– ¡Frena! -gritó Frankie. Su brazo colgaba por la ventanilla del coche-. ¡Como nos la demos contra el quitamiedos lo vamos a tener jodido para encontrar una ambulancia!
– Si esto fuese Texas -respondió Eddie-, tendríamos espacio de sobra para conducir.
Pisó el acelerador del coche hasta ponerlo a más de ciento veinte mientras esquivaba serpenteando la chatarra esparcida por la autopista.
– Si esto fuese Texas -replicó Frankie-, ya estaría en el infierno.
– ¿No te gusta Texas?
– Nunca he estado, y ni ganas, la verdad. ¿No es todo vaqueros y ganado?
– Joder, ni de coña, cielo. Tenemos ciudades que hacen que Baltimore parezca pequeña en comparación. ¡Y tenemos una vida nocturna que ni te la crees! La mejor música country fuera de Nashville. Bueno, o al menos así era hasta que pasó todo esto.
– ¿Música country? Puag.
– ¿Qué le pasa a la música country?
– Que es ruido para paletos. -Volvió a mirar a la carretera y gritó-: ¡Cuidado!
Un camión cisterna estaba de lado en mitad de la autopista, bloqueando los tres carriles. Maldiciendo, Eddie se metió en el carril de emergencia y el Nissan dio un bote al entrar en contacto con el terraplén cubierto de hierba. Las ruedas giraron, amenazando con tirarlos a ambos a la cuneta. Por suerte, mantuvieron la tracción y Eddie consiguió esquivar el camión y reincorporarse a la autopista.
– Qué poco ha faltado -murmuró. Se echó su sombrero de vaquero hacia atrás y se secó el sudor de la frente con su gruesa mano-. Lo siento.
– No pasa nada -dijo Frankie con dulzura-. ¡Y VE MÁS DESPACIO, COJONES!
– ¡Veo, veo, un escarabajo rojo! -gritó John Colorines desde el asiento trasero cuando adelantaron a un Volkswagen accidentado. Después le dio una amistosa palmada a Frankie en el hombro.
– No sé por qué has tenido que traerte a ese chalado con nosotros -dijo Eddie-. Cualquiera con dos dedos de frente vería que no está bien de la cabeza.
– Se viene con nosotros porque está vivo -volvió a explicarle Frankie, con la paciencia al límite por culpa del rollizo tejano-. Y si está vivo, merece una oportunidad de seguir así. Y sólo lo conseguiremos si permanecemos juntos.
– Bueno, pero no olvides tu promesa -le advirtió Eddie-. Yo os ayudo a los dos a salir de la ciudad y a cambio paso una noche contigo. Una promesa es una promesa. -Se echó a un lado.
Una mano sudorosa soltó el volante y empezó a toquetearle el pecho. El pezón de Frankie se endureció, aunque no de excitación, sino de repulsa. Pero entonces entró en juego su experiencia: hacía falta mano izquierda, y de eso tenía de sobra. Mientras Eddie sonreía, creyendo erróneamente que sus bruscas atenciones la excitaban, Frankie estaba trabajando, haciendo lo que había hecho otras tantas veces con sus clientes: abandonar su cuerpo y dejar volar la mente hacia otro lugar. Antes del alzamiento, ese lugar era el mundo de ensueño e inconsciencia al que llevaría su próximo chute.
Ahora pensaba en su bebé.
Se preguntaba qué tipo de madre habría sido si nunca se hubiese enganchado al caballo, hubiese terminado la carrera y se hubiese casado. ¿Habría sido buena?
Le gustaba pensar que sí.
– Mira por dónde -señaló Eddie a través del parabrisas-. Hamburguesa de zarigüeya.
Una gran zarigüeya, cuyo tren inferior había sido aplastado por otro vehículo, reptaba con una lentitud atroz por la autopista. Frankie se preguntó si habría muerto antes o después de haber sido atropellada.
Eddie se dirigió hacia ella y se oyó un repugnante crujido cuando los neumáticos aplastaron su tren superior. El coche dio un pequeño bote y continuó su camino.
– ¡Diez puntos! -gritó Eddie, contento, antes de volver a palparle el muslo.
– ¡Gris! -dijo John Colorines-. ¡La zarigüeya era gris!
Eddie rió.
– ¡Pues ahora es roja!
John Colorines se revolvió en su asiento, mirando por la luna trasera para corroborar la afirmación de Eddie.
– Gris y negra.
Frankie cerró los ojos. Empezaba a sentir un fuerte dolor en las sienes, y el aire del coche, incluso con las ventanas bajadas, era caliente e insoportablemente húmedo. John Colorines apestaba a pies y a axila, mientras que Eddie olía a after-shave barato (había sacado una botellita de la guantera y se había aplicado su contenido inmediatamente después de recogerlos).
Se preguntó si la desesperación y la futilidad tendrían un olor y, de ser así, si aquel coche olería igual.
Tras el sacrificio de Troll y su huida de las alcantarillas, James fue el primer ser humano con el que se encontró Frankie. En su vida anterior había sido fotógrafo para el Baltimore Sun y todavía llevaba su cámara colgada del cuello.
Frankie estaba siendo perseguida por varios zombis y James los abatió uno a uno, apostado en el tejado de un piso en ruinas.
Esperaba que le pidiese sexo como pago por salvarle la vida, pero se llevó una grata sorpresa al comprobar que no quería nada parecido. En vez de eso, le propuso escapar juntos de la ciudad, dado que cuantos más fuesen, más seguros estarían. Accedió encantada y avanzaron juntos por el puerto.
Al llegar al acuario dieron con John Colorines, lo que hizo muy feliz a Frankie: conocía a aquel vagabundo antes de que los muertos empezasen a alzarse. Durante años había sido un chiste para los desharrapados de Baltimore. ¿Creías que la vida no podía ser peor que tener que chupar diez pollas cada noche para ganar el dinero suficiente para chutarte, dormir en un almacén abandonado y hacer exactamente lo mismo el día siguiente? Pues sí, podía ser peor. Podías ser John Colorines.
Se rumoreaba que en el pasado había sido actor de películas veraniegas y que solía ponerse hasta las cejas de cocaína. Cuando la adicción se cobró su inevitable precio, estaba protagonizando una representación de Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat.
Acabó en la calle, arruinado, ciego de coca y con aquella chaqueta como último vestigio de su vida anterior.
John Colorines pasaba los días mendigando limosnas ante el World Trade Center de Baltimore y gritando a los viandantes lo que parecía ser toda la gama de colores que Crayola incluía en su caja de pinturas de cera.
Frankie se llenó de esperanza al encontrar vivo a aquel nexo con el pasado.
Frankie y James se esforzaron por convencerlo de que les acompañase, pero si el inestable vagabundo llegaba a entender lo que decían, no daba ninguna señal de ello. Al final, cuando ya estaban alejándose, corrió tras ellos como un perro fiel.
Llegaron a una tienda de empeños que se había librado -milagrosamente- de ser saqueada y pasaron una hora entera armándose. Unos cuantos pasos más allá dieron con una tienda de alimentación, entraron en ella y terminaron de pertrecharse. La carne, los lácteos y los alimentos congelados apestaban a pobredumbre y putrefacción, pero la comida enlatada y los productos secos estaban en buen estado. Llenaron sus mochilas tras desechar cualquier lata sin etiquetar o que estuviese rota o en mal estado.
Después salieron lentamente de la ciudad, atravesando con precaución los complejos industriales de las afueras, hasta llegar a la interestatal 83.
Y allí fue donde perdieron a James.
Insistiendo en encontrar un coche, James convenció a Frankie de que deberían buscar uno en un aparcamiento cercano. Se adentraron en el oscuro edificio de seis plantas y un zombi escondido tras una torre de alta tensión en la segunda planta le atacó con un hacha, arrancándole su todavía palpitante corazón antes de que tuviese tiempo de quitarle el seguro a la pistola.
Frankie disparó al zombi y después de cerrarle los ojos a James con las yemas de los dedos le disparó a él también en la cabeza. Se quedó con sus armas y con toda la comida que le cabía en la mochila y después pasó diez minutos buscando a John Colorines hasta dar con él en la parte trasera de una camioneta azul oscuro.
– Azul -repetía sin parar antes de atreverse a continuar-. Esta camioneta es azul.
Por lo que parecía, el zombi del garaje tenía amigos. Atraídos por los disparos, hordas de zombis humanos, perros, ratas y otras criaturas surgieron de las fábricas y los almacenes abandonados. Otros muchos emergieron de los árboles que custodiaban el paso elevado. Frankie disparó contra todos los que pudo mientras John Colorines gritaba sin parar los colores de los distintos pedazos que caían a su alrededor. Entonces, con un chirrido, apareció un Nissan negro que se detuvo justo a su lado.
– ¿Os llevo? -dijo un hombre desde la ventanilla a medio bajar.
Frankie realizó otro disparo, que acabó con un zombi anciano cuya brillante dentadura postiza contrastaba con su retorcida boca, y echó un vistazo al coche.
El conductor era un hombre grande: tenía el pecho macizo y en el bíceps izquierdo de sus musculados brazos se leía «feo amante». Llevaba un sombrero negro de vaquero y gafas de sol bajo las cuales se extendía un espeso bigote como una peluda oruga.
– Sí, nos vendría bien un poco de ayuda -respondió con calma mientras apuntaba a otra criatura.
– Te costará una mamada -le dijo el conductor como si fuese la cosa más normal-, y tienes que dejar que te folle.
Por su acento, era sureño.
– No hay trato -respondió, mientras vaciaba el cargador sobre una fila de zombis que se dirigía hacia ella. John Colorines no paraba de arañar la puerta del Nissan, aterrado.
– Como quieras, morena.
El vaquero subió la ventanilla y el coche empezó a moverse lentamente.
– ¡Espera! -gritó Frankie, odiándose por ello.
El coche se detuvo y la ventanilla volvió a descender.
– ¿Sí?
– ¿Una mamada y en paz?
– No hay trato.
El cargador de Frankie estaba vacío y los zombis comenzaban a formar un semicírculo en torno a ella.
– Está bien, más tarde echamos un polvo -dijo mientras se dirigía hacia el coche.
– ¿Prometido? -preguntó.
Tiró de la manilla de la puerta, pero estaba bloqueada.
– ¡Sí! -gritó. Podía olerlos tras ella, oía sus voces rasposas maldiciendo y amenazándola con todo lo que le iban a hacer-. ¡Te lo prometo! ¡Y ahora abre la puta puerta!
Oyó el ruido del cierre desbloqueándose y John Colorines y ella saltaron al interior del coche. Frankie cerró la puerta de golpe y volvió a echar el cierre.
El vaquero pisó a fondo y el coche se alejó con un chillido mientras los zombis golpeaban los cristales.
Y así conoció a Eddie.
A medida que dejaban la ciudad atrás y se adentraban en las afueras de Maryland, el número de coches accidentados disminuía. Eddie conducía sujetando el volante con una mano y disparando a los zombis que iban apareciendo con la otra.
Pasaron delante de un centro comercial y un motero muerto, subido a una enorme moto de tierra, apareció rugiendo por la vía de acceso al carril. Eddie dejó que se colocase a su lado y luego lo embistió. Hubo un horrible crujido de metal contra metal y el zombi y su moto acabaron tirados en mitad de la carretera.
La risa de Eddie le ponía de los nervios.
– Gilipollas -murmuró Frankie entre dientes.
– ¿Qué dices, zorra? -Le pellizcó con fuerza el pezón y Frankie hundió sus melladas uñas en el asiento para no darle la satisfacción de oírla gritar.
– Tendrías que dejar de hacer chorradas -le dijo-. Podríamos haber tenido un accidente.
– Hablas un huevo, morena. Empiezo a pensar que eres una desagradecida.
Frankie se retractó en un instante. Lo último que quería era que el tejano la dejase en tierra, con tantos muertos vivientes rondando por la zona.
– Lo siento -le dijo dulcemente mientras le masajeaba el paquete sobre sus vaqueros sucios. Toqueteó juguetona el creciente bulto, se lamió el dedo índice y lo deslizó por el tatuaje de su brazo-. ¿De dónde viene lo de «feo amante»?
– Es un mote. Me lo puso mi ex mujer.
Frankie sintió que le estaba entrando un ataque de risa y que era demasiado tarde para contenerlo. Se reclinó en su asiento ahogando la risa en el estómago.
La cara de Eddie se puso roja, luego granate y, por último, morada. Se podía leer la rabia en sus ojos. Pisó el freno a fondo y el coche se detuvo con un chirrido. Frankie tuvo que estirar el brazo para no golpearse contra el salpicadero y John Colorines chocó contra la parte de atrás del asiento de Eddie.
En un solo movimiento, Eddie la agarró por la garganta y le puso una pistola bajo la nariz.
– Ya me he cansado de esa boca, zorra, así que vas a ponerla a trabajar. Empieza a chupar.
– Que te follen, gilipollas pichacorta.
Eddie se puso pálido de ira. Su boca formó una fina y cruel línea.
– ¿Qué has dicho?
– Ya me has oído, pichacorta. Vete a follarte a un zombi, porque, si no, lo llevas crudo para echar un polvo. Tú a mí no me tocas.
– ¡Has firmado tu sentencia de muerte, puta!
En el asiento trasero, John Colorines empezó a lloriquear.
– Rojo. En este coche hay demasiado rojo. Rojo.
Eddie apretó el gatillo.
– No te quedan balas, gilipollas -le dijo Frankie mientras él abría los ojos de pasmo-. Las he contado.
Sacó la pistola de debajo del asiento y le voló los sesos a través de su sombrero de vaquero.
John Colorines rió nerviosamente.
– ¿Qué, te ha gustado?
– Rojo -le dijo-. Rojo, rosa y gris.
– ¿Sabes? Podrías haberme echado una mano.
Asomó la cabeza por la ventanilla para asegurarse de que no había zombis cerca. No vio a ninguno, pero sabía que llegarían en cuestión de minutos, alertados por el disparo. Rápidamente, agarró el cadáver todavía tembloroso de Eddie, abrió la puerta del coche y lo tiró a la carretera, gruñendo del esfuerzo. Limpió la sangre y los pedazos de cráneo de la tapicería con unos pañuelos que encontró en la guantera y se sentó tras el volante. Puso el coche en marcha y se alejaron a toda prisa mientras los primeros no muertos en llegar a la autopista se dirigían hacia ellos.
Ajustó el retrovisor justo a tiempo para ver cómo se abalanzaban sobre los restos de Eddie.
– Es una pena que no lo hayan pillado vivo, ¿eh, John?
– Una pena -respondió John Colorines. Después apuntó emocionado a un Volkswagen verde volcado sobre uno de sus lados y le dio un golpe amistoso en el hombro.
– ¡Veo, veo, un escarabajo verde!
Frankie rió y se percató de que estaba temblando.
«Acabo de matar a un hombre -pensó-. Bien. Es un buen comienzo.»
Pasaron al lado de un cartel que decía «PENSILVANIA, cincuenta km».
– Es un buen comienzo -se repitió en voz alta.
– Menuda mierda de pueblo -gruñó Miccelli-. Aquí no hay nada más que ese depósito de agua, casas y una gasolinera. ¡Y todo construido en la puta colina!
– Por eso nos ha ordenado el coronel que lo exploremos, genio -le espetó Kramer-. Fácil de limpiar y aún más fácil de vigilar y controlar. Bienvenido a tu nueva casa.
– No nos adelantemos -les advirtió Miller-. Decidle a Partridge que pare.
Skip transmitió la orden por radio a Partridge, que conducía una furgoneta blanca tras ellos. Se detuvieron al llegar a la cima de la colina. El pueblo se extendía ante ellos por todo el valle y Skip se percató de que Miccelli tenía razón: un conductor que viajase por la autopista cercana ni siquiera llegaría a verlo. Había dos carreteras, que se cruzaban en la plaza: la que estaban recorriendo y otra que atravesaba el pueblo de norte a sur. Se veían unas cuantas casas, una gasolinera y un mercado, una iglesia con un cementerio en la parte de atrás y un depósito de agua. Las afueras estaban compuestas casi exclusivamente por maizales. Al norte, más allá de los cultivos, la interestatal atravesaba el campo.
– No me gusta -gruñó Miller-. Aquí no hay nada: ni zombis ni supervivientes. Nada.
– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Kramer.
– Vamos a entrar -respondió Miller-. Skip, tú controla la calibre cincuenta.
Skip pegó un brinco en el asiento.
– ¿Y que un zombi con un fusil de francotirador me vuele la cabeza? ¡No, gracias! ¿Y esos putos pájaros zombi?
Miller deslizó la mano hacia la pistolera.
– ¿Está desobedeciendo una orden, soldado?
Todos los ocupantes del Humvee se pararon en seco, atentos a la situación. A Miccelli la expectación le hizo brillar los ojos. Kramer se encendió un cigarro como si nada y negó con la cabeza.
– No, sargento -dijo Skip en voz baja-. Sólo informaba de los riesgos.
– El único riesgo que debe preocuparle es que estoy a diez segundos de meterle una bala por el culo. ¿Entendido?
Skip no respondió.
– ¿ENTENDIDO?
– Sí, sargento.
De camino a la torreta oyó murmurar a Miccelli.
– Debería haberle pegado un tiro al muy gilipollas.
Skip se apostó tras el arma y miró, nervioso, hacia el cielo. Sabía que se le estaba acabando el tiempo. Si no le mataban los no muertos, lo harían los hombres de su propia unidad. Había leído sobre aquel tipo de psicosis colectiva, historias de escuadrones que, durante la guerra de Vietnam, quemaban pueblos enteros y coleccionaban orejas. O los siete soldados de Fort Bragg que acabaron con sus mujeres una semana después de volver de Afganistán. Vivir una constante batalla hacía que los hombres se volviesen locos… malvados.
El Humvee avanzó y Partridge le siguió de cerca. Skip miraba en todas las direcciones, controlando cualquier movimiento.
Pasaron por delante de la iglesia y su pintoresco cementerio y Skip empezó a pensar en quienes yacían en su interior. Los muertos recientes podían volver a la vida, ¿pero aquellos que habían sido enterrados? ¿Y si estaban descompuestos hasta el punto de no poder salir de su prisión? ¿Seguirían conscientes, reposando inmóviles bajo la tierra, incapaces de cavar para salir al exterior?
La idea le hizo temblar de miedo mientras vigilaba atentamente las casas ante cualquier signo de amenaza. Algunas tenían las puertas y ventanas cubiertas con tablas, pero la mayoría seguía igual, como si todos los habitantes hubiesen salido a dar una vuelta. Había varios coches impecablemente aparcados en la carretera y las aceras. Los céspedes, pese a estar muy descuidados, seguían verdes.
«¿Dónde está todo el mundo?», se preguntó. Incluso si estuviesen muertos, sus cadáveres reanimados deberían estar rondando por la zona. ¿Se habrían trasladado los zombis a una zona donde la caza fuese más abundante?
Estaba inmerso en aquel pensamiento cuando oyó un motor encenderse. Un coche surgió del camino de entrada de una de las casas que acababan de pasar y se estrelló con gran estrépito contra el lado del copiloto de la furgoneta. Skip giró a tiempo para ver a Partridge peleando con el volante hasta que los dos vehículos se estrellaron contra un coche aparcado.
Las puertas de las casas cercanas se abrieron y los muertos vivientes se abalanzaron sobre ellos.
– ¡Emboscada! -gritó Skip.
La calle empezó a llenarse de zombis. Otros aparecieron de los tejados, armados con fusiles, pistolas y hasta una ballesta.
– ¡Mierda!
Empezó a disparar en círculos, apuntando primero a las criaturas de los tejados. Ni siquiera los atronadores disparos de la ametralladora bastaron para ahogar los terribles gritos de Partridge, al que sacaron de la furgoneta y tiraron a la carretera.
– ¡Vamos! -gritó Miller, y el Humvee salió disparado hacia delante.
Skip disparó otra ráfaga y saltó del vehículo para aterrizar en la calle.
Se agachó, mirando nervioso alrededor. Había acabado con la mayoría de los zombis de los tejados, y los de la calle estaban ocupados comiéndose a Partridge y esquivando el Humvee, pues el coloso iba directo hacia ellos, atropellándolos bajo su peso.
Skip vio que se le presentaba una oportunidad y la aprovechó. Pensó un instante en el M-16 que se había dejado en el Humvee, se agachó y huyó entre las casas, alejándose de los zombis y de sus compañeros.
Los últimos gritos de Partridge y una nueva ráfaga de disparos resonaron en sus oídos.
En cuanto cruzaron la frontera de Pensilvania, John Colorines pareció experimentar un momento de lucidez, como si acabase de despertar de un sueño. Pasó de catalogar los colores de las señales que se iban encontrando a mirar fijamente a Frankie en un instante.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó dejando entrever cierta timidez.
– Frankie -sonrió-, y tú eres John, ¿no?
– Así era. Supongo que todavía lo soy. Es un placer conocerte, Frankie.
– Igualmente.
– Es bueno tener nombres, pero no creo que ahora importen mucho.
– Claro que importan. ¿Por qué lo dices?
– Porque todos vamos a morir, pronto.
– Yo no -respondió Frankie-. Yo voy a vivir.
– Es una tontería pensar algo así -dijo John educadamente-. Mira a nuestro alrededor. Ahora los únicos vivos son los muertos. Pronto seremos como ellos.
– Tiene que haber más como nosotros, sólo tenemos que encontrarlos. He pasado por un infierno para llegar hasta aquí y no pienso rendirme ahora.
Él permaneció sentado, pensando en ello, y cuando Frankie giró la cabeza para mirarlo, le había vuelto aquel brillo familiar a los ojos.
– Negro -le dijo-. El color de la muerte es el negro.
Skip encontró un bate de aluminio en la sede de un club deportivo infantil. Lo blandió como una espada, sujetándolo con las dos manos.
Un perro, cuyo cadáver estaba seco y acartonado, se abalanzó sobre él desde el sombrío interior de una caseta. Saltó hacia el cuello de su presa, pero la cadena a la que estaba atado tiró de él hacia atrás violentamente. Skip contempló con una mezcla de repulsa y fascinación cómo el collar se había hundido varios centímetros en la carne.
Incluso con la batalla llegando a su punto álgido, pudo oír que estaba siendo perseguido. Fuera, el cadencioso estruendo de los M-16 se mezclaba con breves y precisos disparos de fusiles de caza. Los zombis estaban devolviendo el fuego.
Un grito ronco tras de sí le advirtió que le habían visto. Saltó una valla y cruzó corriendo el patio trasero que cercaba. La brisa mecía suavemente un columpio infantil. A un lado había una pequeña piscina hinchable llena de agua ennegrecida y algas.
Pasó a su lado y de sus negras aguas emergió un niño zombi que había permanecido oculto tumbado en el fondo. Se abalanzó sobre él con los brazos adelantados y babeando y llegó a rasgar la camisa con sus melladas uñas hasta alcanzarle la piel de la espalda. Skip dio un giro súbito y trazó un arco con el bate, que impactó con un ruido sordo y húmedo. La cabeza de la criatura quedó totalmente destrozada, recordándole a las calabazas que solía pisotear hasta hacer añicos después de Halloween. El hedor que emanaba de la cabeza machacada era insoportable, y Skip empezó a retroceder mientras limpiaba el bate en la hierba.
Otro zombi, armado con un fusil, surgió de la casa. La cubierta de la puerta se cerró de golpe mientras la criatura se dirigía hacia él, apuntándole torpemente con el arma. Skip sonrió, extendió el dedo corazón, dio media vuelta y escapó corriendo. El zombi le persiguió, completamente obcecado.
Llegó a un amplio campo de soja y se detuvo. Jadeando, con las manos apoyadas en las rodillas, sopesó sus opciones con rapidez. El depósito de agua estaba cerca, y en uno de sus lados había una escalera. Desde lo alto de él podría defenderse fácilmente de sus perseguidores, que tendrían que subir la escalera de uno en uno para capturarlo, pero también sería vulnerable a los pájaros y otras criaturas capaces de llegar hasta arriba con facilidad. Además, si los muertos vivientes se quedaban alrededor de la estructura a esperar, no tendría escapatoria.
La interestatal brillaba en la distancia, una cinta negra y plateada que atravesaba las colinas y los cultivos de Maryland y Pensilvania. Si fuese capaz de llegar a la autopista, quizá podría encontrar un coche y, en el peor de los casos, se alejaría del pueblo y de los muertos vivientes. Pero la autopista tampoco proporcionaba ninguna protección contra las amenazas que provenían del cielo.
Miró nerviosamente hacia arriba y sus miedos se confirmaron al ver una nube negra a lo lejos, en el horizonte. Pasó del miedo al terror cuando vio que la nube cambiaba de dirección en pleno vuelo y se dirigía rápidamente hacia el pueblo.
En tierra, un ejército de muertos vivientes se dirigía lentamente hacia él.
Sin opciones ni tiempo, Skip empezó a correr por el cultivo en dirección a la autopista.
Los muertos le siguieron.
– Lo veo -gritó Miccelli para hacerse oír sobre el estruendo de la ametralladora-. ¡El muy cabrón está huyendo por los cultivos!
Miller y Kramer se giraron en la dirección indicada y vieron una figura verde corriendo por el campo, cerca del depósito de agua. Un ejército de cuerpos la seguía lentamente.
– Se dirige a la autopista -observó Miller-, pero podemos alcanzarlo antes que los zombis.
– Nah, mejor dejamos que sean esos bichejos los que lo hagan pedazos, como permitió que le hiciesen a Partridge.
– No, Kramer. Schow querrá que sirva de ejemplo. Ese chico se vuelve con nosotros aunque tengamos que dispararle en las dos piernas y mantenerlo vivo hasta traerlo aquí.
– Eh, sargento -dijo Miccelli desde el techo-, ¡se acerca una bandada de pájaros!
– ¡Entonces métete dentro, coño! -Después se dirigió a Kramer-: Pisa a fondo y alcanza a ese hijoputa de Skip antes que los zombis. Ataja por el campo.
– Entendido -respondió Kramer mientras ponía el motor en marcha-. No me puedo creer que haya desertado así.
– Yo sí -comentó Miller-. Sabía que la estaba cagando, cuestionando órdenes y toda esa mierda. Hemos estado a punto de pagar el precio de su cobardía. No hay sitio para gente como él.
Miccelli se dirigió al asiento y comprobó su arma. Se limpió la mugre de su frente y cara y bebió un buen trago de agua de la cantimplora.
– ¡Los muy cabrones nos han tendido una emboscada! No me lo puedo creer, joder.
Miller no respondió. Estaba centrado en el hombre que huía hacia el horizonte y en las figuras que lo perseguían.
– Date por jodido, Skip -murmuró. Agarró la consola con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron, mientras fantaseaba con las torturas que el coronel Schow tendría reservadas para el soldado a su regreso. Y si Skip resultaba herido de camino a Gettysburg, ¿a quién le iba a importar?
Frankie estaba abriendo una bolsa de patatas con los dientes cuando un hombre desaliñado vestido con un uniforme militar apareció en la carretera, haciendo bruscos aspavientos con los brazos. Estaba despeinado y tenía la cara cubierta de tierra y sangre, pero era obvio que no era ningún muerto viviente: estaba vivo. Llevaba un bate en la mano y lo balanceaba sobre su cabeza.
Frankie frenó, se aseguró de que las puertas estuviesen cerradas y bajó la ventanilla hasta la mitad. Apuntó con la pistola y esperó.
– ¡Por Dios, señora, no dispare! -rogó Skip.
– Tira el bate y pon las manos donde pueda verlas.
El hombre obedeció sin dejar de jadear. El bate rebotó al caer al pavimento mientras Skip daba nerviosos saltitos alternando los pies.
– Verde -observó John Colorines-. Ese hombre es verde. Y rojo, también.
– Mire -le dijo lentamente, esforzándose por no ponerse a gritar-, me están persiguiendo un huevo de zombis. ¡Tenemos que largarnos de aquí ahora mismo!
Frankie echó un vistazo al campo. Una horda de zombis, animales y humanos, en diversos estados de descomposición, se dirigía hacia ellos. Cerca, entre los zombis y la autopista, avanzaba un vehículo militar. En cuanto lo vio, el hombre se puso aún más nervioso.
– ¡Señora, si no nos vamos ahora mismo nos van a matar, joder! ¡Están locos!
Frankie no sabía si se refería a los zombis o a los ocupantes del vehículo que se aproximaba, pero tomó una decisión en cuanto miró al cielo: estaba lleno de pájaros no muertos, que se dirigían en masa hacia ellos.
– Sube -gritó, apuntando con la cabeza al asiento del copiloto-. Y no intentes nada o te mato.
Visiblemente aliviado, el soldado corrió hasta el lado del coche y subió de un salto.
– ¡Gracias!
– ¿Qué eres, del ejército?
– De la Guardia Nacional -jadeó-. ¿Podemos irnos ya?
El Humvee atravesó el quitamiedos y se detuvo ante ellos. Un hombre apareció del techo como un muñeco de una caja y apuntó a Frankie con la ametralladora más grande que había visto jamás.
– ¡Fuera del coche, ahora!
– ¡Mierda! -Skip se dirigió a Frankie-. ¿Tienes otra pistola?
Antes de que pudiese contestar, dos soldados estaban ya de camino al coche con las armas en alto. Frankie permaneció en silencio, emocionada: no sabía quién era quién, pero cualquiera de aquellos hombres le parecía mejor que los zombis.
– ¡Suéltala, zorra!
Miccelli abrió la puerta del conductor de golpe con una mano y le apuntó con el M-16 a la cabeza.
– ¡Al Humvee, ahora! ¡Rápido!
– Hola, Skip -se burló Kramer mientras lo sacaba del coche-. ¿Adónde creías que ibas, eh, cobarde de los cojones?
Le dio un culatazo en la espalda que le tiró al suelo. Siguió pegándole con el arma, atizándole salvajemente una y otra vez en los hombros y la espalda.
– Que te den, Kramer.
Skip escupió sangre y rodó hasta quedar boca arriba. Vio la culata del M-16 precipitándose hacia su cara y perdió el conocimiento.
Miccelli esposó a Frankie, que gritó cuando uno de los pájaros pasó volando tan cerca que le rozó el pelo.
John Colorines salió del coche y empezó a saltar mientras aullaba de miedo.
– ¿Y él? -preguntó Miccelli apuntando al vagabundo con el pulgar mientras metía a Frankie en el Humvee.
Kramer le apuntó con su arma.
– No tenemos sitio para él.
Abrió fuego. John Colorines bailó sobre la carretera, temblando con cada bala que penetraba en su cuerpo. No emitió ningún sonido, salvo un suspiro que exhaló al caer al suelo. La sangre se derramaba hasta el asfalto sobre el que yacía.
Kramer apartó un pájaro y apuntó a un zombi humano que estaba pasando por encima del quitamiedos. Después, Miccelli y él metieron a Skip -que seguía inconsciente- en el Humvee y cerraron la puerta.
– Menudo chocho morenito -dijo Miller mirando lascivamente a Frankie mientras se alejaban a toda velocidad-. Me la pido primero.
Frankie cerró los ojos y tembló. Se había metido en un lío, eso seguro, pero al menos estaba viva.
«Todos vamos a morir, pronto», había dicho John Colorines.
«Yo no. Yo voy a vivir.»
John Colorines yacía temblando sobre el pavimento. Los pájaros empezaron a picotearlo -aunque no llegó a sentir nada- para luego alzar el vuelo con trozos de carne colgando de sus picos. Después el resto de zombis lo rodearon, manoseándolo con hambrienta expectación.
– Estaba equivocado -les dijo. Extendió sus manos manchadas de sangre hacia las criaturas, que empezaron a devorarle los dedos-. El color de la muerte no es el negro. Es el rojo.
Vio cómo un zombi le arrancaba el dedo meñique de un mordisco, atravesando carne y hueso, y se sumió en la oscuridad.
– Es rojo. Todo es rojo. El mundo entero está muerto.
Después, mientras su alma partía y otra entidad tomaba posesión de su cuerpo, descubrió que estaba en lo cierto.