En el preciso momento en que Kabakov tomaba la píldora, Moshevsky estaba parado en la puerta del Boom-Boom Room, el club nocturno del Mt. Murray Lodge, mirando a la concurrencia con el ceño fruncido. El viaje de tres horas por el estrecho camino nevado que conducía a las montañas Pocono había resultado agotador y lo había puesto de mal humor. Tal como lo había supuesto, en el registro de pasajeros no figuraba nadie que se llamara Rachel Bauman. No la había visto entre los que estaban comiendo en el piso de abajo a pesar de que su vigilancia había llamado la atención del maître que se le acercó tres veces para ofrecerle una mesa. La orquesta del Boom-Boom Room era muy ruidosa pero bastante buena y el animador del hotel actuaba como maestro de ceremonias. Un reflector móvil iluminaba por turno las mesas y sus ocupantes saludaban frecuentemente al ser enfocados por el haz de luz.
Rachel Bauman, que estaba sentada en compañía de su novio y de otra pareja que conocieron en el hotel, no agitó su mano al ser blanco de luz. Encontraba que ese hotel era feo y que no tenía ni siquiera buena vista. Le parecía que las Poconos eran unas montañas pequeñas e insípidas. La concurrencia tampoco era de su agrado. Numerosos anillos de compromiso y de boda de rebuscados diseños centelleaban en el cuarto como una opaca constelación. Eso la deprimía porque le hacía recordar que había consentido, en cierto modo, en casarse con el buen mozo y joven abogado sentado junto a ella. No era el tipo de hombre que iba a interferir con su vida.
Más aún, el cuarto que ocupaban era vulgar, costaba sesenta dólares al día y tenía pelos en la bañera. Los muebles de estilo oriental era fabricados en Brooklyn y los pelos de la bañera de inconfundible procedencia. Su novio usaba pañuelo de seda al cuello con la robe de chambre y no se quitaba el reloj ni para acostarse. ¡Santo Cielo!, miren en que me he convertido, pensaba Rachel. Tengo pequeños anillos esmaltados en los dedos.
Moshevsky apareció junto a la mesa como si fuera una ballena inspeccionando un bote a remo. Había repasado lo que iba a decir. Su apertura sería chistosa.
– Doctora Bauman, siempre que la veo está en plena fiesta. ¿Se acuerda de mí? Moshevsky, Israel 1967. ¿Podría hablar unas palabras en privado?
– ¿Cómo dice?
Eso era todo lo que se le había ocurrido decir a Moshevsky como introducción. Titubeó, juntó ánimos y luego de inclinarse como para enseñarle la cara a un dermatólogo insistió.
– Robert Moshevsky, Israel 1967. Con el mayor Kabakov En el hospital y en la fiesta, ¿recuerda?
– ¡Por supuesto! Sargento Moshevsky. No le reconocí con sus ropas de civil.
El novio de Rachel y la otra pareja lo miraron atentamente.
– Marc Taubman, éste es Robert Moshevsky, un viejo amigo -le dijo Rachel a su acompañante-. Siéntese sargento, por favor.
– Siéntese, por favor -repitió Taubman sin mayor entusiasmo.
– ¿Qué diablos está haciendo…? -La expresión del rostro de la joven cambió rápidamente-. ¿David está bien?
– Casi -Basta ya de tonterías sociales. Sus instrucciones no incluían sentarse y conversar. ¿Qué diría Kabakov? Se inclinó hacia la joven y le dijo al oído-: Tengo que hablar con usted a solas, por favor. Es urgente -farfulló.
– ¿Nos disculpan un momento? -Puso una mano sobre el hombro de Taubman cuando éste se dispuso a levantarse también-. Enseguida vuelvo, Marc. No te preocupes.
Rachel regresó a la mesa al cabo de cinco minutos para pedirle a Taubman que la acompañara. Diez minutos después estaba sentado frente al bar con los codos sobre el mostrador y el mentón apoyado sobre las manos. Rachel y Moshevsky emprendían el regreso a Nueva York a toda velocidad, mientras la nieve caía dejando rayas blancas sobre el parabrisas.
En el Sur la nieve se transformó en granizo, que golpeaba sonoramente contra el techo y el parabrisas de la camioneta de Lander, conducida por Dahlia Iyad. Avanzaba por la Garden State Parkway, que había sido cubierta de arena, pero cuando giró hacia el Oeste, en dirección a Lakehurst, la carretera setenta estaba muy resbaladiza. Llegó a las tres de la mañana a la casa de Lander. Entró y lo encontró sirviéndose un café. Apoyó la edición del «Daily News» sobre la mesa de la cocina y la abrió en la sección del medio. La cara del hombre de la camilla se veía con gran nitidez. Era indudablemente Kabakov. Frías gotas de agua mojaron su cuero cabelludo al derretirse el granizo en su pelo.
– Conque es Kabakov -dijo Lander-, ¿y entonces qué?
– Entonces qué, por supuesto -respondió Fasil saliendo de su cuarto-. Tuvo una oportunidad de hablar con Muzi, puede conocer su descripción. Debe haber averiguado la conexión con Muzi en el barco y es posible que allí también le hayan dado mi descripción. Quizás no ha obtenido mi identidad todavía, pero sabe quién soy. Se le va a ocurrir en cualquier momento. Ha visto a Dahlia. Por lo tanto tiene que desaparecer.
Lander depositó la taza con gran estrépito.
– No trate de engañarme, Fasil. Hace rato que se habrían presentado aquí las autoridades si realmente supieran algo. Usted quiere matarlo solamente para vengarse. El mató a su jefe, ¿verdad? Entró en la mitad de la noche y lo reventó a balazos.
– Entró a hurtadillas mientras dormía…
– Ustedes no dejan de asombrarme. Los israelitas los derrotan vuelta a vuelta porque en lo único en lo que ustedes piensan es en vengarse, en tomar represalias por lo de la semana anterior. Y son capaces de poner en peligro todo este asunto nada más que para poder vengarse.
– Kabakov debe morir -dijo Fasil alzando el tono de voz.
– Y tampoco es solamente por venganza. Tienen miedo de que si no lo liquidan ahora que está herido, tarde o temprano se les aparecerá para liquidarlos, cualquiera de estas noches.
La palabra «miedo» quedó suspendida en el aire entre ellos. Fasil estaba haciendo un esfuerzo tremendo para no perder los estribos. Nada le resulta más difícil a un árabe que tolerar un insulto. Dahlia se acercó rápidamente a la cafetera interponiéndose entre la visual de ambos hombres. Sirvió una taza y se quedó apoyada contra la mesa, con una mano apoyada en el cajón donde se guardaban los cuchillos de cocina.
Cuando Fasil habló parecía tener muy seca la garganta.
– Kabakov es lo mejor que tienen. Es indudable que si muere va a ser reemplazado, pero nunca será lo mismo. Permítame señalarle, señor Lander, que Muzi fue liquidado por haberlo visto a usted. Había visto su cara y su… -La verbosidad árabe de Fasil podía ser muy maliciosa cuando así lo deseaba. Titubeó justo el tiempo necesario como para que Lander anticipara la palabra «mano» y luego transformó la frase con lo que parecía ser una demostración de tacto-…su acento le era familiar. ¿Además, acaso no estamos todos marcados por distintas cicatrices? -Y acto seguido se tocó la cicatriz de su mejilla. Lander no dijo nada y Fasil prosiguió-: Tenemos entonces un hombre que conoce de vista a Dahlia. Puede obtener su fotografía en ciertos lugares.
– ¿Dónde?
– Mi fotografía figura en el registro de extranjeros. Estaba bien disfrazada en ésa -dijo Dahlia-, pero en los anales de la universidad norteamericana en Beirut…
– ¿Anales de colegio? Vamos, jamás se le ocurriría…
– Lo han hecho antes, Michael. Saben que generalmente nos reclutan allí y en la universidad de El Cairo. Muchas veces se toman fotografías y se publican los anales antes de que una persona ingrese al movimiento. Deben estar buscándola.
– Si llegan a identificarla, su fotografía va a circular por todas partes -agregó Fasil-. Cuando llegue el momento en que usted dará el golpe, habrá hombres de la policía secreta por todos los rincones… si es que el presidente decide asistir.
– Irá, irá. El mismo dijo que pensaba ir.
– Pues entonces es muy posible que los del servicio secreto estén también en el aeropuerto. Quizás hayan visto la fotografía de Dahlia o la mía, y posiblemente una descripción suya -agregó Fasil-.Todo gracias a Kabakov… si se lo deja con vida.
– No pienso arriesgarme a que los capturen a usted o a Dahlia -interpuso Lander- Y sería estúpido que fuera yo.
– Eso no será necesario -acotó Dahlia-. Podemos hacerlo por control remoto.
Estaba mintiendo.
Cuando Rachel llegó al Long Island College Hospital, tuvo que enseñar en dos lugares distintos su identificación a los agentes federales, para poder acompañar a Moshevsky hasta el piso donde estaba Kabakov.
Este se despertó al oír el ruido de la puerta que se abría. Rachel atravesó el cuarto oscuro, puso su mano sobre la mejilla de Kabakov, sintió que las pestañas acariciaban la palma y comprendió que estaba despierto.
– Aquí estoy, David -le dijo.
Seis horas más tarde Corley regresó al hospital. Había comenzado la hora de visita y los familiares de los pacientes iban con sus flores por los pasillos y conversaban con preocupación en grupos ante las puertas con carteles que decían: «No se admiten visitas». «No fumar».
Corley encontró a Moshevsky sentado en un banco frente a la puerta del cuarto de Kabakov, comiendo una enorme hamburguesa. Junto a él había una niña de ocho años sentada en una silla de ruedas. Estaba comiendo también una gran hamburguesa.
– ¿Kabakov duerme?
– Se está bañando -respondió Moshevsky con la boca llena.
– Buenos días -dijo la niña.
– Buenos días. ¿Cuándo terminará, Moshevsky?
– Cuando la enfermera termine de refregarlo -respondió la niña-. Hace muchas cosquillas. ¿Lo bañó alguna vez una enfermera?
– No. Moshevsky, dígale que se de prisa. Tengo que…
– ¿Quiere un bocado de hamburguesa? -inquirió la chiquilla-. El señor Moshevsky y yo mandamos buscarlas. La comida de aquí es muy mala. El señor Moshevsky no le dio permiso al señor Kabakov para comer una hamburguesa. El señor Kabakov se enfadó y dijo unas palabras feísimas.
– Comprendo -dijo Corley comiéndose la uña del dedo pulgar.
– Tengo una quemadura igual a la del señor Kabakov.
– Cuánto lo siento.
La niña se inclinó cuidadosamente en su silla para sacar unas patatas fritas de una bolsa que tenía Moshevsky sobre sus rodillas. Corley abrió la puerta, introdujo la cabeza, intercambió unas breves palabras con la enfermera y salió nuevamente.
– Falta una pierna -musitó-. Falta una pierna todavía.
– Estaba cocinando y me tiré encima una cacerola de agua hirviendo -agregó la niña.
– ¿Qué dijiste?
– Dije que estaba cocinando y me quemé con agua caliente.
– Oh, cuánto lo siento.
Se lo estaba contando al señor Kabakov, porque a él le pasó lo mismo, sabe que la mayoría de los accidentes caseros ocurren en la cocina.
– ¿Tú estuviste hablando con el señor Kabakov?
– Por supuesto. Estuvimos mirando desde la ventana de su cuarto el partido de fútbol que jugaban al otro lado de la calle. Juegan todas las mañanas antes de entrar al colegio. Desde mi cuarto lo único que puedo ver es una pared de ladrillos. El sabe unos cuantos chistes bastante buenos. ¿Quiere que le cuente uno?
– No, gracias. Ya me contó bastantes.
– Sé ése de las camas…
La enfermera salió al pasillo llevando una palangana con agua.
– Puede entrar ahora, si quiere.
– Bien -acotó la niña.
– Espera, Dotty -musitó Moshevsky-. Quédate conmigo. No hemos terminado todavía las patatas fritas.
Corley encontró a Kabakov sentado en la cama.
– Ahora que está limpio podré contarle todo lo que sé. Conseguimos una autorización para el Leticia. Tres tripulantes vieron la lancha. Nadie recuerda los números, pero de todos modos seguramente los habrían falsificado. Conseguimos una muestra de pintura del costado en que rozaron el barco. Está siendo analizada.
Kabakov hizo un gesto de impaciencia. Corley hizo caso omiso y prosiguió:
– Los de electrónica hablaron con el operador del radar de la lancha guardacostas. Creen que era una lancha de madera. Sabemos que era muy rápida. Suponemos por la descripción del ruido que sus motores eran diesel a turbina. En resumen, una lancha de contrabandistas. La encontraremos tarde o temprano. Debió haber sido construida en un muy buen astillero.
– ¿Y qué averiguaron del norteamericano?
– Nada. El país está lleno de esos tipos. La tripulación del Leticia está cooperando en la fabricación del identikit del hombre que subió a bordo. Tenemos que trabajar con un intérprete, empero. Es un trabajo lento. «Ojos como el culo de un cerdo», nos dicen. Todas las descripciones son por el estilo. Le traeré uno cuando esté listo y usted puede hacer otro de la mujer. El laboratorio está trabajando con la estatuilla.
Kabakov asintió.
– Bueno, arreglé para que estuviera listo el avión ambulancia a las once y treinta. Saldremos de aquí a las once, iremos a la terminal de la marina en la Guardia…
– ¿Me permite unas palabras, señor Corley? -dijo Rachel desde la puerta. Traía las radiografías y la historia clínica de Kabakov y llevaba un delantal muy blanco y almidonado.
– Podría haber ido ya a la misión israelí -dijo Kabakov-. Allí no podrían hacerme nada. Hable con ella, Corley.
Media hora más tarde, Corley conversaba con el administrador del hospital el que a su vez se comunicó con el encargado de las informaciones públicas, que estaba tratando de salir temprano ese viernes. El oficial de informaciones dejó bajo el teléfono una nota para la prensa y no se molestó en despachar la carpeta con el estado del paciente.
Los canales de televisión, programando el noticiero vespertino, llamaron a media tarde para averiguar el estado de las víctimas de varios accidentes. El empleado les informó, de acuerdo a lo que decía en la nota que le dejaron, que el señor Kabov había sido transportado al Brooke Army Hospital. Era un día con muchas noticias. Ninguno utilizó la información.
El «New York Times», concienzudo como siempre, publicó un breve informe en el que transcribía la noticia del traslado del señor Kabov. El «Times» fue el último en llamar y tiraron la nota. La primera edición de ese diario no sale a la calle hasta las diez y media de la noche. Para entonces era demasiado tarde. Dahlia ya estaba en camino.