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Un sonido semejante al de un trueno estremeció el aire del cuarto y la luz de las velas titiló, pero Dahlia y Lander, concentrados el uno en el otro, no lo advirtieron. Era un ruido común, producido por el último jet en su vuelo diario de Nueva York a Washington. El Boeing 727 pasaba a 1800 metros sobre Lakehurst y continuaba ascendiendo.

Esa noche llevaba a bordo al cazador. Era un hombre de espaldas anchas vestido con un traje marrón, sentado junto al pasillo, detrás del ala. La azafata estaba cobrando los pasajes. Le entregó un billete nuevo de cincuenta dólares. La muchacha frunció el ceño.

– ¿No tiene nada más pequeño?

– Para dos billetes -dijo señalando al hombre grandote que dormía junto a él-. El de él y el mío. -Tenía un acento que la azafata no conseguía situar. Decidió que debía ser alemán u holandés. Pero estaba equivocada.

Era el mayor David Kabakov, del Mossad Aliyah Beth, el servicio secreto israelí, y esperaba que los otros tres hombres sentados detrás de él del otro lado del pasillo tuvieran billetes más pequeños para pagar sus pasajes. De lo contrario la azafata podría recordarlos. Pensó que debía haberse ocupado de eso en Tel Aviv. La combinación para tomar el otro avión en el aeropuerto Kennedy no le había dado tiempo para buscar cambio. Era un pequeño error, pero le fastidiaba. El mayor Kabakov había vivido hasta los treinta y siete años porque no solía cometer errores.

El sargento Robert Moshevsky roncaba suavemente, sentado junto a él con la cabeza echada hacia atrás. Ni Kabakov ni Moshevsky habían dejado entrever durante el largo viaje desde Tel Aviv, que conocían a los otros tres hombres instalados detrás de ellos, a pesar de que habían trabajado juntos durante años. Los tres eran corpulentos, con rostros en los que el tiempo había dejado sus huellas y estaban vestidos con trajes discretos, algo amplios. Integraban lo que el Mossad denominaba «un equipo de incursión táctica». En América del Norte se llamarían una fuerza de choque.

Kabakov había dormido muy poco durante los tres días transcurridos desde que mató a Hafez Najeer en Beirut, y sabía que tendría que dar una detallada información en cuanto llegara a la capital norteamericana. El Mossad analizó el material que había juntado después de la operación contra los integrantes del Septiembre Negro y actuó inmediatamente después de oír la grabación. Hubo una rápida conferencia en la embajada norteamericana, de resultas de la cual Kabakov fue enviado a Occidente.

Durante la reunión mantenida en Tel Aviv por los servicios de inteligencia israelíes y norteamericanos quedó perfectamente entendido que Kabakov sería enviado a los Estados Unidos para ayudar a los norteamericanos a determinar si existía un peligro y para ayudarlos a identificar a los terroristas si podían ser localizados. Sus instrucciones eran muy precisas.

Pero el alto mando del Mossad le había dado una directiva adicional. Impedir cualquier operación árabe por cualquier medio.

Las negociaciones para la venta a Israel de nuevos Phantom y Skyhawks habían alcanzado un punto crítico y las presiones árabes para impedir dicha venta se veían intensificados por la escasez de petróleo en Occidente. Israel necesitaba esos aviones. Los tanques árabes iniciarían la marcha el primer día que los Phantoms no sobrevolaran el desierto.

Una catástrofe de envergadura dentro de los Estados Unidos inclinaría la balanza del poder a favor de los aislacionistas norteamericanos. La ayuda a Israel no debería tener un precio muy alto para los estadounidenses.

Tanto el Departamento de Estado israelí como el norteamericano ignoraban la presencia de los tres hombres sentados detrás de Kabakov. Se instalarían en un apartamento en las cercanías del aeropuerto internacional y esperarían a que él los llamara. Kabakov confiaba en que no sería necesario realizar la llamada. Prefería encargarse discretamente del asunto.

Kabakov esperaba que los diplomáticos no interfirieran en el asunto. Desconfiaba de los políticos y de los diplomáticos.

Su posición y su actitud se reflejaban en sus rasgos esclavos: ásperos pero inteligentes.

Kabakov pensaba que los judíos descuidados morían jóvenes y que los débiles terminaban detrás de cercas de alambre. Era un hijo de la guerra, había tenido que huir de Latvia con su familia justo antes de la invasión alemana y después tuvo que huir de los rusos. Su padre murió en Treblinka. Su madre los llevó a él y a su hermana a Italia, pero ese viaje le costó la vida. El fuego que le dio ánimos para llegar a Trieste, consumió sus entrañas.

Cuando Kabakov recordaba al cabo de treinta años el camino a Trieste, lo hacía viendo el brazo de su madre interrumpiendo diagonalmente su visión, mientras caminaba sujetándolo de la mano, y su codo, sobresaliendo en el brazo delgado, evidente a través de los harapos con que se cubría. Recordaba también su cara, casi incandescente al despertar a su hijos antes de que las primeras luces alcanzaran la zanja donde dormían.

Cuando llegó a Trieste los entregó a la resistencia sionista y murió en un zaguán del otro lado de la calle.

David Kabakov y su hermana llegaron a Palestina en 1946 y dejaron entonces de huir. Cuando cumplió diez años hizo de correo para el Palmach y peleó en la defensa del camino que unía Tel Aviv con Jerusalén.

Después de veintisiete años de guerra Kabakov conocía mejor que cualquier otro hombre el valor de la paz. No odiaba al pueblo árabe, pero creía que tratar de negociar con Al Fatah era una estupidez. Esa era la palabra que empleaba cuando era consultado al respecto por sus superiores, lo que no ocurría muy a menudo.

El Mossad consideraba a Kabakov como un buen oficial del servicio de inteligencia, y su hoja de servicios en combates era extraordinaria y había alcanzado demasiados éxitos en el campo de batalla para ser confinado al trabajo de una oficina. Pero en el campo de batalla corría el riesgo de ser capturado y por ese motivo había sido excluido obligatoriamente de las deliberaciones internas del Mossad. Figuraba en la rama ejecutiva del servicio de inteligencia, luchando una y otra vez contra las fortificaciones de Al Fatah en el Líbano y Jordania. Las altas esferas del Mossad lo apodaban «la solución final».

Pero nadie se lo había dicho en su cara.

Las luces de Washington pasaron debajo del ala del avión mientras ingresaba a la zona de tráfico del aeropuerto internacional. Kabakov alcanzó a distinguir el Capitolio, cuya blancura resaltaba por la luz de los poderosos reflectores. Se preguntó para sus adentros si no sería el Capitolio el blanco elegido.

Los dos hombres que esperaban en la pequeña sala de conferencias de la embajada israelí estudiaron detenidamente a Kabakov cuando entró acompañado por el embajador Yoachim Tell. Cuando Sam Corley del FBI vio al mayor israelí, recordó a un capitán de los Ranger, que había sido su jefe en el destacamento de Fort Benning.

Fowler, de la CIA, no había realizado nunca el servicio militar, y Kabakov le hizo pensar en un perro bulldog. Ambos hombres habían estudiado apresuradamente el curriculum del israelí, pero éste trataba en su mayor parte, de la actuación que le había correspondido durante la guerra de los seis días y la guerra de octubre, viejas copias Xerox de la sección de la CIA relacionada con el Medio Oriente. Recortes en los que podían leerse títulos como «Kabakov, el Tigre del Paso Mitla».

El embajador Tell que seguía llevando todavía su traje de etiqueta después de asistir a una recepción de la embajada, procedió a realizar las presentaciones.

El auditorio quedó en silencio y Kabakov oprimió el botón de su pequeño grabador. La voz de Dahlia Iyad quebró el silencio.

– Ciudadanos de Norteamérica…

Cuando la grabación terminó, Kabakov comenzó a hablar lenta y cuidadosamente, eligiendo las palabras.

– Creemos que el Ailul al Aswad, o sea Septiembre Negro, está preparándose para dar un golpe aquí. En esta oportunidad, no están interesados en rehenes, negociaciones o acciones teatrales. Buscan un gran número de víctimas, quieren que todos ustedes se sientan asqueados. Pensamos que el plan está bastante adelantado y suponemos que esta mujer es la principal ejecutora. -Hizo una pausa-. Suponemos también que se encuentra actualmente en este país.

– Pues entonces debe tener otra información para completar la grabación -dijo Fowler.

– Es completa por el hecho de que sabemos que quieren dar un golpe aquí por las circunstancias en que fue encontrada la grabación. Lo intentaron antes -dijo Kabakov.

– ¿Sacó usted la grabación del apartamento de Najeer después de haberlo asesinado?

– En efecto.

– ¿No lo interrogó primero?

– Habría sido totalmente inútil tratar de interrogar a Najeer.

Sam Corley vio la ira reflejada en el rostro de Fowler. Corley estudió el legajo que tenía frente a él.

– ¿Qué le hace pensar que la que hizo la grabación fue la mujer que vio usted en el cuarto?

– Porque Najeer no tuvo tiempo de guardarla en un lugar seguro -dijo Kabakov-. No era un hombre descuidado.

– No fue lo suficientemente cuidadoso como para evitar que usted lo matara -interpuso Fowler.

– Najeer duró bastante -manifestó Kabakov-. Lo suficiente como para que ocurriera lo de Munich y lo del aeropuerto de Lod, demasiado tiempo. Y si ustedes no andan ahora con cuidado volarán por el aire piernas y brazos norteamericanos.

– ¿Por qué supone que el plan va a seguir en marcha a pesar de que Najeer esté muerto?

Corley levantó la vista del papel que estaba examinando y decidió responderle a Fowler.

– Porque la grabación era peligrosa. Debe haber sido prácticamente el último paso del golpe. Las órdenes ya debían haber sido impartidas. ¿Estoy en lo cierto, mayor?

Kabakov sabía reconocer un experto en interrogaciones cuando veía uno. Corley se había convertido en el abogado.

– Exactamente -respondió.

– La operación podía haber sido montada en otro país y trasladada aquí en el último momento -explicó Corley-. ¿Por qué piensa que está instalada aquí la mujer?

– El apartamento de Najeer había sido vigilado durante un buen tiempo -explicó Kabakov-. No fue vista en Beirut antes o después de la noche de la incursión. Dos lingüistas del Mossad llegaron a la misma conclusión: debe haber aprendido inglés de niña con alguien de origen británico, pero ha sido expuesta luego durante uno o dos años al inglés que se habla en Norteamérica. En el cuarto se encontraron además, ropas de origen norteamericano.

– A lo mejor era simplemente un correo, esperando que Najeer le diera las instrucciones finales -dijo Fowler-. Podían impartirse órdenes desde cualquier parte.

– Si hubiera sido solamente un correo, nunca habría tenido oportunidad de conocer el rostro de Najeer -aclaró Kabakov-. El grupo de Septiembre Negro está dividido en células como si fuera un nido de avispas. La mayor parte de sus agentes solamente conocen a uno o dos miembros de la organización.

– ¿Por qué no mató también a la mujer, mayor? -Fowler hizo la pregunta sin mirar a Kabakov. Si lo hubiera mirado no lo habría hecho durante mucho rato.

El embajador habló entonces por primera vez.

– Porque no había motivos que justificaran matarla en ese momento, señor Fowler. Espero que no llegue a desear que lo hubiera hecho.

Kabakov parpadeó una vez. Esos hombres no comprendían el peligro que corrían. No querían ser prevenidos. Kabakov vio detrás de sus ojos al ejército árabe avanzando por el Sinaí y marchando en las ciudades, desalojando a los civiles judíos. Porque no tenían aviones. Porque los norteamericanos se habían desanimado. Porque él no había matado a esa mujer. Sus numerosas victorias se convirtieron en cenizas. El hecho de que no podía haber adivinado que la mujer era un personaje importante no lo excusaba en lo más mínimo ante sus propios ojos. La misión de Beirut no había sido perfecta.

Kabakov miró a Fowler.

– ¿Tiene usted un curriculum sobre Hafez Najeer?

– Figura en una lista de oficiales de Al Fatah.

– Junto con mi informe figura su historial completo. Le sugiero que mire las fotografías, señor Fowler. Fueron tomadas después de algunas de las primeras acciones de Najeer.

– He visto ya muchas atrocidades.

– Pero ninguna como éstas. -La voz del israelí subió de tono.

– Hafez Najeer ha muerto, mayor Kabakov.

– Y lo bueno quedó enterrado junto con sus huesos, Fowler. Si no encontramos a esta mujer, Septiembre Negro se encargará de refregarle la nariz en las entrañas.

Fowler miró al embajador como si esperara que éste interviniera, pero los ojos pequeños e inteligentes de Yoachim Tell tenían una expresión dura. Apoyaba a Kabakov.

Cuando el mayor habló nuevamente su voz sonó demasiado suave.

– Tiene que creerme, señor Fowler.

– ¿La reconocería si la viera otra vez, mayor? -preguntó Corley.

– Sí.

– ¿Por qué se trasladaría a Beirut si estaba asignada aquí?

– Necesitaría algo que no podía conseguir aquí. Algo que solamente podía darle Najeer, y debía tener que confirmarle algo personalmente para poder obtenerlo. -Kabakov no estaba muy satisfecho porque sabía que esa explicación era algo vaga. Estaba descontento también por haber usado tres veces seguidas la palabra «algo».

Fowler abrió la boca pero Corley lo interrumpió.

– Debían ser armas.

– Traer armas aquí es como llevar arena al desierto -replicó Fowler pesarosamente.

– Debía tratarse de armamentos o acceso a otra célula o a algún agente importante -prosiguió Corley-. Pero dudo que necesitara ponerse en contacto con un agente. Según tengo entendido, el servicio de inteligencia de la RAU aquí deja mucho que desear.

Así es -interpuso el embajador-. El ordenanza de la embajada les vende el contenido de mi papelera. Y le compra a su vez al ordenanza de ellos, el contenido de la suya. Nos encargamos de llenar el nuestro con cartas sin importancia y correspondencia falsa. El de ellos está lleno de intimaciones de sus acreedores y avisos de inusuales productos de goma.

La reunión se prolongó durante otros treinta minutos hasta que los norteamericanos se pusieron de pie para marcharse.

– Trataré de que esto figure en la agenda de Langley mañana por la mañana -dijo Corley.

– Si ustedes quisieran, yo podría…

Fowler interrumpió a Kabakov.

– Bastará con su informe y la grabación, mayor.

Los norteamericanos salieron de la embajada pasadas las tres.

– Cuidado que vienen los árabes -le dijo Fowler a Corley mientras caminaban hasta sus coches.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– No siento ninguna envidia por ti al pensar que mañana vas a hacerle perder el tiempo a Bennett con este asunto -dijo Fowler-. Si andan por aquí algunos locos sueltos, la Agencia no tiene nada que ver con ellos. Nada de tonterías en los Estados Unidos. – La CIA estaba restañando todavía sus heridas después del escándalo de Watergate-. Te avisaremos si la sección dedicada al Oriente Medio descubre algo.

– ¿Por qué estabas tan quisquilloso allí dentro?

– Estoy cansado de esto -respondió Fowler-. Hemos trabajado con los israelitas en Roma, Londres, París e inclusive una vez en Tokio. Descubres un árabe sospechoso, les pasas el dato y ¿qué pasa? ¿Tratan de detenerlo? No. ¿Lo vigilan? Sí. Lo suficiente para averiguar quiénes son sus amigos. Y luego dan un gran golpe. Los árabes son liquidados y tú te quedas mirando.

– No era preciso que enviaran a Kabakov -dijo Corley.

– Claro que sí. No sé si habrás advertido que el agregado militar no estaba presente. Ambos sabemos que trabaja para el servicio secreto. Pero está ocupándose de la venta de los Phantom. No quieren relacionar oficialmente las dos cosas.

– ¿Estarás mañana en Langley?

– Firme como una roca. No dejes que Kabakov te meta en un lío.


El servicio de inteligencia norteamericano se reúne todos los jueves por la mañana en un cuarto sin ventanas y protegido con paneles de plomo en el cuartel general de la Central Intelligence Agency en Langley, Virginia. En dicha reunión están representadas la CIA, el FBI, la National Security Agency, el Servicio Secreto, la National Reconnaissance Office y los consejeros militares del servicio de inteligencia de los jefes del Estado Mayor. Se llama a otros especialistas cuando es necesario. La agenda tiene una lista de catorce oradores. Hay muchos temas que discutir y el tiempo está estrictamente limitado.

Corley habló durante diez minutos. Fowler cinco y el representante de la sección subversiva de Inmigración y Naturalización, menos tiempo todavía.

Kabakov estaba esperando en la pequeña oficina de Corley en la casa central del FBI cuando éste regresó de la reunión.

– Tengo que darle las gracias por haber venido -dijo Corley-. El secretario de Estado le dará las gracias al embajador y nuestro embajador en Tel Aviv a Yigal Allon.

– No tiene por qué, pero dígame ahora qué es lo que piensa hacer.

– Poco y nada -dijo Corley encendiendo su pipa-. Fowler llevó un montón de grabaciones registradas en la radio de El Cairo y en la de Beirut. Dijo que eran amenazas de distintas clases pero que no llegaron nunca a nada. La Agencia está haciendo un estudio de la voz de la grabación para compararla con las otras.

– Esta grabación no es una amenaza. Iba a ser usada después.

– La Agencia está verificando su procedencia en el Líbano.

– La CIA consigue la misma dudosa información en el Líbano que conseguimos nosotros, y prácticamente de las mismas personas -dijo Kabakov-. El tipo de noticia que aparece a las dos horas en los periódicos.

– A veces inclusive antes de dos horas -respondió Corley-. Mientras tanto puede entretenerse mirando las fotografías. Tenemos fichados alrededor de cien simpatizantes de Al Fatah, gente que sospechamos que forman parte aquí del movimiento 5 de julio. Inmigración y Naturalización no lo dicen pero tiene un archivo sobre árabes extranjeros sospechosos. Tendrá que ir a Nueva York para verlo.

– ¿Puede enviar una alerta general a las aduanas?

– Ya lo hice. Es nuestra mejor esperanza. Si se trata de una operación importante, tendrán que traer la bomba del exterior, siempre y cuando se trate de una bomba -manifestó Corley-. Durante los últimos dos años hemos tenido tres pequeñas explosiones relacionadas al movimiento 5 de julio, todas en oficinas israelitas en Nueva York. De eso…

– Usaron una vez plástico y las otras dos dinamita -acotó Kabakov.

– Exactamente. Está bien informado, ¿verdad? Aparentemente no debe haber mucha facilidad para conseguir plástico aquí porque de lo contrario no habrían acarreado dinamita ni explotarían tratando de obtener nitroglicerina.

– Ese movimiento está lleno de aficionados -interpuso Kabakov-. Najeer no hubiera confiado en ellos para este proyecto. El armamento debe venir por separado. Si no está ya aquí, ellos se encargarán de traerlo -el israelita se levantó y se dirigió a la ventana-. ¿De modo que todo lo que piensa hacer su gobierno es permitirme el acceso a unos archivos y alertar a los empleados de aduana sobre sujetos que intenten entrar con una bomba?

– Lo siento, mayor, pero no sé qué otra cosa podríamos hacer con la información que poseemos.

– Los Estados Unidos podrían pedirle a sus nuevos aliados egipcios que presionaran a Khadafy en Libia. El financia el movimiento de Septiembre Negro. Ese sinvergüenza les dio cinco millones del tesoro de su país como recompensa por el asesinato de Munich. Quizás podría suspender la operación si Egipto insistiera lo suficiente.

El coronel Muammar Khadafy, jefe del Comando del Consejo Revolucionario de Libia estaba adulando nuevamente a Egipto en su afán de construir una sólida base de poder. Era posible que en ese momento estuviera dispuesto a acceder a una petición de Egipto si éste ejerciera suficiente presión.

– El Departamento de Estado no quiere meterse en el asunto -anunció Corley.

– El servicio de inteligencia norteamericano no cree que vayan a dar un golpe aquí, ¿verdad Corley?

– No -respondió de mala gana Sam Corley-. Creen que los árabes no se atreverán.

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