Jim detuvo el coche, se estiró y pasó una mano por el cristal, dejando un rastro grasiento al contacto con su piel. Intentó recordar, sin éxito, cuándo se había duchado por última vez. La herida del hombro le palpitaba. El centro de la venda estaba negro por la sangre seca, y los bordes, llenos de pus seco. Haciendo acopio de fuerzas, abrió la puerta, salió del coche y empezó a caminar por la calle.
La escena era casi perfecta, siempre y cuando no se mirase con detenimiento: el sol brillaba en medio del cielo, bañando el barrio con su luz y calor. Las casas estaban alineadas en dos filas perfectas a ambos lados de la carretera, todas ellas idénticas salvo por el color de los postigos o las cortinas que colgaban ante las ventanas. Había coches y todoterrenos aparcados en la carretera y el arcén, y los patinetes y bicis de los niños estaban tirados en los patios.
Un solitario gnomo de jardín lo contempló al pasar.
La calle estaba viva.
Un perro jadeaba sentado en la acera. Jim pensó que movería la cola si pudiese, pero se la habían arrancado de cuajo y en su lugar había un agujero infestado de gusanos. Un gato abotargado se estiró en un alféizar cercano, observando al perro con el ojo que le quedaba. El bufido del felino sonó como una caldera de vapor.
El viento arrastraba el envoltorio de un polo por la calle como si jugase con él, y cada vez que describía un giro en su vuelo, Jim oía una risa infantil. El envoltorio acabó enredándose entre las ramas de un arbusto y la risa desapareció.
Había llovido la noche anterior y los gusanos se revolvían a ciegas por los charcos. Jim pisó uno de ellos y sus machacados restos siguieron moviéndose a medida que continuaba su camino.
Había olmos y robles alineados con la calle, formando una barrera entre el bordillo y la acera. Los pájaros se arrullaban en sus ramas y trinaban entre ellos, observando cada uno de sus movimientos. Habían perdido casi todas las plumas.
Los árboles se cernían sobre él estirando sus nudosos miembros, pero Jim tuvo la precaución de caminar por el centro de la carretera, donde no podían alcanzarle.
La calle estaba viva. Perros. Gatos. Gusanos. Pájaros. Árboles.
Todos muertos. Y todos vivos.
Se detuvo ante la casa.
Habían añadido un revestimiento de aluminio desde la última vez que había estado allí. Había sido una buena inversión. Seguramente lo habrían pagado con el dinero de la manutención de su hijo.
La hierba estaba verde y recién cortada, con los tallos meticulosamente apilados en pequeños montones. Unos soldados de plástico desperdigados montaban guardia en el porche. Las rosas florecían a ambos lados de la casa. Sus espinas goteaban sangre.
Jim comprobó su Walther P38 y se acercó a la puerta. Sentía los pies pesados, como si los tallos fuesen arenas movedizas tragándose sus botas. Podía notar cómo le palpitaban las sienes.
Al final de la calle, el perro profirió un aullido largo y mortecino.
Jim llamó a la puerta y fue Rick quien abrió.
El nuevo marido de su ex mujer era una visión truculenta. Llevaba un albornoz abierto manchado con fluidos corporales secos. Aquel pelo perfecto que Jim odiaba por su volumen y perfección casi había desaparecido por completo, y los pocos mechones que quedaban estaban lacios y desordenados. Su piel era gris y veteada. Un gusano hurgaba en la carne blanca de su mejilla mientras otro recorría el interior de su antebrazo. Le faltaba una oreja y de sus ojos caía un icor marrón amarillento.
– Jim, aquí no eres bienvenido.
Su repugnante aliento le dio de lleno en la cara. Jim se revolvió, asqueado, cuando uno de aquellos dientes podridos se desprendió y cayó sobre la alfombra.
– He venido a por Danny.
– Jim, ya sabes que no puedes visitarlo durante el curso escolar. Estás violando la orden judicial.
Jim lo apartó de un empujón. La piel era fría y húmeda y sus dedos se hundieron en el pecho de la criatura. Los sacó -goteaban- y llamó a su hijo.
– ¡Danny! ¡Danny, papá ha llegado! ¡He venido a llevarte a casa!
– Danny no se encuentra en casa, señor Torrance -se burló Rick. Ladeó la cabeza-. ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.
Jim se dirigió corriendo hacia las escaleras, pero el zombi se puso delante de él. Unos dedos huesudos se ciñeron en torno a su muñeca y tiraron del brazo hacia el cavernoso orificio que había sido su boca. Jim se liberó del agarre con un movimiento brusco y los dientes de la criatura chasquearon al chocar.
– ¿Dónde está mi hijo, coño?
– Está arriba, descansando. Hemos estado jugando al fútbol en el patio de atrás, como cualquier padre e hijo.
– ¡Yo soy su padre, hijo de puta!
El zombi rió. El pálido extremo de un gusano asomó colgando por su nariz, e inhaló para devolverlo adentro.
– Pues menudo padre estás hecho -graznó-. ¡No estuviste aquí para salvarlo y ahora nos pertenece! ¡Es nuestro hijo!
– ¡Y una mierda!
Jim apuntó con la P38 y disparó. La bala atravesó limpiamente el cráneo de Rick. El zombi se derrumbó y Jim le pegó una patada en la cabeza. Su bota se hundió en la blanda carne y rió al ver los pedazos de cerebro que se habían quedado pegados a su punta de acero.
Siguió riendo mientras vaciaba el cargador sobre el cadáver.
– ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.
Subió las escaleras de dos en dos.
– ¡No te preocupes, Danny! ¡Ya ha llegado papá…!
Tammy apareció súbitamente del baño al final de la escalera. Chillando de placer, le dio un empujón, haciéndole caer escaleras abajo hasta el primer peldaño.
Se abalanzó hacia él siseando violentamente.
– ¡Temataretemataretemataré! ¡Voy a devorar tus tripas y tu inútil polla y voy a sacarte los ojos y comérmelos porque nunca fuiste un hombre y nunca fuiste un marido y NUNCA FUISTE UN PADRE!
Jim había perdido la pistola, vacía, durante la caída. Tenía un corte en la frente y le caía sangre en los ojos. La retiró mientras gruñía de rabia.
Chillando, Tammy se abalanzó sobre él. Su pútrido e hinchado cuerpo lo aplastó contra el suelo. Jim apartó la cara: semejante hedor a tan corta distancia le daba ganas de vomitar. La criatura cerró las mandíbulas en torno a su brazo y echó la cabeza hacia atrás, llevándose un pedazo de carne consigo. Hambrienta, empezó a masticar.
La sangre empezó a manar del agujero de su brazo. Agarró al zombi de su pelo grasiento y le estampó la cabeza contra el suelo una y otra vez. Media docena de golpes después, algo se rompió. Tammy no paraba de gritar, pero él no se detuvo hasta que no dejó de moverse.
Los gritos perduraron aún cuando su cabeza había sido convertida en pulpa, y Jim se dio cuenta de que era él quien los profería.
Por un segundo, pensó en Carrie. Después se limpió la sangre de las manos en la camisa y subió las escaleras con dificultad. Una vez arriba, se dirigió renqueando a la habitación de Danny. Pese al alboroto, la puerta seguía cerrada.
– ¡Danny, soy yo, papá! Sal, hijo. Todo va a ir bien.
La puerta se abrió con un crujido y su hijo caminó hasta quedar bajo la luz.
– Hola, papá -musitó el zombi-. Pensé que no llegarías nunca.
Jim gritó.
– Tranquilo Jim, tranquilo.
Martin estaba ante él, sacudiéndolo suavemente.
Jim se apartó bruscamente del sacerdote, afectado por la pesadilla. En un instante empezó a dolerle el hombro. Echó un vistazo a la venda que lo cubría mientras apretaba los dientes: estaba completamente limpia y blanca, con una pequeña mancha roja en el centro.
– Te lo vendó Delmas, ha hecho un trabajo de primera. Fue médico en Vietnam.
– ¿Quién?
– Delmas Clendenan. Su hijo y él nos han salvado el pellejo; ahora estamos en su cabaña. -Martin rió-. Has estado como loco, no parabas de moverte y de sudar mientras dormías. Delmas ha dicho que es por el shock, el cansancio y la pérdida de sangre, pero estás bien. La bala te atravesó el hombro limpiamente y no está infectado ni nada por el estilo. Te cosió muy bien, gracias a Dios, aunque supongo que te dolerá una temporada.
Jim movió la lengua por la boca, creando saliva para humedecer su garganta seca.
– ¿Cuánto? -tartamudeó.
– ¿Cuánto tiempo has estado inconsciente? Un día y medio.
Jim se incorporó de golpe y se puso en pie en un instante.
– ¿Dos días? ¡Martin, tenemos que irnos! ¡Ya deberíamos estar en Nueva Jersey!
La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor y perdió el equilibrio.
El anciano le sujetó e insistió, con tacto, en que se tumbase.
– Ya lo sé, Jim -le aseguró-. Pero no podrás ayudar a Danny si no eres capaz ni de andar.
– No necesito andar cuando puedo conducir.
– Estoy seguro de que puedes, pero vamos a tener que encontrar otro coche, y no estás en condiciones de ponerte a ello. ¡Ni siquiera puedes levantar el brazo!
Jim intentó incorporarse con gran esfuerzo.
Martin le empujó para que siguiese tumbado.
– Descansa. Reserva tus fuerzas. Nos iremos mañana a primera hora.
– Martin, tenemos…
– Hablo en serio -le dijo el predicador-. ¡Así que como no te quedes tumbado, te juro por Dios que te dejo seco! Quiero ayudarte a salvar a tu hijo y creo sinceramente que Dios nos ayudará a conseguirlo, pero no haremos ni un kilómetro tal y como estás. ¡Y ahora, a descansar! Nos iremos por la mañana.
Jim asintió débilmente y reposó la cabeza sobre la almohada.
Poco después, alguien llamó a la puerta y un hombre entró en la habitación. Un chico joven le seguía de cerca.
– Ya estás despierto -observó el hombre-. Eso es bueno, pero deberías estar descansando.
Era grande, no fofo, pero en absoluto delgado. Una espesa barba entre pelirroja y castaña con pinceladas de gris cubría su cara sonrosada. Vestía unas botas de trabajo manchadas de barro, una camisa de franela y un peto vaquero.
– Delmas Clendenan -extendió la mano hacia Jim y éste se la estrechó, frunciendo el ceño cuando el dolor empezó a subirle por el hombro-. Éste es mi hijo, Jason.
– Hola -saludó Jim.
– Hola, señor.
El chico era algo mayor que Danny, tendría unos once o doce años, y era más delgado.
– Gracias por ayudarnos, señor Clendenan -dijo Jim-. ¿Podemos compensarle de algún modo?
El montañés resopló.
– No, no hace falta. A decir verdad, nos alegramos de tener compañía. Las cosas han estado muy… bueno, muy tranquilas desde que mi mujer falleció. -Su rostro se volvió más sombrío y el chico desvió la mirada al suelo.
– ¿Fue por…? -empezó Martin.
Delmas negó con la cabeza y apoyó su mano sobre el hombro de Jason.
– ¿Qué te parece si vas a echarle un vistazo al estofado por mí?
Cuando el chico abandonó la habitación, continuó.
– Ocurrió hace unas cuatro semanas. Estaba en el establo, alumbrando a un cordero que había nacido muerto. Su madre murió con él. Mi mujer, que Dios la tenga en su gloria, era tan dulce como una flor y se quedó ahí sentada, llorando. Lloró tanto que no se dio cuenta de que estaban volviendo a moverse.
Permaneció en silencio y miró por la ventana en dirección al establo.
– Lo siento -dijo Martin.
Delmas inhaló con la nariz pero no dijo nada.
– Yo también perdí a mi mujer -le dijo Jim-. Bueno, era mi segunda mujer, pero la quería más que a nada en el mundo. Estaba embarazada de nuestro primer bebé. Pero también tengo un hijo que tendrá la edad del tuyo, de mi primer matrimonio. Está vivo y tenemos que llegar hasta él.
– Señor Thurmond, ya sé que ha pasado por un infierno, ¿pero cómo sabe que el chaval sigue vivo?
– Me llamó al móvil hace cuatro noches. Estaba escondido en el ático de mi ex mujer.
– ¿Al móvil?
– Todavía quedaba algo de batería, aguantó un poco antes de apagarse.
Delmas arrastró los pies.
– No quiero ser irrespetuoso, pero ¿está seguro de que le llamó al móvil?
– Creo que ya sé lo que está pensando, y no, no me lo imaginé. En el lugar de donde vengo casi todo funcionaba con normalidad. ¿Y aquí?
– Alguna que otra vez funciona algo, cuando le da la gana. Por suerte, tenemos una estufa de leña en la cocina, porque nos quedamos sin electricidad hace cosa de una semana.
– Pero ha habido hasta hace poco, ¿habéis encontrado a otros supervivientes?
– Bueno, pero eso no significa…
– Significa que mi hijo está vivo, señor Clendenan, y quiero que siga así.
Delmas puso las manos en alto.
– ¡Vale, vale! No quería faltarle al respeto. El reverendo Martin me dijo que su hijo estaba en Jersey. Pero, vamos, está a cientos de kilómetros de aquí. Sólo quiero decir que tendría que reflexionar, pensar en las posibilidades…
– Créame, ya lo he hecho. Pero permítame preguntarle una cosa, señor Clendenan.
– Llámame Delmas.
– Vale, Delmas. Si Jason estuviese ahí fuera, ¿no intentarías hacer lo mismo por él?
– Desde luego.
– Entonces ayúdame -dijo Jim-. Por favor.
Delmas miró a los dos y se encogió de hombros.
– Imagino que necesitareis tener el estómago lleno antes de marcharos. No tenemos gran cosa, pero será un placer compartirlo con vosotros. Estoy preparando las cosas para ir a por algo para cenar. ¿Quiere venir, reverendo?
– ¿Al bosque, quiere decir? -tartamudeó Martin-. ¿Pero no es peligroso?
– Y tanto que lo es, pero soy precavido. La verdad es que no tenemos elección. Hay una tienda de alimentación, pero queda muy lejos y no creo que esté abierta al público. Además, cazar en estas colinas es bastante fácil, seguro que podemos hacernos con una ardilla o un conejo, o puede que hasta un pavo salvaje, siempre y cuando no se hayan convertido en una de esas cosas.
– Bien, entonces yo también voy. -Martin dirigió la mirada hacia Jim, pero su compañero parecía inmerso en sus pensamientos-. No he cazado desde hace… bueno, unos diez años. Desde que la artritis empezó a hacer de las suyas. ¡Pero bueno, suena divertido!
Delmas empezó a reír y le dio un palmetazo en la espalda antes de salir de la habitación.
Martin miró a Jim.
– Intenta descansar, ¿vale, Jim? Volveré en cuanto pueda.
Jim no respondió y Martin asumió que no le había oído. Pero entonces Jim se agitó y lo miró.
– Ten cuidado, Martin.
El anciano asintió y siguió a Delmas.
Jim cerró los ojos e intentó dormir, pero le perseguían las imágenes de la pesadilla. Las imágenes de Danny.
– Aguanta, bichito -susurró en la oscuridad-. Papá está de camino. Te lo prometo.
Delmas abrió el armario de madera de cedro en el que guardaba las armas y cogió dos fusiles. Se quedó con un 30.06 y le dio un Remington 4.10 a Martin.
El predicador miró el arma con escepticismo.
– Un poco pequeño, ¿no? ¿Y si nos encontramos con algo más grande que una marmota? ¿Bastará?
– Tengo algunas balas especiales de plomo -gruñó Delmas-. Jason mató a un ciervo de cuatro puntas usando esas balas y el fusil que está sujetando ahora mismo. Y para todo lo demás, bueno, asegúrese de apuntar a la cabeza. -Le guiñó un ojo y empezó a cargar el arma.
– Sí, hasta ahí ya llego -dijo Martin, cogiendo una caja de munición que Jason le ofrecía. Le gustó sentir el peso del fusil en las manos. Abrió el cerrojo e introdujo tres cartuchos.
– ¿Listo? -preguntó Delmas.
– ¡Como nunca! -respondió Martin, intentando transmitir confianza. Sin embargo, sus ojos no reflejaban la misma seguridad, de modo que Delmas frunció el ceño.
– Reverendo, en serio que no hay razón para preocuparse. Sólo vamos a dar un rodeo por el valle. Jason y yo solemos ir a cazar un par de veces a la semana. No tenemos elección: nos comimos al último pollo y las vacas… bueno, ya le he hablado de las vacas. No podemos cultivar nada más en lo que queda de año y no tengo comida enlatada como para compartir. Así que si queréis algo para comer, habrá que salir ahí fuera a conseguirlo.
Martin acarició la culata del fusil deslizando sus doloridos dedos por su delicado acabado en color avellana.
– Lo siento, Delmas. Te lo agradecemos sinceramente, pero estoy un poco nervioso, eso es todo. -Sonrió, le dio unas palmaditas al arma e hizo un ademán en dirección a la puerta-. Después de ti.
El montañés rió y se dirigió a Jason.
– Nada de salir hasta que yo vuelva, ¿entendido? Quiero que te quedes aquí y ayudes al señor Thurmond en todo lo que necesite.
– Sí. ¿Quieres que prepare unas patatas?
– Claro -respondió Delmas mientras se dirigía a la puerta-. Empecé a pelarlas hace un rato.
Ambos salieron al porche.
Delmas se dio la vuelta y apretó su barbudo rostro contra el cristal de la puerta.
– Eh, ¡Jason!
El joven miró hacia atrás, sorprendido.
– ¿Sí, papá?
– Te quiero, hijo. Cuídate.
– Y tú, papá.
Jim tragó con dificultad al oír cómo padre e hijo se despedían. Se levantó, miró por la ventana y vio a los dos hombres caminar por el campo y volverse cada vez más pequeños hasta que, finalmente, desaparecieron en el valle.
Volvió a refugiarse bajo las sábanas mientras se acariciaba con cuidado el hombro, que no paraba de palpitar. No conseguía quitarse de encima la impresión de que algo iba a salir mal y deseó que Martin hubiese rezado, por lo menos, una oración.
Entonces volvió a pensar en Danny y la aprensión se hizo aún peor.
Se sumió de nuevo en un turbulento sueño.
El valle estaba tranquilo pero al mismo tiempo resultaba imponente. Se extendía por algo más de un kilómetro cuadrado y estaba conformado por cuatro pendientes que confluían en un punto. Un serpenteante arroyo lo recorría de punta a punta y desembocaba en un maizal al otro lado de la granja de los Clendenan.
Estaba sumido en el más absoluto silencio, lo que ponía nervioso a Martin. No había ardillas correteando alegremente entre las ramas. No había pájaros trinando. No había ningún sonido, a excepción del ruido que hacía Delmas cada vez que escupía un chorrito de tabaco marrón y del murmullo del agua.
La flora estaba viva y era exuberante. Los helechos cubrían los márgenes del arroyo; los retorcidos espinos, las enredaderas y las ramas de los árboles bloqueaban el camino a cada paso que daban. Las piedras grises que tapizaban el suelo del bosque estaban cubiertas de musgo. Martin pensó que parecían lápidas.
Delmas separó la cortina de hojas que había ante ellos y avanzó colina abajo. Las ramas volvieron con un susurro a su posición original y, tras un instante de duda, Martin le siguió.
El terreno describía una suave pero continua cuesta abajo. No había señales de vida y Martin tenía la inexplicable impresión de que el valle estaba conteniendo la respiración.
– Me encanta este sitio -susurró Delmas-. No hay vendedores ni recaudadores de impuestos, sólo el aire y el olor del bosque y las hojas mojadas. Y lo mejor de todo es cuando el viento sopla entre las ramas, eso es lo mejor que hay.
– ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?
– Sí, desde la guerra. Vine en el sesenta y nueve, antes de que los porreros empezasen a joderlo todo. Volví a casa, me casé con Bernice y construimos este lugar. Tuvimos dos hijas, Elizabeth y Nicole, que se mudaron hace mucho. Nicole se marchó a Richmond y se casó con un veterinario. Beth se fue a vivir a Pensilvania.
Pateó una raíz que asomaba de la tierra.
– No sé si siguen vivas o no. Sospecho que no. No he vuelto a saber nada de ninguna desde que empezó todo esto. En fin, después de que las chicas nos hiciesen abuelos, Bernice me sorprendió con la noticia de que volvía a estar embarazada. Y te digo una cosa, reverendo, al principio me asusté. Acababa de cumplir cincuenta y no estaba como para criar a otro hijo. Pero, en secreto, siempre quise un niño. Me había hecho a la idea de que nunca tendría uno, así que cuando Jason vino al mundo, me puse más contento que un cerdo en su propia mierda. Adoro a mis hijas, pero ¿sabes a lo me refiero?
Martin asintió.
– Tu hijo es un buen chico.
– Sí señor, vaya si lo es. Y es todo lo que tengo. Por eso me compadezco de tu amigo, menuda jodienda. ¡De las gordas! Me hago a la idea de cómo lo tiene que estar pasando.
– Creo que cualquier padre podría -añadió Martin.
– Dime una cosa, reverendo. Entre tú y yo, ¿crees que hay alguna posibilidad de que el chico esté vivo?
Antes de que Martin pudiese contestar, las ramas que se extendían sobre su cabeza se movieron. De pronto, un enorme cuervo negro alzó el vuelo, rompiendo el silencio.
– Dios mío -dijo Martin mientras se sujetaba el pecho-. ¡Pensé que iba a darme un ataque al corazón!
Delmas se rió.
– ¡Ya te dije que aquí los animales están vivos! Jason y yo somos los únicos cazadores; bueno, y el viejo John Joe, que vive ahí. -Señaló en dirección al maizal.
– Entiendo que es vuestro vecino.
– Es un chalado, eso es lo que es, pero no le culpo. A su mujer le pasó lo mismo que a Bernice, excepto que John Joe no la enterró como hicimos Jason y yo.
– ¿No? Por favor, no me digas que… intentó comérsela…
– ¿John Joe? ¡Joder, no! No está loco como esos caníbales con los que os encontrasteis antes. Simplemente no pudo aceptar el hecho de que ya no fuese su mujer.
– Entonces ¿qué hizo con ella?
– Bueno, pues la dejó en el gallinero, le ató las piernas con grilletes y cadenas y lo arregló todo para que quedase como una celda pequeña. Y le dio de comer.
– ¿Le dio de comer?
– Sí. Pollo, vaca, un pez que pilló en el Greenbrier. Lo cocinó todo y se lo acercó con un palo que tenía un gancho en su extremo para quedar fuera de su alcance. Como no lo probaba, intentó darle verduras del jardín, pero ni por ésas. Así que dejó de cocinar y le dio de comer carne cruda. Eso sí se lo comió, pero John Joe sabía que aquello no era normal y me pidió que pasase a echar un vistazo. Creo que no está al corriente de lo que ha pasado en el mundo, no solía ver las noticias.
»Así que me pasé a ver. Era horrible. Cuando la vi, se había comido un tobillo para liberarse de los grilletes y estaba mordisqueando el otro. Se puso como una fiera y empezó a jurar. -Se sonrojó-. Bueno, basta con decir que nunca había oído a una señorita decir semejantes cosas, ni siquiera a las prostitutas orientales durante la guerra. Decía cosas terribles. Y no hablaba sólo en inglés; empezaba a gritar en inglés y luego metía en medio unas palabras que no había oído en mi vida. A saber lo que significaban… Pero te digo una cosa, sonaban fatal. Había algo maligno en aquellas palabras.
Martin toqueteó el fusil.
– ¿Y qué fue de ella?
– Bueno, le dije a John Joe lo que teníamos que hacer, pero se negó. Supongo que ella acabó liberándose a fuerza de mutilarse porque una semana después vimos a John Joe caminando por el campo, tan muerto como ella. Tenía mordiscos por todas partes y la garganta arrancada. Jason acabó con él de un tiro.
Siguieron caminando colina abajo hasta llegar al arroyo. Delmas se detuvo y señaló al barro: un rastro de pisadas atravesaba la corriente y se dirigía hacia arriba.
– Son frescas -susurró-. ¡Acaban de pasar por aquí!
Martin echó un vistazo alrededor, pero no había ni rastro del ciervo.
– Vale, vamos a hacer lo siguiente -le dijo Delmas-. Voy a subir por esa pendiente y espantarlos en esta dirección. Tú escóndete detrás de ese árbol -dijo mientras apuntaba a un enorme y retorcido roble-. El que consiga la primera presa gana, el perdedor tendrá que prepararla.
– De acuerdo -respondió Martin. Dio gracias por no tener que subir colina arriba: el dolor que le provocaba la artritis estaba extendiéndose por su espalda y piernas.
– Espera a que me sirva un poquito.
Delmas se metió un poco de tabaco para mascar entre el labio y la encía y cerró la tapa de la lata. Después de devolverla al bolsillo de su chaqueta, se frotó las manos y cogió el fusil.
– Tengo la lata casi vacía. Tendré que dejarlo pronto, no creo que vaya a conseguir más.
Empezó a alejarse cuando, de pronto, oyeron una rama partirse al otro lado de la corriente.
Martin dio un respingo y retrocedió unos pasos. Se oyó el chasquido de otra rama seguido del murmullo de las hojas.
Delmas se dio cuenta inmediatamente y se paró en seco, conteniendo la respiración. Prefirió tragarse la saliva mezclada con tabaco antes que escupirla y revelar su presencia.
Una figura emergió de debajo del extenso follaje. Cuatro patas, un torso y una cabeza. ¡Y menuda cabeza! Aún cubierta por las ramas, Delmas distinguió la silueta de un ciervo, posiblemente de doce puntas o más.
«Joder», pensó. Le temblaban los dedos.
El ciervo agachó la cabeza, como si quisiese olfatear el terreno, y Delmas le apuntó con el fusil.
Entonces ocurrieron dos cosas a la vez.
Martin detectó un olor a carne podrida y el ciervo desapareció en el bosque en un santiamén, agitando las ramas a su paso. Sus cazadores llegaron a atisbar un destello blanco mientras corría.
– ¡Es uno de cola blanca!
Relajando la seguridad, Delmas corrió tras él.
– ¡Espera! -gritó Martin-. ¡Creo que es un zombi!
El rugido del fusil de su compañero ahogó su advertencia.
Martin corrió tras él. Intentó gritar otra vez para avisarle, pero acabó tan cansado que sólo consiguió proferir un gemido. El ciervo seguía en pie. Delmas se colocó el 30.06 cuidadosamente en su hombro y volvió a apuntar.
El ciervo resopló y giró la cabeza hacia él. Seguía sin poder ver sus rasgos por culpa del follaje, pero estaba seguro de que estaba mirándolo de frente.
Apretó el gatillo. El fusil le golpeó entre la axila y el hombro. Le gustaba aquella sensación.
La bala atravesó el corazón del animal y el ciervo se desmoronó en las sombras que proyectaban los árboles.
El disparo resonó por todo el valle. Delmas sonrió, satisfecho: si lo trataban bien, el ciervo les proporcionaría sustento para meses.
Martin se apoyó en un árbol e intentó decir algo, pero no podía dejar de jadear.
Delmas corrió hacia su presa con entusiasmo. Pero en cuanto captó el olor, arrugó la nariz.
– Ay, mierda.
El ciervo estaba muerto antes del disparo.
El zombi se puso en pie y bajó la cornamenta. Del follaje surgieron otros tres ciervos, dos grandes machos y un gamo, avanzando amenazadoramente. El que había recibido el disparo emitió un sonido que Martin habría jurado que era una carcajada.
«Lo han planeado -pensó para sí-. ¡Dios mío, nos han tendido una trampa!»
Jim se despertó al oír los disparos en la lejanía. Bostezó, aún un poco mareado, y se tomó un momento para estudiar la habitación con más detenimiento. Era muy austera: sólo tenía una cama, una mesita de noche y un armario. Había un retrato de Jesús colgado de la pared y una fotografía de Jason sujetando, orgulloso, un sedal de pesca, al final del cual colgaba una trucha. Sobre el armario reposaba la foto enmarcada de una mujer bonita pero de expresión cansada. Supuso que sería la mujer de Clendenan.
Encima de la mesita de noche había una jarra de agua y un bote de aspirinas. Jim se tragó cuatro pastillas y dirigió su atención hacia la herida, tanteando la venda con los dedos. Escuchó el repiqueteo de las ollas procedente de la cocina. Se estiró, se levantó de la cama, se vistió y se dirigió a la ventana.
Las vistas eran idílicas, tranquilas. Un establo color rojo se inclinaba precariamente hacia la izquierda. Estaba rodeado por un corral, un granero y unas cuantas herramientas de madera. Un tractor John Deere que había visto mejores días descansaba inmóvil, con hierba creciendo en la parte superior de sus enormes ruedas. A la derecha había una parcela de jardín, ahora vacía y yerma. Cerca de éste, bajo un gran sauce, había una lápida improvisada en la que se podía leer:
BERNICE REGINA CLENDENAN
AMADA ESPOSA Y MADRE DESCANSE EN PAZ
La propiedad le recordó el lugar en que había crecido: las montañas Shennandoah, en Pocahontas County. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pensó en sus padres y se sintió avergonzado de ello. No había vuelto a la casa que le vio crecer en años, desde que ambos murieron y el banco se quedó con la granja para cubrir sus impresionantes deudas. Jim siempre había lamentado que Danny no hubiese podido conocer a sus abuelos.
Pero a la vez agradecía que no hubiesen estado vivos para ver qué había sido del mundo. Ya había perdido a demasiada gente: Carrie, el bebé, amigos como Mike y Melissa. No habría querido sentir la angustia de perder a sus padres otra vez.
La puerta se abrió y Jason echó un vistazo al interior. Jim se preguntó por qué había pensado que aquel chico era mayor que Danny, ahora que podía ver claramente que tenían la misma edad. De hecho, el chico se parecía muchísimo a su hijo. ¿Por qué no se había dado cuenta antes?
– No quería molestar, señor Thurmond, pero pensé que a lo mejor tenía hambre.
– No me molestas -sonrió Jim-. Por favor, llámame Jim. Eres Jason, ¿verdad?
– Sí, señor, quiero decir, Jim.
– ¿Han vuelto ya Martin y tu padre?
El chico negó con la cabeza.
– No, pero ya no deberían tardar mucho. Oí unos disparos hace tres minutos.
– Sí, me han despertado. ¿Qué habrán cazado?
– ¡Oh, en el valle hay todo tipo de bichos! He cazado conejos, faisanes, marmotas, ardillas, ciervos y hasta un pavo o dos. Pero el año pasado no conseguí darle a un oso.
– Bueno, pues está bastante bien para un chavalín como tú -exclamó Jim-. Tu padre debe de estar muy orgulloso.
– No soy ningún chavalín -dijo el chico, sacando pecho-. En diciembre cumplo doce.
– ¿Doce? -Jim lo estudió y lo vio claro. Jason no se parecía a Danny en lo más mínimo. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba volviéndose loco?
Jason le preguntó algo mientras cavilaba y se quedó mirándolo, confundido.
– Lo siento -se disculpó Jim-. Todavía estoy un poco mareado. ¿Qué has dicho?
– Que hay sopa de tomate, si quiere. Le vendrá bien hasta que vuelvan de caza. También tenemos carne y patatas.
– Creo que me vendría muy bien un bol.
Siguió al chico a través del salón hasta la cocina. La presencia de Bernice era patente por toda la casa, pero allí era aún más evidente: desde los agarradores de cocina ricamente adornados hasta el color a juego de la tostadora, todo llevaba su característico toque femenino.
– Me imagino que echarás de menos a tu madre.
Jim se arrepintió de haberlo dicho en cuanto las palabras salieron de su boca, pero entonces ya era demasiado tarde.
– Sí -replicó Jason, con tono áspero.
Sacó un bol del armario y lo llenó de sopa, que borboteaba suavemente en una olla negra que reposaba sobre la estufa de leña.
– Cuando mamá murió, papá dijo que había que quemarla. Era como una cremación, así que, bueno, no me pareció mal. Pero papá no estaba seguro de que con eso bastase y antes de ponerse a ello me dijo que me metiese en casa. En vez de eso di un rodeo, me escondí detrás del granero y vi cómo lo hacía. Cogió el machete que utiliza para quitar las malas hierbas y… y le cortó la cabeza a mamá. Después la quemó.
Jim no sabía cómo responder, así que no dijo nada. Jason le tendió el bol y se sentó a la mesa, esperando pacientemente a que el chico continuase.
– Después de aquello me enfadé con papá, pero bueno, entiendo por qué lo hizo. Lloraba, así que le dolió a él tanto como a mí.
– Estoy seguro de que le resultó muy duro hacerlo -dijo Jim-. Pero creo que lo hizo porque te quiere y desea que estés a salvo.
– Sí, eso creo -sollozó Jason.
– Yo también tengo un hijo -dijo Jim entre sorbo y sorbo-. Se llama Danny. Es un poco más joven que tú, pero creo que os llevaríais bien. Vive en Nueva Jersey con su madre y su padrastro, y el reverendo Martin y yo vamos a buscarlo.
– ¿Sabe que vas hacia allí?
Jim se lo planteó un momento.
– Sí, creo que sí. Sabe que no lo dejaría solo y abandonado. ¿No pensarías tú lo mismo de tu papá?
Jason se encogió de hombros.
– Supongo. Pero Nueva Jersey está muy lejos.
A Jim le rugió el estómago: la sopa le estaba reavivando el apetito.
– Para un padre es muy duro no poder estar todos los días con su hijo -le contestó a Jason-. Quería estar ahí, con mi hijo, pero no podía. No me estaba permitido. Mi ex mujer contrató a un abogado muy caro y yo no podía permitirme uno. Me habría gustado estar ahí cada vez que se caía de la bici y se raspaba la rodilla, o cada vez que le despertaba una pesadilla. Pero no fue así. Ahora lo importante es que Danny sabe que estaré ahí. Dentro de poco volveremos a estar juntos.
Jim se terminó la sopa y le dio las gracias a Jason. La conversación tomó otros derroteros y Jim le pidió que hablase de la granja. Por su parte, Jason quería saber más sobre lo que habían visto Martin y él durante su viaje, así que Jim se lo contó todo omitiendo los detalles más escabrosos. Jim descubrió que el chico no sabía nada del mundo más allá de lo que había visto en la televisión.
– ¿Cuál es el lugar más lejano que has visitado?
– La casa de mi hermana, en Richmond. Mamá y papá iban a llevarme a los jardines Busch el verano que viene, pero supongo que ya no quedará gran cosa que ver.
Esbozó una sonrisa y Jim, sorprendido, rió con él.
– Eres un chaval muy valiente, ¿lo sabes, Jason?
– Sí, eso me dice papá.
Entonces oyeron los gritos en el exterior.