23

Lander lanzó un quejido y se movió en su cama del hospital. Dahlia Iyad dejó el plano de Nueva Orleans que estudiaba concienzudamente y se puso de pie. Se le había dormido una pierna. Renqueó hasta llegar junto a la cama y colocó su mano sobre la frente de Lander. Su piel quemaba. Le pasó un lienzo frío por las sienes y las mejillas y cuando su respiración tomó un ritmo constante, regresó nuevamente a su asiento junto a la luz.

Un cambio curioso se registraba en Dahlia cada vez que se aproximaba a la cama. Sentada en su silla con el mapa, pensando en Nueva Orleans, podía mirar a Lander con la mirada fría y firme de un gato, una mirada llena de posibilidades, determinadas todas y cada una solamente por su voluntad. Su cara denotaba ternura y preocupación cuando se acercaba al lecho del enfermo. Ambas expresiones eran auténticas. Nadie tuvo jamás una enfermera más solícita y peligrosa que Dahlia Iyad.

Durmió durante cuatro días en un catre del hospital de Nueva Jersey. No se atrevía a dejarlo por miedo a que delirara y hablara sobre la misión. Deliró varias veces, pero sobre Vietnam y personas que no conocía. Y sobre Margaret. Se pasó una tarde entera repitiendo:

– Tenías razón, Jergens.

No sabía si había perdido la razón. Sabía que faltaban doce días para la fecha del atentado. Estaba dispuesta a hacerlo si lograba salvarlo. Si no, bueno, moriría de todas formas. Una alternativa no era peor que la otra.

Sabía que Fasil tenía prisa. Pero la prisa puede resultar peligrosa. Si Lander no estaba en condiciones de volar y el nuevo arreglo de Fasil no le gustaba, lo eliminaría. La bomba era demasiado valiosa para desperdiciarla en una operación organizaba a toda prisa en el último minuto. Valía mucho más que Fasil. No le perdonaría jamás el haber tratado de esquivar el bulto en Nueva Orleans. Sus rodeos no fueron la consecuencia de una falta de valor como el caso del japonés que mató antes del atentado en el aeropuerto de Lod. Fueron el resultado de una ambición personal, y eso era mucho peor.

– Esfuérzate, Michael -susurró-. Trata con todas tus fuerzas.

Durante las primeras horas de la mañana del primero de enero, agentes federales y la policía local registraron los aeropuertos que circundaban Nueva Orleans: Houma, Thibodaux, Slidell, Hammond, Greater St. Tammany, Gulfport, Stennis International y Bogalusa. Sus informes no cesaron de llegar durante toda la mañana. Nadie había visto a Fasil ni a la mujer.

Corley, Kabakov y Moshevsky se dedicaron al aeropuerto internacional de Nueva Orleans y al de Lakefront, pero sin éxito. El viaje de regreso a la ciudad fue bastante tétrico. Corley, encargado de verificar por la radio, fue informado de que todas las comunicaciones de la aduana en los lugares de acceso al país y todos los datos suministrados por Interpol eran negativos. No había rastros del piloto libio.

– Ese desgraciado puede estar rumbo a cualquier parte -dijo Corley al apretar a fondo el acelerador en la autopista.

Kabakov miraba por la ventanilla en un silencio lleno de amargura. El único despreocupado era Moshevsky. La noche anterior había presenciado la última función del Hotsy-Totsy Club de Bourbon Street en lugar de irse a la cama, y en esos momentos dormía plácidamente en el asiento de atrás.

Giraron en Poydras rumbo al edificio federal cuando apareció el helicóptero sobre los edificios circundantes, como un gran pájaro ahuyentado de su nido, planeando sobre el Superdome con un objeto pesado y cuadrado colgando debajo del fuselaje.

– Epa, epa, epa, David -dijo Corley. Se inclinó sobre el volante para observar por el parabrisas y clavó los frenos. El coche que venía detrás hizo sonar la bocina indignado y lo pasó por la derecha, profiriendo su conductor toda clase de insultos del otro lado de la ventanilla.

El corazón de Kabakov dio un salto al ver la máquina y siguió latiendo aceleradamente. Sabía que era demasiado temprano todavía para tratarse del atentado, y pudo advertir que el objeto que estaba suspendido debajo del helicóptero era una pieza de maquinaria, pero la visión coincidía perfectamente con la imagen fabricada en su mente.

El lugar de aterrizaje quedaba hacia el Este del Superdome. Corley estacionó el coche a cien metros de distancia, junto a un montón de vigas.

– Si Fasil está vigilando el lugar será mejor que no lo reconozca -dijo Corley-, buscaré unos cascos.- Desapareció en la construcción y volvió con tres cascos de plástico amarillo y unas antiparras.

– Coge unos prismáticos y sube a la cúpula, allí donde puede verse el lugar de aterrizaje desde esa abertura -le dijo Kabakov a Moshevsky-. Ocúltate del sol y vigila las ventanas del otro lado de la calle, a cualquier altura y en el perímetro de la zona de carga.

Moshevsky se puso en marcha al escuchar la última palabra.

El personal terrestre arrastró otra carga hacia el helipuerto y la máquina comenzó el descenso para recogerla, balanceándose suavemente. Kabakov entró a la casilla situada al borde de la pista y miró por la ventana. Cuando Corley se acercó el director de cargas estaba protegiéndose los ojos con su mano del reflejo del sol y daba órdenes por una radio.

– Pídale al helicóptero que baje, por favor -dijo Corley disimulando su chapa de identificación entre las manos de modo que solamente el jefe de cargas pudiera verla. Este miró la chapa y levantó luego la vista hacia Corley.

– ¿Qué pasa?

– ¿Le dirá que baje?

El jefe de cargas habló por su radio e impartió una orden a gritos al personal terrestre. Arrastraron la gran bomba refrigerante de la pista y volvieron sus caras para evitar el polvo que volaba mientras la máquina se posaba torpemente en tierra. El jefe hizo una señal con su mano como si estuviera serruchando la muñeca y luego lo llamó. El gran rotor disminuyó la velocidad de sus giros hasta detenerse por completo.

El piloto dio media vuelta en su asiento y se dejó caer a tierra. Estaba vestido con un traje azul de la aviación de la marina, tan gastado que sus rodillas y codos parecían blancos.

– ¿Qué pasa, Maginty?

– Este sujeto quiere hablar contigo -dijo el jefe de cargas.

El piloto examinó la credencial de Corley. Kabakov no advirtió reacción alguna en su cara morena.

– ¿Le importa si entramos a la casilla? ¿Podría acompañarnos, señor Maginty?

– Bueno -respondió el jefe de cargas-. Pero no olvide que esta batidora le cuesta quinientos dólares por hora a la compañía de modo que le agradecería que fuera lo más breve posible.

Corley sacó la fotografía de Fasil una vez que estuvieron dentro de la desordenada casilla.

– Han visto…

– ¿Por qué no se presentan primero? -dijo el piloto-. Es lo correcto, y total, a Maginty sólo le costará doce dólares por el tiempo perdido.

– Sam Corley.

– David Kabakov.

– Me llamo Lamar Jackson -respondió estrechándoles las manos con solemnidad.

– Es un asunto relativo a la seguridad de la nación -dijo Corley. Kabakov creyó advertir un dejo de diversión en los ojos del piloto ante el tono de Corley-. ¿Han visto a este hombre?

Jackson arqueó las cejas al ver la fotografía.

– Sí, hace tres o cuatro días. Mientras ustedes sujetaban una viga al guinche para cabriadas, Maginty. ¿Quién es, de todos modos?

– Un fugitivo. Lo estamos buscando.

– Bueno, pues entonces quédense por aquí. Dijo que pensaba volver.

– ¿Eso dijo?

– Así es. ¿Cómo se les ocurrió buscarlo aquí?

– Porque ustedes tienen lo que él necesita -respondió Corley-. Un helicóptero.

– ¿Para qué lo quiere?

– Para lastimar a muchas personas. ¿Cuándo dijo que volvería?

– No lo dijo. Para decirle la verdad no le presté mucha atención. Era un tipo siniestro tratando de hacerse simpático, ¿comprende? ¿Qué fue lo que hizo? En fin, como ustedes dijeron que era peligroso…

– Es un psicópata y un criminal, un fanático político -acotó Kabakov-. Ha cometido muchos crímenes. Pensaba matarlo a usted y robar el helicóptero en el momento oportuno. Cuéntenos qué pasó.

– Dios mío -exclamo Maginty secándose la cara con un pañuelo-. Esto no me gusta nada -Miró rápidamente hacia el exterior por la puerta de la casilla como si esperara ver aparecer al loco.

Jackson sacudió la cabeza como si estuviera tratando de convencerse de que estaba realmente despierto, pero cuando habló lo hizo con voz tranquila.

– Estaba parado junto al lugar de descenso cuando vine aquí a tomar un café. No le presté mayor atención ya que muchas personas se acercan a observar el trabajo, sabe. Pero luego comenzó a hacerme preguntas, cómo se cargaba y demás, cómo se llamaba el modelo. Me preguntó si podía mirar el interior. Le respondí que podría mirar por la puerta lateral del fuselaje, pero que no tocara nada.

– ¿Y miró?

– En efecto y esperé, creo que me preguntó cómo se hacía para ir de la cabina de mando al compartimiento de carga. Recuerdo que me llamó la atención la pregunta, ya que lo que casi todos quieren saber es qué peso puede levantar y si no me da miedo de que se caiga. Me contó después que tenía un hermano que era piloto de helicóptero y que le interesaría mucho ver esta máquina.

– ¿Le preguntó si trabajaban los domingos?

– A eso iba. Este tipo me preguntó tres veces si pensábamos trabajar durante el resto de las fiestas y yo le respondí tres veces que sí. Tenía que volver a mi tarea y él se empeñó en estrecharme la mano y todo.

– ¿Le preguntó cómo se llamaba? -inquirió Kabakov.

– Sí.

– ¿Y de dónde venía?

– Correcto.

Kabakov sintió instintivamente una gran simpatía por Jackson. Parecía un hombre con buenos nervios. Se necesitaba un gran dominio sobre los nervios para poder realizar su trabajo. Le dio además la impresión de que podía ser muy fuerte cuando las circunstancias lo requerían.

– ¿Fue piloto de la marina? -le preguntó Kabakov.

– Así es.

– ¿Vietnam?

– Treinta y ocho misiones. Al cabo de las cuales resulté herido levemente y me retiraron hasta el final de la guerra.

– Necesitamos que nos ayude, señor Jackson.

– ¿Para agarrar a este tipo?

– Sí -respondió Kabakov-. Queremos seguirlo cuando se vaya de aquí después de su próxima visita. Se limitará a venir con su falso hermano para echar un vistazo. No debe asustarse mientras esté aquí. Tendremos que seguirlo durante un rato antes de detenerlo. Por eso es que necesitamos su cooperación.

– Aja. Bueno, pues resulta que yo también preciso vuestra cooperación. Déjeme ver sus credenciales, señor FBI -dijo mirando a Kabakov, pero Corley le entregó su tarjeta de identificación. El piloto cogió el teléfono.

– El número es…

– Yo conseguiré el número, señor Corley.

– Pregunte por…

– Preguntaré por el jefe -respondió Jackson.

La Oficina de Nueva Orleans del FBI confirmó la identidad de Corley.

– Veamos -dijo Jackson colgando el teléfono-, usted quería saber si el chiflado me preguntó de dónde era yo. Eso quiere decir si no me equivoco, que piensa localizar a mi familia. Por si precisa presionarme.

– Es posible que haya pensado en eso. Si fuera necesario -agregó Kabakov.

– Bueno, ¿de modo que ustedes quieren que actúe normalmente cuando vuelva a venir el sujeto en cuestión?

– Lo cubriremos permanentemente. Lo que nos interesa es seguirlo cuando salga de aquí -manifestó Corley.

– ¿Cómo saben que su próxima visita no será el día que piensa dar el golpe?

– Porque traerá primero a su piloto para que se familiarice antes con la máquina. Sabemos que día piensa atacar.

– Ajá. Bueno, lo haré. Pero dentro de cinco minutos llamaré a mi mujer que está en Orlando. Quiero oírla decir que frente a la casa está aparcado un coche del gobierno con los cuatro fortachones más grandes que ha visto en su vida. ¿Comprenden?

– Permítame utilizar el teléfono -dijo Corley.

Hacía cuatro días que el helicóptero era vigilado permanentemente. Corley, Kabakov y Moshevsky estaban allí durante las horas de trabajo. Tres agentes del FBI los reemplazaban cuando era amarrado durante la noche hasta el día siguiente. Fasil no apareció.

Jackson llegaba todos los días de muy buen humor y dispuesto a trabajar, quejándose únicamente de los dos agentes federales que lo acompañaban trabajo. Decía que arruinaban su estilo.

Una tarde fue a tomar una copa al Royal Orleans invitado por Kabakov y Rachel, y sus dos guardaespaldas con caras serias y compungidas se sentaron en la mesa de al lado. Jackson había estado en muchos lugares y había visto muchas cosas, y a Kabakov le gustaba más que la mayoría de los norteamericanos que había conocido.

Maginty era otro asunto. Kabakov deseaba haber podido evitar el meterlo en el baile. La tensión del jefe de cargas se hacía cada vez más visible. Estaba nervioso e irritable.

La lluvia obligó a hacer una pausa en la operación de carga durante la mañana del 4 de enero y Jackson aprovechó para tomar un café en la casilla.

– ¿Qué es esa arma que tiene allí? -le preguntó a Moshevsky.

– Un Galil -Moshevsky había pedido a Israel el nuevo modelo de rifle automático de asalto con la venia de Kabakov. Le quitó el cargador y la bala que tenía en la recámara y se lo entregó a Jackson. Moshevsky le indicó el abridor de botellas anexado al soporte, detalle que le parecía de gran interés.

– En el helicóptero que utilizábamos en Vietnam solíamos llevar un AK-47 -dijo Jackson-. Alguien se lo quitó a un vietcong. Me gustaba más que el M-16.

Maginty entró en ese momento a la casilla y al ver el arma salió nuevamente. Kabakov decidió decirle a Moshevsky que guardara el rifle de la vista. No había objeto en poner más nervioso a Maginty de lo que estaba.

– Pero para decirle la verdad ninguna de esas cosas me gusta -decía Jackson-. Usted sabe que muchos tipos alardean de lo lindo con las armas… No me refiero a usted, ése es su trabajo, pero muéstreme uno que le guste realmente una pieza y yo…

La radio de Corley interrumpió a Jackson.

– J-7. J-7. J-7, adelante.

– Nos avisan de Nueva York que el candidato Mayfly salió de la aduana de JFK a las nueve y cuarenta, hora del Este. Tiene pasaje reservado en el Delta 704 que llegará a las doce y treinta al Central Standard de Nueva Orleans -Mayfly era el nombre en código de Abdel Awad.

– De acuerdo, J-7. Afuera. ¡Kabakov, ese hijo de puta viene para aquí! Nos conducirá a Fasil y al plástico y a la mujer.

Kabakov lanzó un suspiro de alivio. Era la primera prueba realmente convincente de que la pista que seguía era la correcta, y que el blanco del atentado sería el Super Bowl.

– Espero que podamos separarlos del plástico cuando los detengamos. De lo contrario se oirá un ruido muy fuerte.

– Conque hoy es el día -dijo Jackson. Su voz no denotaba preocupación. Estaba tranquilo.

– No lo sé -respondió Kabakov-. Quizás sea hoy o quizás mañana. Mañana es domingo. Debe querer verlo trabajar en domingo. Ya lo sabremos.


Abdel Awad descendió del delta jet en el aeropuerto internacional de Nueva Orleans exactamente tres horas y cuarenta y cinco minutos después. Llevaba una pequeña maleta. Entre los pasajeros alineados detrás de él había un hombre de edad madura, alto, vestido con un traje gris. Los ojos del hombre se cruzaron un instante con los de Corley que estaba del otro lado del pasillo. El hombre miró un segundo a Awad en la espalda y luego apartó la vista rápidamente.

Corley, que llevaba una maleta, siguió al pasajero hasta el vestíbulo. No observaba a Awad, observaba a la gente que se había reunido para recibir a los recién llegados. Estaba tratando de localizar a Fasil o a la mujer.

Pero resultó evidente que Awad no esperaba ser recibido por nadie. Descendió por la escalera mecánica y salió afuera, donde titubeó durante un instante frente a la cola de pasajeros que esperaban los grandes autobuses que los transportarían hasta las oficinas céntricas de las diferentes líneas.

Corley se instaló en el coche junto a Kabakov y Moshevsky. Kabakov aparentaba estar leyendo un periódico. Habían convenido en que no se dejaría ver por si le habían enseñado su fotografía a Awad al darle las instrucciones.

– Ese grandote es Howard -dijo Corley-. Lo acompañará si coge el autobús. Pero si toma un taxi, se lo indicará a los otros que están en los coches con los radios.

Awad tomó un taxi. Howard caminó detrás de él y se detuvo para sonarse la nariz.

Era un placer observar cómo hicieron para seguirlo. Tres coches y una camioneta fueron utilizados, pero ninguno de los vehículos permanecía más de unos pocos minutos detrás del taxi mientras duró el largo viaje hasta el centro de la ciudad. Cuando resultó evidente que el taxi iba a detenerse frente al hotel Marriott, uno de los coches se metió a toda velocidad por la entrada lateral y antes de que Awad se acercara al mostrador para preguntar por su reserva, ya estaba parado allí uno de los agentes.

Este se dirigió rápidamente hacia el ascensor y al pasar junto a otro apostado bajo una planta le susurró:

– Seis once. -El que estaba bajo la palmera subió al ascensor. Estaba ya en el sexto piso cuando Awad seguía al botones que lo guió hasta su cuarto.

En menos de media hora el FBI tenía el cuarto de al lado y un agente en el conmutador telefónico. Awad no recibió ninguna llamada ni bajó tampoco a comer. A las ocho de la noche pidió por teléfono que le mandaran un bistec a su cuarto. Se lo subió un agente que recibió una moneda de veinticinco centavos como propina, la que sujetó cuidadosamente por el borde hasta llegar abajo donde debía ser investigadas las impresiones digitales. La vigilancia duró toda la noche.


El domingo 5 de enero amaneció frío y nublado. Moshevsky se sirvió un café bien cargado y le pasó una taza a Kabakov y otra a Corley. A través de las delgadas paredes de la casilla podían oír las paletas del rotor del gran helicóptero sacudiendo el aire al elevarse nuevamente.

Kabakov había actuado contrariando sus instintos al abandonar el hotel donde se alojaba Awad, pero el sentido común le decía que ése era el lugar donde debía apostarse y esperar. No podía vigilar muy de cerca sin correr el riesgo de ser visto por Awad o por Fasil si llegaba a ir allí. La vigilancia del hotel estaba bajo el control directo del agente de Nueva Orleans y era de lo mejorcito que había visto Kabakov. No dudaba ni por un momento de que vendrían a ver el helicóptero antes de revisar la bomba. Awad podría modificar la carga para que se adaptara al helicóptero, pero no podía modificar a éste para adaptarse a la carga. Tenían que ver primero el helicóptero.

Ese era el lugar más expuesto. Los árabes estarían a pie en este laberinto de materiales de construcción en medio de civiles, dos de los cuales sabían que eran peligrosos. Por suerte Maginty no había aparecido, lo que hacia sentirse muy aliviado a Kabakov. Durante los seis días que se había prolongado la espera, había dado parte de enfermo dos veces y había llegado tarde otras dos.

La radio de Corley chilló. Manipuló el botón de contacto.

– Unidad Cuatro a Unidad Uno. -Ese era el agente del sexto piso del Marriott llamando al agente a cargo de la operación.

– Adelante, Cuatro.

– Mayfly salió de su cuarto rumbo a los ascensores.

– Correcto, Cuatro. ¿Oyó eso, Cinco?

– Cinco a la orden -transcurrió un minuto.

– Unidad Cinco a Unidad Uno. Está en estos momentos en el vestíbulo de entrada -la voz de la radio era ahogada y Kabakov supuso que el agente del vestíbulo de entrada estaba hablando a un minúsculo micrófono colocado en su solapa.

Kabakov miró la radio y se le crispó un músculo de la mandíbula. Si Awad se dirigía a otro lugar de la ciudad, podría unirse a sus perseguidores en cuestión de minutos. Oyó débilmente en la radio el ruido de la puerta giratoria y luego los de la calle al salir al exterior el agente en pos de Awad.

– Este es Cinco, Uno. Camina hacia el Oeste por Destur -una larga pausa-. Uno, va a entrar a la Bienville House.

– Tres, cubra el fondo.

– De acuerdo.

Pasó una hora y Awad no había salido. Kabakov pensó en todos los cuartos en que había tenido que esperar. Había olvidado qué enfermo y cansado se siente un hombre al tener que permanecer en un cuarto vigilando constantemente. Nadie conversaba. Kabakov miró por la ventana. Corley tenía la vista fija en la radio. Moshevsky inspeccionaba algo que se había sacado de la oreja.

– Unidad Cinco a Unidad Uno. Acaba de salir. Acompañado por Roach. -Kabakov inspiró profundamente y expiró lentamente. Roach era Muhammad Fasil.

Cinco seguía hablando.

– Tomaron un taxi. Patente número cuatro, siete, cinco, ocho. Patente comercial de Lousiana cuatro, siete, ocho, Juliett Lima. Móvil Doce tiene… -Un segundo mensaje lo interrumpió.

– Unidad Doce, lo tenemos. Doblaron hacia el Oeste por Magazine.

– De acuerdo, Doce.

Kabakov se aproximó a la ventana. Vio cómo el personal de tierra colocaba un aparejo en la próxima carga, actuando uno de ellos como director de cargas.

– Unidad Doce a Unidad Uno. Doblaron hacia el Norte por Poydras. Parece que van hacia ustedes, J-7.

– Este es J-7, gracias, Doce.

Corley permaneció en la casilla mientras Kabakov y Moshevsky se situaban afuera. Kabakov se escondió en la parte posterior de un camión, oculto por una cortina de lona. Moshevsky en un baño portátil que tenía un pequeño agujerito en la puerta. Los tres hombres formaban un triángulo perfecto alrededor de la pista de aterrizaje del helicóptero.

– J-7, J-7, ésta es la Unidad Doce. Los sujetos están en Poydras y Rampart, rumbo al Norte.

Corley esperó hasta que Jackson, que piloteaba el helicóptero, estuviera lejos del techo y listo para descender para hablarle por la frecuencia de su máquina.

– Va a tener compañía. Tómese un descanso dentro de cinco minutos.

– De acuerdo -Jackson parecía muy tranquilo.

– J-7, habla Unidad Doce. Están del otro lado de la calle, bajándose del taxi.

– De acuerdo.

Kabakov no había visto nunca a Fasil y ahora lo observaba por una rendija de la cortina como si fuera un extraño ser viviente. El monstruo de Munich. Seis mil kilómetros era una larga persecución.

La máquina fotográfica, pensó. Ahí es donde oculta su arma. Debía haberte liquidado en Beirut.

Fasil y Awad se detuvieron junto a una pila de tablas a un lado de la pista, observando el helicóptero. Estaban muy cerca de Moshevsky pero fuera de su ángulo de visión. Conversaban. Awad dijo algo y Fasil asintió con la cabeza. Awad, dio media vuelta y trató de abrir la puerta del escondite de Moshevsky. Estaba cerrada. Se acercó al siguiente baño portátil y al cabo de un momento se reunió nuevamente con Fasil.

El helicóptero tocó tierra y volvieron entonces las caras para evitar la nube de polvo. Jackson saltó de la cabina y se dirigió hacia el bebedero utilizado por los obreros.

Kabakov se alegró al verlo moverse lenta y naturalmente. Se sirvió un vaso de agua y sólo entonces pareció advertir a Fasil, acusando su reconocimiento con un casual movimiento de la mano.

Muy bien, pensó Kabakov, muy bien.

Fasil y Awad se acercaron a Jackson. Fasil le presentó a Awad. Estrecharon sus manos. Jackson movía la cabeza en señal de asentimiento. Caminaron hacia el helicóptero, conversando animadamente, y Awad gesticulando con los típicos ademanes de los pilotos hablando de su trabajo. Awad se apoyó contra la puerta lateral y miró al interior. Hizo una pregunta. Jackson pareció titubar. Miró a su alrededor como si estuviera buscando a su jefe y luego asintió. Awad subió de un salto a la cabina.

Kabakov no temía que Awad se llevara el helicóptero, sabía que Jackson tenía un fusible del contacto en su bolsillo. Jackson subió a su vez a la cabina. Fasil inspeccionó los alrededores con su mirada alerta pero tranquilo. Transcurrieron dos minutos. Jackson y Awad bajaron. Jackson meneaba la cabeza y señalaba su reloj.

Todo marcha bien, pensó Kabakov. Como lo esperaba Awad le había pedido permiso a Jackson para acompañarlo. Jackson le respondió que no podía hacerlo subir durante las horas de trabajo por razones del seguro, pero que quizás podía arreglarlo para otro día en que el jefe llegará más tarde a trabajar.

Se estrecharon nuevamente las manos. Ahora irían en busca del plástico.

Maginty se acercó por el ángulo de la casilla, escarbando las viandas que constituían su almuerzo. Estaba en el centro de la pista cuando vio a Fasil y se quedó paralizado.

Los labios de Kabakov se movieron silenciosamente al lanzar un juramento. Oh, no. Sal de ahí, hijo de puta.

Maginty palideció y se quedó boquiabierto. Fasil estaba mirándolo. Jackson sonrió ampliamente. Jackson salvará la situación. Jackson se encargará de arreglarlo, pensó Kabakov.

La voz de Jackson resonó con más fuerza. Moshevsky lo oyó. -Discúlpenme un momento, amigos. Eh, Maginty, menos mal que apareciste, ya era hora.

Maginty se había convertido en una estatua.

– Después de lo que bebiste durante toda la noche tienes un aspecto espantoso, viejo -Jackson trataba de guiarlo hacia la casilla cuando Maginty dijo con voz bien audible-: ¿Dónde está la policía?

Fasil le pegó un grito a Awad y corrió hacia el límite de la pista con la mano sobre la cámara fotográfica.

– Reviéntelos, por Dios. Reviéntelos -exclamaba Corley por su radio.

Kabakov corrió la cortina.

– No te muevas, Fasil.

Fasil disparó contra él y su Magnum hizo un agujero del tamaño de un puño en el fondo del camión. Fasil corría a toda velocidad, zigzagueando entre las pilas de materiales de construcción, y Kabakov lo perseguía a veinte metros de distancia.

Awad se lanzó en pos de Fasil, pero Moshevsky salió de su escondite y sin perder un minuto le asestó un golpe en la base del cráneo que lo dejó tendido en el suelo, corrió luego detrás de Kabakov y Fasil. Awad trató de levantarse pero Jackson y Corley estaban ya sobre él.

Fasil corría en dirección del Superdome. Se detuvo dos veces para hacer fuego contra Kabakov. Este sintió el silbido de la bala junto a su cara al zambullirse para esquivarla.

Fasil avanzó por el espacio libre entre los montones de materiales y el portón entreabierto del Superdome. Kabakov disparó una ráfaga de ametralladora haciendo volar el polvo delante de Fasil

– ¡Alto! ¡Andek!

Fasil no titubeó ni aun cuando la arenilla levantada por los proyectiles se incrustó en sus piernas. Desapareció dentro del Superdome.

Kabakov oyó un desafío y un disparo mientras corría hacia la entrada. Agentes del FBI avanzaban del otro lado, desde el interior del estadio. Esperaba que no hubieran matado a Fasil.

Kabakov se abalanzó por el portón y se dejó caer dentro de un tinglado lleno de marcos para ventanas. Las partes superiores del enorme y sombrío recinto resplandecían con las luces de los obreros encargados de la construcción. Kabakov podía ver los cascos amarillos de los hombres que miraban hacia abajo. Tres disparos resonaron en el estadio. Y después se oyó el grave sonido de la Magnum de Fasil. Se arrastró hasta el final del tinglado.

Había dos agentes del FBI agazapados en el suelo tratando de ocultarse detrás de un generador eléctrico portátil. Una alta pila de bolsas de cemento se alzaba a treinta metros de distancia de ellos en un ángulo de la pared. Uno de los agentes disparó haciendo volar una nube de polvo de la parte superior del montón de bolsas.

Kabakov atravesó el recinto corriendo rápido y agachado en dirección a los agentes. Algo se movió rápidamente detrás de la pila, Kabakov se tiró al suelo y rodando consiguió ocultarse detrás del generador mientras resonaban los disparos de la Magnum. Un hilo de sangre corría en su antebrazo por el corte producido por un trozo de cemento.

– ¿Está herido? -preguntó Kabakov.

– No lo creo -respondió un agente.

Fasil estaba cercado. Las bolsas de cemento lo protegían por el frente y el ángulo de la pared resguardaba sus flancos. Treinta metros de suelo sin protección lo separaban de Kabakov y los agentes ocultos detrás del generador.

Fasil no podía escapar. El problema sería atraparlo vivo y obligarlo a decir dónde estaba escondido el plástico. Tratar de atrapar a Fasil vivo era como intentar agarrar a una serpiente cascabel por la cabeza.

El árabe disparó una vez. El proyectil se incrustó dentro del generador, haciendo brotar un hilo de agua. Kabakov disparó cuatro veces para cubrir a Moshevsky, que corría a reunirse con ellos.

– Corley ha pedido gases y humo -dijo Moshevsky.

La voz que resonó detrás de la barricada de cemento tenía una extraña entonación.

– ¿Por qué no viene a buscarme, mayor Kabakov? ¿Cuántos de ustedes morirán tratando de cogerme con vida? Nunca lo lograrán. Venga mayor, venga. Tengo algo para usted.

Kabakov estudió la situación de Fasil a través de un agujero en la máquina que lo escudaba. Tenía que actuar rápidamente. Temía que Fasil se matara antes de que llegaran con el gas. Había una sola cosa que podía ser de utilidad. Un gran extintor de incendios adosado a la pared junto al lugar donde se ocultaba Fasil. Debía estar muy cerca. Muy bien. Hazlo. No pienses más en ello. Le dio unas instrucciones a Moshevsky y rechazó sus objeciones con un único movimiento de la cabeza. Kabakov adoptó la postura de un corredor junto al extremo del generador.

Moshevsky alzó su rifle y lanzó una terrible andanada de proyectiles sobre la parte superior de la defensa de Fasil. Kabakov se echó entonces a correr, agachado bajo la cortina de balas, en dirección a la pila de bolsas de cemento. Se quedó agazapado junto al parapeto al resguardo de los proyectiles; con todos sus músculos en tensión y sin mirar a Moshevsky, hizo un gesto con la mano. Instantáneamente se oyeron nuevos disparos del Galil y el extintor de incendios explotó sobre el Fasil desparramando una abundante espuma. Kabakov se lanzó sobre el parapeto, zambulléndose en medio de la espuma y encima de Fasil, todo cubierto de espuma. Su Magnum resonó estruendosamente junto al cuello de Kabakov. Este agarró por la muñeca la mano que empuñaba el arma, movió rápidamente la cabeza hacia uno y otro lado para impedir que le clavara los dedos en los ojos, y con la mano libre le rompió la clavícula en ambos costados. Fasil se escurrió debajo de él y cuando trató de levantarse Kabakov le golpeó el diafragma con el codo, haciéndolo caer de espaldas sobre el suelo.

Moshevsky intervino entonces, levantó la cabeza de Fasil y le tiró hacia adelante la mandíbula y la lengua para asegurarse de que estaba libre su faringe. La serpiente había sido agarrada.

Corley oyó los gritos al acercarse corriendo al Superdome con un rifle de gases lacrimógenos. Procedían de detrás de la pila de cemento, donde dos agentes del FBI enfrentaban titubeantes la amenazadora figura de Moshevsky.

Corley encontró a Kabakov sentado sobre Fasil, con su cara a diez centímetros de la del árabe.

– ¿Dónde está, Fasil? ¿Dónde está Fasil? -Le preguntaba al tiempo que presionaba las fracturas de su clavícula. Corley pudo percibir el crujido de los huesos-. ¿Dónde está el plástico?

Corley empuñaba su revólver. Acercó el cañón al puente de la nariz de Kabakov.

– Suficiente, Kabakov. Maldito seas, suficiente.

Kabakov habló pero no se dirigió a Corley.

– No le dispares, Moshevsky -y levantó la vista hacia Corley agregó-. Esta es la única oportunidad que tendremos de averiguarlo. No es necesario que inicie un proceso contra Fasil.

– Lo interrogaremos. Quítele las manos de encima.

Tres segundos después respondió:

– Muy bien. Mejor será que lea lo que dice en la tarjeta que guarda en su billetera.

Kabakov se levantó. Se apoyó, tambaleándose y salpicado por la espuma del extintor, contra el parapeto de bolsas y vomitó. Corley se sintió mal también al mirarlo, pero ya no estaba enojado. No le gustaba la forma en que lo miraba Moshevsky, pero tenía que cumplir con su deber. Cogió la radio de uno de los agentes del FBI.

– Aquí J-7. Pidan una ambulancia y dígale que espere en la entrada Este del Superdome. -Miró entonces a Fasil que se quejaba tirado en el suelo. Tenía los ojos abiertos.

– Queda detenido. Tiene derecho a permanecer en silencio -comenzó a decir lentamente.


Fasil fue detenido bajo la acusación de entrada ilegal al país y conspiración para violar las reglamentaciones aduaneras. Awad fue detenido por entrada ilegal. La embajada de la Unión de Repúblicas Árabes hizo los arreglos necesarios para que los representara una firma de abogados de Nueva Orleans. Ninguno de los árabes dijo nada. Corley interrogó durante horas a Fasil el domingo por la noche en la enfermería de la prisión y lo único que obtuvo fue una mirada burlona. El abogado de Fasil renunció al caso al enterarse de la naturaleza de las preguntas que le hicieron. Fue reemplazado por otro proporcionado por la Ayuda Legal. Fasil no hizo caso a ninguno de los dos. Parecía no preocuparle en absoluto la espera.

Corley vació el contenido de un sobre de cartulina sobre un escritorio de la oficina del FBI.

– Esto es todo lo que Fasil tenía.

Kabakov inspeccionó el montón. Había una billetera, un sobre con dos mil quinientos dólares en efectivo, un boleto de avión abierto para la ciudad de Méjico, las credenciales y el pasaporte falsos, cambio variado, las llaves del cuarto de la YMCA en la Bienville House y otras dos llaves.

– En su cuarto no hay nada -dijo Corley-. Un poco de ropa. El equipaje de Awad es igualmente limpio. Estamos tratando de saber el origen del revólver de Fasil, pero creo que lo trajo cuando vino aquí. Uno de los agujeros del Leticia había sido hecho por una Magnum.

– ¿Ha dicho algo?

– No -Corley y Kabakov, por un tácito acuerdo, no mencionaron más su violento encuentro en el Superdome, pero ambos lo recordaron en ese momento.

– ¿Ha amenazado a Fasil con una inmediata extradición a Israel para ser sometido ajuicio por el atentado de Munich?

– Lo he amenazado con cualquier cosa.

– ¿No probó con pentotal sódico o alucinógenos?

– No puedo hacerlo, David. Mire, estoy casi seguro de lo que probablemente tiene en su cartera la doctora Bauman. Por eso es que no le he permitido ver a Fasil.

– Está equivocado. Ella no haría semejante cosa. No es capaz de drogarlo.

– Pero estoy seguro de que usted le pidió que lo hiciera.

Kabakov no respondió.

– Estas llaves son de un candado Master -dijo Corley-. El equipaje de Fasil no tiene ningún candado, como así tampoco el de Awad. Fasil tiene algo encerrado con un candado. Si la bomba es grande y debe serlo aunque conste de una o dos cargas, entonces probablemente debe estar guardada en un camión o cerca de un camión. Eso equivale a un garaje, un garaje cerrado con un candado.

– Hemos mandado hacer quinientas llaves iguales. Se les entregarán a agentes de patrulleros con instrucciones de probarlas en todos los candados que encuentren en su zona. Si uno llegara a abrirse, el agente debe avisarnos y esperar.

– Sé lo que le preocupa. Cada candado nuevo trae dos juegos de llaves, ¿verdad?

– Así es -respondió Kabakov-. Alguien debe tener el otro juego.

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