El anciano se había sentado en el banco a dar de comer a las palomas. Sus cadáveres hinchados revoloteaban a su alrededor. Frankie contemplaba desde la seguridad de los servicios cómo aquellos pájaros muertos lo devoraban: uno de ellos tenía un ojo colgando de la cuenca; dio una pasada, y reclamó el ojo izquierdo del anciano para sí. Tiras enteras de carne eran desmenuzadas por aquellos picos frenéticos y puntiagudos.
El anciano no gritó.
Estaba sentado en completo silencio y parecía no ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Se pasó la mano distraídamente por un lado de la cabeza y los restos destrozados de su oreja derecha mancharon el cuello blanco de su camisa.
– Malditos canallas -le oyó murmurar.
Una paloma se lanzó en picado hacia la jugosa ofrenda de su lengua. Cuando el pico se cerró en torno a la carne y arrancó un pedazo, su boca se llenó de sangre.
– ¡Vuela! ¡Sé libre! -gritó, aleteando los brazos sin levantarse. Las palomas que lo rodeaban se agitaron y se colocaron en círculo en torno a él. En cuanto dejó de moverse, los pájaros volvieron a abalanzarse sobre él.
– Puto colgado -murmuró Frankie, apretando los dientes.
El viejo seguía moviéndose bajo aquella tormenta de picos. Se retorcía y reía, como si le hiciesen cosquillas.
Ella volvió a temblar, aunque no sabía si por asco, necesidad o miedo. Empezó a volverle el mono. Las costras que plagaban sus delgados brazos empezaron a picarle, y tres uñas roídas y romas empezaron a rascarlas con fruición. Necesitaba un chute. Necesitaba un poco de caballo. Y lo necesitaba ya.
Esa necesidad la había llevado al zoo de Baltimore. De la sartén a las brasas.
T-Bone, Horn Dawg y el resto la habían visto trepar la verja, eso estaba claro. La pregunta era: ¿La habían seguido? ¿La dejarían irse, la dejarían descansar?
¿Descansar?
Sí, descansar. Descansar después de correr por toda la ciudad.
Descansar para siempre. En paz.
Frankie pensó que podía llegar a morir ahí mismo, en unos servicios de caballeros rodeados de animales muertos y hambrientos y de una banda de camellos de heroína que querían la bolsa que ella llevaba. El valor en la calle de esa bolsa de heroína en particular se había puesto por las nubes, porque ya no quedaban más.
Por desgracia, estaba a punto de terminarla. Pensó que a T-Bone y al resto no les iba a hacer ni pizca de gracia saberlo.
El viejo llevaba un rato en absoluto silencio, así que Frankie abrió la puerta con mucho cuidado. Su traje negro era una amalgama rosa de músculo expuesto y terminaciones nerviosas. Su pecho seguía subiendo y bajando: la vida que sus padres le habían dado no lo abandonaría tan fácilmente. No se iría sin pelear.
Pero la muerte era más fuerte.
Y paciente.
Lo vio morir y pensó cuánto tiempo pasaría hasta que volviese.
Sus brazos se estremecieron. Se le formó un nudo en el estómago y notó como si se le hubiese vaciado de golpe. Hurgó en el bolsillo en busca de algo para aliviar la sensación. Lo poco que quedaba.
Lo preparó todo: la papelina, la cuchara y el mechero, y empezó a lamerse los labios. Pronto, ninguno de esos pensamientos importaría: ni el viejo, ni las palomas ni T-Bone y el resto; ni siquiera el bebé. Lo único que importaban eran aquellas marcas egoístas que cubrían sus brazos y que reclamaban hambrientas la aguja como bocas de recién nacidos.
Hizo un nudo. La aguja encontró una vena buena. Apretó.
Su sangre empezó a cantar una melodía dulce y suave que la meció como una nana. Unos segundos después, llegó la conocida euforia. El suave calor en la tripa. Se sintió envuelta en algodón. Con el rostro sonrojado y las pupilas contraídas, Frankie salió de los servicios y se internó en el zoo, flotando más allá de las ruinas de Baltimore y el mundo.
Frankie estaba tumbada en el hospital. Las brillantes luces le hacían daño en los ojos. Una multitud de caras cubiertas por un velo neblinoso la contemplaba impasible. Su sangre brillaba en los guantes del médico.
Sentía dolor. Estaba deshecha de dentro afuera, pero los médicos y enfermeras no la entendían o sencillamente les daba igual. Mientras hablaban de las noticias de la mañana (¿un muerto que había vuelto a la vida?), ella podía verlo reflejado en sus ojos. Podía leer sus pensamientos en ellos. «Otra puta yonqui trayendo al mundo un hijo no deseado.» Que se fuesen a la mierda; ¿qué más daba lo que pensasen? ¡Deberían estar impresionados! La mayoría de consumidoras de heroína tenían abortos espontáneos, mientras que ella había sido lo bastante fuerte como para llevarlo a término.
Cuanto antes acabase, antes podría llevarse a su bebé y marcharse… (Chutarse.)
… Sintió que algo se le había rasgado y lanzó un aullido agónico. El médico dijo que iba a tener que cortar.
– No empujes.
– ¡Que te follen! -gritó.
Frankie empujó con todas sus fuerzas, empujó hasta que sintió que se le iba a partir la columna.
Algo se rompió. Pese al dolor, lo sintió. Se había roto algo pequeño, pero importante.
– ¡Empuja! -la instó el doctor.
– ¡Aclárate de una puta vez! -gritó Frankie sin dejar de intentarlo. La agonía aumentó hasta llegar a su punto álgido y entonces, en ese mismo instante, la presión desapareció y Frankie se echó a llorar. Era la única.
– No me sorprende -oyó murmurar a una enfermera.
– Apunto a las 5:17 de la tarde -respondió el médico.
– Mi bebé -rogó Frankie, con los labios rotos y secos-. ¿Qué le pasa a mi bebé?
La enfermera se marchó con el infante.
– ¡MI BEBÉ!
La enfermera dio media vuelta y se la quedó mirando. No dijo nada, pero Frankie lo sabía. Lo sabía. Muerto. Recién nacido.
Entonces la aguja penetró en su brazo. Por fin, bendita aguja…
La enfermera desapareció tras el umbral junto a su bebé.
Frankie cerró los ojos por un instante. Se abrieron de par en par cuando, en el pasillo, su bebé muerto empezó a llorar y las enfermeras gritaron.
Los gritos continuaron cuando Frankie se levantó. Se había quedado dormida. Normalmente podía pasar así entre tres y cuatro horas, pero esta vez no podía calcular cuánto tiempo llevaba. Había oscurecido, y tembló de frío contra la pared del baño.
El grito provenía del exterior. Tardó un rato en recuperar la consciencia. Sus miembros, pesados, seguían adormecidos.
Se arrastró hasta la puerta y echó un vistazo al exterior mientras temblaba por la combinación de heroína y frío.
El viejo estaba moviéndose de nuevo…
… y Marquon lo había encontrado.
El pandillero profirió más gritos de terror, con la boca totalmente desencajada, cuando el viejo alcanzó su barriga y extrajo de ella un húmedo y largo premio. Se desplomó, agitando brazos y piernas, mientras el zombi seguía escarbando. La Tec-9 de Marquon reposaba, olvidada, en la hierba. Algo reventó en su interior, vertiendo su contenido entre aquellos dedos huesudos como plastilina.
Marquon no volvió a hacer un ruido.
Frankie se derrumbó, con la espalda deslizándose por el muro y el pánico fulminando los efectos del colocón. Que Marquon hubiese entrado significaba que el resto también estaba aquí.
Estaban en el zoo, con las demás bestias.
En ese preciso instante oyó disparos, seguidos de un grito. El móvil de Marquon empezó a sonar.
No podía creer lo que ocurrió a continuación, pero estaba convencida de que era cosa de las drogas.
El viejo cogió el móvil, lo observó y habló.
– Mandad más…
Apagó el móvil con su mano cubierta de entrañas y siguió comiendo.
Frankie se dirigió a cuatro patas hasta el lavabo más cercano. Se estiró hasta la sucia porcelana y se echó un poco de agua en su demacrado rostro. Luego se puso de pie, intentando pensar.
Escuchó unas voces, pero esta vez estaban mucho más cerca. Reconocía esas voces.
– ¡La hostia, tío, pero mira qué mierda!
Horn Dawg.
– Marquon. Será hijo de la gran puta el negrata, le dije que no hiciese el gilipollas. Míralo ahora.
T-Bone.
– ¡Pero mira por dónde, el postre! Ahora mismo estoy con ustedes, caballeros.
El zombi.
La respuesta fue una andanada de disparos seguida de otro timbre. Al principio Frankie pensó que eran sus oídos, pero se dio cuenta de que era otro teléfono móvil.
– Hey -dijo T-Bone, interrumpiendo súbitamente el estruendo-. ¿Qué pasa?
Silencio, seguido de un «¡Putos idiotas de los huevos! ¿Cómo que se ha escapado de su puta jaula? Hostias, ¿es que pensaba que esa zorra iba a estar ahí escondida?».
Frankie volvió a asomar por la puerta en el momento en que T-Bone guardaba el móvil en el bolsillo, lleno de rabia. El zombi era una pila de carne cosida a balazos que descansaba ante ellos.
– ¿Quién era? -preguntó Horn Dawg.
– El C de los cojones, que dice que Willie ha sacado al puto león de su jaula porque pensaba que esa zorra podía estar escondida ahí dentro. El muy gilipollas le pegó un tiro al candado.
– Tío, igual es mejor que nos olvidemos de todo esto -replicó Horn Dawg, pálido-. ¿Un puto león suelto? Para nada, tío, yo paso.
– Tío, que le follen al león -escupió T-Bone-. Y que te follen a ti también; de aquí no nos vamos hasta que la encontremos. Y pégale un tiro en la cabeza a Marquon; sólo nos falta que se levante y le dé por jalarse a un hermano.
Horn Dawg obedeció con un único disparo. Volvió a mirar a T-Bone.
– ¿Te dijo C si el león estaba vivo o muerto?
– ¿Y tú qué coño crees, negro? Llevan ahí metidos en sus jaulas ni se sabe cuánto, ¿te crees que sigue vivo? Y te digo otra cosa: el C de los cojones está hasta el culo de crack; dice que el león le ha hablado.
De los arbustos más allá de la fuente llegó un súbito rugido, grave y estremecedor, una sinfonía de perfecta furia bestial. Entonces el follaje se separó y la silueta del rey de la selva se perfiló frente a la luna.
El rey estaba muerto. Larga vida al rey.
El león sonrió.
Salió disparado y los pandilleros huyeron en busca de refugio.
El refugio de Frankie.
Ella corrió hacia una de las letrinas, abrió una puerta y la cerró tras de sí en el momento exacto en que la puerta exterior se abría de golpe.
– ¡Dispara a ese cabrón! -gritó Horn Dawg-. ¡Fríe a ese hijoputa!
En vez de eso, T-Bone cerró la puerta y apretó el hombro contra ella.
– ¡No puedo disparar, negro! ¡Tengo el cargador vacío! ¡Por eso te pedí que le pegases un tiro a Marquon! Ahora trae un cubo de basura y ponlo frente a la puerta.
– Tío, un puto cubo de basura no va a parar a un león muerto -dijo Horn Dawg mientras colocaba el cubo-. Espero que sea demasiado grande para pasar por la puerta; si no, estamos jodidos.
– La muy puta… esa zorra yonqui está bien jodida como le ponga la mano encima. Mira que meterme en esta mierda…
Un arañazo en la puerta hizo callar a los dos. Frankie se puso en cuclillas sobre la taza del váter, encerrada en la letrina, y contuvo la respiración en su pecho. Si aquella cosa entraba, no se conformaría con T-Bone y Horn Dawg, pero si se movía y les revelaba su posición, el león sería un regalo en comparación. De eso estaba bien segura, y ese convencimiento se traducía en un sudor grueso que manaba de todos sus poros. Tenía la certeza de que iba a morir.
Dios, ¿por qué había tenido que quedarse sin caballo? ¿Por qué así? No podía morir así. ¿Por qué no podía morir feliz? ¿Por qué no podía morir colocada?
El váter a sus pies estaba frío.
El león habló, culminando cada palabra con un rugido: aquellas cuerdas vocales nunca habían formulado palabras, pero estaban empezando a hacerlo.
Aquellas palabras pertenecían a un idioma que Frankie jamás había oído… ni ella ni nadie de este planeta. Era como si algo en el interior del león intentase hablar, como si estuviese controlando aquellas cuerdas vocales para sus propios fines. Pero la lengua de un león no está diseñada para hablar.
¿Cierto?
– Hijo de puta -susurró T-Bone mientras el león arañaba la puerta, esta vez con más insistencia.
– Tío, no sé cómo lo verás, pero tenemos que largarnos de aquí echando hostias.
– Vale -gritó T-Bone-, ¡pues empieza a buscar una puta salida!
Los arañazos se volvieron furiosos, al igual que los rugidos de rabia y las deformadas palabras que los acompañaban. El cubo de la basura vibraba cada vez que las zarpas del león aporreaban el otro lado de la puerta. Frankie los oyó correr por delante de su letrina y luego intentar trepar por la ventana del otro extremo. Estaba muy alta, así que T-Bone se subió a los hombros de Horn Dawg para alcanzarla y rompió el cristal con la culata de su pistola.
Frankie imploró a cada ápice de su cuerpo que permaneciese en silencio y quieto. Si revelaba su posición, podía darse por muerta.
Al menos a T-Bone no le quedaban balas, así que tenía una oportunidad. Una oportunidad pequeña, pero mejor que estar subida a un váter mientras un león muerto entraba por la fuerza en el baño o que T-Bone y Horn Dawg la encontrasen.
T-Bone apartó los cristales y empezó a tirar hacia arriba cuando la puerta del baño se hizo pedazos. Horn Dawg gritó. T-Bone consiguió subirse hasta el borde de la ventana.
– ¡Súbeme, negro! ¡Súbeme! -gritó Horn Dawg.
Frankie escuchó cómo intentaba trepar por la resbaladiza pared de baldosa, pero sus zapatillas patinaban inútilmente por ella. Entonces oyó un ruido sordo: T-Bone debía de haber saltado al otro lado de la ventana.
– Hijo de… -Horn Dawg no había terminado la frase cuando las mandíbulas del león le partieron la columna.
Frankie cerró los ojos, tratando de ignorar los sonidos del león comiendo, de la carne rasgada y las dentelladas. Pero se oía otro sonido más suave, escondido en la sinfonía de la carnicería. Un zumbido constante. Tardó un momento en darse cuenta de que eran las moscas que vivían bajo la piel del león muerto.
El hedor era horrible, un repugnante miasma de pelo mojado y carne putrefacta que hacía que el olor de los urinarios fuese agradable en comparación con él.
Frankie bajó del retrete de un salto y abrió la puerta de golpe en cuanto sus pies tocaron el suelo. Se hizo el silencio salvo por su respiración entrecortada e irregular, que resonaba amplificada entre las paredes de baldosa. El león giró su desaliñada melena lentamente hacia ella mientras emitía un mudo rugido. T-Bone gritó algo desde su posición privilegiada en la ventana, pero tampoco lo oyó.
El león se dio la vuelta, orientándose hacia ella. Le colgaban pedazos de Horn Dawg de sus encías ennegrecidas y sus ojos hundidos emitían un brillo hambriento. Sus músculos muertos, libres del rigor mortis, se tensaron como un cable de acero mientras se preparaba para saltar.
Frankie agarró el pomo de la puerta con toda su alma, pateando con desesperación el cubo de basura que el león había echado a un lado. Empujó con fuerza, pero la puerta no se movió un milímetro. Sollozando, le dio un golpe con el hombro, pero siguió sin moverse.
Los sonidos empezaron a volver, ganando intensidad. El león emitió un rugido que, pese a ser seco y áspero, no había perdido un ápice de su ferocidad. El hedor a carroña lo invadió todo.
– Puta idiota -rió T-Bone desde la ventana-. ¿Es que no sabes leer? Date por jodida.
Frankie miró hacia arriba.
El desgastado cartel le gritó «TIRAR» en la cara.
Frankie tiró del pomo hacia sí.
El león dio un salto.
Se coló por el hueco de la puerta, adentrándose en la oscuridad. El aire era repugnante y estaba viciado, pero era el aire más dulce que jamás había respirado. Tomó una buena bocanada y salió corriendo.
Tras ella, los baños temblaron hasta los cimientos cuando el león chocó de frente contra la puerta, cerrándola de golpe. Escuchó más zarpazos desde el interior. El león rugió, atrapado.
Frankie caminó unos metros de espaldas, con todos sus sentidos a flor de piel. Los ruidos de frustración del león, el murmullo seco de las hojas de los arbustos, cada sonido le infundía un terror que le recorría el espinazo. Se sentía como un ratón sabiéndose observado por un búho desde las alturas o por una serpiente desde su morada subterránea.
Sintió que el suelo había cambiado bajo sus pies: el camino de cemento que llevaba al baño se había convertido en el paseo asfaltado que atravesaba el zoo. En la lejanía, T-Bone pedía refuerzos a gritos a través del móvil.
Dos monos, muertos desde hacía mucho, la agarraron desde una jaula a su izquierda. Ése fue todo el incentivo que necesitó para echar a correr: mejor muerta que en manos de los muertos vivientes.
Una brisa le alborotó el pelo. Traía con ella un sonido distante. El de un bebé llorando.
Llegó a un edificio bajo y plano que estaba a su izquierda. Abrió la puerta y entró. Algo húmedo crujió bajo sus pies.
No quería mirar abajo, pero lo hizo de todas formas. Fuese lo que fuese aquello, ahora era rojo, húmedo e inidentificable. Los gusanos, pálidos, ciegos e hinchados, escarbaban y se revolvían, abriendo pasadizos en aquella carne desconocida. Sollozando, Frankie se alejó de los despojos. Su pie dejó huellas sangrientas por todo el suelo de azulejo.
Los gusanos siguieron a lo suyo, ajenos a cualquier estímulo. Se preguntó si estaban vivos o muertos. ¿Acaso importaba?
Sobre ella, oculto en la oscuridad y las telarañas, algo emitió un sonido parecido al de la lija frotando una pizarra.
Dio un rápido paso atrás y chocó contra una superficie de cristal. Frankie se dio la vuelta mientras se mordía el labio. El terrario era oscuro. En su interior, algo reptaba pesadamente hacia ella. La cabeza esquelética de una iguana, cadavérica y amenazadora, se estampó contra el grueso cristal, dejando pedazos de sí misma sobre aquella barrera invisible.
Volvió a oír aquel sonido que provenía de arriba. Era incapaz de identificarlo. Antes de poder determinar de dónde procedía, una sombra cruzó el umbral.
– Pero mira por dónde -dijo C-. ¡Te pillé, Frankie!
Frankie se quedó helada. Sus cansados y enrojecidos ojos se clavaron en el cuchillo que C sostenía en su mano derecha. Tras ella, la iguana volvió a darle un cabezazo al cristal, negándose a que aquella barrera interfiriese en sus ansias de carne.
– Tú -dijo C por el móvil-. Tengo a la zorra, está donde las serpientes.
– Escucha, C -rogó Frankie-. Podemos llegar a un acuerdo. Puedo ocuparme de ti; T-Bone no tiene por qué enterarse.
– Venga ya, zorra -escupió-. ¿Crees que te metería la polla? ¡Y una mierda! Además, todavía no voy a mandarte al otro barrio: T-Bone quiere divertirse un poco contigo antes.
Dio un salto y Frankie lo esquivó. A C se le cayó el móvil, pero consiguió agarrarla del pelo y tiró con fuerza. Frankie gritó y se quedó paralizada de miedo. El móvil se deslizó por los azulejos mientras el siseo procedente del techo se volvía cada vez más cercano.
C estampó la cabeza de Frankie contra el suelo, lo que provocó un estruendo contra los azulejos. Le pitaron los oídos y se le nubló la vista. Un reguero de sangre salada le corrió por la garganta.
Riendo, C se puso a horcajadas sobre ella, aplastándole el pecho bajo su peso. Le abrió la camisa de un corte y trazó una línea escarlata entre sus pechos con el filo.
– Esto ya es otra cosa -se regodeó-. Igual pillo un poco de cacho antes de que llegue el resto. -Su sonrisa lasciva reveló su diente de oro, que brilló en la oscuridad, mientras deslizaba la hoja justo por debajo del pezón-. ¿Entiendes por dónde voy?
Frankie contuvo la respiración, demasiado asustada para moverse.
C apretó un poco más, derramando más sangre.
– Responde, zorra, ¿me entiendes?
– Por favor, C, no…
Algo largo y blanco cayó del techo y se enroscó en torno a él.
Los ojos de C se abrieron de par en par mientras la carne descompuesta lo envolvía. La anaconda había sido la atracción más popular del Medio Este, e incluso muerta seguía siendo magnífica. Sin embargo, Frankie no se quedó a contemplar su mórbida belleza: estaba demasiado ocupada reptando hacia atrás y sangrando como para maravillarse de la potencia y velocidad de la serpiente.
No obstante, sí reparó en su hinchada longitud y en sus huesos, visiblemente marcados sobre la piel acartonada. Apretó a su presa, observándola con un único ojo malicioso. El otro estaba vacío, a excepción de los gusanos que se revolvían en la cuenca.
Frankie volvió a gritar.
C, sin embargo, no pudo. Su piel oscura se tornó violácea mientras la serpiente no muerta lo apretaba. Sus piernas, cadera y pecho estaban ocultos bajo setenta kilos de carne en descomposición.
Frankie se puso en pie y corrió hasta una oficina cercana. Temblando, cerró la puerta de un golpe tras de sí. Apretó lo que quedaba de su rasgada camisa contra la herida, deteniendo el flujo de sangre, y echó un vistazo al corte. Le alivió comprobar que no era profundo. Su pezón seguía intacto.
Inspeccionó la habitación en busca de un arma. Las estanterías de roble lucían tomos polvorientos de tradiciones biológicas olvidadas que jamás volverían a practicarse. Un escritorio a juego reposaba en mitad de la habitación. Sobre él había una carpeta, unas bandejas rebosantes de papeles, una grabadora de cinta y una taza llena con varios bolígrafos.
Cruzó la habitación y empezó a buscar entre los armarios. Una familia rodeada por un marco le sonrió, contemplando sus acciones con miradas que permanecerían impávidas para siempre. Una familia típicamente americana: un marido, una mujer y dos hijos, niño y niña. La niña era la más joven, tendría unos cuatro o cinco años. Era adorable.
¿Seguiría viva?
Creyó volver a oír el llanto de un niño.
Se tapó las orejas con las manos al tiempo que cerraba los ojos con fuerza. «¡Ya basta, ya basta, YA BASTA!»
Siguió escuchando aquel sonido fantasmal.
Echó un vistazo a los bolígrafos del escritorio. ¿Tendría el valor de incrustarse uno en el ojo, empujándolo hasta que pinchase la membrana y se hundiese en el cerebro?
Abrió el cajón inferior y descubrió un revólver. Era viejo. Hurgó por todo el escritorio en busca de balas, pero sólo encontró los restos mohosos de varias bolsas de bollitos. Abrió el tambor y se rió a carcajadas cuando comprobó que estaba lleno. Seis balas la contemplaron desde su angosto confinamiento.
Puso el tambor en su posición original y empezó a tener algo de fe.
Entonces volvió a oír al bebé, esta vez más alto y con mayor insistencia.
Se acercó a la ventana y echó un vistazo. Un seto le bloqueaba la visión de la explanada, pero la parte trasera del reptilario estaba desierta.
Frankie apretó los dientes, tiró de la ventana hacia arriba y la abrió, arrastrándose hacia el exterior, frío por la brisa nocturna.
Se dirigió hacia los arbustos en cuclillas.
Algo hizo un ruido al otro lado. Frankie levantó la pistola.
Salió disparada del follaje y a punto estuvo de tropezar con la sillita de bebé. Estaba volcada de lado, la mitad sobre la acera, la otra mitad sobre la hierba. Atado a ella por unas correas había un bebé. Levantó su diminuta cabeza, la miró y gimió.
La blusa rosa que llevaba estaba sucia y manchada por los elementos y por sus propios fluidos. Su cuero cabelludo, que había estado cubierto por una fina capa de suave cabello, exhibía varias zonas totalmente peladas que revelaban el reflejo apagado del hueso. Peleaba inútilmente contra sus ataduras, intentando alcanzarla. Sus cadenciosos quejidos continuaron, transmitiendo hambre y necesidad de consuelo.
La expresión en el rostro de Frankie se desmoronó. Se arrastró hasta el bebé mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas cubiertas de sangre y suciedad. Agarró la silla y la puso en pie; el bebé la arrulló, abriendo y cerrando sus mugrientos puños. Ella le ofreció el dedo y el bebé cerró su fría y esquelética mano en torno a él con deleite.
Los ojos del bebé se dirigieron poco a poco hacia los de Frankie. Su expresión vacía se extinguió cuando el bebé se lanzó hacia ella súbitamente, abriendo su oscura y hambrienta boca en un intento por darle un mordisco a la mano.
Frankie gritó, sacando el dedo de la mano del zombi.
– ¿Qué cojones ha sido eso?
Frankie se escondió detrás del seto justo cuando T-Bone y dos matones más aparecían tras la esquina, atraídos por el llanto del bebé.
– Latron, da un rodeo a ver qué ves -ordenó T-Bone a uno de los hombres, que desapareció tras la esquina del reptilario.
– La hostia -dijo el otro-. ¡Es un bebé!
– ¡No me digas, negro! -escupió T-Bone, ahogando con su grito el llanto del pequeño-. ¿Te crees que soy idiota, Terrell? Pégale un tiro mientras miro por esa ventana.
Terrell apuntó la escopeta que llevaba hacia la silla y tiró de la corredera hacia atrás. Abrió los ojos de par en par.
– No voy a pegarle un tiro a un bebé, T-Bone.
– ¡Ya no es un bebé! ¡Y ahora dispara a esa puta cosa y vamos a por la zorra!
Como si quisiese confirmar lo que acababa de decir, los chillidos del bebé se convirtieron en maldiciones.
Terrell lo partió por la mitad de un disparo, pero, aun así, siguió maldiciendo. Sacó el cartucho usado y el siguiente reventó la cabeza de la criatura.
Frankie salió gritando de entre los arbustos y disparó cuatro veces sobre el matón antes de que éste pudiese apretar el gatillo.
Después dejó escapar un gruñido y disparó a T-Bone. El pandillero se echó cuerpo a tierra sobre el pavimento, sacó el arma que había pertenecido a Marquon y respondió con una ráfaga. Los disparos iban muy bajos y rociaron a Frankie con fragmentos de asfalto y tierra, pero no dieron en el blanco.
Unos gritos horribles surgieron del reptilario cuando Latron sucumbió al mismo destino que C. Los alaridos del hombre distrajeron a T-Bone y Frankie aprovechó para disparar. Una flor carmesí brotó de la frente de T-Bone. Gruñó, se convulsionó y, finalmente, se quedó quieto.
Frankie disparó la última bala en la cabeza de Terrell para asegurarse de que no se volvería a levantar.
El zoo permaneció en silencio.
Echó un vistazo a los restos del bebé y dio media vuelta.
Huir por las calles de la ciudad era un suicidio. Baltimore hervía de gente durante cualquier noche, y ahora la rondaban los muertos vivientes.
Se preguntó cuántos de ellos estarían arrastrándose hacia el zoo, atraídos por el tiroteo.
Las calles y callejones estaban descartados, al igual que la carretera de circunvalación. Valoró la posibilidad de esconderse en el tejado de unas casas cercanas, pero aquello tampoco era una buena opción. Se estremeció al recordar al anciano y las palomas.
Empezó a picarle la piel. Su cuerpo volvía a pedirle un chute.
Una tapa de alcantarilla llamó su atención y corrió hacia ella.
Algo emitió un chillido desde las sombras. Puede que fuese un mono, aunque ni sabía ni quería comprobar si estaba vivo o muerto. Agarró la tapa de hierro y empezó a tirar. No se movía. Sus uñas amarillentas se doblaron y rompieron, pero aun así siguió tirando.
Empezó a oír pasos detrás de ella.
Tres criaturas se le acercaban, vestidas con los atuendos de su pasada existencia. Un hombre de negocios, con la corbata roja hundida en su garganta hinchada y llena de manchas. Una enfermera, cuyo uniforme blanco estaba ahora teñido por toda clase de fluidos corporales. Un empleado de mantenimiento, con el logotipo del zoo todavía visible sobre su pecho izquierdo. Llevaba una especie de porra eléctrica, que arrojó hacia delante y crepitó en la oscuridad.
Avanzaron hacia ella entre risas.
Frankie tembló mientras tiraba frenéticamente de la obstinada tapa. Algo se rasgó en su espalda, pero siguió tirando. Los abscesos de sus brazos se rompieron, manando sangre mezclada con pus amarillento.
La tapa se levantó con un crujido y la apartó a un lado.
Los zombis se acercaban. No dijeron una palabra, pero a Frankie su silencio le resultó aún más perturbador. Pensó en el bebé. Aquel bebé zombi que parecía tan indefenso…
Con los brazos debilitados y las colapsadas venas hechas polvo, sacó fuerzas para levantar el brazo y extender el dedo corazón. Entonces se dejó caer por el agujero y la oscuridad la engulló.
Volvía a huir. Y aunque podía correr más que los zombis, no podía huir de sí misma… o del ansia que fermentaba en sus venas.