Martin se inclinó hacia delante, sujetándose al salpicadero con los dedos.
– ¿Eso es lo que yo creo que es, Jim?
Acababan de cruzar el cartel de bienvenida a Gettysburg y Jim frenó hasta detenerse. Enfrente de ellos, dos Humvees y un tanque bloqueaban la carretera. Varios hombres armados patrullaban aquel tramo sin quitarle el ojo de encima al coche. La torreta del tanque se orientó hacia ellos.
– ¡No me lo puedo creer! ¡Son soldados, Jim! -exclamó Martin-. ¡Es el ejército!
– A mí me parece que es la Guardia Nacional -le corrigió Jim-. ¿Pero qué coño hacen aquí?
– ¡Puede que sea una zona segura! ¿Y si hemos salido de los territorios infectados?
– No, eso no tiene sentido. Si ése fuese el caso, ¿por qué estaría afectada Nueva Jersey? Esto es algo mundial. ¿Recuerdas lo que nos dijo Kingler?
– Dijo que el ejército estaba tomando el sur de Pensilvania.
– Eso es. Esto no me gusta, Martin.
– ¿Y qué podemos hacer? ¡Esos tipos tienen ametralladoras, Jim! ¡No podemos volar un tanque!
Dos hombres se acercaron al coche con las armas en alto y dieron un par de golpecitos en la ventanilla. No sonreían.
– Caballeros, vamos a tener que pedirles que bajen del vehículo.
– Claro -contestó Jim, intentando mantener la calma-. ¿Pueden decirnos qué está pasando?
– Hay zombis en el perímetro, señor, es por su seguridad. Como si quisiese corroborarlo, uno de los soldados que estaba sentado tras la ametralladora del Humvee se sobresaltó.
– ¡A las dos! -gritó, apuntando con el arma a un punto del terreno. Un grupo de zombis se abría paso a través de una hilera de monumentos de la guerra civil y se dirigía hacia la carretera. Jim y Martin podían olerlos hasta de lejos.
El hombre apostado sobre el Humvee disparó, alcanzándolos a todos. Sus miembros y torsos saltaron por los aires, pero las criaturas siguieron avanzando hasta que las balas destruyeron sus cabezas. Entonces dejaron de moverse.
– Si nos hacen el favor… -dijo el soldado mientras señalaba la puerta. Obedecieron a regañadientes.
– Menos mal que nos hemos encontrado con ustedes -dijo Martin. Los soldados no respondieron.
– Señores, vamos a tener que requisarles las armas. Estoy seguro de que lo entenderán.
– ¿Pero no nos puede decir qué…?
– ¡Pon las manos en el puto coche ahora mismo!
Dos soldados más corrieron hacia ellos y empotraron a Martin contra el coche. El golpe le hizo sangrar de la nariz y se puso a gritar de dolor y miedo.
– ¡Eh! -gritó Jim-, hijo de puta, ¿no ves que es viejo? ¿Qué coño pasa aquí?
Cerró los puños, hecho una furia, y avanzó hacia los soldados. El que tenía detrás le pateó las piernas, derribándolo. Dos más se abalanzaron sobre él y forcejearon hasta esposarlo. Dos más se echaron encima de Martin.
– ¿Qué significa todo esto? -rogó Martin.
– Han pasado a ser voluntarios civiles, caballeros -les informó un soldado-. Por favor, vengan con nosotros.
– ¿Tenemos elección? -bromeó Martin.
– ¡No lo entendéis! -dijo Jim mientras se revolvía-. ¡Tengo que reunirme con mi hijo!
– No, ya no -le dijo el hombre-. Acabáis de ser reclutados.
– ¡Cabrones! -gritó Jim-. ¡Putos cabrones de mierda! ¡Soltadnos! ¡Mi hijo me necesita!
Los arrastraron hacia los vehículos mientras Jim veía cómo el coche y Nueva Jersey quedaban cada vez más y más lejos.
Frankie tembló, rodeándose el pecho con los brazos mientras caminaba por el pasillo. El hospital era tan frío que podía ver su propio aliento bajo las luces fluorescentes.
No se oía ningún ruido que no fuese el de sus pasos. Hizo una mueca de asco cuando respiró el olor estéril y a productos químicos que flotaba de forma permanente en todos los hospitales. Pero Frankie detectó otro olor, más débil pero inconfundible. El de la carroña y la carne podrida.
El perfume de los no muertos.
Se detuvo ante una doble puerta y deslizó los dedos por la placa del muro.
SALA DE MATERNIDAD
Empujó las puertas y éstas se abrieron sin un ruido. Entró. El hedor era aún más fuerte en esa sala del hospital.
Se quedó de pie ante el cristal de la ventana de observación, contemplando las docenas de cunas alineadas frente a ella en filas perfectas. Todas estaban ocupadas y de ellas surgían puñitos y pies que golpeaban al aire y, de vez en cuando, una mata de pelo asomando por los bordes.
– Me pregunto cuál será el mío.
Su pregunta tuvo respuesta un instante después, cuando un par de brazos grises y moteados agarraron el lado de una cuna de la que emergió su bebé. El bebé se puso en pie sobre sus diminutas piernas y descendió hasta el suelo. Después se dirigió a su vecino más próximo, se coló en la cuna y cayó sobre su ocupante.
Los demás bebés empezaron a llorar al unísono.
Frankie podía oír los mordiscos a través del grueso cristal por encima incluso de los gritos.
Los de los bebés y los suyos.
– ¡Basta! ¡Basta!
Alguien le dio un par de golpecitos y abrió los ojos, sobresaltada.
– ¡Basta! -gritó por última vez antes de mirar alrededor.
Una niña de no más de catorce años se encontraba a cierta distancia de ella. Era guapa. Tanto, que Frankie pensó que de mayor sería una rompecorazones. Posiblemente fuese de ascendencia mixta, hispana e irlandesa. Pero bajo sus tristes ojos oscuros había unos círculos negros que hablaban de duras lecciones aprendidas antes de tiempo. Frankie tenía la misma mirada a su edad.
– Perdón -se disculpó la niña-. Estabas teniendo una pesadilla.
– ¿Dónde estoy?
– En el gimnasio de Gettysburg -dijo la niña-. Nos tienen aquí entre los turnos del picadero.
– ¿El qué?
– El picadero -repitió la niña-. Es a donde nos llevan a hacer cosas de sexo. Me llamo Aimee.
– Hola, Aimee. Yo me llamo Frankie. Y ahora, ¿te importaría decirme cómo salir de aquí?
– No se puede. Te matarán si lo intentas. Pero no está tan mal, en serio, algunos son hasta majos cuando te meten su cosa.
– ¡Aimee, ven aquí ahora mismo!
La mujer que había hablado era, obviamente, la madre de Aimee. Frankie se fijó en que compartían la misma piel pálida, los pómulos altos y el pelo ondulado y moreno. Al igual que su hija, los ojos de aquella mujer hablaban de sufrimiento y dolor, de humillación y desesperación.
Frankie conocía esa mirada. Fue la suya hacía lo que parecía una eternidad.
– Me llamo Gina -dijo la mujer-. ¿Tienes sed? ¿Quieres un poco de agua?
– ¿No tendrás algunos analgésicos, verdad?
Frankie hizo una mueca de dolor al tocarse la cara. Le dolían muchísimo el hombro y las costillas y tenía el labio partido. Le entraron ganas de caballo, pero desechó la idea en un instante.
– Lo siento -dijo Gina-, pero no nos dejan tener eso. Supongo que tienen miedo de que alguna chica se trague un puñado entero de aspirinas, porque yo misma creo que sería una alternativa mejor.
Le dio una botella de agua y un cigarro. Frankie bebió con ganas y pegó una buena calada, dejando que el humo amargo y acre le llenase los pulmones. Exhaló aliviada.
– Antes no fumaba -dijo Gina-, pero bueno, el cáncer de pulmón es lo que menos me preocupa ahora mismo. Al menos es una muerte tranquila.
– Sí -musitó Frankie-, seguro que es mejor que convertirse en el aperitivo de esas cosas. Gracias.
Pegó otra calada y echó un vistazo a la habitación. Tal como le había dicho la niña, estaban en el interior de un gimnasio. Se habían llevado los bancos y las máquinas de ejercicios y los habían sustituido por colchones y mantas. A su alrededor había unas dos docenas de mujeres, la mayoría de ellas mirando a Frankie con lacónico interés, mientras el resto dormía. La mayor debía de tener casi sesenta años. Aimee era la más joven.
– Bueno, ¿cómo va esto? -preguntó Frankie.
– Vamos por turnos -dijo Gina-. Tienen un camión enorme que han convertido en un prostíbulo móvil. Para mantener la moral de las tropas y todo eso. Lo llaman «el picadero». Hay un montón de camas separadas por cubículos de oficina, de modo que está dividido en habitaciones pequeñas. Así… así es más fácil. Mientras no te resistas, la mayoría te tratará bien, o por lo menos con indiferencia. Algunos son violentos, pero hasta ahora he conseguido que no se pongan con Aimee. -Hizo una pausa y dio otra calada. Exhaló y continuó-. Pero todas las noches muero un poco.
– Tienes que estar en otra parte mientras ocurre -le aconsejó Frankie-. Separarte de tu cuerpo.
Gina se la quedó mirando con la boca abierta pero incapaz de hablar.
Frankie se encogió de hombros.
– Antes me ganaba la vida así.
Se abrió la puerta del gimnasio y entraron doce mujeres más, con aspecto cansado y apestando a sexo y sudor. Varias de ellas lloraban quedamente. Los cuatro hombres armados que las seguían se posicionaron en torno a la puerta.
– Siguiente turno -ladró uno de ellos-. ¡Vosotras doce! ¡Venga!
Doce mujeres más los siguieron con gesto resignado, y las que acababan de llegar se dirigieron a sus sitios y se desplomaron sobre los colchones.
– Aimee y yo tendremos que irnos en unas horas -dijo Gina-, pero supongo que a ti al menos te dejarán recuperarte una noche.
– Eh -llamó una voz nasal y chillona desde el otro lado de la habitación-, ¿quién es esa flacucha negra que está durmiendo en mi cama?
– Mierda -murmuró Gina, apartándose rápidamente sin mirar a Frankie a los ojos-. Lo siento.
– ¿Qué haces en mi cama, puta?
La mujer se abrió paso a empujones a través del resto y Frankie esperó a que se acercase, mirándola con desdén. Era grande, hasta el punto de estar obesa, pero fuerte. Tenía el pelo lacio, tan aclarado con lejía que estaba rubio, y cortado a lo tazón. Sus lorzas de carne se apretaban contra sus vaqueros y su camiseta negra.
– Es Paula -susurró Aimee antes de que Gina le pusiese la mano en la boca.
– No he visto tu nombre escrito -dijo Frankie, dando otra calada a propósito-. Pero claro, no nos han presentado, así que no tenía ningún nombre que buscar.
– ¡Anda, pero si nos ha salido listilla! -exclamó Paula-. ¿Cómo te llamas, corazón?
– Frankie.
– ¿Frankie? Ése es nombre de tío. -Se rió a carcajadas con las manos sobre sus amplias caderas. Las otras mujeres permanecieron quietas, hipnotizadas por la escena que se desarrollaba ante ellas-. Bueno, Frankie -dijo, enfatizando su nombre-, yo soy Paula.
– ¿Paul?
– ¡Paula! ¿Estás sorda, o qué coño? P-A-U-L-A… ¡Paula!
Frankie miró al colchón.
– Pues no, no pone nada de Paula. Pone «propiedad de la vaca-burra». ¿No serás tú, por casualidad?
Las mujeres que ocupaban el gimnasio dieron un grito entrecortado y empezaron a alejarse del enfrentamiento. Paula miró a Frankie con asombro: era evidente que no estaba acostumbrada a ese tipo de respuestas.
– ¿Qué has dicho?
Frankie se irguió lentamente y se puso enfrente de la gran mujer. Se acercó a ella hasta que sus pechos estuvieron a punto de tocarse y le echó el humo en los ojos.
– He dicho que te vayas a tomar por culo, zorra, antes de que te joda a base de bien.
Paula se movía deprisa, pero su rival era más rápida. La mujer le lanzó un puñetazo a la sien y Frankie lo esquivó, así que Paula estiró la otra mano y la agarró del pelo, retorciéndolo con fuerza. Frankie gruñó de dolor, puso el extremo ardiente del cigarrillo en dirección a su oponente y se lo metió en el ojo.
Gritando de dolor, Paula soltó a Frankie y retrocedió mientras se llevaba las manos a la cara. Frankie le lanzó una patada al abdomen y su pie se hundió en la blanda carne. Paula cayó de rodillas, retorciéndose de dolor.
– ¡Voy a matarte, zorra! -gritó.
Las demás mujeres se habían puesto a gritar, animando de forma unánime a la recién llegada. La puerta se abrió de golpe y entraron dos guardias, atraídos por el alboroto. Al ver que se estaba produciendo una pelea, se mantuvieron al margen y observaron, entretenidos, mientras hacían apuestas.
Paula se lanzó hacia delante para agarrar a Frankie por las piernas, pero ésta se movió rápidamente hacia atrás y rodeó a su oponente hasta quedar detrás de ella. Paula se giró para seguir persiguiéndola y Frankie le dio una bofetada y un golpe con el dorso de la mamo. Frankie sintió un intenso picor en la mano, tras lo cual se le quedó dormida: pegar a su rival era como pegarle a una ternera. Además, las heridas que había sufrido durante la violación se le estaban volviendo a abrir, así que era vital acabar cuanto antes.
De pronto, Paula se puso de pie y cargó contra ella, gruñendo de rabia. Frankie intentó esquivarla de nuevo, pero esta vez su corpulenta rival atacó con rapidez. Su imponente peso hizo que ambas cayesen al suelo: Paula aterrizó encima y el impacto sobre el pecho de Frankie hizo que a ésta se le saliese todo el aire de los pulmones.
Paula le dio un cabezazo y empezó a pegarle en el pecho y la cara hasta dejarla prácticamente grogui. Frankie intentó gritar, intentó chillar, pero no podía hacer nada.
El público empezó a colocarse en círculo en torno a ambas. Algunas voces clamaban a favor de Paula, pero la mayoría animaba abiertamente a Frankie.
Paula echó la cabeza hacia atrás y la precipitó hacia abajo una vez más. Pero antes de impactar, Frankie abrió la boca y mordió a su atacante en la nariz. Sintió cómo la sangre y los mocos se derramaban sobre su lengua y apretó aún más, con fuerza. Sobre ella, Paula se revolvía entre gritos mientras movía la cabeza sin parar, así que Frankie hundió los dientes hasta el punto de juntarlos y apretó las mandíbulas.
Paula se puso en pie con dificultad y Frankie sintió que podía volver a respirar… en cuanto hubo escupido la punta de la nariz de aquella mujer.
Paula se olvidó completamente de ella. Delirando por el susto y el dolor, se tapó el destrozado rostro con las manos. La sangre empezó a correr entre sus dedos, manando desde su nariz y su ojo derecho.
Entonces Frankie entró a matar.
Uno de los guardias disparó al aire, haciendo que cayese polvo de escayola sobre ellas. Las mujeres que hacía un minuto no paraban de animar empezaron a gritar.
– Ya basta -advirtió uno de ellos-. Aléjate.
Se dirigieron hacia ellas mientras apuntaban con sus armas a Frankie y le retiraron las manos a Paula de su rostro.
– Llévatela ahí atrás y pégale un tiro -dijo uno de ellos con indiferencia-. Ésta va a ser un buen reemplazo. Además, era una puta gorda.
Con gran esfuerzo, arrastraron a la mujer -que no paraba de sollozar- fuera de la habitación, dejando un rastro de sangre tras ellos.
La habitación permaneció en absoluto silencio por un instante, al cabo del cual todas las mujeres empezaron a hablar a la vez. Levantaron las dormidas manos de Frankie una y otra vez y le dieron palmadas de alegría y emoción en su dolorida espalda.
– Era horrible -dijo Gina-. Solía pegarles a muchas de las chicas que viven aquí, incluso las violaba entre los turnos.
– Es un placer -murmuró Frankie, derrumbándose sobre la cama-. ¿Te importaría darme otro cigarro?
El habitáculo del helicóptero era pequeño y estaba al máximo de su capacidad. Baker sintió un ataque de claustrofobia aún peor que el que experimentó mientras trepaba por el hueco del ascensor durante su huida de Havenbrook.
Skip, Gusano y él estaban sentados espalda contra espalda en el suelo, con las manos y pies atados atrás. Schow, McFarland y González, también sentados, los rodeaban. Torres estaba delante, al lado del piloto.
– ¡Hemos visto unos cuantos justo delante, coronel! -gritó Torres para que se le oyese por encima del rugido de los rotores. Schow asintió. El coronel no levantaba nada el tono de voz al hablar, pero Baker podía entenderle perfectamente pese al estruendo.
– ¿Le gusta la vista, profesor Baker?
– Me temo que desde mi posición no hay mucho que ver.
– Eso cambiará en breve, profesor. Le prometo que le proporcionaré una vista privilegiada. Y ahora, dígame, ¿queda alguien vivo en Havenbrook?
– Se lo he dicho ya mil veces: no que yo sepa. ¡Pero Havenbrook es enorme! No puede hacerse a la idea de lo grande que es. Además, hay zonas seguras de las que no puedo contarle nada porque nunca llegué a entrar en ellas.
– Así es -dijo Schow mientras se recortaba una uña tranquilamente-, eso es lo que viene repitiendo desde que le he preguntado. Sólo estaban usted y… Se refirió a él como Ob, ¿me equivoco?
– Correcto -dijo Baker-. Se refería a sí mismo como Ob. Pero tiene que entenderlo, coronel, estas criaturas no son la gente que conocíamos cuando estaban vivos. Cuando muere el cuerpo, estas criaturas pasan a habitarlo. Toman el control desde dentro, como si fuesen vehículos.
– Fascinante. ¿Y por qué supone que esta posesión tiene lugar cuando la víctima ha muerto?
– Porque estos demonios, a falta de una palabra mejor, ocupan el lugar en el que residía el alma. Para poder ocupar un cuerpo, antes necesitan que el alma lo abandone.
– El alma, ¿eh? Dígame, profesor, si eso es cierto, ¿cómo es que los animales también se convierten en zombis? ¿También tienen alma?
– No lo sé -exclamó Baker-. Y tampoco quiero tener un debate filosófico con usted, coronel. Soy científico. Sólo le comunico lo que he aprendido.
– Era usted un científico muy bien valorado, ¿no es así?
Baker no respondió.
– Sí que lo era. Mis hombres me han dicho que le vieron en la CNN. Lo cierto es que yo no veía esa cadena, demasiado partidista. Pero leo mucho y conozco su trabajo. Usted era el número uno. El gran hombre. El figura. Estoy seguro de que sabe mucho más de lo que quiere contarme, y lo respeto. Puede que no quiera traicionar su acreditación de seguridad, pero permítame que le diga una cosa: ya no hay un gobierno al que traicionar, profesor. Yo soy el gobierno… soy todo lo que queda en este lado del país. Considérelo un momento, si quiere.
– Ya se lo he dicho, coronel: no pienso volver a Havenbrook. ¡Es una locura intentarlo! No sé qué espera encontrar, pero le aseguro que ya no hay nada. ¡Lo único que queda en Havenbrook es una criatura que encarna el mal!
Schow le ignoró y se dirigió a Skip.
– ¿Qué opina usted, soldado?
– Creo que estás loco -respondió Skip-. Vas a matarme de todas formas, así que puedes irte a tomar por el culo, coronel Schow. Que te folle un pez polla, tarado de los cojones.
– ¿Matarle? -se burló Schow, llevándose la mano al pecho con un ademán-. ¿Matarle? No soldado, no me entienda mal. Ha sido hallado culpable de traición y, lo que es peor, cobardía. Simplemente vamos a darle la oportunidad de demostrar su valor una vez más.
Empezó a reír y McFarland y Torres le imitaron al instante.
– Estamos encima del objetivo, señor -dijo el piloto desde la parte delantera.
– ¡Bien! -Schow se mostró repentinamente animado-. Caballeros, con su permiso, empecemos.
McFarland y González se levantaron de sus asientos y sacaron algo largo y negro de una caja. Baker no supo identificar qué era, pero parecía estar hecho de goma. Aunque no podía ver a Skip, sintió cómo temblaba contra él.
Engancharon uno de los extremos del objeto a un cabrestante y Baker se dio cuenta de que era una cuerda de puenting.
– Bájanos un poco -ordenó Torres al piloto- y luego equilibra el helicóptero.
– Oh, no -rogó Skip-. Por favor, coronel. ¡Esto no! ¡Cualquier cosa menos esto!
– Me temo que ya es demasiado tarde para ruegos, soldado. Mentí. Vamos a matarle, después de todo. Pero claro, como ya había indicado, lo supo desde el momento en que subimos al helicóptero. Consuélese al menos con el hecho de que podrá demostrar su valor antes de morir.
Los dos oficiales le colocaron un arnés en el cuerpo. Atado de pies y manos, Skip no pudo resistirse y empezó a hacer ruidos con la garganta como si se estuviese atragantando. Baker reparó en que estaba ahogándose en su propio llanto.
– Por favor -suplicó-, ¡esto no! ¡Por amor de Dios, esto no! Pegadme un tiro, ¡pegadme un tiro y acabad de una vez!
– No se le concederá ese honor -le dijo Schow con calma-. Y, para serle sincero, soldado, no quiero desperdiciar munición.
Skip gimió. Lo arrastraron hasta la puerta y la abrieron. Una ráfaga de aire frío envolvió a todos los ocupantes y Baker se encogió. Skip movía la boca en silencio. Parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas.
– ¡Por favor, disparadme! ¡Cortadme la puta garganta! ¡Pero esto no!
– ¿Últimas palabras? -preguntó McFarland.
– Sí -dijo Skip, pasando del pánico a un frío odio-. ¡Que os den por el culo, sádicos de mierda! ¡Así os vayáis todos al infierno! ¡Baker, no les digas nada! ¡No les lleves a Havenbrook porque te matarán en cuanto hayan llegado!
Se inclinó hacia delante y escupió a Schow en la cara.
La expresión de Schow se mantuvo impertérrita. Se despidió de Skip moviendo la mano con poco interés y se limpió la saliva con un pañuelo.
¡Bon voyage! -gritó González, tirándolo al vacío de un empujón.
El grito de Skip fue volviéndose más tenue a medida que caía y Baker cerró los ojos, a la espera de que se desvaneciese.
– Enseñádselo -ordenó Schow, así que Baker y Gusano fueron arrastrados hasta la puerta.
Skip se dirigía de cabeza hacia el suelo con la cuerda de puenting colgando tras él. El helicóptero volaba sobre una extensión de campo en la que se arremolinaba, expectante, un grupo de zombis.
Skip caía directamente hacia ellos. Cerró los ojos mientras sentía el viento silbándole en las orejas y el estómago en la garganta. Su vejiga y sus tripas se relajaron a la vez, llenando sus pantalones de un líquido templado que se deslizó por su espalda, pecho y cabello antes de derramarse hacia el suelo.
Baker contempló horrorizado cómo los zombis estiraban su cabeza y brazos hacia la ofrenda que les caía del cielo. Skip aterrizó en medio del grupo, pero la cuerda lo devolvió hacia arriba con un chasquido, haciendo que el helicóptero se tambalease un poco.
Cuando cayó por segunda vez, los zombis consiguieron asestarle varios mordiscos antes de que volviese a subir hacia el cielo.
Gusano lloró y apoyó la barbilla contra el pecho mientras cerraba los ojos con fuerza. Baker comprobó que no podía dejar de mirar, aunque lo desease fervientemente.
La gravedad llevó a Skip de vuelta hacia abajo gritando y cubierto de sangre. Esta vez, los zombis pudieron agarrarlo bien. Se arremolinaron en torno a él, empujándose y apartándose unos a otros para conseguir llegar hasta su presa. Una marea de carne humana se abatió sobre él y lo condujo hasta el suelo, donde empezó a despedazarlo. Rasgaron su piel y sus músculos mientras devoraban sus miembros hasta el hueso.
El helicóptero volvió a tambalearse por el peso adicional.
– Cuidado -avisó Torres-, no pierdas el control.
McFarland y González se reían.
– ¡Me encanta esto! -dijo González mientras daba palmadas en el hombro de su compañero-. ¡Mira cómo van a por él! Son como un banco de pirañas. Tienen tanta hambre que no están dejando ni para que vuelva a caminar.
– Algo dejarán -replicó McFarland-. Siempre lo hacen. Al menos conservarán la cabeza.
Schow no dijo nada. Contemplaba la escena impasible, aburrido casi.
– Je -espetó González-. ¿Has visto que ése lleva sus intestinos en la cabeza? Esto es la hostia. ¡Champú de tripas!
– Ya es suficiente -ordenó Schow-. Subidlo.
El cabrestante empezó a gemir, recogiendo la cuerda de puenting. Había algo rojo, húmedo e inidentificable atado al otro extremo. Le quitaron el arnés al cadáver con una mueca de asco y tiraron el cuerpo fuera del helicóptero. Aterrizó con un ruido húmedo en medio de los agitados zombis.
Schow apuntó a Gusano.
– Ahora el retrasado, si no es molestia.
Baker se quedó helado:
– ¡Ni se te ocurra! ¡Déjale en paz!
– Es demasiado tarde para protestar, profesor. Hoy ha aprendido una lección, y creo que es hora de convertirlo en algo personal.
– Por amor de Dios, Schow, ¡el chico no te ha hecho nada! ¡Está indefenso! ¡Ni siquiera entiende qué está pasando!
– Pronto lo entenderá -gruñó McFarland mientras levantaba a Gusano del suelo-. ¡Deja de revolverte, puto mongol!
Gusano mordió con fuerza al capitán en la mano. Gritó y soltó a Gusano, que se alejó.
– ¡Eiker! ¡O ejes e me ha'an daño!
– ¡Maldita sea, Schow, es inocente! ¡Sólo es un chico!
González se sentó encima de Gusano, inmovilizándolo, y McFarland le puso el arnés ensangrentado, de cuyas tiras todavía colgaban pedazos de Skip. Gusano empezó a gritar el nombre de Baker una y otra y otra vez, como una sirena aguda y constante.
– ¡Eikeeeeeeeeeeeeeeer!
– Despídase de su amigo, profesor.
Empujaron a Gusano hacia la puerta.
– ¡Está bien! -gritó Baker-. ¡De acuerdo, lo haré! ¡Os llevaré hasta Havenbrook! Pero, por favor, no le hagáis daño. -Se derrumbó sobre el cojín del asiento entre sollozos.
– ¿Lo ven, caballeros? -dijo Schow-. ¿Ven lo bien que funciona la persuasión? Muy bien, profesor. Pienso que es usted un hombre de palabra, pero creo que me quedaré con su joven compañero por si acaso. Considérelo un aval.
– No se te ocurra hacerle daño.
– Le doy mi palabra, estará bien. De hecho, vivirá en mejores condiciones que usted, me temo. Pero recuerde su promesa.
Baker le miró a los ojos.
– Le llevaré hasta Havenbrook, coronel. Pero puede que no le guste lo que va a encontrar.