Capítulo 19

A las cuatro de la mañana siguiente, los megáfonos a pilas volvieron a la vida y anunciaron el toque de diana por las calles vacías. Cinco minutos después del primer aviso, los soldados salieron de sus barracones vestidos, armados y preparados. La ciudad bulló de actividad. Los soldados iban de acá para allá comunicando órdenes. El garaje vibró con el sonido de los motores cuando los Humvees, los camiones y los vehículos de transporte empezaron a salir del edificio. Algunos llevaban alimentos y otros bienes básicos: mantas, agua, gasolina, aceite, piezas, generadores (Baker confirmó durante un interrogatorio que en Havenbrook no quedaba energía), armas, munición, textiles y cualquier otra cosa que pudiesen llegar a necesitar. Otros camiones fueron asignados a transporte humano.

Se abrieron las puertas del gimnasio, el cine y otras áreas de confinamiento. Los asustados y somnolientos civiles fueron conducidos al exterior a punta de pistola, como si fuesen ganado, mientras se abrazaban unos a otros para combatir el frío que precede al alba. Una columna de camiones se detuvo ante ellos y los soldados les ordenaron que subiesen a los remolques.

Un antiguo banquero y un dependiente intentaron escapar en medio de la confusión. En cuanto fueron descubiertos, sonaros dos disparos en la oscuridad y cayeron abatidos. Después de aquello, no hubo más intentos de fuga.

Jim, Martin, Baker y Haringa permanecieron juntos mientras la fila avanzaba hacia uno de los camiones. Dos guardias se dirigieron hacia ellos y cogieron a Baker de los brazos.

– Señor, soy el soldado Miccelli y éste es el soldado Lawson. Tiene que venir con nosotros.

– ¿Por qué? ¿Por qué se lo llevan? -preguntó Jim, interponiéndose.

– ¿Quieres que te pegue un tiro y te deje aquí tirado? -contestó Miccelli mirándole a los ojos mientras sonreía-. ¿No? Pues entonces métete en tus putos asuntos, amigo.

Jim plantó los pies en el suelo y cerró los puños, lleno de ira. Martin le puso la mano rápidamente en el hombro y le susurró al oído:

– Ahora no. Así no. Así no vas a ayudar a Danny.

Le condujo suavemente de vuelta a la cola.

– ¡Buena suerte, caballeros! -les dijo Baker-. Estoy seguro de que volveremos a vernos antes de que todo esto haya terminado.

Martin se despidió con la mano.

– Igualmente, profesor. Dios está con todos nosotros.

Mientras se llevaban al científico, éste se dio la vuelta de pronto y gritó:

– ¡Señor Thurmond! Su hijo está vivo. ¡Yo también puedo sentirlo!

– ¡Venga! -gritó Miccelli mientras le pegaba un puñetazo a Baker en la nuca y le apuntaba con el M-16.

Jim, Martin y Haringa se dirigieron con el resto de los hombres hacia el camión. Como ya estaba lleno cuando llegaron, la cola se detuvo; los soldados cerraron las puertas a cal y canto con una fina barra de metal e hicieron un gesto para que el vehículo se pusiese en marcha. En cuanto se fue, otro ocupó su lugar.

Fueron obligados a subir de uno en uno al camión. Jim se detuvo una vez arriba y extendió la mano hacia Martin para ayudarle a subir.

– ¡Venga, moveos! -ladró uno de los soldados-. ¡Hasta el fondo!

Fueron conducidos hasta el interior del remolque, que no tardó en llenarse de cuerpos sucios y apretados que les empujaban contra el fondo. Se agacharon y Jim y Haringa escudaron a Martin del resto de prisioneros para que éstos no le aplastasen contra las paredes.

– Espero que no tengáis claustrofobia -comentó Haringa-. Porque sería una putada.

Una vez el remolque estuvo lleno, las puertas se cerraron, sumiendo a sus ocupantes en la más absoluta oscuridad. El motor se encendió de nuevo y empezaron a moverse.


* * *

Julie saludó a los soldados en medio de la multitud y Frankie pensó que la mujer parecía contenta y expectante, como si aquello no fuese más que un viaje de fin de semana con unos chicos que había conocido en una fiesta.

Se coló entre Frankie y Gina, riendo nerviosamente.

– ¿Lista para pasarlo bien?

– ¡Pues claro! Ya sabes que sí -respondió Frankie-. Espero que por lo menos sean monos.

– Oh, sí que lo son -le aseguró Julie-. Y, como te dije, son más majos que la mayoría. Deberías pensar en quedarte con uno de ellos.

Gina agarró a Frankie del brazo y la acercó hacia sí.

– ¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?

– Segurísima -asintió Frankie-. Tú cuida de ti y de Aimee; yo voy a hacer amigos y ver qué puedo aprender.

Los dos soldados se acercaron y uno de ellos levantó en volandas a Julie, que chilló de alegría.

– Bájame -insistió, juguetona. Después se dirigió a Frankie-. Éste es Blumenthal -dijo mientras le pasaba la mano por el pecho-. Y éste es Lawson. Lawson, ésta es mi amiga. Es la nueva que le ganó a la gorda ayer por la noche.

– ¿Una cosita como tú? -se sorprendió Lawson mientras se regodeaba observándole el pecho y las caderas-. No tienes pinta de haberle dado una paliza.

– Estoy llena de sorpresas -contestó Frankie al tiempo que se lamía los labios de forma sugerente.

– Seguro que sí. -Se dirigió a Blumenthal-. ¿Puede venir con nosotros?

El otro soldado rió y acercó a Julie hacia él.

– Claro, tío, ningún problema. Pero que no se entere el sargento Ford.

– Contaba con que os ofrecieseis a llevarnos -dijo Frankie-. ¿A qué esperamos? Venga.

Lawson dejó escapar un silbido y le dio una palmada en el culo.

– Por aquí, señoritas.

Gina vio cómo desaparecían entre la multitud y fue a buscar a Aimee.

Encontró a la niña buscando protección en medio de otro grupo de mujeres. El soldado de primera clase Kramer la miraba con lascivia.

Gina comprobó asqueada que estaba teniendo una erección.

Fueron conducidas al remolque y empujadas al interior.

Kramer no dejó de mirar a Aimee, anotando en qué parte del convoy se encontraba. Gina creyó que Aimee no se había dado cuenta.

Cuando las puertas se cerraron, se puso a temblar.

Lo último que vio fue la sonrisa de Kramer.


* * *

– Bienvenido a bordo, profesor Baker. Me alegro de que haya podido venir con nosotros.

Gusano se sobresaltó y gruñó al ver a Baker subiendo al vehículo de mando. Sus ojos expresaban una mezcla de terror y alivio. McFarland se encontraba a su izquierda, apoyando una pistola contra las costillas del joven con indiferencia. González estaba justo enfrente, con el asiento que estaba a su lado vacío. Schow indicó con un gesto que ahí es donde debía sentarse Baker.

Obedeció mientras tranquilizaba a Gusano.

– No pasa nada. Sólo vamos a dar un paseo. No van a hacernos daño.

El muchacho se tranquilizó, relajó los músculos y se reclinó en el asiento sin dejar de mirar a Baker.

– Confía en usted -observó Schow desde el asiento del copiloto-. Como si fuese su hijo adoptivo. Eso es bueno. Pero no vaya a traicionar esa confianza, profesor Baker. Tenga muy presentes las consecuencias.

– Soy un hombre de palabra, coronel. Espero que usted también.

– Su insinuación me resulta de lo más hiriente, profesor. -Se dirigió al conductor y preguntó-: ¿Silva, cuál es nuestra situación?

– El primer grupo está listo desde hace diez minutos, señor -informó-. Y el teniente Torres acaba de confirmarme que el helicóptero está en el aire, llevando a cabo un reconocimiento aéreo. Estamos listos.

Schow asintió.

– Proceda.

El convoy se puso en marcha.


* * *

– ¿A qué velocidad cree que vamos? -susurró Martin.

– Es difícil saberlo desde aquí -gruñó Haringa-. A unos sesenta por hora, más o menos.

El interior del camión era frío, y el aire rancio apestaba a orina y sudor. La herida en el hombro de Jim estaba curándose, pero aún le dolía.

En la oscuridad, alguien se tiró un pedo, tras el cual se oyó un coro de risas nerviosas y exagerados gritos de repugna.

– ¿Alguno ha traído una linterna? -preguntó alguien, seguido de más risas.

– Yo tengo una baraja de cartas -respondió una voz-. Aunque tampoco es que nos vaya a servir de mucho.

– ¿Alguien sabe qué está pasando? ¿Adónde coño vamos?

– Van a gasearnos -sentenció una voz enfrente de ellos-, como los nazis a los judíos. Van a gasearnos y darnos de comer a los zombis.

– ¡Chorradas!

– Nos van a reubicar en un centro de investigación científica en Hellertown. -Cuando resonó la voz de Jim, todas las demás callaron-. Schow quiere establecer una base ahí. La mayor parte del complejo es subterráneo y está mejor protegido que Gettysburg.

– ¿Y tú qué eres, un colaboracionista? -le desafió alguien.

– No, y si pudiese levantarme y estrangularte con mis propias manos por decir esa gilipollez, lo haría.

– Conozco esa voz. Eres el tío que se cree que su hijo está vivo. Te oí ayer por la noche.

– Sí, ¿y qué?

– Pues que eres tonto de cojones, nada más. Es imposible que el chaval siga vivo, así que será mejor que te vayas haciendo a la idea.

Jim se tensó y Martin le contuvo, extendiendo su brazo hacia la oscuridad.

Jim había pasado la noche madurando la posibilidad -cada vez más real- de que Danny estuviese muerto. Pero incluso si ése fuese el caso (aún no estaba dispuesto a aceptar semejante desenlace), necesitaba verlo, saberlo, o se volvería loco.

Pensó en Danny, pletórico y alegre. Después, intentó imaginárselo como uno de esos seres. Su mente lo reprimió.

– Mi hijo está vivo -insistió con calma-, pero si repites eso, no podrá decirse lo mismo de ti.

– Que te jodan -respondió la voz. La tensión en el interior del camión había aumentado tanto que resultaba casi palpable. De pronto, Haringa habló:

– ¿Pero qué forma de comportarse es ésa, chicos? Os monto una fiesta para todos y no paráis de quejaros de la iluminación y de la falta de espacio. Y no quería decir nada, ¿pero a quién se le ha olvidado echarse desodorante esta mañana?

Las carcajadas llenaron el interior del camión y la tensión se disipó rápidamente.

– ¿Alguien quiere cantar Un elefante se balanceaba…?

Las carcajadas se convirtieron en refunfuños.

Jim permaneció en silencio, cada vez más enfadado. Se negaba a calmarse.


* * *

Frankie gimió con falsa pasión mientras Lawson la penetraba. Cruzó las piernas en torno a su espalda y le apretó contra ella. Su aliento, que apestaba a tabaco, le recorrió el cuello.

– Oh, Dios -murmuraba-. Oh, Dios, joder, nena, voy a correrme.

Hundió aún más las caderas y lo incitó mientras miraba por encima de su hombro -como llevaba haciendo todo el viaje- y estudiaba cómo se manejaba el vehículo. Era prácticamente igual que conducir un coche. Confiaba en que, cuando llegase el momento, le resultase fácil hacerlo.

Sintió cómo eyaculaba dentro de ella, empujando a toda velocidad hasta quedar rendido. Ella fingió su propio orgasmo y se relajó. Blumenthal y Julie, detrás de ellos, estaban también a punto de terminar.

– ¡Ha sido cojonudo! -exclamó Lawson, quitándose de encima. Se dirigió al conductor-: ¡Qué putada que tengas de conducir, Williams!

– Joder, tío, pues déjamela un poco.

– Ni de coña. -Lawson negó con la cabeza mientras dedicaba a Frankie una sonrisa-. Ésta es toda para mí. ¿Verdad, nena?

Frankie le hizo un guiño al tiempo que se acercaba a él y envolvía con los dedos su blando pene.

– ¿Te queda alguna bala?

– Sí, si me ayudas.

– Será un placer -ronroneó-. Si luego tú me enseñas cómo disparar ese pedazo de arma de ahí arriba.

– ¿La calibre cincuenta? ¡Nena, tú sigue así y te enseñaré lo que te dé la gana!


* * *

El sol empezó a salir en el exterior, ascendiendo impasible hacia lo más alto del cielo y bañando de luz los horrores que yacían debajo. Desgraciadamente, el convoy atrajo la atención de los muertos vivientes, por lo que el viaje se convirtió en una continua batalla en movimiento. Los disparos de las pistolas y el cadencioso ruido de las ametralladoras tronaban cada vez que pasaba por delante de una carretera de salida, un pueblo, un campo o un bosque.

En Chambersburg, Baker vivió un momento asombroso cuando observó a un cervato solitario -cuyo pelaje marrón cubierto de manchas blancas asomaba a través de la ventana rota de un mercadillo rural- comiendo un montón de frutas y verduras medio podridas. Hasta Schow y los oficiales permanecieron en silencio, reflexivos, al pasar ante él. El cervato no se asustó en absoluto por su presencia y no hizo ningún gesto de huida.

– Be'é -dijo Gusano. Por un instante se mostró feliz, y Baker se alegró. Había conseguido convencer a los militares de que le quitasen la mordaza, lo que había tranquilizado al chico.

Aquel cervato fue la única criatura viva que vieron durante el viaje. Todo lo demás estaba muerto.

Cerca de Shippensburg, cuatro zombis montados en una camioneta esperaron hasta que el vehículo que iba en cabeza hubiese pasado ante ellos e intentaron empotrarse contra el primer camión de la línea. Torres, que observaba con detenimiento desde el helicóptero, avisó al resto. Un obús disparado desde un tanque convirtió al vehículo y a sus ocupantes no muertos en restos antes de que pudiesen llegar al convoy.

Otras criaturas intentaron las mismas tácticas y sufrieron idéntico destino. Algunos cayeron abatidos por las balas de los francotiradores, mientras que otros fueron atropellados para conservar munición. Los civiles que se encontraban dentro de los camiones pasaron toda la mañana oyendo los intermitentes pero terribles sonidos de la batalla.

Los soldados no quedaron exentos de sufrir bajas. Cerca de York, el disparo de un francotirador zombi subido a una valla publicitaria acabó con el artillero de uno de los Humvees. El tirador usaba balas del calibre.223, que acabaron con la vida del soldado al instante.

Media hora después de pasar por Harrisburg, una bandada de murciélagos no muertos se precipitó sobre otro Humvee y el joven recluta que se encontraba en la torreta sufrió un ataque de pánico y terror y cayó a la carretera en un intento desesperado por evitarlos.

Desapareció bajo las ruedas de su propio Humvee antes de que el conductor pudiera detenerse. Se quedó tirado en la carretera con las piernas destrozadas y los murciélagos devorando su carne expuesta, hasta que un soldado de un vehículo cercano decidió poner fin a su sufrimiento atropellando su mitad superior.

Habían dejado la interestatal y estaban a sólo quince kilómetros de Hellertown cuando perdieron a uno de los equipos que iba en cabeza.

El orfanato Clegg era considerado el ejemplo perfecto de cuidado infantil. Con vistas a una zona pintoresca y arbolada de la carretera que llevaba a Havenbrook, proporcionaba servicios sociales y atención física y mental a niños entregados en adopción, con un historial de abuso, vagabundos o con problemas emocionales. El orfanato tenía un historial sin tacha y tramitaba más adopciones que cualquier otro centro del país.

Cuando los muertos empezaron a volver a la vida, daba cobijo a doscientos niños.

Esos doscientos niños salieron en masa del edificio en cuanto el Humvee y el jeep que iban en cabeza pasaron ante él.

Los soldados contemplaron aterrados aquella ola de niños no muertos emergiendo de los umbrales y dirigiéndose hacia ellos.

Los disparos empezaron poco después.

Y luego, los gritos…


* * *

– Teniente, por favor, repita todo lo que ha dicho después de «problemas».

Schow se quedó mirando la radio esperando impacientemente una respuesta. Pero no se oyó nada.

– ¡Silva, restablece la conexión!

El conductor se puso a examinar la radio con una mano mientras sujetaba el volante con la otra. El vehículo de mando viró bruscamente por la carretera.

– ¡Maldita sea, Silva, mire por dónde va!

– ¡Perdón, señor!

La radió volvió a emitir la horrorizada voz de Torres. De fondo podía oírse el girar de las aspas del helicóptero.

– ¡Repito, la sección que va en cabeza está siendo atacada! ¡Repito, está siendo atacada! Están muy cerca de su posición.

– ¿Alcanza a ver Havenbrook?

– Afirmativo, señor. Pero… Dios mío…

Schow estaba cada vez más rabioso y Baker y Gusano se encogieron en sus asientos.

– ¿Cuál es su situación? -gritó a la radio.

Si Torres llegó a oírle, desde luego no respondió. En vez de eso, parecía estar dirigiéndose al piloto:

– ¿Qué coño es eso?

Primero se escuchó mucha electricidad estática, luego algo ininteligible y finalmente:

– ¡No, no es una puta nube! ¡Aléjalos del resto del convoy! ¡Es una orden!

– ¿Qué coño está pasando ahí arriba? -preguntó McFarland a voz en grito.

Nadie respondió.


* * *

En el helicóptero, el teniente segundo Torres se encogió mientras la muerte se les acercaba.

Pájaros. Una bandada de pájaros no muertos tan grande como una negra nube de tormenta cubría el cielo. Se dirigieron hacia el helicóptero como un solo ser, eclipsando el sol.

– ¡Están por todas partes! -gritó el piloto-. ¡No puedo despistarlos!

– ¡No se rinda! El resto pueden llegar a Havenbrook desde aquí, ¡pero nosotros tenemos que alejar a esas cosas del convoy!

– ¡Que les den a usted y a la orden, señor!

Torres no respondió. Cerró los ojos, metió el brazo por debajo de su camiseta y sacó sus chapas de identificación. Era un gesto que había visto hacer a los católicos con sus medallas, pero nunca había sido creyente.

Se preguntó si sería demasiado tarde para cambiarlo.

Se colocó las chapas de metal entre los dientes y las mordió con fuerza, intentando no gritar cuando la primera oleada de pájaros se estrelló contra el cristal de la cabina. Después llegó otra oleada, y otra, así hasta cinco más. Luego, una docena. Sus cabezas y picos chocaban contra el cristal, sonando como disparos.

El piloto no paraba de gritar y Torres deseó por un instante que se callase. El helicóptero empezó a girar fuera de control, dando tumbos. Torres mordió las chapas con más fuerza todavía y cerró los ojos, sabiendo que si los abría se encontraría cabeza abajo.

A su alrededor resonaba una cacofonía compuesta por los chillidos de los pájaros, el rugido del helicóptero y los gritos del piloto. Y por encima de todos, el estruendo de la caída a medida que se precipitaban hacia el suelo.

«Suena como un tren de carga a través de un túnel», pensó para sí.

Por primera vez en su vida, Torres se preguntó si habría luz al final del túnel.

El cristal de la ventana se hizo añicos y docenas de cuerpos putrefactos y emplumados se abalanzaron sobre ellos.

Dio gracias cuando el helicóptero colisionó contra el suelo y agradeció la explosión que acabó con su dolor y su vida. Se parecía mucho a una luz.


* * *

– Hemos perdido contacto con ellos, señor.

– ¿Eso cree, soldado? ¡Mire a la izquierda!

Schow apuntó a una bola de fuego que brotaba en el horizonte, tras unos árboles.

– Joder -exhaló González mientras contemplaba el humo y las llamas-. Cancelemos la operación, coronel. ¡Volvamos a Gettysburg!

Schow se revolvió en su asiento. En su enrojecida frente palpitaba una vena.

– Capitán, permanezca sentado y vigile a nuestros prisioneros o por Dios que yo mismo le dispararé. ¿Entendido?

– Sí, señor.

González hundió el cañón de su pistola en el costado de Baker.

Schow cambió de frecuencia y se dirigió al convoy.

– ¡Atención todos! Vamos a ser atacados de forma inminente, repito, de forma inminente. Quiero a todos los artilleros de las ametralladoras de calibre cincuenta en posición y francotiradores encima de los camiones ahora mismo. Vigilen a los civiles y que no escape ni uno. En cuanto al resto, quiero que todo el mundo esté preparado. ¡Vamos, caballeros!

La línea de vehículos se detuvo bruscamente y los soldados llevaron a cabo las órdenes. Los artilleros otearon el perímetro desde sus posiciones, atentos a cualquier señal de actividad. Recientes veteranos cuya única tarea antes del alzamiento era hacer ejercicios y simulacros olfatearon el aire, captando el inconfundible hedor del enemigo que se aproximaba.

No tuvieron que esperar mucho tiempo.

Los niños aparecieron al unísono desde la cima de una colina. Profirieron un horrible grito y se lanzaron a la carga, corriendo hacia la carretera que se encontraba ante ellos. Los soldados abrieron fuego y descargaron una cortina de fuego contra la horda, haciendo trizas su carne podrida. Sus miembros fueron arrancados de sus cuerpos y la carretera acabó cubierta de entrañas, pero siguieron avanzando. Los soldados apuntaron mejor y sus balas destrozaron varias cabezas; pero por cada zombi que caía, otro tomaba su lugar.

La risa de los niños muertos resonó sobre los disparos.

Blumenthal giró la torreta y gritó mientras la ametralladora tronaba:

– ¡Lleva a las chicas al picadero!

Lawson sacó la pistola y condujo a Frankie y a Julie.

– ¡Ya le habéis oído! ¡Vamos!

Julie se mantuvo firme.

– ¡Queremos quedarnos con vosotros!

– Estaréis más seguras dentro del camión -insistió Lawson-, y además, si el coronel os ve aquí, hará que nos fusilen a todos.

Las condujo a través del caos. A su alrededor resonaban los disparos y los chillidos de los no muertos, y Frankie arrugó la nariz al oler la cordita y a los zombis.

Entonces vio a uno de ellos. Una niña, no mayor de seis años. Llevaba un osito de peluche destrozado. Su vestido estampado con flores estaba sucio y rasgado, y sus brazos y piernas, hinchados y ulcerados. Sonrió, mostrando sus encías ennegrecidas, y se abalanzó sobre ellos.

– ¿Me dais un abrazo?

Lawson se interpuso entre el zombi y las mujeres y disparó. Una flor carmesí brotó de la frente de la niña y se desplomó contra el suelo sin soltar al animal de peluche.

Temblando, Frankie se tapó los oídos, intentando aislarse del ruido. Pudo oír el llanto de su bebé en el fragor de la batalla. Deseó un poco de heroína, pero se obligó a descartar aquella idea.

– ¡Vamos!

Lawson las empujó hacia delante, alejándose corriendo de los zombis que se adentraban en el perímetro. Atacaban desde tres puntos a la vez: la carretera, la colina y los bosques que rodeaban la autopista.

Abatió a cuatro criaturas más antes de llegar al camión. Movió la barra con rapidez e inmediatamente después abrió la puerta.

– ¡Arriba!

– Déjame una pistola -le rogó Frankie.

– Créeme, nena, estarás más segura ahí dentro que fuera. Volveré a por vosotras en cuanto todo esto haya acabado.

Julie y Frankie subieron al camión y el soldado cerró la puerta de golpe. Frankie oyó el chasquido del cierre tras ella.

El interior del remolque no era como ella había esperado. Había una alfombra roja en el suelo y varias lámparas de queroseno emitían un brillo suave y tenue. Unos cubículos de oficina conformaban las habitaciones y cada una ellas contaba con una cama. Unas cuantas mujeres dormían a ratos, incluso con el estruendo de la batalla que se desarrollaba fuera. Salvo por sus ronquidos, el picadero estaba en silencio.

Entonces Frankie escuchó los gritos procedentes del fondo y el inconfundible ruido de carne chocando con carne.

– Eso es, así. Toma, zorrita.

Frankie reconoció aquella voz al instante. Julie le puso la mano en el hombro para contenerla, pero Frankie la apartó y se lanzó hacia delante.

Oyó otro golpe y esta vez los gritos de la chica fueron aún más altos. Después vinieron los sollozos de dolor y vergüenza.

Aimee.

Frankie entró de golpe en el cubículo mientras le rechinaban los dientes. Kramer estaba encima de la chica, aplastándola contra la cama con cada empujón de su pálido culo. Una mano estaba cerrada en torno a su garganta, y la otra, cerrada en puño. Frankie dio un paso y el soldado asestó otro golpe. El execrable sonido del puñetazo le revolvió las tripas a Frankie.

Aimee jadeaba, intentando respirar, mientras sus pupilas dilatadas miraban a ninguna parte. Finalmente, sus ojos se entornaron hacia arriba hasta quedar totalmente en blanco y arqueó la espalda hasta tal punto que Frankie pensó que iba a partírsele la columna.

– ¡Eh, gordo!

Kramer se dio la vuelta sin quitarse de encima de la niña y sonrió.

– Oh, esperaba que estuvieses aquí, zorra. Tengo algo para ti.

Se apartó de Aimee, que había dejado de moverse. Frankie comprobó que tenía sangre en los muslos y aquello la llenó de ira.

– ¿Qué tienes para mí, esa mierdecilla? -preguntó mientras señalaba al pene ensangrentado del sargento.

Kramer extendió un brazo hacia el montón de ropa que se encontraba a los pies de la cama y sacó una pistola.

– Entonces igual te follo con esto.

– Por lo menos es más grande.

Julie apareció detrás de ella.

– Frankie, no te enfrentes a él.

– Mantente al margen, Julie. Ve al frente y vigila la puerta; asegúrate de que ningún zombi intente entrar. -No dejó de mirar a Kramer-. No me gustaría que nos interrumpiesen.

– Así es -babeó él-. Mientras el resto hace prácticas de tiro, nosotros podemos divertirnos un poco.

Julie retrocedió, observando la escena con una mezcla de terror e incredulidad. Los ecos de la batalla provenían ya de todas partes y estaban salpicados por gritos de agonía y terror.

– Tus amigos están muriendo ahí fuera y tú sólo puedes pensar en mojarla -observó Frankie, burlona-. Menudo machote estás hecho.

– Ya te enseñaré ahora lo machote que soy, zorra. -La apuntó con la pistola-. Ponte de rodillas o te vuelo la cabeza.


* * *

– Me preguntó qué estará pasando -susurró Martin cuando el camión se detuvo.

Las balas silbaban en el exterior. Oyeron unos gritos ininteligibles y después más disparos, seguidos de varias pisadas a la carrera. Una explosión sacudió al camión entero.

– Deben de estar atacándonos -concluyó Jim mientras cambiaba de posición para devolver la sangre a las piernas, que se le habían dormido por la falta de actividad.

Algo golpeó uno de los lados del remolque y apareció un agujero del tamaño de una pequeña moneda por el que entró un rayo de luz. Se oyó un grito procedente de la oscuridad.

– ¡Nos han disparado!

– ¡Todo el mundo al suelo! -gritó Jim mientras arrastraba a Martin con él. Otra bala alcanzó al remolque, esta vez cerca del techo.

Haringa se ajustó las gafas.

– ¿Qué coño está pasando?

Trepó por encima del resto hacia el rayo de luz, y cuando iba a inclinarse para otear el exterior, algo blanco e hinchado asomó por el agujero.

Un dedo. Un dedo muerto.

Oyó una risita y el dedo desapareció, dejando trozos de carne podrida enganchados en el metal.

Un puño se estrelló contra el remolque. Luego otro.

Jim se dio cuenta de que los disparos parecían estar alejándose de ellos.

Algo empezó a dar golpecitos en la puerta del remolque, tocando Shave and a haircut.

Antes de que pudiesen detenerlo, un hombre respondió con el final de la melodía.

Tan-tan. Dos toques.

La puerta empezó a temblar.


* * *

– Es como si nos hubiesen estado esperando -musitó McFarland, contemplando la matanza que estaba teniendo lugar a su alrededor-. Como si alguien les hubiese dicho que veníamos hacia aquí.

– Puede que así haya sido, capitán -le dijo Baker-. Los pájaros. Los murciélagos. He intentado hacerles entender que están poseídos por las mismas entidades que poseen a los humanos muertos.

– Chorradas -escupió González-. Si eso fuese cierto, ¿por qué no están infectados también los bichos, eh? ¿Cómo es que no hay mosquitos zombi volando por ahí, o moscas?

– No tengo todas las respuestas. Quizá los insectos no tengan suficiente fuerza vital, o quizá sus cuerpos sean demasiado frágiles, no lo sé. Sólo sé que cuando la energía, fuerza vital o alma, sea nuestra o de un animal, abandona el cuerpo para dirigirse allá donde vaya, esas cosas toman su lugar.

Schow se quitó los auriculares y, con un rápido movimiento, sacó la pistola y se la puso a Gusano en la sien. Gusano gimió e intentó alejarse del cañón, pero Schow le sujetó del pelo y tiró de él. Una gota de sangre se deslizó por el rostro del aterrado muchacho como una lágrima.

– Voy a proponerle una cosa, profesor. Vamos a probar su pequeña teoría ahora mismo. Sabía que esto iba a pasar, ¿verdad? ¡Nos ha tendido una trampa!

– No, Schow -respondió Baker, extendiendo las manos hacia él-, ¡no tenía ni idea! Vine por un camino distinto desde Havenbrook. ¿Y por qué iba a conducirlos a una trampa, poniéndonos a Gusano y a mí en peligro?

– ¡Están por todas partes! -gritó una voz por la radio-. ¡Repito, han atravesado el perímetro! Cuidado con el flanco, cuidado con el…

Se oyó un grito ahogado y después sonido de electricidad estática.

Schow se inclinó, abrió la puerta y arrojó a Gusano al exterior.

– ¡Eiker!

Gusano rodó por la carretera. Cuando consiguió ponerse en pie, empezó a dar manotazos a la puerta. Schow la cerró de golpe y echó el cierre. Después apuntó a Baker con la pistola.

Cuatro niños rodearon a Gusano con una expresión de malicioso placer en sus rostros muertos.

– ¡Eiker!

Schow se dirigió al conductor.

– Silva, dé la orden de retirada. Quiero que todos los hombres vuelvan a sus vehículos. Vamos a seguir avanzando y nos reagruparemos en Havenbrook.

Gusano empezó a arañar el Humvee y a aporrear frenéticamente la puerta. Entonces los niños se echaron encima de él.

Baker cerró los ojos pero no pudo evitar oír los gritos.

– Fíjate -apuntó González-, le han arrancado la garganta de un mordisco.

– Y la oreja -añadió McFarland-. Pero tampoco es que le sirviesen de mucho.

– Cabrones -sollozó Baker-. Cabrones de mierda, os veré arder. ¡Os veré arder a todos! ¿Cómo habéis podido hacer algo así?

– Vamos -ordenó Schow. El Humvee se puso en marcha con una sacudida.

Con los ojos cerrados y los puños apretados contra las orejas, Baker lloró.

– Pues mira -anunció González-, el retrasado debía de ser un bicho, porque no se vuelve a levantar.

Pero cuando atravesaron la colina y lo perdieron de vista, Gusano se alzó.

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