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En esos momentos el carguero Leticia cruzaba el meridiano veintiuno rumbo a las Azores y Nueva York. En la última bodega de proa descansaban cuatrocientos kilos de plástico embalado en unos cajones grises.

Alí Hassan yacía semiinconsciente junto a los cajones en la total oscuridad de la bodega. Una enorme rata estaba sobre su vientre y caminaba hacia su cara. Hacía tres días que Hassan estaba tirado allí, herido de un balazo en el estómago por el capitán Kemal Larmoso.

La rata estaba hambrienta pero no famélica. Al principio se había asustado al oír los quejidos de Hassan, pero ahora oía solamente su respiración traqueal y hueca. Estaba sobre la costra del hinchado estómago y luego de olfatear la herida avanzó por el pecho.

Hassan sentía las uñas de las patas a través de la camisa. Debía esperar. En su mano izquierda sujetaba una barra de hierro que había dejado caer el capitán Larmoso cuando Hassan lo sorprendió inspeccionando los cajones. En la mano derecha tenía la Walther PPK automática que había sacado demasiado tarde. Pero no pensaba utilizar en ese momento la pistola. Alguien podría oír el disparo. Ese traidor de Larmoso debía darlo por muerto cuando volviera nuevamente a la bodega.

El hocico de la rata estaba prácticamente tocando el mentón de Hassan. La difícil respiración del hombre hacía estremecer los bigotes del roedor.

Hassan esgrimió la barra con todas sus fuerzas sobre su pecho y la sintió golpear el flanco de la rata. Las uñas se incrustaron en su cuerpo cuando el animal pegó un salto alejándose de él, y oyó cómo sonaban al correr sobre la cubierta metálica.

Transcurrieron varios minutos. Hassan sintió un débil crujido. Le pareció que provenía del interior de la pernera del pantalón. Daba gracias por estar totalmente insensible de la cintura para abajo.

Tenía permanentemente la tentación de matarse. Poseía fuerzas suficientes como para ponerse la pistola en la sien. Y lo haría en cuanto se presentara Muhammad Fasil. Pero custodiaría los cajones hasta que llegara ese momento.

Hassan no sabía cuánto tiempo hacía que estaba tirado allí en la oscuridad. Sabía que su mente estaría despejada durante pocos minutos esta vez, y trató de pensar. El barco estaba a poco más de tres días de las Azores cuando sorprendió a Larmoso inspeccionando los cajones. Si Muhammad Fasil no recibía el telegrama que Hassan había quedado en enviarle desde las Azores el 2 de noviembre, tendría dos días para actuar antes de que zarpara nuevamente el Leticia, y las Azores eran la última escala antes de Nueva York.

Fasil actuará, pensó Hassan. No voy a fallarle.

Cada sacudida del viejo motor Diesel del Leticia hacía vibrar los tablones de la cubierta sobre los que tenía apoyada la cabeza. Ondas rojizas se extendían detrás de sus ojos. Se esforzó por escuchar el ruido del motor y pensó que era el pulso de Dios.

El capitán Kemal Larmoso reposaba en su cabina, quince metros por encima de la bodega donde yacía Hassan, y bebía una cerveza mientras escuchaba las noticias por la radio. El ejército libanés y las guerrillas luchaban nuevamente. Bien, pensó. Mierda para ambos.

Los libaneses eran una amenaza para sus papeles y las guerrillas para su vida. Tenía que pagarles a ambos cada vez que hacía escala en Beirut, Tiro o Tobruk. No tanto a los guerrilleros como a esos sinvergüenzas de la aduana libanesa.

Pero ahora estaba en la lista negra de los guerrilleros. Lo comprendió en el momento en que Hassan lo sorprendió inspeccionando los cajones. Fasil y los demás se encargarían de buscarlo cuando regresara a Beirut. Quizás los libaneses habían aprendido la lección del rey Hussein y liquidarían a los guerrilleros. Entonces tendría que pagar tributo a una sola facción. Estaba harto ya. «Llévalo allí». «Trae las armas». «Mantén la boca cerrada». Como si no supiera lo que significaba mantener la boca cerrada, pensó Larmoso. Mi oreja no está así por afeitarme apresuradamente. Una vez encontró una mina adherida al casco del Leticia con el fusible listo para entrar en funcionamiento si rehusaba cumplir con las exigencias de los guerrilleros.

Larmoso era un hombre grande y peludo, cuyo olor corporal hacía lagrimear hasta a los mismos miembros de su tripulación y su peso había desfondado prácticamente su litera. Abrió otra botella de Sapporo con sus dientes y se quedó meditando mientras la bebía, sin apartar la vista de una revista pornográfica italiana que colgaba de la mampara.

Levantó luego la pequeña imagen de la virgen que estaba en el suelo junto a su litera y la apoyó sobre su pecho. Tenía unas marcas donde la había raspado con su cuchillo antes de adivinar qué era.

Larmoso conocía tres lugares donde podía convertir los explosivos en dinero. Había un exiliado cubano en Miami con más contante y sonante que sentido común. En la República Dominicana vivía un hombre que pagaba con cruzeiros brasileros por cualquier cosa que detonara o explotara. Y el otro posible cliente era el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica.

Habría una recompensa, por supuesto, pero Larmoso sabía que lograría además otras ventajas al negociar con los norteamericanos. Quizás la aduana de ese país olvidaría ciertos prejuicios que tenían en contra de él.

Larmoso abrió los cajones porque quería sacarle un poco de dinero a Benjamín Muzi, el importador, para ajustar cuentas, y necesitaba saber el valor del contrabando para tener una idea aproximada de lo que podía exigirle. Larmoso nunca había metido mano en los embarques de Muzi, pero habían llegado a sus oídos unos insistentes rumores de que Muzi pensaba retirarse del negocio con el Medio Oriente, y si eso llegaba a suceder, las entradas ilícitas de Larmoso disminuirían considerablemente. Quizás éste era el último embarque de Muzi y Larmoso quería sacar una buena tajada.

Había esperado encontrarse con un extraordinario cargamento de haschich, mercancía que Muzi compraba a menudo a los secuaces de Al Fatah. Pero en cambio descubrió plástico, y entonces apareció Hassan enloquecido tratando de sacar su pistola. El plástico era un asunto difícil, mucho más que las drogas, con las que un amigo podía presionar al otro.

Larmoso esperaba que Muzi pudiera resolver el problema con las guerrillas y poder percibir además una ganancia con el plástico. Pero Muzi iba a enfadarse muchísimo con él por haber revisado los cajones.

Si no quería cooperar, si se negaba a pagarle y arreglar su situación con los guerrilleros, entonces no tendría más remedio que guardarse el plástico y venderlo en alguna otra parte. Mejor ser un fugitivo rico que pobre.

Pero primero tendría que hacer un inventario de lo que debía vender, y librarse de algunas basuras que le incomodaban en la bodega.

Larmoso sabía que había herido gravemente a Hassan. Y le había dejado tiempo suficiente para morir. Decidió envolverlo en una bolsa, y cuando llegaran al puerto de Ponta Delgada donde quedaba solamente un vigía en el ancla, tirarlo por la borda en las aguas profundas al salir de las Azores.


Muhammad Fasil llamó cada hora a la oficina receptora de telegramas en Beirut. Al principio tenía esperanzas de que el cable de las Azores estuviera algo demorado. Anteriormente llegaban siempre al mediodía. Había recibido tres telegramas, uno de Benghazi, otro de Túnez y otro de Lisboa, mientras el viejo carguero avanzaba rumbo a Occidente. Los términos variaban en cada uno, pero el significado era siempre el mismo: los explosivos no habían sido dañados. El siguiente debería decir: «Mamá se encuentra hoy mucho mejor» y debía estar firmado por José. Fasil se dirigió al aeropuerto a las seis de la tarde al no haber recibido todavía el telegrama. Llevaba unas credenciales de un fotógrafo argelino y una cámara fotográfica vaciada que contenía en su interior un revolver.357 Magnum, Fasil había hecho las reservas una semana antes como medida de precaución. Sabía que podía llegar a Ponta Delgada a las cuatro de la tarde del día siguiente.


El capitán Larmoso relevó al primer piloto del timón cuando el Leticia avistó las cumbres de Santa María en la madrugada del 2 de noviembre. Pasaron junto a una pequeña isla al Sudoeste y luego viraron hacia el Norte, rumbo a San Miguel y el puerto de Ponta Delgada.

La ciudad portuguesa quedaba preciosa bajo la luz invernal que hacía resaltar la blancura de sus edificios con techos de tejas coloradas, separados por grupos de árboles de hojas perennes casi tan altos como el campanario de la iglesia. Detrás de la ciudad se alzaban las suaves pendientes de las montañas, con sus cuadrados de tierras labradas.

El Leticia, amarrado al muelle, parecía más descascarado que nunca, y su despintada línea de flotación emergió fuera del agua cuando la tripulación descargó un embarque de equipo liviano de agricultura y se hundió nuevamente cuando cargaron cajones de agua mineral en sus bodegas.

Larmoso no estaba preocupado. El movimiento de carga y descarga se realizaba exclusivamente en las bodegas de popa. El pequeño compartimiento de la bodega de proa cerrado con llave no sería afectado en la maniobra.

Casi la totalidad del trabajo fue terminado durante la tarde del segundo día, por lo que dio a la tripulación permiso para bajar a tierra, encargándose el comisario de a bordo de darle a cada hombre el dinero justo para pasar una noche en los burdeles y en los bares.

La tripulación se apresuró a pisar tierra firme y recorrió con paso rápido la longitud del muelle; el marinero más apurado tenía todavía un poco de jabón de afeitar junto a su oreja. Ninguno vio al hombre delgado parado bajo la columnata del Banco Nacional Ultramarino, que los contaba a medida que pasaban.

El barco quedó en un silencio quebrado solamente por los pasos del capitán Larmoso mientras bajaba al taller del cuarto de máquinas, pequeño compartimiento iluminado débilmente por una bombilla recubierta por un armazón de alambre. Después de escarbar en un montón de partes de máquinas desechadas, eligió una varilla de pistón con el correspondiente eje, que había sido estropeada cuando el Leticia amarró en Tobruk durante la última primavera. Parecía un enorme hueso de hierro al tomarlo en sus manos. Confiado en que sería lo suficientemente pesado como para arrastrar al fondo del Atlántico el cuerpo de Hassan, Larmoso llevó la varilla a popa y la guardó en un armario junto con varios metros de soga.

Sacó luego de la cocina una de las grandes bolsas de basura y la llevó a proa después de pasar por el salón de los oficiales y subir por una escalera que conducía a proa. Dobló la bolsa sobre su hombro como si se tratara de una chalina y caminó pisando fuerte por el corredor mientras silbaba entre dientes. De repente oyó un ruido a sus espaldas. Larmoso se detuvo para escuchar. Posiblemente eran solamente los pasos del viejo que estaba de guardia junto al ancla. Pasó por la escotilla del cuarto de oficiales, llegó a la escalera y bajó los escalones de metal hasta estar a la altura de la bodega de proa. Pero en lugar de entrar a la bodega, cerró ruidosamente la escotilla y se quedó parado contra la mampara al pie de la escalerilla, mirando hacia la escotilla que remataba los peldaños en sombra. La Smith-Wesson de cinco tiros parecía una pistola de juguete en su enorme manaza.

Vio cómo se abría la escotilla del cuarto de oficiales y cómo aparecía lentamente como una serpiente curiosa, la pequeña y prolija cabeza de Muhammad Fasil.

Larmoso disparó, y el tiro resonó con inusitada violencia dentro de las paredes metálicas mientras la bala rozaba el pasamanos. Se zambulló en la bodega y cerró la escotilla a su paso. Estaba transpirando y mientras esperaba en la oscuridad, el olor a rancio que exudaba su cuerpo se mezclaba con el de la grasa fría.

Los pasos que bajaban por la escalerilla eran lentos y rítmicos. Larmoso sabía que Fasil estaba agarrado del pasamanos con una mano y que la otra sujetaba el revólver con el que apuntaba a la escotilla cerrada. Larmoso se escondió detrás de un cajón distante cuatro metros de la puerta por la que debía entrar Fasil. Tenía el tiempo a su favor. La tripulación debía llegar dentro de un rato. Pensó en los tratos y excusas que podría ofrecerle a Fasil. Pero nada serviría. Le quedaban cuatro tiros. Mataría a Fasil en cuanto entrara por esa puerta. Estaba decidido.

El pasillo quedó en silencio durante un momento. Luego resonó el Magnum de Fasil y la bala perforó a su paso la escotilla, desparramando fragmentos metálicos por la bodega. Larmoso disparó a la escotilla cerrada, pero la bala del 38 solamente abolló el metal de la puerta, y disparó otras dos veces más al ver que ésta se abría y que un bulto oscuro entraba por ella.

Pero al mismo tiempo que disparaba el último proyectil, Larmoso advirtió, gracias al fogonazo de su arma, que había hecho blanco en un almohadón del cuarto de oficiales. Comenzó entonces a correr, tropezando y maldiciendo en la oscura bodega en dirección al compartimiento de proa.

Buscaría la pistola de Hassan. Mataría a Fasil con esa arma.

Larmoso era bastante ágil considerando su enorme tamaño y conocía al dedillo la topografía de la bodega. Llegó a la escotilla del depósito de proa en menos de treinta segundos y comenzó a manotear la llave para abrirla. El hedor que lo envolvió al abrir la puerta le provocó náuseas. No quería usar una luz, por lo que se arrastró sobre el suelo de la oscura bodega buscando a Hassan y murmurando en voz baja. Tropezó con los cajones y dio la vuelta alrededor de ellos. Su mano tocó un zapato. Larmoso recorrió con su mano la pierna hasta llegar al vientre. El revólver no estaba en la cintura. Palpó ambos costados del cuerpo. Encontró el brazo, lo sintió moverse, pero no encontró el arma hasta que explotó en su cara.

Los oídos de Fasil comenzaron a zumbar y pasaron varios minutos hasta que oyó el débil susurro proveniente del compartimiento de proa.

– Fasil. Fasil.

El guerrillero iluminó la bodega con su linterna y pequeñas patas resonaron contra las tablas del suelo. Fasil iluminó con el haz de luz el rostro de Larmoso semejante a una máscara roja, tirado de espaldas y muerto, y pasó entonces al interior.

Se arrodilló y tomó entre sus manos la cara de Ali Hassan comida por las ratas. Los labios se movieron.

– Fasil.

– Te portaste bien, Hassan. Buscaré un médico. -Fasil sabía que sería inútil. Hassan, cuyo vientre estaba hinchado por la peritonitis, no tenía ya salvación. Pero Fasil podía secuestrar un médico media hora antes de que zarpara el Leticia y obligarlo a acompañarlo. Mataría luego al médico antes de que el barco llegara a Nueva York. Era lo menos que merecía Hassan. Era lo más humano que podía hacer.

– Regresaré dentro de cinco minutos con un equipo de primeros auxilios, Hassan. Te dejaré mientras tanto la linterna.

– ¿He cumplido con mi deber? -susurró.

– Cumpliste, viejo amigo. Espera un poco que te traeré primero la morfina y luego buscaré un médico.

Fasil caminaba a tientas en la oscuridad en busca de la puerta de la bodega cuando oyó el disparo de la pistola de Hassan. Se detuvo y apoyó la cabeza contra las frías planchas de acero del barco.

– Van a pagar por esto -musité. Se dirigía a gente que jamás había visto.


El viejo que hacía la guardia junto al ancla seguía inconsciente y tenía un gran chichón en la nuca de resultas del golpe que le había dado Fasil. Este lo arrastró hasta la cabina del primer contramaestre y luego de depositarlo sobre el catre se sentó a pensar.

El plan original consistía en que los cajones serían buscados en el muelle de Brooklyn por Benjamín Muzi, el importador. No había forma de saber si Larmoso se había puesto en contacto con Muzi y lo había hecho partícipe de su traición. No quedaba más remedio que despachar a Muzi porque de todos modos, ya sabía demasiado. La aduana podría mostrarse curiosa por la ausencia de Larmoso. Harían preguntas. No parecía probable que los demás miembros de la tripulación estuvieran enterados del contenido de los cajones. Las llaves de Larmoso colgaban aún de la cerradura en la bodega de proa cuando lo mataron. Ahora estaban en el bolsillo de Fasil. Era evidente que el plástico no debía ir al puerto de Nueva York.

Mustafá Fawzi, el primer contramaestre, era un hombre razonable y no muy valiente. Fasil mantuvo una breve conversación con él cuando regresó al barco alrededor de la medianoche. Fasil tenía en una de sus manos un revólver grande y negro. Y en la otra, dos mil dólares. Le preguntó por la salud de su madre y de su hermana que vivían en Beirut, y luego le dio a entender que dicha salud dependía en su mayor parte de la cooperación de Fawzi. Todo quedó solucionado muy rápidamente.


El teléfono sonó en la casa de Michael Lander a las siete de la tarde, hora del Este. Trabajaba en el garaje y pasó allí la comunicación. Dahlia estaba mezclando una lata de pintura.

A juzgar por el ruido que se oía en la línea, Lander supuso que el que lo llamaba estaba muy lejos. Tenía una voz muy agradable con un acento inglés como el de Dahlia. Preguntó por «la señora de la casa».

Dahlia contestó la llamada sin pérdida de tiempo, comenzando una aburrida conversación en inglés sobre parientes y propiedades. De repente la conversación se interrumpió durante veinte segundos con una rápida frase en argot.

Dahlia se apartó del teléfono cubriendo el auricular con la mano.

– Michael, tendremos que recoger el plástico en alta mar. ¿Podrás conseguir una embarcación?

La mente de Lander trabajó febrilmente.

– Sí. Toma nota del lugar de la cita. Cuarenta millas al Este del faro de Barnegat media hora antes de la puesta del sol. Estableceremos contacto visual con la última luz y nos aproximaremos cuando esté oscuro. Si los vientos soplan a más de cuarenta kilómetros hora, postérgalo exactamente por veinticuatro horas. Dile que lo prepare en unidades que puedan ser cargadas por un hombre.

Dahlia repitió rápidamente el mensaje y luego colgó.

– El martes 12 -dijo, mirándolo curiosamente-. Qué rápido se te ocurrió la solución, Michael.

– No me parece -respondió Lander.

Dahlia hacía tiempo que sabía que no debía mentirle jamás a Lander. Sería algo tan estúpido como programar una computadora con verdades a medias y pretender recibir respuestas correctas. Además, siempre se daba cuenta aun cuando ella sólo sintiera la tentación de mentir. Ahora se alegraba de haber confiado en él desde el principio para hacer los arreglos necesarios para traer el plástico.

La escuchó tranquilamente mientras le explicaba lo que había sucedido en el barco.

– ¿Crees que Muzi metió a Larmoso en el asunto? -le preguntó.

– Fasil no lo sabe. No tuvo oportunidad de interrogar a Larmoso. Tenemos que suponer que Muzi le contó todo a Larmoso. No podemos permitirnos el lujo de pensar en otra forma, ¿verdad Michael? Si Muzi se arriesga a interferir con el embarque, si planea quedarse con nuestro adelanto en dinero y vender el plástico en otra parte, quiere decir que nos ha vendido a las autoridades de aquí. Tendría que hacerlo para su propia protección. No hay más remedio que liquidarlo aun cuando no nos haya traicionado. Sabe demasiado y te ha visto. Podría identificarte.

– ¿Pensabas matarlo desde el primer momento?

– Sí. No es uno de los nuestros y está metido en un negocio peligroso. Quién sabe lo que sería capaz de contar si las autoridades lo amenazan por cualquier otra causa -Dahlia advirtió que estaba siendo demasiado dogmática-. No podría tolerar la idea de que siempre sería una amenaza para ti, Michael -agregó con voz suave-. Tú tampoco confiabas en él, ¿verdad Michael? Y habías planeado de antemano recoger la mercancía en el mar por las dudas, ¿no es así? Qué curioso.

– Sí, muy curioso -acotó Lander-. Pero en primer lugar, nada debe sucederle a Muzi hasta de que tengamos el plástico en nuestro poder. Si ha acudido a las autoridades para conseguir inmunidad para su persona en algún otro asunto, la trampa la habrán preparado en el muelle. Mientras sigan pensando que vamos a ir a recoger la mercancía a los depósitos de la aduana es menos probable que decidan enviar por aire un equipo investigador al barco. Si Muzi cae antes de que entre el barco, sabrán que no iremos al muelle. Estarán esperándonos cuando vayamos allí. -Lander se puso súbitamente furioso y un círculo pálido rodeó su boca-. Así que Muzi fue lo mejor que tu cerebro de mierda consiguió.

Dahlia no pestañeó. Se abstuvo de hacerle notar que Lander había sido el primero en ir a ver a Muzi. Sabía que se le pasaría la furia pero que se incorporaría a la que tenía acumulada cuando su mente volviera irresistiblemente a considerar el problema.

Cerró los ojos durante un momento.

– Tendrás que salir de compras -le dijo la muchacha-. Dame un lápiz.

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