La autopista 64 cruzó unos cuantos pueblos vacíos en su recorrido a través de las montañas de Virginia Occidental, antes de adentrarse en Virginia, y Martin susurró una plegaria en agradecimiento. Cuanto más vacíos estuviesen los pueblos, más posibilidades tenían de eludir a los no muertos.
Jim condujo hacia el sol naciente mientras Martin experimentaba con la radio, comprobando las frecuencias AM y FM. Todas las emisoras emitían las mismas veinticuatro horas de absoluto silencio.
La autopista estaba cubierta por una densa niebla, pero Jim no bajó de cien por hora pese a los ruegos de Martin de que frenase un poco. Pero, salvo por la niebla matutina, la carretera estaba despejada. Ambos se sorprendieron ante la ausencia de vehículos: sólo habían visto una media docena de coches abandonados, la mayoría de ellos en la última salida.
Pese a ello, Jim accedió a ponerse el cinturón de seguridad para tener al anciano contento.
– ¿Qué tal la espalda?
– Va mejor -gruñó Martin-. Reconozco que esos analgésicos que conseguiste en la gasolinera están haciendo su efecto.
Cruzaron las salidas de Clifton Forge, Hot Springs y Crow, pueblos alejados de la autopista y rodeados de montañas. De entre los árboles que rodeaban Crow surgía un brillo naranja y varias columnas de humo negro que se extendía hasta la carretera.
– ¿Paramos? -preguntó Martin.
Jim pasó por delante de la salida sin frenar.
– No. Ahí no se nos ha perdido nada.
– Pero si el pueblo está ardiendo y todavía hubiese gente viva…
– Pues será mejor que vayan pensando en marcharse. Además, si realmente queda gente viva, quizá fueron ellos los que empezaron el fuego. Puede que fuese la única forma de salvarse.
Martin reflexionó sobre ello en silencio.
– ¿Sabes? -dijo minutos después-, no hemos encontrado supervivientes desde que dejamos White Sulphur Springs.
– Sí, pero tampoco hemos visto ningún zombi.
– Eso es cierto, pensé que nos encontraríamos con más. ¿Adónde ha ido todo el mundo?
– Si te refieres a los zombis -respondió Jim-, no tengo ni idea. Ten en cuenta que los pueblos de esta parte del estado son pequeños y están muy diseminados: la mayor parte de la gente vive en granjas, en casas aisladas o en cabañas de caza en mitad de la nada. Si se mueren y vuelven a la vida, lo más seguro es que no los veamos por aquí. Donde más zombis vi a la vez fue en Lewisburg, pero porque vivíamos en un barrio residencial.
– ¿Pero no deberían estar trasladándose? -preguntó Martin-. Comen gente como nosotros nos comemos una hamburguesa. Si no encuentran comida, empezarán a emigrar a donde haya más.
– Sí, seguro que ya están en ello -respondió Jim-. Pero acuérdate de que Virginia Occidental está cubierta por cientos de miles de kilómetros de montaña. La mayor parte del estado es bosque. Si están moviéndose por este tipo de terreno, es poco probable que nos encontremos con uno, humano o animal. Pero te diré una cosa: no estoy del todo de acuerdo con eso de la comida.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, no están comiendo, de eso no hay duda. Ambos lo hemos visto. ¿Pero te has fijado en una cosa? No se comen todo el cuerpo. No es como en las películas, no hacen pedazos a la víctima y la devoran hasta dejar los huesos limpios.
Martin se estremeció.
– Perdón, reverendo. Pero ¿entiendes lo que digo? Nos comen como si fuésemos alimento. Pero se aseguran de que la víctima conserve la movilidad para que pueda convertirse en uno de ellos. La mayoría de los zombis con los que nos hemos encontrado conservan los miembros, sobre todo las piernas. Y todos tienen cabeza.
– Vi a uno al que le faltaba la mandíbula inferior.
– Pero apuesto a que el cerebro lo tenía intacto, ¿a que sí? -El predicador asintió y Jim continuó-. Parece que la clave está en el cerebro. Como hablábamos ayer en la iglesia, es como si algo se apoderase del cerebro después de la muerte y reanimase el cuerpo, como un parásito o algo así. Tú dijiste que eran demonios, y puede que así sea, no lo sé. Pero sean lo que sean, estoy seguro de que al principio había muchos zombis que no podían moverse.
– ¿Por qué?
– Porque cuando todo esto empezó, la gente moría por otras causas que no eran acabar como cena para un zombi. La gente que había sufrido accidentes o que había muerto en un incendio, o qué sé yo. Gente con la columna o el cuello rotos, con las piernas cortadas de cuajo, cosas así. Después, a medida que los vivos eran asesinados por la oleada original de zombis, las muertes por causas naturales disminuyeron. Cuanta más gente muere a causa de los zombis, más cadáveres conservan la capacidad de moverse.
– ¿Así que crees que iremos viendo cada vez más con el paso del tiempo?
– Desde luego. Imagino que a medida que nos dirijamos al norte, que está más poblado, nos iremos encontrando con más.
– Pero Jim, ¿y los supervivientes? ¿No te parece raro que no nos hayamos encontrado con ninguna persona viva?
– No lo sé -admitió Jim-. Quizá seamos los únicos que quedan en esta zona. Pero sé que Danny está vivo y eso es todo lo que me importa.
– No podemos ser los últimos -dijo Martin-. Creo de corazón que habrá otros, Jim. Gente como nosotros. Sólo tenemos que encontrarlos.
Poco después, las luces del coche apuntaron directamente a un ciervo solitario en medio de la carretera. En cuanto los vio, salió del carril de un salto y desapareció en la espesura.
– Creo que ése estaba vivo -dijo Martin-. No se movía como uno de ellos.
– Entonces será mejor que le deseemos suerte -dijo Jim-. Los cazadores de la temporada de otoño van a ser el último de sus problemas.
Poco después, el sol deshizo la niebla. Cruzaron la frontera; un cartel verde les informó de que estaban «SALIENDO DE LA SALVAJE Y HERMOSA VIRGINIA OCCIDENTAL. VUELVA CUANDO QUIERA», animaba.
– Bien, ya estamos en Virginia -dijo Martin-. Hasta ahora todo ha ido bien.
– Espero que siga así. De momento vamos bien de gasolina: sólo hemos gastado un cuarto del depósito, pero no creo que la suerte nos dure. Cuanto más nos acerquemos a Nueva Jersey, más se complicarán las cosas. Para serte sincero, Martin, creo que nos va a costar lo nuestro llegar hasta allí.
– Quizá Dios nos despeje el camino.
Jim agarró el volante con fuerza.
Cuando volvió a hablar, Martin tuvo que esforzarse para escuchar qué decía.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué ha permitido Dios que ocurra algo así? ¿Por qué ha hecho esto?
Martin hizo una pausa y escogió sus palabras con sumo cuidado. Era una pregunta que le habían formulado miles de veces en el pasado, una pregunta que él mismo se había hecho en más de una ocasión. Muertes en la familia, enfermedades, divorcios, paro, bancarrota: todos llevaban a su rebaño a la misma pregunta.
– Ya me lo preguntaste antes y te dije que no lo sé -respondió, con las palabras atragantándosele en la garganta-. Y sigo sin saberlo. Ojalá lo supiese, Jim, de verdad. Pero lo que sí sé es que Dios no hizo esto. La Biblia dice claramente que Satán es el amo de la Tierra, lo ha sido desde su caída y la de sus lacayos.
– Pero, aun así, ¿por qué permite Dios que ocurra? Puede que el diablo gobierne el planeta, ¿pero me estás diciendo en serio que Dios no puede hacer nada al respecto?
– Créeme, lo sé, sé que puede parecerlo, pero no funciona así, Jim.
– ¿Sus designios son inescrutables y todo eso?
Martin esbozó una sonrisa agridulce.
– Algo así.
– Vale, pues eso son chorradas, Martin. ¡Que no se ande con designios con mi hijo! ¡Él ya tiene el suyo y dejó que lo matasen! ¡No tiene por qué matar también al mío!
El predicador no respondió. En vez de eso, se quedó mirando los árboles, que pasaban velozmente ante ellos, a través de la ventana.
– Lo siento, Martin -dijo Jim con un suspiro-. No quería ofenderte, en serio. Es que… -No supo continuar.
Martin le puso la mano en el hombro.
– No pasa nada Jim, te entiendo. Ojalá tuviese una respuesta para ti, algo que te aliviase. Pero hay una cosa en la que creo con todo mi corazón: no fue una coincidencia que nos encontrásemos. Dios lo planeó. Y creo que Danny está vivo, Jim, ¡y vamos a encontrarlo! Estoy convencido.
– Eso espero -dijo Jim-. Dios, eso espero.
Martin hurgó en el asiento trasero hasta sacar una botella de agua para cada uno y una bolsa de patatas fritas. Comieron con voracidad.
– ¿Has pensado qué haremos cuando hayamos rescatado a Danny?
– Pues la verdad es que sí, tengo un par de ideas al respecto.
– Vamos a oírlas -dijo Martin, sin poder terminar la frase. Se aferró al salpicadero-. ¡Cuidado!
El vehículo chirrió al tomar la curva cuando se encontraron con un Volkswagen Beetle de colores vivos tirado en medio de la carretera, convertido en un amasijo de hierros retorcidos. El coche descansaba sobre su techo y las ruedas (una de ellas pinchada y la otra sacada de cuajo) apuntaban hacia el cielo como las patas de un animal muerto. El lado del copiloto estaba machacado y los pedazos de la ventana cubrían el asfalto como nieve cristalina.
Cuatro motos (Jim se dio cuenta de que no eran Harleys, sino unos modelos de los jodidos japoneses) estaban aparcadas en mitad de la autopista. Una de ellas apuntaba directamente hacia ellos.
Jim pisó el freno automáticamente y, mientras el todoterreno se dirigía directo hacia la moto, vio, como si observase a cámara lenta, dos cosas. Por un lado, dos zombis estaban arrodillados en la hierba al lado de la carretera, dándose un festín con las tripas de una adolescente. Al mismo tiempo, otros dos sacaban a un joven del asiento del conductor arrastrándole del pelo. Aunque todos los zombis se quedaron mirando al vehículo, sorprendidos, uno tuvo tiempo de cortarle el cuello al chico antes de reparar en el vehículo que se dirigía hacia ellos.
La oración de Martin y el grito de Jim se pararon en seco cuando el todoterreno chocó contra la moto. Los airbags salieron disparados del salpicadero, impactando contra los ocupantes.
Jim notó que las ruedas delanteras habían pinchado y luchó por mantener el control, pero los frenos antibloqueo no sirvieron de mucho. El todoterreno giró hacia la derecha y atravesó el quitamiedos para finalmente chocar contra el retorcido y grueso tronco de un roble.
– Hijos de puta -murmuró el zombi del cuchillo-. ¡Me han jodido la moto!
Sacó al joven de la chatarra en la que había quedado convertido el Volkswagen y tiró el cuerpo, que cayó inerte contra el suelo. Después se dirigió hacia el todoterreno.
Su compañero rasgó la camiseta del joven y le mordió un pezón, agitando la cabeza hasta desprenderlo.
– Eh -dijo-. Será mejor que comas algo ahora. El alma está abandonando el cuerpo y siento impaciencia al otro lado.
– Deja que nuestros hermanos ocupen ese cuerpo. Por ahí hay más carne.
Jim se quitó el airbag de encima y giró la llave del contacto. El salpicadero parecía un árbol de Navidad lleno de luces parpadeantes: el indicador del motor, del aceite, de la batería… ninguno de ellos funcionaba. Desesperado, echó la vista atrás, a la autopista, para ver dónde se encontraban los zombis.
Los cuatro se dirigían hacia su coche.
– ¡Mierda!
– ¿Qué pasa? -preguntó Martin a su lado. Su nariz goteaba sangre y tenía marcas oscuras bajo los ojos.
– ¡Martin, tenemos que irnos -susurró Jim-. ¿Puedes moverte?
– Te 'ije que tenías que pone'te el cinturón -murmuró el anciano antes de cerrar los ojos y perder la consciencia.
Jim quiso coger la pistola, pero no la encontró.
– ¡Joder!
Después de desabrocharse el cinturón, empezó a buscar el arma debajo del asiento. El derrape y el golpe posterior habían esparcido el contenido de la mochila por todo el asiento trasero. Encontró un paquete de café instantáneo, un mapa de carreteras y un cartucho para el fusil, pero ni rastro de la pistola.
– Eh, amigo -dijo una voz a la izquierda de Jim. Olió a la criatura en el preciso instante en el que habló-. ¿Problemas con el coche?
Dos brazos acartonados se colaron por la ventana abierta del asiento del conductor. Unos fríos dedos rodearon su cuello y apretaron. Jim agarró las huesudas muñecas, separando la piel de la decadente carne con las uñas, mientras el zombi reía sin dejar de apretar.
Otro zombi saltó sobre el capó abollado y agarró a Martin a través del parabrisas hecho añicos. El resto se puso a abrir la puerta del copiloto.
Jim intentó gritar, intentó respirar, pero comprobó que no podía. Le ardía la garganta y sentía que la cabeza, que no paraba de palpitar, iba a explotar de un momento a otro. El dolor era tan intenso que no oyó el disparo hasta tener la cara y los ojos cubiertos con el cerebro de su atacante.
Los brazos muertos le soltaron inmediatamente y el zombi cayó al suelo. Un segundo disparo acabó con la criatura del capó y alcanzó el asiento, a escasos centímetros del pecho de Jim. Empezó a gritar y se encogió.
Los zombis restantes se olvidaron de Martin y dirigieron sus miradas hacia el bosque. Sonaron seis rápidos disparos más y después se hizo el silencio.
– ¡Eh, los de ahí! -gritó una voz-. ¿Estáis vivos?
Martin volvió a levantarse y observó a Jim, confundido.
– ¿Qué pasa? -susurró.
La voz volvió a gritar:
– ¡Salid con las manos en alto, donde podamos verlas!
– No lo sé -admitió Jim-. Pero me da que no va a ser mejor que los zombis.
– Igual te los has cargado a todos, Tom -aulló otra voz.
– ¡Calla, Luke! -respondió la primera voz-. No iba a preguntarles a los zombis a ver si querían compartir.
– Hola -dijo Martin con voz temblorosa-. No queremos problemas.
– ¡Y no los tendréis mientras hagáis lo que os hemos dicho! Ahora, venga, a salir con las manos en alto.
Hicieron exactamente lo que se les había dicho y salieron del coche estrellado con las manos en alto. Un tipo robusto y barbudo vestido con ropa de camuflaje salió de entre la vegetación empuñando una escopeta. Poco después otro hombre, delgado y calvo, avanzó hacia ellos. Les apuntaba con un fusil de caza.
El grande los miró de arriba abajo y escupió tabaco marrón sobre la tierra. El otro sonrió y Jim se percató de que tenía un hilillo de saliva corriéndole por la barbilla.
– Gracias por salvarnos -dijo Jim-. ¿Hay algo que podamos hacer para compensaros?
– Puedes compensarnos cerrando la puta boca -respondió el primer hombre. Luego se dirigió a su compañero-. ¿Qué te parece, Luke?
– El negrata es todo piel y huesos, seguro que es correoso. Pero el otro tiene buena pinta.
Martin se puso a temblar, nervioso. Jim recordó la escena de Deliverance en la que Ned Beatty era violado en el bosque.
– Por favor, es…
– Tú puedes quedarte al negrata -dijo Tom, ignorando a Jim-. Podemos ponernos a ello ahora mismo. Los preparamos, nos los llevamos al refugio y luego volvemos a por sus cosas.
Las tripas de Luke rugieron, satisfechas.
«Dios mío -pensó Jim-, ¡son caníbales!»
– Muy bien, chicos, daos la vuelta y poneos de rodillas.
Jim pensó en ir corriendo al todoterreno a por una de sus armas, pero en seguida descartó la idea. Estaría muerto mucho antes de llegar al vehículo.
– Mirad -tartamudeó-. Tenemos bastante comida para vosotros dos; os la daremos encantados si nos dejáis marchar. Tengo que rescatar a mi hijo.
Tom respondió cargando la escopeta.
– ¿Es que no me has oído? ¡Mi hijo vive en Nueva Jersey y tengo que salvarle!
– Caballero, por mí como si su abuela vive en Tomarporculistán. No tenemos tiempo que perder, tenemos bocas que alimentar y estáis en el lugar equivocado en el momento equivocado. Eso es todo. Si os sirve de consuelo, os aseguro que no acabaréis como esas cosas que acabamos de cargarnos. Puedo dispararos en la cara o en la nuca, así que, si no quieres verla venir, ¡te aconsejo que te des la vuelta y te pongas de rodillas de una puta vez! Porque a mí me da lo mismo.
Le apuntó con la escopeta, pero Jim no se acobardó.
– ¡No eres mejor que los zombis, hijo de puta!
– Pues igual. Pero no vamos a morir de hambre mientras esperamos a que el gobierno llegue y se ponga a arreglar las cosas, eso te lo aseguro. Llevan años planeando un ataque biológico como éste, pero no creo que supiesen que China tenía un gas capaz de devolver a los muertos a la vida.
Martin empezó a rezar.
– Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
– ¡Tom, cuidado!
Luke apuntó con el dedo sobre el hombro de Jim.
– Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
– No os servirá de nada rezar. ¡Ha abandonado su trono y vuestra especie nos pertenece!
Jim se dio la vuelta, se echó al suelo y rodó, arrastrando a Martin consigo. La joven pareja del accidente, que hacía unos minutos estaba tirada sobre la carretera, se dirigía ahora hacia ellos. Sus crueles sonrisas destilaban malicia.
– Prepárate -le dijo Jim a Martin. El anciano asintió.
– Los tengo -dijo Luke. Apuntó con el fusil, empujó el cerrojo y apretó el gatillo.
No pasó nada.
Los zombis se burlaron de él y avanzaron sin dilación.
– Serás gilipollas -escupió Tom, levantando la escopeta-. Te has olvidado de recargar.
Apretó el gatillo y la escopeta retrocedió contra su hombro. La oreja y la mejilla del chico se desintegraron, dejando dientes y cartílago al descubierto. Continuó avanzando luciendo una permanente sonrisa grabada en el rostro mientras el rugido de la escopeta reverberaba por las colinas.
– ¡Mierda! -gritó Tom mientras tiraba de la corredera.
– ¡Oi a ataroh! -La lengua del zombi se revolvía en su arruinada boca.
– Dice que va a mataros -informó la chica.
– ¡Ya! -susurró Jim. Empujó a Martin y ambos salieron disparados hasta dejar atrás a los caníbales, adentrándose en el bosque corriendo todo lo que sus doloridas piernas les permitían.
– Luke, ¿te importa disparar de una puta vez? -gritó Tom, desesperado. A su voz le siguió el trueno de su escopeta y el primero de los zombis cayó al suelo con la cabeza reventada.
Jim y Martin oyeron tras ellos un disparo del fusil de Luke mientras corrían a través de la espesura. Las espinas les rasgaban la piel y las ramas les azotaban el rostro, pero siguieron avanzando a toda velocidad. Oyeron a Tom gritándole a Luke.
– ¡Serás gilipollas! ¡No le darías a una vaca en un pasillo!
A continuación resonaron otros dos disparos. Se dejaron caer por el lecho seco de un riachuelo, cojearon a través de las rocas y subieron, jadeando, al otro lado.
– ¡VOLVED AQUÍ, CABRONES!
Sus perseguidores se adentraron en el bosque, revelando su posición por el ruido de las ramas rotas y sus maldiciones.
Cuando llegaron a lo alto de una colina, Martin se derrumbó, exhausto, agarrándose un costado con una mano y la espalda con la otra.
– ¡Venga, Martin!
– Sigue tú -masculló-. Yo no puedo continuar.
Jim miró colina abajo. Podía oírlos, pero no verlos.
– Martin, deja que te lleve.
– No, Jim. Soy demasiado mayor para ir corriendo por el bosque jugando al escondite con Bubba y Jimbo. Los entretendré para que puedas escapar.
– ¡Chorradas!
– ¡No, no son chorradas! ¡Jim, piensa en Danny!
– No voy a dejarte aquí.
– Dios me protegerá.
– ¡Sí, pues hasta ahora lo está haciendo de vicio, Martin!
Jim dio un rodeo, echando un vistazo a los alrededores. Cogió una rama fuerte, dura y de unos ocho centímetros de grosor y la blandió como un bate.
– Esos paletos hijos de puta nos están retrasando y están poniendo en peligro la vida de mi hijo. Cada segundo que pasamos aquí nos expone al ataque de una ardilla zombi, o un pájaro zombi, ¡o vete a saber qué coño!
Se alejó un poco.
– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó Martin en voz baja.
– Llámalos -le dijo Jim-. Estaré cerca.
Martin cerró los ojos y se esforzó en controlar la respiración. Le dolía el pecho, tenía los miembros fríos y la espalda le estaba matando. Volvió a abrir los ojos y miró alrededor, esperando alguna señal de Jim, pero había desaparecido. Estaba solo. Solo en el bosque.
Entonces oyó unas pisadas sobre las hojas, pasos dirigiéndose hacia él.
– Dios mío -gimió-. Ayúdame, Jesús. ¡Ya no aguanto más!
Los pasos se volvieron más rápidos y los dos cazadores surgieron de entre las zarzas.
– Hola, negrata -sonrió Luke-. Parece que tu amigo ha escapado. Qué pena. Me da que comerte va a ser como roer un ala de pollo.
Tom miró a su compañero con severidad y se acercó cuidadosamente a Martin hasta quedar a tres metros del predicador.
– ¿Dónde está tu amigo, viejo?
– Salió corriendo… y me abandonó.
El hombre miró a los alrededores con cautela y levantó la escopeta.
– Bueno, pues tendremos que conformarnos contigo.
Apoyó la escopeta sobre el hombro y puso el dedo sobre el gatillo.
Jim salió de detrás de un árbol blandiendo su porra improvisada, que acertó de pleno en la boca de Luke. El cazador profirió un grito ahogado, soltó el fusil y cayó de rodillas, llevándose las manos a sus machacados labios y dientes.
Gruñendo, Jim abatió el palo sobre la cabeza de Luke, abriéndole una brecha y dejándolo inconsciente.
– ¡Suéltala, cabrón! -le gritó a Tom.
La escopeta vibró en las manos de Tom. Jim sintió un dolor súbito, como si docenas de abejas le hubiesen picado a la vez en el hombro, y luego pasó a no sentir nada. Le fallaron las piernas y se derrumbó, retorciéndose entre las hojas muertas.
Tom sacó el cartucho que acababa de usar de la escopeta y metió otro en su lugar.
Entrecerró los ojos y apuntó a Jim con la escopeta.
– Ahora mismo estoy contigo, moreno.
Hubo un segundo disparo y una flor carmesí brotó del pecho de Tom. Miró hacia abajo, sorprendido, sin soltar la escopeta. Se dio media vuelta y Martin pudo ver la herida de salida, del tamaño de una taza de café, en la espalda.
– Me cago en la puta… -gimió antes de desplomarse.
Martin, asombrado, vio salir a un hombre de la vegetación, seguido de un chico. Como todas las personas con las que se habían encontrado, los recién llegados iban armados con fusiles.
– Tranquilos, no vamos a haceros daño.
Extendió la mano y ayudó a Martin a levantarse.
– Gracias -tartamudeó-. Pero mi amigo…
– Será mejor que echemos un vistazo -dijo el hombre.
Jim rodaba en el suelo, apretando los puños contra su cabeza.
– ¡Joder, joder, joder, joder, joder, joder! -gritaba, apretando los dientes-. ¡Duele! ¡Duele de cojones!
Se arrodillaron a su lado. El hombro sangraba profusamente.
El hombre sacó un cuchillo de caza y Martin le sujetó la muñeca.
– No pasa nada -le tranquilizó-. Sólo quiero quitarle la camisa.
Hizo un corte a través de la tela mientras hablaba.
– Me llamo Delmas Clendenan. Y éste es mi hijo, Jason. Jason, saluda.
– Hola -dijo el chico, tímidamente-. Encantado.
– Yo soy el reverendo Thomas Martin, de White Sulphur Springs. Este hombre es Jim Thurmond, un obrero de Lewisburg.
Jim se quejó, cerrando los ojos con fuerza.
– Llevaba tiempo queriendo hacer algo con Tom y Luke. De hecho, tenía pensado hacerlo hoy mismo. Ni se me había ocurrido que además salvaría a dos personas.
– Se lo agradecemos mucho -dijo Martin-. Querían… -tragó saliva, incapaz de terminar la frase.
– Sí, lo sé. Empezaron con Ernie Whitt la semana pasada y luego fueron a por otros. Por eso quería acabar con ellos antes de que nos echasen el ojo a mi hijo y a mí.
Echó un vistazo a la herida de Jim y asintió para sí.
– Tu amigo va a ponerse bien. Parece que entró y salió, eso es todo. Créeme, me llevé peores que ésta en Vietnam. Pero va a haber que parar la hemorragia. -Se dirigió al chico-, Jason, dame tu cinturón.
El muchacho se acercó hacia ellos mientras se quitaba el cinturón. Jim abrió los ojos y se quedó mirándolo.
– ¿Danny?
– Tranquilo. Quédate tumbado, Jim. Danny está bien.
Jim volvió a cerrar los ojos.
– ¿Por qué me ha llamado Danny, papá? -preguntó el chico.
Delmas miró a Martin.
– Su hijo se llama Danny -les explicó-. Tendrá tu edad. Nos dirigíamos hacia Nueva Jersey para rescatarlo, pero tuvimos problemas.
– ¿Nueva Jersey? -Delmas silbó-. Pastor, ¿qué te hace pensar que sigue vivo?
Martin no respondió. Estaba empezando a preguntarse eso mismo.
La fe, por lo que parecía, estaba comenzando a agotarse.