Oscurecía mientras el taxi recorría desde el aeropuerto las seis millas del camino costero hasta Beirut. Desde el asiento de atrás, Dahlia Iyad observaba cómo el blanco de las olas del Mediterráneo se transformaba en gris con las últimas luces del atardecer. Pensaba en el norteamericano. Tendría que contestar muchas preguntas respecto de él.
El taxi dobló en la calle Verdun y se internó en el barrio de Sabra, en pleno centro de la ciudad, repleto de refugiados palestinos. El chofer no precisaba que le dieran instrucciones. Observó detenidamente por el espejo retrovisor, apagó luego los faros y se detuvo frente a una pequeña entrada en la calle Jeb-el-Nakhel. El patio estaba oscuro como boca de lobo. Dahlia podía oír el lejano ruido del tráfico y el golpeteo del motor al enfriarse. Transcurrió un minuto.
El taxi se sacudió cuando se abrieron súbitamente las cuatro puertas y el poderoso haz de luz de una linterna encegueció al conductor. Dahlia percibió el olor a aceite de la pistola distante solamente un centímetro de su ojo.
El hombre de la linterna se aproximó a la puerta trasera del taxi y la pistola se alejó.
– Djinniy -dijo la joven en voz baja.
– Bájese y sígame. -El hombre pronunció esas palabras en árabe con el típico acento del Jabal.
Un severo tribunal esperaba a Dahlia Iyad en ese tranquilo cuarto de Beirut. Hafez Najeer, jefe del Jihaz al-Rasd (RASD) el más importante grupo de inteligencia de Al Fatah, estaba sentado frente a un escritorio apoyando su cabeza contra la pared. Era un hombre alto con una cabeza pequeña. Sus subordinados lo llamaban secretamente «el mamboreta». La gente se sentía mal y atemorizada cuando les dispensaba su plena atención.
Najeer era el jefe de Septiembre Negro. No creía en el concepto de «la situación del Medio Oriente». La restitución de Palestina a los árabes no lo habría llenado de entusiasmo. Creía en el holocausto, en el fuego que purifica. Y Dahlia Iyad pensaba igual que él.
Como así también los otros dos hombres presentes en el cuarto: Abu Ali, a cuyo cargo estaban los grupos pertenecientes a la organización Septiembre Negro, ejecutores de los asesinatos en Italia y Francia, y Muhammad Fasil, experto en artillería y artífice del ataque a la villa olímpica de Munich. Ambos eran miembros de RASD, los cerebros de Septiembre Negro. Su situación no era reconocida por el grueso del movimiento guerrillero palestino, porque Septiembre Negro vivía dentro de Al Fatah como el deseo vive en el cuerpo.
Esos tres hombres fueron los que decidieron que Septiembre Negro debía dar su próximo golpe en los Estados Unidos de Norteamérica. Más de cincuenta planes habían sido concebidos y luego desechados. Mientras tanto, los Estados Unidos seguían desembarcando armamentos en los muelles israelitas de Haifa.
Súbitamente se presentó una solución y si Najeer daba ahora su aprobación final, la misión estaría en manos de una joven muchacha.
Arrojó el djellaba sobre una silla y enfrentó al grupo.
– Buenas noches, camaradas.
– Bienvenida, camarada Dahlia -respondió Najeer. Permaneció sentado cuando la joven entró al cuarto igual que los otros dos hombres. Su aspecto había cambiado durante el año que pasó en Norteamérica. Estaba muy elegante con su traje de pantalón y su apariencia resultaba algo desconcertante.
– El norteamericano está listo -anunció-. Estoy segura de que va a llevarlo a cabo. Vive exclusivamente para eso.
– ¿Es realmente digno de confianza? -Najeer parecía querer penetrar en el cerebro de la joven.
– Lo suficiente. Yo le brindo apoyo. Depende de mí.
– Era lo que había supuesto por sus informes, pero el código es a veces confuso. ¿Alguna pregunta, Ali?
Abu Ali miró cuidadosamente a Dahlia. Ella lo recordaba por haber asistido a sus conferencias sobre psicología en la universidad norteamericana de Beirut.
– ¿El norteamericano parece siempre normal? -preguntó.
– Sí.
– ¿Pero usted cree que es insano?
– La cordura y la racionalidad aparente no son lo mismo, camarada.
– ¿Aumenta su dependencia de usted? ¿Tiene períodos de hostilidad hacia usted?
– A veces se muestra hostil, pero últimamente eso sucede cada vez menos.
– ¿Es impotente?
– Dice que lo era desde que lo soltaron en Vietnam del Norte hasta hace dos meses. -Dahlia observaba a Ali. Sus gestos breves y precisos y sus ojos húmedos le hacían pensar en un gato montés.
– ¿Se siente responsable de haber vencido su impotencia?
– No se trata de responsabilidad, camarada. Es un asunto de control. Mi cuerpo me resulta útil para mantener ese control. Si un revólver fuera más útil, no titubearía en usarlo.
Najeer movió la cabeza en señal de asentimiento. Sabía que estaba diciendo la verdad. Dahlia lo había ayudado a entrenar a los tres terroristas japoneses que realizaron ese asesinato a mansalva en el aeropuerto de Lod, en Tel Aviv. Originalmente habían sido cuatro, pero uno se acobardó durante el entrenamiento y Dahlia le voló los sesos con una pistola Schmeisser en presencia de los otros tres.
– ¿Cómo puede estar segura de que no tendrá un súbito remordimiento de conciencia y la entregará a las autoridades norteamericanas? -insistió Ali.
– ¿Qué ganaría si lo hiciera? -dijo Dahlia-. Soy una pequeña presa. Conseguirían los explosivos, pero los norteamericanos tienen ya suficiente cantidad de plástico, como todo lo hace suponer. -Esta respuesta estaba dedicada a Najeer y advirtió como la miraba agudamente.
Los terroristas israelíes empleaban casi siempre el plástico explosivo C-4 de procedencia norteamericana. Najeer recordó el día en que cargó el cuerpo de su hermano para sacarlo de un destrozado apartamento en Bhandoum y regresó para buscar las piernas.
– El norteamericano se volvió hacia nosotros porque necesitaba el explosivo. Usted lo sabe muy bien, camarada -respondió Dahlia-. Y va a seguir necesitándome para otras cosas. No herimos sus sentimientos políticos porque no tiene ninguno. Ni tampoco la palabra «conciencia» es aplicable a él en el sentido usual. No me va a delatar.
– Démosle otro vistazo -dijo Najeer-. Camarada Dahlia, usted ha estudiado a este hombre en un determinado ambiente. Permítame mostrárselo en circunstancias totalmente distintas. ¿Ali?
Abu Ali instaló un proyector de dieciséis milímetros sobre el escritorio y apagó las luces.
– Recibimos esto hace muy poco, desde Vietnam del Norte, camarada Dahlia. Fue exhibido en una oportunidad por la televisión norteamericana, pero antes de que usted estuviera asignada a la Casa de Guerra. Dudo que lo haya visto.
El número de la película apareció en la pared y un sonido confuso salió del altavoz. A medida que la película tomaba velocidad, el sonido se fue transformando en el himno de la República Democrática de Vietnam y el rectángulo iluminado en la pared se convirtió en una habitación con paredes blancas. Dos docenas de prisioneros de guerra norteamericanos estaban sentados en el suelo. La cámara enfocó luego el atril con un micrófono. Un hombre alto y delgado se acercó caminando lentamente al atril. Estaba vestido con el holgado uniforme de los prisioneros de guerra, medias y sandalias con tiras de cuero. Una de sus manos permanecía dentro de los pliegues de su chaqueta y la otra se apoyaba sobre su muslo al inclinarse para saludar a los oficiales situados en el frente del cuarto. Se acercó al micrófono y habló lentamente.
– Soy Michael J. Lander, capitán de corbeta de la marina de los Estados Unidos, capturado el 10 de febrero de 1967 mientras bombardeaba un hospital civil cerca de Ninh Binh… cerca de Ninh Binh. A pesar de que no cabe duda alguna sobre la autenticidad de mis crímenes de guerra, la república democrática de Vietnam no me ha infligido castigo alguno, sino que se limitó a mostrarme el sufrimiento que es el resultado de crímenes de guerra similares a los míos y a los de otros… de otros. Siento mucho haber hecho lo que hice. Siento mucho que hayan muerto niños. Les suplico a los ciudadanos norteamericanos que pongan fin a esta guerra. La república democrática de Vietnam no guarda rencor… no guarda rencor contra el pueblo norteamericano. Los responsables son los que están en el poder y que disfrutan con esta guerra. Estoy avergonzado por lo que hice.
La cámara enfocó a los otros prisioneros, sentados como atentos alumnos, con caras cuidadosamente inexpresivas. El himno indicaba el fin de la película.
– Bastante torpe -dijo Ali cuyo inglés era casi perfecto-. Debe haber tenido la mano atada a un lado. -Había observado detenidamente a Dahlia durante la proyección de la película. Sus ojos se abrieron ligeramente durante un segundo cuando salió un primer plano de la cara delgada. Pero eso fue lo único que quebró su impasibilidad.
– Bombardeó un hospital -musitó Ali-. Por lo visto tiene experiencia en este tipo de cosas.
– Fue capturado mientras piloteaba un helicóptero tratando de rescatar la tripulación de un Phantom abatido -explicó Dahlia-. Debe haberlo leído en mi informe.
– Leí lo que le contó -observó Najeer.
– Sólo me dice la verdad. No es capaz de mentirme -dijo la joven-. Hace dos meses que vivimos juntos. Lo sé muy bien.
– Es un pequeño detalle, de todos modos -dijo Ali-. Hay otras cosas respecto de él mucho más interesantes.
Ali la interrogó durante la siguiente media hora sobre detalles más íntimos del comportamiento del norteamericano. Cuando terminó, Dahlia tuvo la sensación de que sentía un leve olor en el cuarto. Real o imaginario, pero la transportó al campo de refugiados palestinos en Tiro, cuando ella tenía ocho años y debía enrollar la estera mojada sobre la cual su madre y el hombre que les llevaba la comida se habían revolcado en la oscuridad.
Fasil se hizo cargo del interrogatorio. Sus manos chatas y hábiles eran las de un técnico, y tenía callos en las puntas de sus dedos. Se inclinó ligeramente hacia adelante en su silla, con la pequeña maleta en el suelo junto a sus pies.
– ¿El norteamericano ha utilizado anteriormente explosivos?
– Solamente los equipos militares. Pero ha planeado todo cuidadosamente hasta el último detalle. Su plan parece ser bastante razonable -respondió Dahlia.
– A usted le parecerá razonable, camarada. Quizá porque está íntimamente envuelta en él. Veremos si es realmente tanto como usted dice.
Deseó entonces que estuviera presente el norteamericano, y que todos pudieran oír su voz suave mientras explicaba paso a paso las distintas etapas del terrible proyecto, reduciéndolo a una serie de problemas perfectamente definidos, cada uno de ellos con su correcta solución.
Respiró hondo y comenzó a hablar sobre los problemas técnicos inherentes a la aniquilación simultánea de ochenta mil personas, incluyendo entre ellas al recientemente elegido primer magistrado de los Estados Unidos, ante la vista y paciencia de toda la nación.
– La única limitación es el peso -explicó Dahlia-. Debemos restringirnos a seiscientos kilos de plástico. Déme por favor un cigarrillo, un lápiz y una hoja de papel.
Se inclinó sobre el escritorio y dibujó una línea curva que se asemejaba a la sección transversal de un estadio. Dentro de la anterior y ligeramente más arriba, dibujó otra línea curva menor del mismo parámetro.
– Este es el blanco -explicó señalando la curva más grande. Su lápiz se movió hacia la otra más pequeña-. El principio de la carga…
– Sí, sí -interpuso Fasil-. Como una enorme mina Claymore. Simple. ¿Cuál es la densidad del público?
– Sentados hombro contra hombro, totalmente expuestos desde este ángulo de la pelvis para arriba. Necesito saber si el plástico…
– El camarada Najeer le dirá todo lo que precisa saber -respondió Fasil altivamente.
Dahlia prosiguió impertérrita:
– Necesito saber si el plástico que decidirá entregarme el camarada Najeer es el pre-empaquetado antipersonal con municiones de acero como el Claymore. El peso requerido incluye solamente al plástico. La cobertura y ese tipo de municiones no van a ser necesarios.
– ¿Por qué?
– El peso, por supuesto. -Estaba cansada ya de Fasil.
– ¿Y si no tiene municiones, qué hará, camarada? Si cuenta con la onda expansiva, permítame informarle…
– Permítame informarle a usted, camarada. Necesito su ayuda y la obtendré. No pretendo un peritaje de su parte. Usted y yo no estamos compitiendo. Los celos no tienen cabida dentro de la Revolución.
– Dile lo que quiere saber -dijo Najeer con voz áspera.
Fasil respondió inmediatamente:
– El plástico no contiene municiones. ¿Qué es lo que piensa utilizar?
– El exterior de la carga estará recubierto por capas de dardos para rifle calibre 177. El norteamericano cree que se dispersarán sobre 150 grados verticalmente sobre un arco horizontal de 260 grados. Calcula que ello brindará un promedio de 3,5 proyectiles por persona en la zona letal.
Fasil abrió desmesuradamente los ojos. Había visto cómo una mina norteamericana de las del tipo Claymore, del tamaño de un manual de colegio, había hecho estragos en una columna de soldados, segando el pasto a su alrededor. Lo que la joven proponía era equivalente a mil de esas minas que explotaran al mismo tiempo.
– ¿Y el detonador?
– Una cápsula de explosión eléctrica detonada por un sistema de doce voltios existente en la aeronave. Hay también otro idéntico en caso de que el primero no funcionara, provisto de pilas propias. Y también una mecha.
– Eso es todo -dijo el técnico-. He terminado.
Dahlia lo miró. Sonreía, pero no podía precisar si la sonrisa era de satisfacción o de miedo de Hafez Najeer. Se preguntó para sus adentros si Fasil sabría que la gran curva representaba el estadio de Tulane, donde se jugarían el 12 de enero los primeros veintiún minutos del Super Bowl.
Dahlia esperó durante una hora en un cuarto que daba al vestíbulo. Cuando fue llamada nuevamente a la oficina de Najeer, se encontró con que el jefe de la operación Septiembre Negro estaba solo. Ahora lo sabría.
El cuarto estaba a oscuras con excepción de una zona iluminada por una lámpara. Najeer, reclinado contra la pared, estaba en el cono de sombra. Pero sus manos estaban iluminadas y jugaban con un cuchillo de los usados por los comandos. Cuando habló lo hizo con una voz muy suave.
– Hágalo, Dahlia. Mate a todos los que pueda.
Súbitamente se inclinó hacia la parte iluminada, sonrió como si se sintiera aliviado, y sus dientes blancos resaltaron contra su rostro oscuro. Su aspecto era casi jovial cuando abrió la maleta del técnico y sacó una estatuilla de su interior. Era la imagen de una virgen, igual a las que se exhiben en los escaparates de los comercios dedicados a la venta de artículos religiosos, pintada de brillante colores y de rápida manufactura.
– Examínela -le dijo a la muchacha.
La joven tomó la estatuilla en sus manos. Pesaba alrededor de medio kilo pero no parecía ser de yeso. Una ligera protuberancia era perceptible a lo largo de sus costados, como si hubiera sido modelada a presión en un molde y no fundida. En su base podía leerse una inscripción que decía «Made in Taiwan».
– Plástico -dijo Najeer-. Semejante al C-4 norteamericano pero hecho en el lejano este. Tiene ciertas ventajas sobre el C-4. En primer lugar es más poderoso, a costa de cierta disminución de su estabilidad, y es sumamente maleable al calentarse a una temperatura mayor de 50 grados centígrados.
– Doce mil estatuillas llegarán dentro de dos semanas a Nueva York a bordo del carguero Leticia. El manifiesto de embarque indicará que han sido transportadas desde Taiwan. Muzi, el importador, se encargará de reclamarlas en la aduana. Usted deberá responsabilizarse luego de su silencio.
Najeer se levantó y se desperezó.
– Ha hecho un buen trabajo, camarada Dahlia y ha recorrido un largo camino. Ahora podrá descansar en mi compañía.
Najeer tenía un apartamento sobriamente amueblado en uno de los pisos altos del número dieciocho de la calle Verdun, semejante a los que tenían Fasil y Ali en los otros pisos del edificio.
Dahlia estaba sentada en el borde de la cama de Najeer con un pequeño grabador en sus rodillas. Le había ordenado que hiciera una grabación para ser transmitida por radio Beirut después de la realización del golpe. La joven estaba desnuda y Najeer, que la observaba desde el diván, advirtió claramente cómo se excitaba a medida que hablaba por el micrófono.
– Ciudadanos de Norteamérica -dijo-, los guerrilleros que luchan por la liberación de Palestina han asestado hoy un gran golpe en pleno centro de vuestra nación. Los responsables de este desastre son los mercaderes de la muerte de vuestro propio país que suministran armamentos a los asesinos de Israel. Vuestros jefes han permanecido sordos a los gritos de los desposeídos. Vuestros jefes han cerrado los ojos a los desastres perpetrados por los judíos en Palestina y han cometido a su vez graves crímenes en el Sudeste de Asia. Armamentos, aviones, y cientos de millones de dólares han salido de vuestro país para ir a parar a manos de los traficantes de la guerra mientras millones de norteamericanos mueren de hambre. El pueblo no debe ser despojado.
– «Oigan lo siguiente, ciudadanos norteamericanos. Queremos ser hermanos vuestros. Ustedes deben encargarse de echar del poder a la basura que está a cargo del gobierno. Por lo tanto por cada árabe que muera a manos de un israelí, morirá un norteamericano a manos de un árabe. Cada lugar sagrado musulmán o cristiano que sea destruido por los criminales judíos será vengado con la destrucción de una propiedad norteamericana.
El rostro de Dahlia había adquirido color y sus pezones estaban erectos mientras seguía hablando.
– Esperamos que esta crueldad no tenga que seguir adelante. La elección está en vuestras manos. Confiamos en no tener que volver a empezar nunca más otro año con derramamientos de sangre y sufrimientos. Salaam Aleikum.
Najeer estaba parado frente a ella y la joven se abalanzó hacia él cuando éste dejó caer su robe de chambre al suelo.
A dos millas de distancia del cuarto en el que Dahlia y Najeer yacían abrazados entre las sábanas, una pequeña lancha israelí surcaba silenciosamente las aguas del Mediterráneo.
La embarcación viró a mil metros al Sur de la Gruta de las Palomas y bajaron una balsa por uno de sus lados. Doce hombres armados se instalaron en la balsa. Estaban vestidos con trajes de hombres de negocios y con corbatas de fabricación rusa, francesa y árabe. Todos usaban zapatos con gruesas suelas de goma y ninguno llevaba documentos de identidad. Sus rostros tenían expresiones duras. No era esa la primera vez que visitaban el Líbano.
El agua tenía un color gris humo bajo la débil luz del cuarto creciente y una tibia brisa proveniente de mar adentro rizaba su superficie. Ocho hombres remaban, tratando de alargar lo más posible los golpes de sus remos para cubrir los cuatrocientos metros que los separaban de la arenosa playa en la que desembocaba la calle Verdun. Eran las cuatro horas y once minutos de la mañana, faltaban veintitrés minutos para que saliera el sol y diecisiete hasta que el primer resplandor azulado se desparramara sobre la ciudad. Arrastraron silenciosamente la balsa hacia la playa, la cubrieron con una lona color arena y caminaron rápidamente hasta llegar a la calle Ramlet el-Baida, donde cuatro hombres y cuatro coches los esperaban, con sus siluetas perfiladas contra el resplandor de los hoteles de turismo más al Norte.
Estaban a pocos metros de los coches cuando un Land-Rover marrón y blanco clavó sonoramente los frenos a treinta metros de la calle Ramlet, iluminando con sus faros a la pequeña procesión. Dos hombres vestidos con uniformes marrones saltaron del camión esgrimiendo sus armas.
– Quietos. Identifíquense.
Se oyó un sonido semejante al del maíz tostado y un poco de tierra voló de los uniformes de los oficiales libaneses cuando cayeron al suelo, acribillados por los proyectiles de nueve milímetros de las Parabellum equipadas con silenciadores.
Un tercer oficial a cargo de la dirección del vehículo trató de escapar. Una bala destrozó el parabrisas y se incrustó en su frente. El camión se desvió hasta chocar contra una palmera de la vereda y el policía cayó sobre la bocina. Dos hombres corrieron hacia el vehículo y retiraron el cuerpo del hombre muerto que hacía sonar la bocina, pero enseguida comenzaron a encenderse luces en las ventanas de algunos apartamentos que daban sobre la playa.
Una ventana se abrió y una airada voz gritó en árabe:
– ¿Qué demonios es ese escándalo? ¿Por qué no llama alguien a la policía?
El jefe del grupo invasor que estaba parado junto al camión gritó con voz ronca como un borracho:
– ¿Dónde está Fátima? Nos iremos si baja de una vez.
– Borracho sinvergüenza, váyase de aquí enseguida o yo mismo me encargaré de llamar a la policía.
– Aleikum salaam, vecino. Ya me voy -respondió la voz del borracho desde la calle. La luz de la ventana se apagó.
En poco menos de dos minutos el mar devoró el camión y los cadáveres.
Dos de los coches tomaron hacia el Sur de la calle Ramlet, mientras los otros dos avanzaron por la Corniche Ras Beyrouth durante dos manzanas y doblaron luego nuevamente en dirección al Norte por la calle Verdun…
El número 18 de la calle Verdun estaba vigilado durante las veinticuatro horas del día. Un centinela estaba apostado en el vestíbulo de entrada y el otro, armado con una ametralladora, vigilaba desde el techo del edificio del otro lado de la calle. El centinela de la azotea estaba en esos momentos en una extraña postura junto a la ametralladora y la luz de la luna permitía advertir el húmedo brillo de una nueva boca abierta en su garganta. El centinela del vestíbulo yacía tirado junto a la puerta de entrada, donde había ido a investigar quién era el borracho que se había dedicado a cantar serenatas.
Najeer se había quedado dormido, Dahlia logró librarse de su abrazo y se dirigió al baño. Permaneció un largo rato bajo la ducha, disfrutando de la fuerte presión del chorro de agua. Najeer no era un amante excepcional. Sonrió al enjabonarse y pensar en el norteamericano, sin oír los pasos que se aproximaban por el pasillo.
Najeer pegó un brinco en la cama al oír abrirse bruscamente la puerta del apartamento y la luz de una linterna lo encegueció.
– ¡Camarada Najeer! -exclamó el hombre apremiante.
– Aiwa.
La ametralladora relampagueó y la sangre brotó del cuerpo de Najeer al ser proyectado por las balas contra la pared. El asesino guardó todo lo que estaba sobre el escritorio de Najeer en una bolsa al mismo tiempo que una explosión en otra parte del edificio estremeció la habitación.
La muchacha desnuda parada en la puerta del baño parecía paralizada de horror. El asesino apuntó con la ametralladora a su pecho mojado. Su dedo pulsó el gatillo. Era un pecho magnífico. El cañón de la ametralladora osciló.
– Cúbrete con algo, ramera árabe -dijo al salir del cuarto.
La explosión que destrozó el apartamento de Abu Ali situado dos pisos más abajo, mató instantáneamente a Ali y a su esposa. Los invasores corrían hacia las escaleras tosiendo por el polvo, cuando salió de un apartamento del fondo del pasillo un hombre flaco vestido con pijama, tratando de disparar una metralleta. Estaba todavía en ello cuando fue destrozado por una lluvia de balas, que se incrustaron dentro de su cuerpo y desparramaron por el pasillo pequeños trozos del género del pijama.
Los invasores ganaron la calle, subieron a los coches y partieron rumbo al Sur en dirección al mar, y sólo entonces resonaron a lo lejos las sirenas de la policía.
Dahlia, vestida con la bata de Najeer y sujetando su cartera, llegó a la calle en pocos segundos, y se mezcló con la gente que había salido de los apartamentos vecinos. Estaba haciendo desesperados esfuerzos por pensar cuando sintió que una mano la agarraba con fuerza el brazo. Era Muhammad Fasil. Una bala lo había herido en la mejilla. Envolvió la corbata alrededor de su mano y la acercó a la herida.
– ¿Y Najeer? -preguntó.
– Murió.
– Creo que Ali también. Su ventana estalló justo cuando yo daba la vuelta a la esquina. Les disparé desde el coche, pero… escúchame detenidamente. Najeer ha impartido la orden. Tu misión debe llevarse a cabo. Los explosivos no han sido dañados, llegarán en la fecha convenida. Armas automáticas también, tu Schmeisser y un AK-47, desarmados y escondidos dentro de repuestos para bicicletas.
Dahlia lo miró con ojos enrojecidos por el humo.
– Lo pagarán -dijo-. Pagarán diez mil por uno.
Fasil la llevó a una casa en la Sabra donde podría esperar segura durante ese día. Cuando oscureció la acompañó al aeropuerto en su destartalado Citroen. El vestido que le habían prestado era dos números más grande que su talle, pero estaba demasiado cansada para que le importara.
El 707 de Pan Am despegó a las diez y media de la noche y Dahlia cayó en un pesado sueño cuando aún podían verse las luces de la ciudad mientras el avión enfilaba rumbo al Mediterráneo.