Baker pasó por delante de la solitaria y silenciosa garita. El único sonido era el de sus pisadas sobre la grava y los motores al ralentí de los vehículos y los tanques. Cruzó el umbral de la entrada y dejó escapar un suspiro que no sabía que estuviese conteniendo.
«Quizá me equivoqué. Puede que el cuerpo de PoweII se haya podrido del todo y Ob se haya visto obligado a volver al Vacío y ocupar otro.»
Siguió caminando. La quietud del lugar era ominosa, hasta el punto de que Baker empezó a sentir el miedo en su interior. Algo iba mal. No tenía forma de describirlo, pero estaba seguro. Podía sentirlo en el aire.
A su izquierda había edificios vacíos y hangares. A su derecha, el aparcamiento para empleados, en el que sólo había unos cuantos coches abandonados. Ante él, las ventanas rotas de los bloques de oficinas lo contemplaban como si fuesen ojos. Echó la vista atrás, hacia el ejército, y mantuvo el paso en dirección a los edificios.
Entonces vio algo moverse fugazmente tras las ventanas.
Baker se detuvo. Olfateó el aire y olió la podredumbre.
La criatura que antaño había sido su compañero y ahora se hacía llamar Ob asomó de entre los edificios. Baker detectó movimiento por el rabillo del ojo: había zombis en el interior de los coches, tras los árboles, incluso en el fondo de la fuente, cuyas aguas empezaron a moverse y ondear.
Sabía que Schow no podía verlos. Los zombis seguían escondidos, de modo que nadie pudiese verlos desde más allá de la verja. Ni siquiera sus escáneres y demás aparatos llegarían a detectarlos, ya que no reconocerían a los cadáveres.
Ob sonrió y aquella terrible mueca abrió el rostro de Powell por la mitad.
Schow no podía verlos. Schow no podía ver el lanzacohetes que Ob sujetaba en sus manos.
– ¡Todo despejado, coronel! -gritó Baker-. ¡Creo que se han marchado!
Tras él, los tanques empezaron a dirigirse hacia la entrada.
Ob asintió, esperando.
Baker se agachó y rezó por una muerte rápida.
– Todas las unidades, ¡en marcha!
Los Humvees, los vehículos de transporte y los tanques avanzaron al unísono, escoltados por soldados a pie con las armas preparadas. El movimiento de su vehículo, que dejaba tras de sí nubes de polvo, tranquilizó a Schow.
Atravesaron la entrada como hormigas y Schow se sorprendió al descubrir que tenía una erección…
… hasta que el primer tanque reventó en una explosión de fuego naranja y metralla.
– ¿Pero qué coño?
– ¡Nos están atacando! ¡Repito, nos están atacando!
– ¡Coronel, tienen armamento antitanque!
– ¡No me diga, McFarland! ¿En serio? ¡Dé la orden de retirada!
– Señor, el sargento Ford nos informa de que los zombis se aproximan a nuestra retaguardia. Se acercan por la carretera.
El sonido de la batalla resonó a su alrededor: los tanques, los fusiles y las ametralladoras rugían al unísono, creando tal escándalo que parecía insoportable para el oído humano. Los zombis avanzaron hacia la tormenta de acero y fuego, pero, a medida que caían, otros ocupaban su lugar. Al contrario que en el ataque anterior, esta vez las fuerzas de Ob estaban armadas. Dispararon en todas direcciones, dispuestas a plantar cara a los soldados.
Los hombres corrían por todas partes: se retiraban, avanzaban y volvían a retirarse una y otra vez. La mayoría había cruzado la verja y estaba ya dentro de Havenbrook, mientras que otros huyeron hasta encontrarse con las criaturas que se dirigían hacia su retaguardia formando un muro impenetrable.
– Estamos rodeados -dijo Schow, indignado. Sus oficiales se quedaron mirándolo, sin saber qué hacer.
Una salva de balas se estrelló contra el vehículo de mando y González y McFarland dieron un salto.
Schow rió.
– ¡Ya era hora! ¡Por fin tenemos un combate de verdad entre manos!
Abrió las puertas del vehículo y salió corriendo hacia el fragor de la batalla.
Una explosión empujó el remolque y las puertas se abrieron de golpe.
Frankie colocó la pistola ante el rostro asustado del soldado Lawson.
– ¡Eh! -gritó-. ¿Qué pasa?
– ¿Dónde está el Humvee? -preguntó.
– Lo lleva Blumenthal, está de camino. Hemos venido a por Julie y a por ti. ¡Ahí fuera todo se está yendo a la mierda! Oye, ¿te importa quitarme esa cosa de la cara?
Frankie le disparó justo entre los ojos, dejándole una expresión de sorpresa en el rostro antes de que se desplomase contra el pavimento.
– ¡Vamos!
Bajó del remolque de un salto y le quitó el fusil a Lawson. Julie y el resto de mujeres la siguieron.
Un grupo de zombis se dirigió hacia ellas con sus fusiles y pistolas preparados. Antes de que cualquiera de los dos bandos llegase a disparar, el Humvee de Blumenthal apareció derrapando y atropelló a los zombis. Los cuerpos crujieron bajo las ruedas y quedaron debajo del vehículo cuando el soldado frenó hasta detenerlo por completo.
Se quedó mirando al grupo de mujeres armadas, pero, antes de que pudiese reaccionar, Frankie abrió la puerta y le disparó. Empezó a gritar y trató de echar mano a la pistola antes de recibir hasta tres balazos más en la cabeza. Una vez muerto el conductor, Frankie subió al asiento del copiloto y sacó el cadáver por la puerta abierta. Julie y María la siguieron.
Meghan estaba a punto de subir cuando, de pronto, gritó. Uno de los zombis que se encontraba debajo del Humvee le había agarrado una pierna y estaba mordiéndole el tobillo. A medida que mordía con más intensidad, moviendo la cabeza como un perro rabioso, la sangre empezó a manar sobre sus mejillas.
Meghan cayó de espaldas y golpeó a la criatura con sus manos. Frankie se inclinó sobre Julie, puso la pistola sobre la cabeza del zombi y apretó el gatillo.
– Súbela -ordenó-. Y ahora, a ver si me acuerdo de cómo iba esto.
El vehículo arrancó de golpe, lanzando a sus ocupantes hacia delante, pero Frankie acabó acostumbrándose y fue capaz de manejarlo con soltura.
– ¡Conduce hacia el campo! -gritó Julie-. Esta cosa tiene tracción a las cuatro ruedas, ¿verdad?
– Antes tenemos que sacar a los demás de los camiones -repuso Frankie, dirigiéndose hacia un remolque-. No podemos dejar atrapada a toda esa gente.
Paró enfrente del vehículo, de modo que la puerta del copiloto del Humvee estaba a la misma altura que la del camión.
– ¡Sal y abre la puerta!
– ¡No puedo! -gritó Julie-. ¡Está cerrada con una especie de barra de metal!
Una bala pasó silbando sobre sus cabezas y otra impactó en la puerta del camión. Frankie pudo oír en su interior los gritos de socorro de la gente, que golpeaba frenéticamente las paredes.
Empezó a rebuscar por el suelo del vehículo hasta dar con unas tenazas.
– Usa esto, deberían poder cortarla.
Julie abrió la puerta y se dirigió hacia el remolque mientras Frankie y María disparaban fuego de cobertura, apuntando a zombis y soldados por igual.
– ¡Me duele el tobillo! ¿Y si lo tengo infectado?
– Aguanta, Meghan -gritó Frankie por encima del hombro-, ¡porque ahora estamos un poco liadas!
Julie cortó la barra y abrió las puertas. Se dirigió de vuelta al Humvee mientras la gente salía en tropel del remolque.
– ¡Vamos!
Frankie condujo hasta el siguiente camión y repitieron el proceso. Este contenía a muchas de las mujeres, y Frankie respiró aliviada al ver salir a Gina. Julie acompañó a la asustada mujer hasta el Humvee y Frankie arrancó una vez más.
Echó un vistazo al espejo retrovisor y vio algo aterrador: los cautivos liberados cayeron presa de los muertos, que a su vez estaban siendo tiroteados por los hombres de Schow. Un zombi y una mujer que se encontraban en pleno forcejeo fueron acribillados por un soldado, que a su vez fue arrojado al suelo por una multitud de civiles.
Después, los zombis cayeron sobre ellos. Los tres bandos se fundieron en un truculento combate cuerpo a cuerpo.
Muchos de los cautivos se dedicaron a liberar a otros, utilizando palos, piedras y hasta sus dedos para partir las barras de hierro que mantenían cerradas las puertas de los remolques. Varios camiones explotaron antes de que la gente que se encontraba en su interior pudiese salir, matando a los cautivos y a quienes iban a socorrerlos. El olor de la carne quemada se mezcló con el del humo acre de la batalla y el hedor de los no muertos.
Un soldado corrió hacia ellas con las ropas en llamas y el lado derecho de la cara carbonizado. Agitó los brazos, rogando que se detuviesen.
Frankie lo atropelló, cerrando los ojos cuando su cuerpo crujió bajo las ruedas.
Julie tembló.
– ¡Vamos a largarnos de aquí!
– Esperad, ¿y Aimee? ¡Frankie, por favor, tenemos que encontrarla!
Frankie tragó saliva y frenó. Sujetó el volante con fuerza y fue girando la cabeza hacia atrás hasta tener cara a cara a la destrozada madre.
– Gina -empezó, intentando encontrar las palabras-. Está…
– No. No, no, no, ¡no lo digas! ¿Cómo puedes decir eso? ¿La has visto?
– Kramer estaba con ella en el picadero. Le… le hizo cosas.
Antes de que Frankie pudiese terminar, Gina abrió la puerta y corrió a través del campo de batalla hacia el picadero.
– ¡Gina, vuelve aquí! ¡Julie, detenla!
Julie corrió tras ella, maldiciendo. Frankie puso el Humvee en marcha y se dirigió tras ella.
– ¡Meghan, cierra la puerta de Gina!
La mujer herida se incorporó, agarró la manilla con las yemas de los dedos y volvió a desplomarse.
Frankie contempló horrorizada cómo una segunda bala remataba a la mujer.
Pisó a fondo el acelerador y el cuerpo muerto de Meghan se escurrió hasta el suelo. Frankie echó un vistazo alrededor, buscando a Gina y a Julie, pero no había ni rastro de ellas entre la matanza.
Se adentró en la batalla sin darse cuenta de que estaba llorando.
Al artillero le faltaba la mandíbula inferior y parte de la garganta, y el sargento Ford sabía que era cuestión de tiempo que el cadáver volviese a moverse. Trepó hasta el asiento del techo, apartó el cuerpo y lo tiró al suelo sin ningún miramiento. Después, colocó su corpachón tras la ametralladora de calibre cincuenta, la apuntó hacia atrás y abrió fuego.
Las criaturas llegaban de todas partes. Se arrastraban por todas las direcciones y Ford abrió los ojos de par en par al comprobar que algunos zombis eran sus propios hombres, muertos y olvidados durante el ataque en el orfanato.
– ¡Venid aquí, cabrones! ¡Venid a por mí!
Hizo una pasada con la ametralladora, acribillando las filas de los zombis con pesadas balas, destrozando a varios y cortando a otros en pedazos. Los heridos -aquellos que habían perdido miembros o que tenían la espalda rota- se revolvían por el suelo, arrastrándose hacia el combate.
Las criaturas devolvieron los disparos y las balas rebotaron contra el grueso blindaje del arma. Ford se mantuvo agachado y siguió disparando sin parar mientras las criaturas avanzaban. El arma cada vez estaba más caliente y el humo empezaba a quemarle los ojos.
Algo profirió un chillido sobre su cabeza. Puso las manos en alto para protegerse y un pájaro negro se dirigió en picado hacia él, apuntando sus garras hacia los ojos de su presa. A Ford le entró el pánico y se puso en pie, braceando hacia la criatura mientras los zombis que estaban en tierra abrían fuego.
Ford se agitó mientras las balas atravesaban su cuerpo. Intentó gritar, pero sólo consiguió emitir un pequeño gorjeo. Se tambaleó hacia la ametralladora y los zombis respondieron con una segunda ráfaga.
Se llevó las manos a las heridas, perdió el equilibrio y cayó al suelo, aterrizando sobre el artillero muerto.
Mientras la vida se le escapaba por los agujeros de bala, el artillero empezó a retorcerse debajo de él.
Por suerte, Ford murió antes de que empezase a devorarlo.
– ¡Vamos! ¡Si vais a morir, morid como hombres!
Salieron en masa del remolque y, segundos después, Martin escuchó los gritos. Se apoyó contra la pared negra, aterrado ante la idea de lo que estaba ocurriendo en el exterior.
Uno de los salmos comenzó a sonar en su cabeza, así que se puso a recitarlo con voz trémula mientras los demás hombres se arrojaban a la contienda.
– Mi corazón duele en mi interior y terrores de muerte sobre mí han caído.
Un chirrido horrible le interrumpió cuando algo colisionó violentamente contra el remolque.
– El miedo y el temor se ciernen sobre mí y el terror me abruma. ¡Quién tuviese alas, como las de una paloma! Pues así podría yo volar y descansar.
Algo explotó en el exterior y el remolque tembló. Se sujetó apoyando una mano contra la pared y abrió los ojos. El camión había quedado vacío y los hombres morían a su alrededor.
– Apresuraríame a escapar del viento y de la tormenta.
Escuchó disparos seguidos de gritos y algo húmedo cayó al suelo.
– Yo a Dios clamaré, y el Señor me salvará.
– No. No lo hará.
La criatura dejó escapar una carcajada mientras subía al camión. Se arrastró hacia Martin, que contempló horrorizado el alzacuello de sacerdote que se hundía en la carne hinchada de su garganta.
– No te salvará, como tampoco me salvó a mí.
– Por supuesto que Dios no te salvó -dijo Martin, apoyándose contra la pared-. Pero salvó el alma del hombre cuyo cuerpo has usurpado. Tu profanación no significa nada. ¡Puede que hayas ocupado el cuerpo de un hombre de Dios, pero no pudiste tocar su alma!
El zombi siseó y se llevó la mano a sus desgastadas ropas, tras lo cual sacó un gran cuchillo de cocina cuyo filo brilló en la oscuridad. Avanzó hacia Martin haciendo cortes al aire. En el exterior, la batalla continuaba.
– Sí. Tu especie va al cielo, pero la nuestra no puede disfrutar de ese lujo. Nosotros vamos al Vacío. Y no tienes ni idea de cuánto tiempo hemos sufrido allí, esperando nuestra liberación. Rechinamos nuestros dientes, gritamos y esperamos hasta el día del alzamiento.
Martin repitió el verso:
– Yo a Dios clamaré, y el Señor me salvará.
El sacerdote zombi gruñó a medida que se acercaba.
– Será mejor que no ofrezcas resistencia. Eres uno de los suyos, como lo fue este cuerpo que ahora habito. Tardaré poco para que uno de mis hermanos pueda unírsenos a través de ti y predicar un nuevo evangelio.
Martin inhaló profundamente.
– En paz redimirá mi alma de la guerra que hay contra mí, pues son muchos los que están contra mí.
La criatura cargó, blandiendo el cuchillo ante su estómago. Martin se apartó de la trayectoria del arma y agarró a la criatura por las muñecas; forcejearon hasta caer al suelo y el zombi acabó encima de él. Martin gimió, luchando con todas sus fuerzas mientras el zombi empujaba el cuchillo hacia su garganta.
– Devoraré tu hígado -dijo, echando su hediondo aliento sobre Martin-. Llevaré tus intestinos como un collar y se los daré a quien pronto habitará en ti.
Debilitados por la edad y el miedo, los brazos de Martin empezaron a ceder. El cuchillo estaba cada vez más cerca, a escasos centímetros de su garganta. La criatura volvió a reír y abrió la boca, inclinándose hacia su cara. Martin soltó una de las muñecas y colocó la palma de la mano en la barbilla de la criatura, intentando desesperadamente empujar su cabeza hacia arriba. El zombi le agarró de la garganta con la mano que tenía libre.
Martin giró la cabeza hacia el brazo que sujetaba el cuchillo y le dio un mordisco. Hundió los dientes en el antebrazo del zombi y estiró, arrancando un trozo de carne rancia. Algo se revolvió en su boca y Martin escupió aquel pedazo entre arcadas.
– ¿Ves? Ya le vas cogiendo el truco…
Un disparo ensordecedor resonó entre las paredes del remolque. La cabeza del zombi explotó a unos centímetros de la de Martin, rociándolo de sangre y tejidos.
– Le diré una cosa, reverendo: desde que todo esto empezó, he visto cosas retorcidas de cojones, pero nunca había visto a alguien mordiendo a un zombi. ¿A qué sabe?
Martin se quitó la sangre de los ojos sin parar de jadear y extrajo las tiras de carne de entre los dientes, a punto de vomitar. Después, se puso en cuclillas.
– Gracias, sargento…
– Miller. Sargento Miller, aunque tampoco es que los galones signifiquen un puto carajo tal y como están las cosas. Y no me des las gracias, curilla. Voy a matarte dentro de poco.
– ¿Por qué? Acabas de salvarme.
– Sí, te he salvado para utilizarte como carne de cañón. Puedo mantener a raya a cualquier zombi que intente subir, así que estaremos a salvo durante un rato, pero tampoco podemos quedarnos aquí todo el día. Esos cabrones tienen lanzacohetes, granadas y toda clase de mierda. Tarde o temprano volarán este remolque, lo que significa que tendré que volver a salir ahí fuera, con la que se ha montado. Pero primero vas a salir tú, para llamar la atención.
– Eso… ¡eso es cruel! ¡No eres mejor que los zombis!
– Ya ves. Pero no te preocupes, te quedan unos minutos. Necesito un pitillo.
Miller sacó un mechero y un paquete de tabaco, puso el M-16 fuera del alcance de Martin y se encendió un cigarrillo. La llama proyectó sombras sobre su rostro adusto, que, por un instante, pareció una calavera brillante y desnuda a ojos de Martin.
– Ahhhh -inhaló Miller con una expresión de placer dibujada en el rostro-. Siempre pensé que sería el tabaco lo que me mataría. No sé qué cojones voy a hacer cuando se acaben los cigarrillos.
– Podrías dejarme escapar, no hay motivos para matarme. Puedo ayudarte a combatirlos.
Miller ahogó una carcajada y dio otra calada.
– ¿Ayudarme? Sí, íbamos a hacer un equipo de cojones; el viejo chocho y el tío duro, codo con codo. No, creo que te utilizaré para que hagan prácticas de tiro y me despejes la salida.
Otra explosión sacudió el remolque y Miller se movió a tiempo para impedir que su M-16 cayese al suelo.
Con un rápido movimiento, Martin cogió el cuchillo y lanzó una puñalada, atravesando la piel del soldado justo debajo de su barbilla. Cuando abrió la boca para gritar y el cigarrillo se le cayó de los labios, Martin alcanzó a ver el cuchillo atravesando el paladar en su camino al cráneo, hasta que sólo quedó fuera la empuñadura. Miller se desplomó, se hizo un ovillo y murió.
Martin intentó sacar el cuchillo, pero estaba firmemente hundido. Se puso en pie y se limpió la sangre de las manos en la ropa.
– Mas tú, oh Dios, los harás descender al pozo de la destrucción. Los hombres que viven por la sangre y los engaños no demediarán sus días; empero confiaré en ti.
Pateó el cuerpo de Miller, cogió su arma y la examinó.
– Salmo cincuenta y cinco, versículos cuarto a vigésimo tercero.
Experimentó con el fusil, recordando su época en el ejército, y se preparó. Echó un vistazo a ambos cuerpos para asegurarse de que no se movían y un escalofrío le recorrió la espalda. El rescate de Miller le recordó al zombi de la silla de ruedas. Entonces fue Jim quien lo salvó.
– Por favor, Señor, cuida de él. Ayúdale a encontrar a su hijo.
Sintió que le inundaba una extraña sensación de paz. Con renovadas fuerzas y confianza, Martin ignoró la artritis que le atenazaba las articulaciones y la falta de aire en sus pulmones y se dirigió hacia la salida.
– Aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal, pues tú estás conmigo.
Se adentró en el valle y, pese a que las sombras de la muerte lo cubrían todo, no conoció el miedo.
El sargento Michaels pateó la puerta y el cristal roto se derramó sobre la acera y la alfombra. Atravesó corriendo el recibidor del edificio de oficinas, escuchando tras de sí cómo morían sus hombres.
Un zombi apareció de detrás del puesto de recepción en el que se escondía y le disparó. Algo le quemó en el hombro, como una picadura de abeja pero mucho más dolorosa, y sintió un impacto en la pierna. Michaels aulló de dolor y abatió a la criatura. Empezó a jadear.
Se detuvo ante las puertas del ascensor, respirando pesadamente mientras pensaba qué hacer a continuación. El calor que sentía en el hombro y el muslo le hicieron darse cuenta de que las balas le habían alcanzado, así que rasgó la tela de su camisa y echó un vistazo a la herida. Tenía mal aspecto, y el agujero del muslo pintaba aún peor. La cabeza le dio vueltas y se le revolvió el estómago, así que apretó la palma de la mano contra el hombro y consideró sus opciones.
El complejo se había quedado sin energía, así que los ascensores no funcionaban. Valoró la posibilidad de abrir las puertas por la fuerza y esconderse en el hueco, pero acabó descartando la idea. A su izquierda había unas escaleras que llevaban hacia arriba, y a su derecha, el servicio de caballeros.
Renqueó en dirección a las escaleras y abrió la puerta, que emitió un crujido. Oyó voces y pasos a la carrera dirigiéndose hacia él desde el piso superior.
«¡Los disparos venían de abajo!»
No eran voces humanas.
Michaels dejó que la puerta se volviese a cerrar y se dirigió hacia los servicios. Varios zombis estaban atravesando la entrada principal y otros más se avecinaban por las escaleras. Abrió la puerta del baño con un golpe de hombro y echó un vistazo alrededor, aterrado. Habría tres lavabos, cuatro letrinas y una fila de urinarios. No había ventanas y la única salida era la puerta que acababa de cruzar.
Los zombis se gritaron unos a otros al encontrarse en el recibidor. Gimiendo, Michaels se escondió en la letrina que estaba más lejos de la entrada. En cuanto abrió la puerta, pudo comprobar que nadie había tirado de la cadena desde la última vez que se utilizó el váter: el agua que contenía era de color marrón oscuro, y las heces y la orina se habían mezclado en una sopa tóxica y espesa. A Michaels le entraron arcadas e intentó contener la respiración.
«Aquí no me encontrarán», pensó.
La puerta del baño crujió al abrirse y oyó pasos dirigiéndose hacia él.
Michaels miró al suelo y se quedó paralizado de miedo. Sus heridas habían dejado un reguero de brillantes gotas de sangre que llevaban a su ubicación como un rastro de migas de pan.
– ¡Sal, carne, no tardaremos mucho!
Los servicios pronto se llenaron de criaturas.
Michaels apuntó el fusil hacia la puerta de la letrina sin parar de sollozar, con el brazo tan dolorido que el cañón temblaba en sus manos. El miedo, la adrenalina, la pérdida de sangre y el hedor que desprendían la letrina y sus perseguidores le dieron ganas de vomitar. El estómago se le revolvió, el fusil se le cayó al suelo y empezó a sentir calambres por todo el cuerpo. No podía moverse. No podía pensar.
Los zombis echaron la puerta abajo cuando su presa empezó a expulsar bilis. Michaels fue incapaz de gritar mientras lo arrastraban al exterior y lo sujetaban contra las duras y frías baldosas. Se ahogó en su propio vómito antes de que empezaran a comérselo.
– Bienvenido de vuelta, sabio. -Unos dedos gangrenosos agarraron a Baker por el pelo, obligándolo a ponerse en pie-. Veo que has traído a unos amigos. Todo un detalle.
Baker no podía hablar. El hedor de la cordita, del combustible ardiendo y de la carne podrida de Ob le inundaron los pulmones y empezó a toser. El campo de batalla estaba saturado por los gritos de los heridos, los muertos y los moribundos. Las balas silbaban por todas partes y las explosiones se sucedían como fuegos artificiales. Ambos bandos estaban sufriendo innumerables bajas, pero la mayoría de soldados muertos volvían a levantarse poco tiempo después para reabastecer las filas de los zombis.
– ¿Qué significa todo esto, Billín?
– Querían… querían usar Havenbrook como base de operaciones.
– ¿En serio? -Ob negó con la cabeza, acariciando el lanzacohetes de forma casi afectuosa-. Tu especie tiene que asumir que vuestro tiempo ha terminado. Sois comida. Carne. Transporte. Nada más. Vuestro tiempo en este mundo ha terminado.
– He estado pensando en ello -dijo Baker, tapándose la boca y la nariz con la mano-. Supongo que eres consciente de que si acabáis con toda la raza humana, tu propia especie también estará destinada a desaparecer.
Ob se quedó mirándolo a través de los ojos muertos de Powell.
– Hay más mundos que éste.
Algo pasó silbando sobre la cabeza de Baker y abrió un agujero en el hombro de Ob. El zombi dio un paso atrás, apuntando con el lanzacohetes.
Baker se echó al suelo y una segunda bala alcanzó a Ob en la cara, destrozando su nariz y labio superior. El lanzacohetes se le escurrió de la mano y rugió de indignación. Sus palabras eran ininteligibles, pero su intención era clara.
– ¡La ha cagado, profesor! -gritó Schow mientras se dirigía hacia ambos, ignorando las balas que volaban a su alrededor. Levantó la pistola y volvió a disparar, destrozando un lado de la cabeza de Ob. Bajo los fragmentos astillados de cráneo podía verse el brillante cerebro, que a Baker le recordó a una coliflor ensangrentada.
Ob se desplomó y se quedó tirado en la hierba entre espasmos.
Baker se hizo un ovillo y Schow le propinó una brutal patada en las costillas. El científico gritó cuando la pesada bota le alcanzó, rompiendo algo en su interior.
– ¡Hijo de puta! ¡Esos que están muriendo ahí fuera son mis hombres! ¡Mis hombres! ¡Nos has traído a una trampa!
Volvió a patear a Baker, esta vez en la cabeza. El dolor le recorrió de punta a punta y su visión se tornó borrosa.
Schow se puso de rodillas y le apretó la pistola contra los genitales. Baker gruñó e intentó alejarse rodando, pero Schow consiguió ponerlo boca arriba, con la espalda pegada al suelo.
– Voy a acabar con usted aquí y ahora, profesor. Pero no va a ser rápido y va a dolerle, se lo aseguro. Para empezar, voy a volarle la polla, ¿qué le parece? -Concluyó la amenaza hundiendo el cañón en los testículos de Baker, que gritó de dolor-. No es una sensación agradable, ¿a que no, profesor? Pues va a ponerse mucho peor. Va a desangrarse, pero no antes de que esos desgraciados se le echen encima. Seguramente siga vivo cuando empiecen con usted, ¿y sabe qué haré después?
Baker cerró los ojos.
– Esperaré a que se convierta en zombi y empezaré de nuevo. Le dispararé en las rótulas y en la columna vertebral y en los brazos. Igual se los corto directamente. Pero dejaré su cerebro intacto porque quiero que lo quede de usted permanezca aquí, en el suelo, para siempre.
– Adelante, Schow -gimió Baker-. Serás el primero al que coma cuando vuelva.
Ob se incorporó tras ellos, con un lado de la cara cubierto de carne y sangre. Su cerebro, aún intacto, palpitaba en el interior de su destrozada cabeza.
Agarró a Schow desde atrás, cerrando los dedos en torno a su garganta, y tiró de él. Los dientes que le quedaban en la mandíbula inferior se hundieron en la espalda y cuello de su víctima y apretó con fuerza.
Baker cogió la pistola, pero Schow la sujetaba con fuerza. Retorciéndose en el abrazo de la criatura, apuntó hacia atrás y apretó el gatillo, vaciando el cargador en el pecho y abdomen del zombi. Ob apretó aún más y Schow empezó a patear y sacudirse.
Una ráfaga de ametralladora hizo un barrido por el suelo y Baker se dio la vuelta: el vehículo de mando de Schow se dirigía hacia ellos. González conducía y McFarland estaba sentado en el asiento del artillero, disparando la ametralladora en su dirección.
Algo pesado le alcanzó en el estómago y Baker intentó respirar, pero no pudo. Sintió calor por todo el abdomen, pero tenía demasiado miedo de mirar.
Se desplomó sobre un costado y la siguiente ráfaga alcanzó a Schow y a Ob. McFarland se carcajeaba como un demente mientras las balas atravesaban carne y hueso.
Baker sintió algo húmedo recorriéndole las piernas, pero no quería mirar. Se sentía débil y seguía sin poder respirar. Cogió el lanzacohetes, lo sostuvo a duras penas y lo apuntó hacia el vehículo.
Schow había quedado reducido a pulpa, y la cabeza de Ob había desaparecido casi por completo: sólo quedaba la barbilla y un ojo que parecía seguir observando.
Baker sintió que las fuerzas le abandonaban y supo que era cuestión de segundos. Pudo oler la sangre y vio cómo ésta se extendía a su alrededor como un charco carmesí. Reunió el valor para echar un vistazo a la herida y vio que su estómago había sido reemplazado por algo parecido a una hamburguesa cruda.
– Oh, Dios…
Eructó un hilo de sangre.
González y McFarland se dirigieron hacia él sin parar de reír.
– Siento lo que he hecho y estoy listo para afrontar las consecuencias.
Dispararon al mismo tiempo y lo último que vio Baker antes de que la preciosa flor naranja floreciese fue la expresión de incredulidad en los rostros de González y McFarland.
El estómago dejó de dolerle y Baker cerró los ojos. Sintió con placer el calor de la explosión sobre su piel.
Algo le gritaba desde muy lejos. Un segundo después, supo qué era.
Una bandada negra y densa de cornejas sobrevolaba la zona. Jim contempló la escena con incredulidad, protegido por las copas de los árboles. Quiso apartar la mirada pero no pudo, así que observó la escena con mórbida fascinación y todo lujo de detalles gracias a unos prismáticos que habían pertenecido a un zombi al que había matado.
Las fuerzas de Schow habían sido diezmadas. Las carcasas carbonizadas de los tanques y los vehículos todavía humeaban, con sus pasajeros fundiéndose en su interior. Había zombis esparcidos por todo el paisaje, inmóviles y con toda clase de heridas en la cabeza. Docenas más se revolvían en el barro con los apéndices amputados o el cuerpo partido por la mitad, pero aún móviles. Una horda de ellos deambulaba por la hierba, alimentándose de los caídos.
Jim tembló al comprobar que muchas de las criaturas que participaban en la masacre habían sido hombres de Schow y, lo que era aún peor, civiles: liberados de su reclusión pero, una vez muertos, prisioneros de algo mucho peor.
No todos los humanos estaban siendo asesinados. Varias docenas habían sido agrupados, desarmados y conducidos al interior del complejo. Jim sólo podía imaginar qué les depararían las criaturas. ¿Los usarían como comida? ¿Ganado? ¿O quizá algo incluso más siniestro?
Sintió un gran peso en los hombros. Martin no aparecía por ninguna parte, y Jim sólo esperaba que el anciano no hubiese sufrido. Ya no podía hacer nada.
Baker se dirigió hacia los cautivos y se puso a hablar al grupo de zombis que los vigilaban. Su carne estaba ennegrecida en varios puntos y su abdomen exhibía una cavidad vacía.
Jim se quitó los prismáticos, cogió todas las armas y municiones que pudo y dio media vuelta.
Martin estaba muerto. Baker era un zombi.
Ya nada se interponía entre Danny y él.
Ob echó un vistazo a su reino a través de los ojos de Baker y vio que todo iba bien. Impartió unas órdenes referentes a los cautivos y atravesó el campo de batalla, dando la bienvenida a los recién llegados y uniéndose al festín. No tenía estómago, pero no le importaba. Le gustaba su nuevo cuerpo.
Baker gritó desde un lugar lejano.
La risa de Ob ahogó aquel sonido en el interior de su cabeza hasta que los gritos se disiparon por completo.