Kabakov permaneció despierto durante varias horas después de la medianoche, cuando el ruido del hospital se reduce al crujir de los uniformes almidonados, el chirrido de los zapatos con suela de goma sobre los suelos encerados, el grito de un anciano enfermo y sin dientes, que se oye desde el fondo del pasillo, llamando a Jesús en su ayuda. Estaba controlándose, como lo había hecho antes, manteniéndose despierto escuchando el movimiento en los pasillos del hospital. Estos nos amenazan con los viejos dramas de la niñez, la vejiga incontrolable y las ganas de llorar.
Kabakov no pensaba en términos de valor y cobardía. Cuando pensaba en todo ello lo hacía siguiendo ese sistema que sostiene que la psicología debe fundarse exclusivamente en el análisis de los actos objetivamente observables. Sus referencias le acreditaban la posesión de varias virtudes, algunas de las cuales suponía inexistentes. El hecho de que sus hombres lo miraran con temor le resultaba muy útil para dirigirlos, pero no era para él motivo de orgullo. Eran muchos los que habían muerto junto a él.
Había visto el coraje. Lo definiría como el hacer lo necesario, sin miramientos. Pero la palabra eficaz era necesario, no sin miramientos. Conoció dos o tres hombres que no tenían lo que se dice ni un poquito de miedo. Eran todos psicóticos. El miedo podía controlarse y guiarse. Era el secreto de un soldado con éxito.
Kabakov era capaz de reírse ante la sugestión de que era un idealista, pero tenía en su interior una dicotomía más cercana al centro de lo que se llama judaísmo. Podía ser totalmente pragmático en su punto de vista del comportamiento humano y sentir no obstante la candente mano de Dios en el mismo centro de su corazón.
Kabakov no era un hombre religioso de acuerdo a lo que se considera universalmente un hombre religioso. No había recibido instrucción para cumplir con los ritos del judaísmo. Pero desde el primer momento tuvo conciencia de ser un judío. Creía en Israel. Haría todo lo que fuera capaz de hacer y dejaría que los rabinos se ocuparan del resto.
Sentía una picazón debajo de la tela adhesiva que le sujetaba las costillas. Descubrió que torciéndose un poco conseguía que la tela adhesiva tirara en la parte que le picaba. No era tan satisfactorio como rascarse, pero era con todo un alivio. El médico, ese joven cuyo nombre no recordaba, le había preguntado varias veces sobre sus viejas cicatrices. Kabakov se rió para sus adentros al recordar cómo había molestado a Moshevsky la curiosidad del galeno. Le dijo que Kabakov era un motociclista profesional. No le contó la lucha por el paso de Mitla en 1956 ni lo ocurrido en los fortines sirios en Rafid durante el año 1967 y los otros campos de batalla menos convencionales en los que Kabakov había sido herido -como la azotea del hotel de Trípoli, los muelles de Creta donde las balas se incrustaban en las maderas- y en todos esos lugares donde se habían refugiado los terroristas árabes.
El interrogatorio del médico sobre sus viejas heridas fue lo que lo hizo pensar a Kabakov en Rachel. Ahora mientras estaba acostado en la oscuridad de su cuarto, comenzó a recordar cómo había empezado todo.
9 de junio de 1967: El y Moshevsky tirados sobre unas camillas afuera de un hospital de campaña en Galilea, mientras el viento silbaba y hacía volar la arena contra los costados de la lona, y los gritos de los heridos ahogados por el ruido del generador. Un médico cuya alta figura junto a las camillas en el suelo le hacía pensar en un ibis, cumpliendo con la ingrata tarea de decretar prioridades entre los heridos. Kabakov y Moshevsky, ambos heridos por armas cortas durante una escaramuza en las montañas sirias en la oscuridad, fueron transportados al interior del hospital de campaña, a la luz provista por lámparas de emergencia que se balanceaban junto a las lámparas de la sala de operaciones. La insensibilidad brindada por el líquido de la jeringa, el médico con la cara oculta inclinándose sobre él. Kabakov, observándolo como si fuera otra persona, sin atreverse a mirarse, sorprendido al descubrir que las manos que el médico estiró para que le colocaran los guantes esterilizados eran las de una mujer. La doctora Rachel Bauman, residente psiquiatra en el hospital Mt. Sinaí de Nueva York, convertida en cirujano de hospitales de campaña, le extrajo la bala que tenía incrustada en una vértebra del cuello.
Estaba recuperándose en un hospital de Tel Aviv cuando entró a la sala donde él estaba internado realizando una ronda de control postoperatorio. Era una mujer atractiva de alrededor de veintiséis años con pelo colorado oscuro peinado en un moño. Kabakov mantuvo los ojos fijos en ella desde que comenzó a revisar alternativamente a sus pacientes, acompañada por un médico de mayor edad, y una enfermera.
Esta levantó la sábana. La doctora Bauman no le dirigió la palabra a Kabakov. Estaba absorta en la herida, apretando la piel contigua a ella con sus dedos. El médico lo examinó también a su vez.
– Un magnifico trabajo, doctora Bauman -dijo.
– Gracias, doctor. Me dieron los más fáciles.
– ¿Usted hizo esto? -preguntó Kabakov.
Lo miró como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.
– Así es.
– Tiene acento norteamericano.
– Soy norteamericana.
– Gracias por venir.
Una pausa, un pestañeo, y la joven se sonrojó.
– Gracias por respirar -dijo abandonando la sala. La sorpresa se reflejó en el rostro de Kabakov.
– Tonto -le dijo el otro médico-. ¿Qué le parecería si un judío le dijera «Gracias por haberse comportado durante todo el día como un judío»? -Y palmeó el brazo de Kabakov antes de alejarse también del lugar.
Una semana después volvió a verla abandonar el hospital vestido con su uniforme.
– Doctora Bauman.
– Mayor Kabakov. Me alegro de verlo salir de aquí. -Respondió sin sonreír. El viento empujó un mechón de pelo contra su cara.
– Comamos juntos.
– Gracias, pero no tengo tiempo. Debo irme. -Y acto seguido desapareció en el interior del hospital.
Kabakov estuvo ausente de Tel Aviv durante las dos semanas siguientes, restableciendo contactos con fuentes de la inteligencia a lo largo del frente sirio. Realizó una incursión exploratoria del otro lado de la línea de alto el fuego, adentrándose en una noche sin luna hasta una base siria de lanzamiento de cohetes que persistía en violar la orden de alto el fuego a pesar de la vigilancia de las Naciones Unidas. Los cohetes de fabricación rusa detonaron simultáneamente en las rampas de almacenaje, dejando un cráter en la ladera.
Cuando le ordenaron volver a la ciudad, buscó algunas mujeres de su relación y las encontró tan satisfactorias como siempre. Y persistió en invitar a Rachel Bauman. Trabajaba como ayudante en la sala de operaciones y con heridos en la cabeza hasta dieciséis horas diarias. Finalmente, cansada y oliendo a desinfectante comenzó a encontrarse con Kabakov cerca del hospital para comer juntos una rápida comida. Era una mujer reservada que trataba de protegerse y proteger el rumbo de su vida. A veces, cuando había terminado la última operación de la tarde, se sentaban en el banco de una plaza y bebían coñac de una petaca. Estaba demasiado cansada para mucha conversación, pero le resultaba agradable estar junto a la corpulenta y oscura silueta de Kabakov. Pero se negaba a ir a su apartamento.
Ese arreglo terminó repentinamente. Estaban sentados en la plaza, y si bien Kabakov no podía ver por la oscuridad, Rachel estaba al borde de las lágrimas. Había fracasado una peligrosa operación de cuatro horas, una operación de cerebro. Especializada en lesiones craneanas, fue llamada en consulta para el diagnóstico, y confirmó los síntomas de un hematoma en la duramadre en un soldado árabe de diecisiete años. El aumento de la presión del fluido cerebroespinal y la presencia de sangre en el fluido no dejaban lugar a dudas. Ayudó al neurocirujano durante la operación. Se produjo una inevitable hemorragia intracerebral y el joven murió a pesar de todos sus esfuerzos.
Kabakov, totalmente ajeno al drama, le contó riendo una historia sobre el conductor de un tanque que tenía un escorpión entre la ropa interior, y que aplastó una casilla de emergencia. La muchacha no respondió.
– ¿En qué piensa? -le preguntó.
Una columna de carros blindados pasó por la calle detrás de donde estaban sentados y tuvo que hablar en voz alta para que la oyera.
– Estoy pensando que en algún hospital de El Cairo deben estar trabajando duro para arreglar los desastres que usted hace. No descansan ni siquiera en épocas de paz ¿verdad? Usted y los fedayines.
– No existen épocas de paz.
– Se oyen muchos rumores en el hospital. Usted es una especie de supercomando, ¿verdad?
No podía detenerse ya y su voz adquirió un tono agudo.
– ¿Sabe una cosa? Lo oí nombrar cuando pasaba por el vestíbulo de entrada del hotel al dirigirme a mi cuarto. Un hombre bajito y gordo, segundo secretario de una de las comisiones extranjeras estaba tomando una copa con unos oficiales israelitas. Decía que si llegaba a conseguirse una verdadera paz, iban a tener que meterlo en una cámara de gas como un perro de la guerra.
Silencio. Kabakov permaneció sentado inmóvil, confundiéndose su perfil entre el follaje de los árboles.
De repente desapareció toda la furia que sentía, quedando cansada y disgustada por haberlo herido. Le costó un gran esfuerzo seguir hablando, pero le debía el resto del cuento.
– Los oficiales se pusieron de pie. Uno de ellos le dio una bofetada al gordo y se marcharon dejando sus bebidas sin terminar sobre la mesa -concluyó desesperada.
Kabakov se puso frente a ella.
– Trate de dormir, doctora Bauman -le dijo y se marchó.
La tarea que le asignaron durante el mes siguiente, trabajo de oficina, lo tuvo muy ocupado. Había sido transferido nuevamente al Mossad, que trabajaba denodadamente para determinar la exacta magnitud de los daños infligidos por los israelitas a sus enemigos durante la guerra de los seis días y estimar su actual potencial en caso de un segundo golpe. Hubo agotadores interrogatorios de pilotos, jefes de unidades y soldados. Kabakov condujo muchos de ellos, y se encargó de comparar las informaciones obtenidas con las brindadas por otras fuentes dentro de los países árabes, resumiendo los resultados en prolijos memorándum cuidadosamente estudiados por sus jefes. Era un trabajo agotador y aburrido y Rachel Bauman entró muy pocas veces en sus pensamientos. Ni la vio ni la llamó. Dedicó en cambio sus atenciones a una robusta sargento con una abultada blusa, que podía haber jineteado un toro Brahman sin sujetarse a las riendas. Pero al poco tiempo fue transferida a otro lugar y se quedó solo nuevamente, pero por propia elección, agotado por la rutina de su trabajo, hasta que una fiesta lo hizo salir a la superficie.
Dicha fiesta era la primera verdadera celebración a la que asistía desde el fin de la guerra. Había sido organizada por dos docenas de hombres que integraban el grupo de paracaidistas de Kabakov y habían sido invitadas unas cincuenta personas más, entre hombres, mujeres y soldados. Todos tenían miradas ardientes y estaban quemados por el sol y la mayoría eran más jóvenes que Kabakov. La guerra de los seis días había borrado la juventud de sus rostros, y ahora volvían con la fuerza indomable de una especie resistente. Las mujeres se sentían felices de estar vestidas nuevamente con faldas, sandalias y blusas de brillantes colores en vez del uniforme, y resultaba muy agradable mirarlas. Se hablaba muy poco sobre la guerra y nadie mencionaba los hombres que habían perdido. Ya se había dicho el Kaddish y sería repetido otra vez más.
El grupo alquiló un café situado en las afueras de Tell Aviv junto a la ruta que conducía a Haifa, un edificio aislado, al que la luz de la luna le daba un tono blanco azulado. Kabakov oyó el bullicio de la fiesta a doscientos metros de distancia al acercarse con su jeep. Sonaba como una pelea con acompañamiento musical. Las parejas bailaban dentro del café y en la terraza cubierta por una parra. La atención de todos se centró en la figura de Kabakov al hacer su entrada al cuarto, avanzando entre las parejas de bailarines, respondiendo a innumerables saludos proferidos a gritos por encima de la fuerte música. Algunos de los soldados jóvenes lo señalaban a sus compañeros con una mirada o una inclinación de cabeza. Todo eso le resultó muy placentero a Kabakov, pero se guardó muy bien de demostrarlo. Sabía que era un error convertirlo en un personaje especial. Cada hombre corría sus propios riesgos. Estos eran lo suficientemente jóvenes como para disfrutar con esas tonterías, pensó. Deseó que Rachel estuviera allí, que hubiera venido con él y creyó con toda inocencia que ese deseo no tenía nada que ver con la bienvenida que había recibido. ¡Al cuerno con Rachel!
Se dirigió hacia una mesa larga situada en el fondo de la terraza, donde estaba sentado Moshevsky en compañía de unas jóvenes muy alegres. Moshevsky tenía una variedad de botellas frente a él y estaba contando uno tras otro, toda suerte de chistes de subido color. Kabakov se sentía contento y el vino lo hacía sentirse mejor aún. Los hombres presentes tenían diversos rangos, oficiales y soldados rasos, y a nadie le llamaba la atención que un mayor y un sargento se embriagaran codo a codo. La disciplina que había acompañado a los israelitas a través del Sinaí estaba basada en el respeto mutuo y sostenida por esprit, y era semejante a una cota de malla que podía dejarse colgada en la puerta en esas ocasiones. Era una buena fiesta: los concurrentes se llevaban bien, el vino era de Israel y los bailes eran los que se bailaban en el kibbutz.
Kabakov descubrió a Rachel justo antes de la medianoche, parada titubeando en el límite del área iluminada, del otro lado de las parejas que bailaban. Se acercó a la terraza poblada de bailarines que aplaudían y cantaban.
La suave brisa acariciaba sus brazos y las piernas cubiertas por una falda corta de algodón, una brisa que olía a vino, tabaco negro y cálidas flores. Vio a Kabakov recostado como Nerón junto a la mesa larga. Alguien le había puesto una flor detrás de la oreja y tenía un cigarro en la boca. Una muchacha se inclinó y le habló.
Rachel se aproximó tímidamente a la mesa, avanzando a través de los bailarines y la música. Un joven teniente la agarró al pasar y la hizo unirse a los danzarines, y cuando el cuarto dejó de dar vueltas se encontró con Kabakov parado frente a ella con los ojos brillantes por el vino. Había olvidado lo alto que era.
– David -comenzó a decir mirándolo a los ojos, quería decirte…
– Que te hace falta un trago -respondió Kabakov entregándole un vaso.
– Vuelvo a casa mañana… me dijeron que estabas aquí y no podía irme sin…
– ¿Sin bailar conmigo? Por supuesto que no.
Rachel había bailado durante los años que pasó en el kibbutz, y no le costó trabajo recordar los pasos. Kabakov tenía una extraordinaria facilidad para bailar con un vaso en la mano, consiguiendo llenarlo en medio de los giros y bebieron de él por turnos. Acercó su otra mano a la espalda de la joven y le quitó las horquillas con que sujetaba el moño. El pelo cayó como un manto colorado oscuro cubriéndole parte de la espalda y enmarcando sus mejillas, una enorme cantidad de pelo mucho mayor de lo que Kabakov había imaginado. El vino estimuló a Rachel y su risa se mezcló con el baile. Lo demás, el dolor y la mutilación en la que había estado sumergida, parecían muy lejanos.
De repente se hizo muy tarde. El ruido había disminuido y muchos de los comensales habían partido sin que Kabakov o Rachel se dieran cuenta. Quedaban solamente unas pocas parejas bailando debajo de la parra. Los músicos estaban dormidos, sus cabezas apoyadas sobre una mesa junto a la tarima de la orquesta. Los bailarines bailaban muy juntos al compás de una vieja canción de Edith Piaf tocada por el tocadiscos tragamonedas situado junto al bar. La terraza estaba cubierta de flores marchitas y de colillas de cigarrillos y llena de charquitos de vino. Un soldado muy joven que tenía una pierna enyesada apoyada sobre una silla cantaba acompañando al disco, sujetando una botella bajo el brazo. Era tarde, muy tarde, era esa hora en que la luna palidece y los objetos parecen endurecerse con esa media luz para recibir el peso del día. Kabakov y Rachel se movían apenas al compás de la música. Se detuvieron por completo, sintiendo el calor de sus cuerpos. Kabakov besó una gota de sudor que caía por el cuello de la muchacha y que sabía a agua de mar. El aire entibiado y perfumado por ella ascendió hasta rozar sus ojos y su cuello. Ella trastabilló, dio un paso para recuperar el equilibrio, rozando su muslo contra el de su compañero, rodeándolo, apretándolo, recordando absurdamente la primera vez que había apoyado su mejilla contra el tibio cuello de un caballo.
Se separaron lentamente, formando una profunda V que dejaba pasar la luz entre ellos, y se alejaron caminando en ese tranquilo amanecer, agarrando Kabakov una botella de coñac al pasar junto a una mesa. El césped húmedo mojó los tobillos de Rachel al subir por el camino de la ladera y vieron detalles de las piedras y de la maleza con esa extraña y clara visión resultante de una noche de vigilia.
Contemplaron la salida del sol, sentados de espaldas contra una roca. Kabakov pudo apreciar a la clara luz del día las pequeñas imperfecciones de su tez, las pecas, las líneas de fatiga debajo de sus ojos, los pómulos salientes. La deseaba mucho y el tiempo se le iba de las manos.
La besó durante varios minutos, abrigada su mano por el espeso manto de pelo. Una pareja bajó por el sendero desde el matorral de arriba, intimidados por la luz, sacudiéndose las hojas de sus ropas. Tropezaron con los pies de Kabakov y Rachel sentados junto a la senda y pasaron de largo, inadvertidos.
– David, estoy patitiesa -dijo Rachel finalmente arrancando una brizna de hierba-. Sabes que no tenía intenciones de dar cuerda a todo esto, supongo.
– ¿Patitiesa? ¿Dar cuerda?
– Inquieta, alarmada. Es argot.
– Bueno, yo… -Kabakov trató de decir una frase bonita pero refunfuñó para sus adentros. La muchacha le gustaba. La charla no servía de nada. Al demonio con tanta charla. Siguió hablando-: Calzoncillos manchados y vagos remordimientos son tonterías de quinceañeros. Ven conmigo a Haifa. Puedo conseguir una semana de licencia. Quiero que me acompañes. Hablaremos sobre tus responsabilidades durante la próxima semana.
– La próxima semana. Entonces quizás no tenga ya ningún sentido de responsabilidad. Tengo obligaciones que cumplir en Nueva York. ¿Qué podría cambiar tanto en una semana?
– Romper los elásticos de una cama y tirarse al sol mirándonos el uno al otro podría ser todo un cambio.
Se volvió rápidamente.
– No te hagas la estrecha, tampoco.
– No me hago la estrecha -respondió la joven.
– Deja de decir cosas como hacerse la estrecha entonces. Da la impresión de que realmente lo fueras -sonreía ampliamente. Ella retribuyó su sonrisa y luego se hizo un incómodo silencio.
– ¿Volverás? -preguntó Kabakov.
– No pronto. Tengo que terminar mi residencia. A menos que haya guerra otra vez. Pero para ti no ha cesado ni un segundo, ¿verdad David? Nunca termina para ti.
No le respondió.
– Es gracioso, David. Se supone que las mujeres tienen vidas simples y sencillas, pero los hombres deben cumplir con el Deber. Lo que yo hago es valioso e importante. Y si digo que es mi deber es porque quiero que así lo sea, pues entonces es tan real como un uniforme. No «hablaremos de eso la semana que viene.»
– Muy bien -dijo Kabakov-, ve a cumplir con tu deber.
– No te hagas el estrecho, tampoco.
– No me hago el estrecho.
– David, gracias por tu proposición. Te propondría lo mismo si me fuera posible. Ir a Haifa. O a cualquier otro lugar y romper los elásticos de la cama. -Una pausa y luego agregó-: Adiós, mayor David Kabakov. No me olvidaré de ti.
Y echó a correr por el sendero. No se dio cuenta de que lloraba hasta que su jeep tomó velocidad y el viento desparramó las lágrimas mojando sus mejillas. Lágrimas secada por el viento siete años atrás en Israel.
Una enfermera entró al cuarto de Kabakov interrumpiendo el hilo de sus pensamientos y las paredes del hospital se cerraron nuevamente sobre él. Llevaba una píldora en un vasito de papel.
– Ahora me retiro, señor Kabakov -dijo la enfermera-. Lo veré mañana por la tarde.
Kabakov miró su reloj. Moshevsky debería haber llamado desde el albergue a estas horas, era ya cerca de medianoche.
Dahlia Iyad observaba desde el coche aparcado al otro lado de la calle el grupo de enfermeras del último turno que entraban por la puerta del frente del hospital. Ella también consultó en su reloj. Y luego se marchó.