadio, el atentado puede llevarse a cabo de dos formas. Los guerrilleros podrán tratar de introducir la bomba en un vehículo o pueden decidir asistir al partido llevando escondida entre sus ropas la mayor cantidad posible de explosivos.

– Analicemos los vehículos en primer lugar -cogió un puntero-. Se prepararán barricadas para cerrar el paso de vehículos en Willow Street, a ambos lados del estadio y en Johnson, Esther, Barret, Story y Delord. Hickory estará bloqueada en su intersección con Audubon. Estas son barricadas positivas, capaces de detener a un vehículo que avance a gran velocidad. No quiero ver a nadie parado junto a un caballete haciendo señales a los coches de que deben desviarse. Las vías de acceso quedarán herméticamente cerradas en cuanto se llene el estadio.

Un agente levantó la mano.

– Sí.

– La televisión está enloqueciéndonos por la clausura de medianoche. Tendrán el camión con el equipo de color listo por la tarde, pero quieren tener acceso durante la noche.

– Difícil exigencia -dijo Renfro-. Dígales que no. Nadie entrará después de medianoche. Los camarógrafos pueden instalarse en sus lugares el domingo a las diez de la mañana. Nadie entrará con ninguna clase de objeto. ¿Donde está el representante de la FAA?

– Aquí -respondió un joven ligeramente calvo-. Se considera la utilización de cualquier máquina voladora debido a las personas detenidas. -Hablaba como si estuviera leyendo un informe-. Ambos aeropuertos han sido revisados minuciosamente tratando de encontrar armas escondidas. -El joven titubeó dudando entre decir «empero» o «no obstante»-. No obstante, ninguna máquina particular despegará del aeropuerto internacional de Nueva Orleans ni del de Lakefront mientras esté lleno el estadio, con excepción de los vuelos de carga y charter que han sido ya revisados individualmente por nosotros.

– Los vuelos comerciales funcionarán normalmente. La policía de Nueva Orleans vigilará ambos aeropuertos por si alguien tratara de secuestrar un avión.

– Muy bien -manifestó Renfro-. La fuerza aérea informa que ningún avión no identificado podrá entrar en la zona de Nueva Orleans. Estarán preparados para interceptarlo como lo estuvieron el 31 de diciembre. Naturalmente, tendrán que solucionar el problema bastante lejos de la ciudad. El perímetro establecido por ellos tiene un radio de doscientos kilómetros. Vigilaremos al público con un helicóptero.

– Respecto de la infiltración en el estadio. Por radio y televisión se les pide a los espectadores que se presenten una hora y media antes de la iniciación del partido -dijo Renfro-. Algunos lo harán y otros no. Antes de entrar al estadio tendrán que pasar por los detectores de metales que nos prestaron las líneas aéreas. Eso corresponde a usted, Fullilove. ¿Están preparados sus hombres para trabajar con esos equipos?

– Sí, señor.

– Los que lleguen tarde se enfurecerán si se pierden el puntapié inicial por tener que hacer cola para pasar por el detector de metales, pero no hay más remedio. ¿Tiene usted alguna sugerencia en especial, mayor Kabakov?

– Efectivamente -respondió Kabakov acercándose al frente del cuarto-. Respecto de detectores de metales y registros personales: Ningún terrorista va a esperar hasta estar frente al detector y que comience a sonar la alarma, para sacar su arma. Observen la fila que se aproxima al detector. Un hombre armado mirará a su alrededor en busca de otra forma de entrar. Va a mirar uno por uno a todos los policías. Tal vez su cabeza no se mueva, pero sus ojos sí lo harán. Si deciden que hay un sospechoso en la fila, agárrenlo de repente de ambos lados. No den previo aviso. Cuando se dé cuenta de que su disfraz ha caído, comenzará a matar a todos los que pueda antes de entregarse -Kabakov pensó que quizás a los oficiales no les gustaría que él les dijera lo que debían hacer. Pero no le importa.

– De ser posible, debería haber un pozo para granadas en cada entrada. Un círculo rodeado por bolsas de arena será suficiente; un pozo con bolsas de arena a su alrededor sería mejor. Es muy difícil coger una granada que rueda por el suelo entre la multitud. Y peor aún es cogerla y no tener dónde arrojarla. Las granadas de fragmentación que son las que generalmente utilizan, tienen una mecha de cinco segundos de duración. Está sujeta a su ropa por la argollita. No le arranquen la granada. Mátenlo o controlen antes sus manos. Luego quítensela con sumo cuidado.

»Si está herido o caído y no pueden acercársele inmediatamente para sujetarle las manos, dispárenle otra vez. En la cabeza. Posiblemente lleve un maletín con explosivos, y lo hará detonar si le dan tiempo. -Kabakov advirtió una mueca de disgusto en algunos rostros. Pero no le importaba.

«Disparos en una entrada no deben distraer a los hombres apostados en otra. Ese es el momento de cuidar el área que está bajo vuestra responsabilidad. Cuando empiece en un lugar, con toda seguridad va a empezar también en otra parte.

»Y otra cosa más. Como ustedes bien lo saben, uno de ellos es una mujer -Kabakov miró hacia el suelo durante un instante y carraspeó. Cuando habló nuevamente su voz era más fuerte-. Una vez en Beirut la miré como mujer más que como guerrillera. Esa es una de las razones por las que estamos hoy aquí reunidos. No cometan el mismo error».

Un gran silencio reinaba en el cuarto cuando se sentó Kabakov.

– A cada lado del estadio habrá un equipo de refuerzo -anunció Renfro-. Responderán a cualquier alarma. No dejen su posición. Busquen esta tarde sus credenciales en el escritorio cuando termine la reunión. ¿Alguna otra pregunta? -Renfro paseó su mirada por los presentes. Sus ojos brillaban como dos carbones encendidos-. Prosigan, caballeros.


El estadio de Tulane estaba iluminado y en calma bien entrada la tarde de la víspera del Super Bowl. La gran amplitud del recinto parecía absorber los ruidos pequeños de la búsqueda. La niebla que avanzaba desde el río Missisipi, apenas a dos kilómetros de distancia, se arremolinaba bajo la luz de los reflectores.

Kabakov y Moshevsky estaban en lo alto de las tribunas, y sus cigarros encendidos resplandecían como dos minúsculas luces en el palco reservado a la prensa. Habían permanecido en silencio durante media hora.

– De todos modos podrían entrar con parte del explosivo -dijo finalmente Moshevsky-. Oculto en su ropa. Si no utilizaran pilas o armas blancas los detectores de metales no registrarían nada.

– No.

– Aunque solamente fueran dos, sería suficiente para causar mucho daño.

Kabakov no respondió.

– No hay nada que podamos hacer para evitarlo -dijo Moshevsky. La ceniza del cigarro de Kabakov se encendió varias veces al dar éste unas cuantas caladas nerviosas. Moshevsky decidió callarse.

– Quiero que mañana te reúnas con el equipo de refuerzo del lado Oeste -agregó Kabakov-. Ya le avisé a Renfro. Estarán esperándote.

– Sí, señor.

– Si se presentan en un camión, súbete rápidamente a la parte de atrás y arranca los detonadores. Cada equipo tiene un hombre asignado a ese trabajo, pero ocúpate tú también de que se haga.

– Si la parte de atrás es de lona, quizás sería mejor hacer un tajo en un costado para entrar. Tal vez tienen conectada una granada a la puerta de atrás.

Kabakov asintió.

– Díselo también al jefe del equipo en cuanto te reúnas con ellos. Rachel está soltándole el dobladillo a un chaleco antibalas para ti. A mí tampoco me gustan, pero quiero que lo uses. Si llegara a haber un tiroteo mejor será que te parezcas a los demás.

– Sí, señor.

– Corley te buscará a las ocho y cuarenta y cinco. Me enteraré si te quedas en el Hotsy-Totsy Club hasta después de la una.

– Sí, señor.


Las luces de neón de Bourbon Street parecían manchones relucientes en la brumosa noche de Nueva Orleans. El dirigible de Aldrich volaba sobre el puente del río Missisipi, por encima de la niebla, al mando de Farley. A ambos lados de la aeronave podían leerse en enormes letras iluminadas las recomendaciones de un cartel de propaganda.

Dahlia Iyad sacudía un termómetro y lo ponía en la boca de Lander en un cuarto del hotel Fairmont, dos pisos más arriba del de Farley. Lander estaba agotado por el viaje desde Nueva Jersey. Para evitar llegar al aeropuerto internacional de Nueva Orleans, donde Dahlia podía ser reconocida, volaron hasta Baton Rouge y allí alquilaron un coche. Lander viajó acostado en el asiento de atrás. En ese momento estaba pálido, pero no tenía los ojos límpidos. Verificó la temperatura que indicaba el termómetro. Normal.

– Mejor será que vayas a ver qué pasó con el camión -le dijo.

– Está en el garaje o no está en el garaje, Michael. Si quieres que vaya iré por supuesto, pero cuanto menos me vean en la calle…

– Tienes razón. Está o no está. ¿Mi uniforme quedó bien?

– Está colgado. Parece en buen estado.

Pidió que le subieran un vaso de leche caliente y se la hizo beber junto con un suave sedante. A la media hora se quedó dormido. Dahlia Iyad no durmió. Tenía que acompañar mañana a Lander, a pesar de lo débil que estaba, para ayudarlo a realizar el atentado con la bomba, aun cuando tuvieran que dejar parte de la barquilla. Podría ayudarlo con el timón de profundidad y encargarse de hacerla detonar. Era necesario.

Lloró silenciosamente durante media hora sabiendo que moriría al día siguiente, pero lloró por ella. Y luego evocó súbitamente los dolorosos recuerdos del campo de refugiados. Repasó las últimas agonías de su madre, esa delgada mujer que a los treinta y cinco años parecía una vieja, retorciéndose dentro de la deshilachada carpa. Dahlia tenía diez años y lo único que podía hacer era espantarle las moscas de la cara. Había tantos que sufrían Su vida no era nada, absolutamente nada. Se tranquilizó al cabo de un momento pero no durmió.


Rachel Bauman estaba sentada frente a la mesa de toilette de su suite en el Royal Orleans, cepillándose el pelo. Kabakov, recostado sobre la cama, fumaba y la observaba. Le gustaba admirar la forma en que brillaba el pelo cuando se lo cepillaba. Le gustaban los pequeños hoyuelos que se formaban a lo largo de su columna al arquear la espalda y echar el pelo por encima de sus hombros.

– ¿Cuántos días más piensas quedarte, David? -le preguntó mirándolo por el espejo.

– Hasta que encontremos el plástico.

– ¿Y qué pasará con los otros dos, la mujer y el norteamericano?

– No lo sé. Supongo que tarde o temprano arrestarán a la mujer. No puede hacer gran cosa sin el plástico. Cuando lo encontremos tendré que llevar de regreso a Fasil para que sea juzgado por lo de Munich.

Había dejado de mirarlo.

– ¿Rachel?

– Sí.

– Israel necesita psiquiatras, ¿sabes? Te sorprenderías al enterarte del gran número de judíos locos. Cristianos también, durante el verano. Conozco un árabe que vive en Jerusalén y que les vende fragmentos de la Verdadera Cruz, que fabrica rompiendo…

– Hablaremos de eso cuando estés menos distraído y puedas ser más explícito.

– Hablaremos sobre ello mañana por la noche en Antoine's. Ahora basta de tanta conversación y cepillado, ¿o es que tengo que ser más explícito?


Se apagaron las luces de los cuartos del Royal Orleans y del Fairmont. La ciudad vieja se extendía alrededor de ambos. Nueva Orleans conocía muy bien todo eso.

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