Jason cogió un fusil del armario en el que reposaban las armas y salió corriendo por la puerta antes de que Jim pudiera detenerle.
– ¡Jason, espera! ¡No sabemos qué hay ahí fuera!
El chico no se detuvo: cruzó el porche de un salto y atravesó el patio sin parar de correr. Jim fue tras él, desarmado.
Martin apareció cojeando, con Delmas a cuestas. El anciano predicador estaba pálido y demacrado, y tenía la boca abierta de par en par. Su mirada perdida no alcanzaba a enfocar a sus amigos. Tenía los pantalones rotos y le corría sangre por la pierna. Arrastraba los pies de forma automática. De la hebilla de su cinturón colgaba un hilo de pita que había enrollado alrededor de la guarda del gatillo de los fusiles, que se arrastraban tras él trazando surcos en la tierra con sus cañones y culatas.
Delmas estaba aún peor. Le faltaban trozos de carne de los brazos, las piernas y la cara. Su cuerpo estaba lleno de marcas de mordiscos. Estaba cubierto de sangre y tenía los ojos cerrados.
– ¡Papá!
Jim los sujetó a los dos en el momento en que Martin se venía abajo y los depositó cuidadosamente en el suelo. Martin parpadeó, contemplándolo, y se lamió los labios.
– ¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?
– Una emboscada -carraspeó el anciano-. Estaban esperándonos en el claro. ¡Nos tendieron una trampa!
– ¿Cuántos? -preguntó Jim.
– Más de… más de los que pude llegar a contar. Al principio sólo eran ciervos, pero luego aparecieron ardillas, pájaros y un par de humanos. Trabajaban juntos. Pudimos acabar con algunos, pero no sé cuántos quedan.
– ¿Estás bien?
– Una marmota muerta me mordió en la pierna, pero estoy bien. De camino aquí pensé que iba a sufrir un infarto. Dame un minuto para descansar.
Jim le echó un vistazo. Su piel estaba caliente y colorada. Tenía una herida muy fea en la pierna, pero por suerte había empezado a coagular. Por lo demás, estaba bien.
Jason sujetó la cabeza de Delmas entre sus brazos. Su padre no se movía.
– Deja que mire -le dijo Jim con mucho tacto. Jason le miró con lágrimas derramándose por su rostro.
– No deje que se muera.
Al oír la voz de su hijo, Delmas abrió los ojos.
– Jason…
– Estoy aquí, papá. Vas a ponerte bien. Voy a cuidar de ti.
– Delmas -le preguntó Jim-, ¿puedes andar?
– Tengo la pierna hecha polvo.
– Entonces voy a tener que llevarte. Jason, ¿puedes ayudar al reverendo Martin? ¿Podrías llevar las armas?
El chico se puso en pie mientras se limpiaba la nariz con la manga.
Delmas abrazó a Jim por el cuello y se mordió el labio para prepararse.
– ¿Listo?
Dijo que sí con un quejido y Jim lo levantó del suelo. Su pierna herida chocó contra el muslo de Jim y gritó de dolor. El esfuerzo hizo que la herida de bala de Jim volviese a dolerle con fuerza.
Pese al esfuerzo que le suponía, Jim consiguió meter a Delmas en casa y recostarle sobre la cama que él mismo había ocupado horas atrás. Martin renqueaba tras ellos, seguido de Jason. El chico, que tenía los ojos abiertos de par en par, dejó los fusiles en el suelo y cerró la puerta de golpe.
– ¡Vienen más!
Jim corrió hacia la ventana. Tres sombrías figuras surgieron de la penumbra: dos humanos y una hembra de gamo. Los zombis se dirigieron hacia la casa.
Martin se había restablecido un poco, de modo que cogió unos cartuchos del armario y empezó a recargar los fusiles.
– Cuida de tu padre -le dijo Jim a Jason-. Ya nos ocupamos nosotros.
– ¿Cuántos son? -preguntó Martin.
– Puedo ver a tres, aunque tal vez haya más escondidos, no lo sé. ¿Estás listo?
– No, pero vamos de todas formas.
Jim traspasó la puerta y abrió fuego en cuanto puso un pie sobre el porche. Disparó casi a ciegas, pero consiguió mantener a los zombis a distancia el tiempo suficiente para tomar posición, sacar los cartuchos usados, apuntar y disparar de nuevo. Apuntó al animal y apretó el gatillo rápidamente. El arma saltó en sus manos y la bala le dio de lleno a su presa en el cuello. El siguiente disparo terminó el trabajo.
Martin apuntó al humano más cercano, un paleto obeso al que la muerte había hinchado hasta alcanzar proporciones grotescas. El primer disparo le voló la rótula a la criatura. En cuanto recuperó el equilibrio, un segundo se hundió en su prodigioso estómago. El hedor que surgía de los intestinos del monstruo inundó el porche. Apuntó más alto y los siguientes dos disparos separaron la cabeza del zombi de su cuerpo. Permaneció colgada de unas tiras de pellejo y carne durante unos segundos antes de caerse de los hombros y empezar a rodar por el campo. El cuerpo se desplomó a su lado.
Martin se fijó en la cabeza: los ojos seguían observándolo y los labios se movían, formando palabras que, sin pulmones ni cuerdas vocales, no podía llegar a expresar.
Se arrodilló cerca de ella y sus mandíbulas se cerraron con un chasquido. Volvió a ponerse en pie y le introdujo el cañón en la boca. La cabeza reaccionó abriendo los ojos de par en par. Disparó.
El tercer zombi empezó a correr. Le siguió con el cañón, apuntó y disparó, haciendo que el cerebro de la criatura saliese disparado por la nuca.
Jadeando, los dos hombres se miraron el uno al otro y sonrieron. El eco del último disparo resonó por las colinas. Por fin, Martin habló.
– Clendenan está muy mal.
No era una pregunta.
– Sí, eso me temo.
– Jim -dijo antes de hacer una pausa-. No podemos dejarlo así.
– Lo sé.
Miró al sol de poniente. Nueva Jersey y Danny le parecían más lejanos que nunca.
Aplicaron dos botellas de peróxido y varias cajas de algodón sobre los mordiscos. Martin le dio una generosa dosis de aspirina y una botella de Jim Beam para mitigar el dolor mientras le vendaba las heridas. Delmas había perdido mucha sangre y tenía la piel blanca como el talco. La pierna se le había hinchado hasta casi duplicar su tamaño, por lo que Jim tuvo que cortarle la pernera. La pusieron en alto con unas almohadas y cuando Jim la tocó, sintió la carne caliente y rígida.
Por suerte, Delmas acabó por desmayarse, gimiendo de dolor.
– Tenemos que hacer algo con esa pierna -dijo Jim-. Pero no sé qué.
– Podríamos entablillársela -dijo Martin-. ¿Te enseñó tu papá a hacer algo así?
– No. Mamá me enseñó a preparar cataplasmas, pero no tenemos con qué hacerlas.
– ¿Y no tenéis vecinos que puedan ayudaros?
– No. Tom, Luke y el viejo John Joe eran los últimos.
Jim daba vueltas por la habitación mientras Martin se curaba las heridas y se aseaba en el lavabo.
– Intenta dormir -le dijo a Jason.
– No puedo, señor. No tengo sueño.
– Bueno, entonces quédate con tu padre mientras el señor Thurmond y yo pensamos qué hacer ahora.
Después de cerrar la puerta tras ellos, Martin suspiró y aflojó el cuello de la prenda.
– Bueno, ¿qué hacemos? -preguntó Jim, dejando de moverse.
– No lo sé, pero he estado pensándolo. En el mejor de los casos, podemos curarle la infección, pero aun así, será un tullido de por vida. ¿Cuánto tiempo crees que durarán si no puede andar?
Jim no contestó.
– Podríamos llevarlos con nosotros -sugirió Martin-. Podríamos encontrar una furgoneta o algo así. Tarde o temprano daremos con un médico o alguien que sepa cómo tratar la herida.
– No está en condiciones de viajar, Martin. Y hace unas horas ni siquiera yo lo estaba.
– Bueno, parece que te encuentras mejor, eso desde luego.
– Y me encuentro mejor, pero no podemos llevárnoslo en coche. No podemos moverlo con la pierna en ese estado.
– Pues esperaremos.
– Pero Danny… -ahogó sus palabras, incapaz de terminar.
– Lo siento, Jim.
Martin se dejó caer en el sofá y puso los pies en alto. Jim volvió a merodear.
– Quizá sea así como tienen que salir las cosas, Jim. Yo puedo quedarme con ellos y tú puedes seguir tu camino.
Jim pensó en ello.
– No, Martin, no puedo dejarte aquí. Elegiste venir conmigo, me ofreciste tu amistad y tu apoyo. No estaría bien.
– Puede que no esté bien, pero eso no significa que no sea parte del plan de Dios. Quizá el Señor me necesite aquí.
– Deja que me lo piense. De todos modos, no vamos a poder hacer nada hasta que amanezca.
Un chotacabras cantaba su solitaria serenata en la oscuridad, acompañada por un coro de grillos. Martin se dirigió a la ventana.
– Mi madre decía que cuando un chotacabras canta al anochecer, alguien cercano va a morir.
– Mis padres decían lo mismo -respondió Jim-. Si eso es cierto, tiene que estar matándose a cantar últimamente.
Jason se despertó en mitad de la noche, sentado en la silla que reposaba al lado de la cama de su padre. Estiró las piernas, bostezó y se acercó a su padre. Delmas estaba completamente inmóvil, tanto, que Jason sintió que le invadía el pánico. Puso la oreja cerca de la boca de su padre dormido y suspiró aliviado cuando oyó su suave respiración.
La vejiga de Jason le comunicó que tenía que orinar con urgencia. Abrió la puerta suavemente y oteó el interior del salón. El reverendo Martin descansaba en el sofá, murmurando y protestando en sueños. Jim estaba sentado de cara a la ventana, y la luz de la luna perfilaba su silueta. Contemplaba algo en sus manos.
– Señor Thurmond -susurró Jason, pero Jim no reaccionó o simplemente no llegó a escucharlo.
Jason se acercó a él por atrás. En las manos de Jim había una foto de un niño pequeño.
– Jim -volvió a susurrar Jason. Esta vez consiguió hacerse oír y Jim entornó sus ojos llorosos hacia él.
– Hola, Jason -murmuró en voz baja-. ¿No puedes dormir?
– Tengo que ir al baño. ¿Y tú?
– No puedo dormir.
– ¿Por Danny?
– Sí, por él -suspiró Jim, mirando la fotografía por última vez antes de devolverla a la cartera-. ¿Qué tal está tu papá?
– Está dormido. Supongo que eso es bueno.
– Mal no le va a hacer -dijo Jim. Jason estaba dando saltitos, apoyándose alternativamente en un pie y otro-. Ve al baño, anda. Cuidaré de tu padre mientras tanto.
– Gracias.
Jim se puso en pie y se dirigió en silencio hacia el dormitorio.
Encontró a Delmas en tan mal estado que se sorprendió. No contaba con verlo despierto y pletórico, pero estaba deteriorándose mucho más rápido de lo que había imaginado.
Su piel había adquirido una palidez fantasmal, y unos círculos oscuros rodeaban sus ojos. Pese a sus esfuerzos por curarlo, Jim podía oler la infección consumiendo a Delmas desde dentro. El hedor le recordó a unos perritos calientes cocinados en el microondas y le entraron arcadas. La pierna estaba completamente hinchada y brillaba bajo la luz de la vela. El muslo y el gemelo estaban cubiertos de oscuras manchas moradas y las venas sobresalían de la piel.
Jim oyó el sonido de la cisterna del baño y se dio la vuelta, no sin antes echar un último y lastimero vistazo a Delmas.
– Mátame.
Se dio la vuelta. Clendenan estaba despierto y lo miraba.
– Mátame -volvió a murmurar-. No dejes que…
Jim se puso a su lado e intentó tranquilizarlo.
– No vuelvas a decir eso, vas a asustar a tu hijo.
– ¡Mátame! -insistió Delmas. Hizo acopio de fuerzas y agarró a Jim por la camisa, sujetándola con fuerza.
– Eh -protestó Jim-, ¿qué haces?
– ¡Escúchame, Thurmond! ¡No quiero acabar como una de esas cosas de ahí fuera! No quiero que Jason me vea así. Tienes que acabar conmigo.
– No seas idiota -contestó Jim-. Te pondrás bien, Delmas. Encontraremos un médico y…
– ¡Chorradas! ¡Por aquí no hay médicos! Ambos sabemos que no voy a salir de ésta, Jim. Puedo oler cómo me pudro. Estoy ardiendo de fiebre.
Empezó a toser con fuerza. Jim intentó incorporarlo un poco pero Delmas hizo gestos para que se apartase y consiguió recuperar la compostura. Jim contempló aterrado cómo un líquido rojizo se deslizaba por la comisura de su boca.
– Mátame.
– No puedo, Delmas. Lo siento, pero no puedo.
– Entonces lo haré yo.
Ambos se giraron. Jason estaba en el umbral y Jim dedujo por su expresión que había oído toda la conversación. Detrás de él, Martin se puso en pie, parpadeando y apoyando una mano en su propio hombro. Tenía los ojos cubiertos de legañas.
– Tienes que estar de broma -dijo Jim-. Eres un niño.
– Sí, señor. Y él es mi papá. Así que debería ocuparme yo.
Delmas se quedó mirando a su hijo con expresión grave.
– ¿Sabes lo que estás diciendo, muchacho? ¿Lo dices en serio?
Jason asintió, luchando para contener el torrente de emociones que amenazaba con desbordarse en cualquier momento. Temía que, si empezaba a llorar, ya no pudiese parar.
– Por amor de Dios, Delmas, date un par de días -le rogó Jim-. ¡A lo mejor podemos detener la infección!
El hombre le pidió silencio con un gesto de su mano.
– Me estoy muriendo -se limitó a decir-. Y si espero un par de días, ¿qué pasará si muero mientras duermo? Os pondría en peligro a todos. No, es mejor así. Será más seguro.
Jim se alejó de la cama con el ceño fruncido y dio un cabezazo contra la pared por pura frustración.
– Jason -dijo Delmas mientras estiraba la mano. El chico se puso a su lado. Una lágrima se deslizó por su mejilla y cayó sobre la mano de su padre-. Ya sabes lo que tienes que hacer, Jason -musitó-. Ahora entiendes por qué tuve que hacer lo que hice con tu madre. No me dolerá, te lo prometo. Será muy rápido… -Ahogó un sollozo en la garganta.
– Puedo hacerlo, papá. No tengo miedo.
– Cuando hayas terminado, no quiero que me mires -le ordenó Delmas-. Después de apretar el gatillo, cierra los ojos y márchate. No quiero que me recuerdes así. Sal de la habitación. Estoy seguro de que el reverendo Martin y el señor Thurmond se ocuparán de enterrarme.
Martin asintió lentamente sin dejar de mirar al suelo. Jim le dio un puñetazo a la pared.
– Ve a por la calibre doce.
Cuando Jason abandonó la habitación, pidió a los hombres que se acercasen a él.
– ¿Todavía quieres ir a buscar a tu hijo?
– Sí.
– ¿Puedes llevar a Jason contigo?
– Claro -prometió Jim mientras miraba a Delmas a los ojos-. Será un honor. Te prometo, de padre a padre, que cuidaré de tu hijo y no dejaré que le pase nada malo.
– Gracias.
Volvió a toser, salpicando de sangre las sábanas y gimiendo de dolor cuando la pierna resbaló del montón de almohadas.
– Ya la tengo -dijo Jason en voz baja, dirigiéndose hacia la cama.
– Delmas -dijo Martin-, debo preguntártelo… ¿Crees en Jesús como nuestro salvador? ¿Le has aceptado en tu corazón?
– Sí, desde hace veinte años, durante un renacimiento religioso al que me invitó el reverendo. No he hecho siempre lo correcto, pero he intentado vivir como él esperaba de mí.
Martin asintió.
Se colocaron en círculo: Delmas tumbado en la cama, Jason a un lado y Martin y Jim al otro.
– Oremos -solicitó Martin mientras colocaba sus manos sobre la cabeza de Delmas y Jason.
Empezó a rezar: su voz era queda pero firme a la vez. No había un atisbo de vejez o desaliento en sus palabras.
– Padre nuestro, te rogamos que cuides de Delmas y Jason; que estés con ellos cuando más te necesiten y que les des fuerzas, consuelo y voluntad para hacer lo correcto. Te rogamos que guíes la mano de Jason para que actúe sin vacilación y que aceptes a este tu humilde siervo, sabedor de tu poder y tu gloria, a tu lado, para que pueda contemplar las maravillas del cielo. Te rogamos, Señor, que consueles a ambos, padre e hijo, con la seguridad de que volverán a verse después de la muerte, pues tu regalo es la vida eterna.
»Señor, sabemos que estos cuerpos que has bendecido y esta carne a la que has concedido la vida no son más que eso, cuerpos. Sabemos que nuestra alma es eterna, y ahora te pedimos que acojas el alma de Delmas Clendenan. Te rogamos, Señor, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, mientras rezamos: padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…
– Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad… -Todos los presentes se unieron en la oración del padrenuestro.
– … y líbranos del mal…
«Y haz que mi hijo siga vivo», pensó Jim.
– Amén -concluyó Martin.
– Amén -repitió Jim en voz baja. Levantó la cabeza y vio que todos estaban llorando.
– Adiós, señor Clendenan. -Martin le estrechó la mano-. Que la paz de nuestro Señor y de Jesucristo nuestro salvador sea contigo.
– Gracias, reverendo.
Jim era el siguiente.
– Te prometo -susurró con firmeza- que cuidaré de tu hijo como si fuese mío.
Delmas asintió mientras se mordía el labio por el dolor, la pena y la expectación. Apretó con fuerza la mano de Jim y sollozó:
– Gracias.
Salieron de la habitación y Jim cerró la puerta tras ellos, dejando al padre y a su hijo solos para afrontar la inevitable tarea que les aguardaba.
– ¿Debemos permitir que pase por esto? -preguntó Jim-. ¿Es lo correcto?
– No sé si es lo correcto -admitió Martin-, pero es algo que ambos han decidido y tenemos que respetarlo. El chico ya tiene edad para saber qué está haciendo y las consecuencias de sus actos. Además, de algún modo, se trata de una cuestión de dignidad familiar.
– No pensaba que estuvieses a favor de la eutanasia, Martin.
– Y no lo estoy, pero vivimos en un mundo nuevo y las reglas han cambiado. Jason es joven; deja que aprenda esas nuevas reglas ahora que lo es para que pueda hacer lo necesario cuando nosotros ya no seamos capaces.
– Lo necesario -musitó Jim-. Qué duro suena eso.
– ¿Verdad? Pero así son las cosas. ¿O acaso no es duro que un hombre sufra mientras muere lentamente? ¿No es duro que los cadáveres de nuestros amigos y vecinos estén siendo corrompidos por unas fuerzas oscuras en cuanto sus almas abandonan sus cuerpos? ¿No es duro que tu hijo esté en peligro y que tú estés arriesgándote para ir a rescatarlo? ¡Despierta, Jim! ¡Es un mundo duro! Éste es el camino que el Señor ha dispuesto ante nosotros. Habría preferido no tener que recorrerlo, pero Dios no me ha dado opción y debo continuar. Deja que Jason y Delmas también lo hagan.
Ambos permanecieron en silencio. Martin se arrodilló al lado del sofá y volvió a rezar.
Jim empezó a dar vueltas de nuevo.
Esperaron.
– Quiero que sepas que estoy orgulloso de ti, hijo -suspiró Delmas-, y que te quiero.
La cara de Jason estaba cubierta de lágrimas. Sorbió con la nariz y se secó los ojos.
– Yo también te quiero, papá.
– Pon el cañón aquí -le indicó Delmas, tocándose el entrecejo con el dedo-. Y después hazlo, sin pensar.
Con las manos temblorosas, Jason empezó a levantar la escopeta. Pero el hombro le falló de golpe y apuntó hacia el suelo.
– Papá -sollozó-, ¡no puedo hacerlo!
– Sí, sí que puedes -le dijo Delmas en voz baja-. Eres un buen hijo, Jason. El mejor que podía pedir un hombre. Sé que puedes hacerlo. Sólo tienes que hacerlo, como lo hice yo con mamá. No es fácil, pero tienes que hacerlo. ¡Prométeme que no permitirás que vuelva! ¡No dejes que me convierta en una de esas cosas!
Incapaz de hablar, Jason asintió.
Delmas le estrechó la mano con sus últimas fuerzas. Tenía la cara bañada en lágrimas.
– No me olvides -sollozó-, y si algún día tienes un hijo, espero que le enseñes todo lo que yo te he enseñado.
Echó un último vistazo a la habitación y observó el granero a través de la ventana.
– Pronto saldrá el sol y estoy cansado. Me duele muchísimo la pierna. Me alegra saber que volveré a ver a tu madre.
Se incorporó hacia un lado de la cama y colocó el cañón de la escopeta sobre su cabeza, apoyándolo firmemente entre sus ojos. El frío contacto del hierro templó su piel, que ardía por la fiebre. La sensación le pareció reconfortante.
– Te quiero, Jason.
Jason apartó el arma y se inclinó hacia delante, besando la marca que había dejado el cañón.
– Yo también te quiero, papá.
Volvió a colocar la escopeta en el mismo sitio y envolvió el gatillo con el dedo. Había dejado de llorar.
Delmas cerró los ojos.
El rugido de la escopeta resonó por toda la casa, silenciando el canto del chotacabras y los grillos. Martin dio un respingo y siguió rezando aún más fervorosamente. Jim dejó de dar vueltas y se dirigió hacia la puerta.
– No -le detuvo Martin-. Dales un minuto.
Jim asintió y un segundo disparo destrozó la quietud de la noche.
Salieron corriendo hacia la habitación, pero Jim sabía perfectamente con lo que se iban a encontrar antes de abrir la puerta.
Martin ahogó un grito.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Jim, no entres ahí!
La habitación apestaba a cordita y el humo todavía flotaba en el aire. El cuerpo de Delmas yacía inerte en la cama, y la parte superior de su cabeza estaba esparcida por el papel pintado de la pared que tenía detrás. Jason estaba tirado en el suelo sobre un charco de sangre, con los dedos aún rígidos en torno a la escopeta.
Jim cruzó la habitación, se arrodilló al lado del cuerpo y retiró la escopeta de las manos muertas de Jason.
– ¡No, no, no, no, no! -repitió una y otra vez, como un mantra. Después permaneció en silencio durante un largo rato.
Martin pensó en las historias de ficción, en las que los escritores expresaban aquel sonido con un «no» largo y constante. Nunca lo había oído de boca de un ser humano.
– Jim, deberíamos…
Jim echó la cabeza hacia arriba y gritó.
– ¡Dannyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!
Fuera, el chotacabras volvió a cantar.