Martin contempló a Jesús crucificado y pensó en la resurrección.
Lázaro permaneció muerto en su tumba durante cuatro días antes de que Jesús se acercase a él. Martin cogió su Biblia anotada de Scofield y la abrió por el evangelio de san Juan. En el capítulo 11, versículo 39, Marta le decía a Jesús: «ha empezado a oler, pues lleva muerto cuatro días».
Era bastante específico.
También lo era la referencia a Jesús devolviendo a Lázaro a la vida. «¡Lázaro, levántate y anda!»; y el cadáver, aún cubierto por su sudario, hizo exactamente eso. Después Jesús ordenó a la muchedumbre que dejase libre a Lázaro, tras lo cual Juan daba el pasaje por concluido y pasaba a narrar la conversión de los judíos y la conspiración de los fariseos.
La Biblia no decía en ningún momento que Lázaro empezase a comer gente.
La Biblia que Martin había conocido, enseñado y amado los últimos cuarenta años estaba llena de ejemplos de muertos que volvían a la vida. Pero no así.
– Aquel que crea tendrá la vida eterna -dijo Martin. Su voz sonó muy baja en la iglesia vacía.
Se preguntó si las criaturas que había visto merodeando por las calles seguían siendo creyentes. Hubo un tiempo en que muchas de ellas habían sido miembros de su congregación.
Martin había visto muchas cosas en sesenta años. Había sobrevivido al mordisco de una serpiente venenosa cuando tenía siete años y a una neumonía cuando tenía diez. Sirvió como capellán de la Marina durante la guerra de Vietnam y volvió vivo a casa; pero, a cambio, la Tormenta del Desierto se cobró a su hijo. A su único hijo. Había sobrevivido a su mujer, Chesya, que murió cinco años atrás por un cáncer de mama.
La fe le hizo seguir adelante.
Ahora necesitaba esa fe y se aferraba a ella como un náufrago a un bote salvavidas.
Pero también llegó a cuestionarla. No era la primera vez: el Señor le había puesto a prueba en numerosas ocasiones durante años, aunque nunca con algo tan radical como esto. Pero, como Martin solía decirle a su rebaño, «el buen Señor no pierde el tiempo probando a quienes no tienen mucho que ofrecer».
Caminó por la iglesia hasta una ventana llena de manchas y echó un vistazo por uno de los huecos que dejaban los tablones de madera que la cubrían.
Aunque todavía no había amanecido, la oscuridad estaba empezando a desvanecerse. Becky Gingerich, la organista de la iglesia, había perdido su sucio vestido a lo largo de la noche. Ahora deambulaba entre los arbustos, cubierta sólo por un par de medias de algodón que habían dejado de ser blancas hacía mucho, con sus pechos caídos bamboleándose de un lado a otro. Mordió un antebrazo como si fuese un muslo de pollo, lo tiró a un lado y se quedó con la mirada perdida en la lejanía, gimiendo. Algo había llamado su atención.
Apareció un hombre, cojeando lentamente calle abajo. Sus vaqueros y su camisa de franela estaban sucios y gastados. Sujetaba una pistola, pero ésta colgaba inerte a su lado. No pareció advertir al cadáver que caminaba entre las sombras. Agotado, cayó de rodillas sobre la acera.
Los arbustos susurraron y Becky salió corriendo hacia él. Casi inconsciente, el hombre parecía no percibir el peligro.
– ¡Eh! -gritó Martin, dando puñetazos contra la ventana-. ¡Cuidado!
Corrió hacia la entrada murmurando una rápida oración y apartó con gran esfuerzo el banco de madera que bloqueaba la puerta. Lo dejó a un lado, cogió la escopeta del perchero, abrió los cuatro cerrojos recientemente instalados y se dirigió a toda prisa al exterior.
Al oír aquel jaleo, el extraño giró la cabeza y vio al zombi que se dirigía hacia él. Levantó la pistola, disparó y la bala atravesó el hombro de la mujer de lado a lado. El segundo disparo falló del todo y Martin, que ya estaba a la altura del jardín, se agachó por precaución.
El hombre volvió a apretar el gatillo y falló una vez más. Disparó por cuarta vez, pero el cargador estaba vacío. Confundido, contempló la pistola y después clavó su mirada en Becky.
Cerró los ojos y Martin le oyó susurrar «lo siento, Danny».
Martin descerrajó una perdigonada sobre la espalda de la criatura y ésta cayó de bruces sobre la acera, rompiéndose los dientes amarillos contra el pavimento.
Martin metió un cartucho en la cámara y encañonó al zombi en la nuca.
Becky gritó de rabia.
– Ve con Dios, Rebecca.
La acera quedó salpicada con pedazos de cráneo y cerebro que formaron una especie de mancha de Rorschach.
El sol empezó a asomar sobre los tejados. El rugido de la escopeta reverberó por las tranquilas calles, recibiendo al amanecer.
– Me temo que esto va a llamar mucho la atención. ¡Será mejor que vayamos adentro!
El viejo afroamericano extendió su mano hacia Jim, que la sujetó con fuerza. Pese a su edad, el agarre de aquel hombre era firme. Llevaba un pantalón caqui y zapatos negros, y algo blanco asomaba bajo el cuello de su jersey amarillo.
Un alzacuello de sacerdote.
– Gracias, padre -dijo Jim.
– Reverendo, si no le importa -le corrigió el anciano, sonriendo-. Reverendo Thomas Martin. Y no hace falta que me dé las gracias. Dele gracias a Dios cuando estemos a salvo.
– Jim Thurmond. Tiene razón, salgamos de las calles.
Una sucesión de gritos hambrientos fue todo el incentivo que necesitaron.
– ¿Es su iglesia, reverendo?
El anciano sonrió.
– Es la iglesia de Dios, yo sólo trabajo aquí.
Martin improvisó una cama usando mantas y un banco. Jim se opuso, insistiendo en que sólo necesitaba descansar un momento, pero cayó en seguida en un profundo aunque perturbado sueño. Martin sorbió un poco de café instantáneo y echó un vistazo al reloj, escuchando de vez en cuando a las criaturas que moraban en el exterior.
Poco después del mediodía, un zombi perdido encontró el cadáver de Becky y empezó a comerse los restos. Martin contempló asqueado cómo otras criaturas se acercaban al festín como hormigas. De vez en cuando, echaban un vistazo alrededor de la iglesia y de las casas cercanas. Martin se preguntó si se pondrían a investigar, pero parecían satisfechas con el almuerzo que habían encontrado.
Una hora después, cuando el grupo de fétidas criaturas se dispersó, no quedaba de Becky más que huesos y algunos pedazos de carne roja desperdigados por la acera y la hierba.
Jim se despertó durante la puesta de sol, alarmado al no recordar dónde se encontraba. Se sentó de golpe, echando un vistazo por toda la iglesia. ¡Aquello no era el refugio! Entonces vio al predicador, sonriendo bajo la luz de las velas, y recordó…
… y al recordar, pensó en Danny.
– Tenga -dijo Martin mientras le tendía una humeante taza de café-. No es muy bueno, pero le ayudará a espabilarse.
– Gracias -dijo Jim. Bebió un poco y miró a su alrededor-. Esto parece muy seguro. ¿Ha fortificado todo usted solo?
El predicador rió en voz baja.
– Sí, por la gracia de Dios. Conseguí asegurar el lugar antes de que las cosas se pusiesen feas. Conté con la ayuda de John, nuestro conserje. Él fue quien puso los tablones sobre las ventanas.
– ¿Dónde está ahora?
El rostro de Martin se ensombreció. Permaneció en silencio un instante y Jim se preguntó si le había oído.
– No lo sé -dijo finalmente-. Supongo que estará muerto. O no muerto, mejor dicho. Se fue hace dos semanas; insistió en que quería recuperar su camioneta para sacarnos de aquí con ella. Estaba convencido de que era un problema local y que el gobierno tendría la zona acordonada; pensó que deberíamos ir a Beckley o Lewisburg, o puede que a Richmond. No volví a verlo.
– Por lo que sé, está pasando lo mismo en todas partes -dijo Jim-. Yo… vengo de Lewisburg.
– Y a pie, por lo que parece -comentó Martin, sorprendido-. ¿Cómo ha sido capaz?
– Estuve a punto de no conseguirlo -admitió Jim-. Supongo que puse el piloto automático.
– En estos tiempos, los hombres están obligados a hacer lo que deben -suspiró el predicador-. Pensé que fuera sería distinto. Recé por un equipo de radio, o un par de altavoces AM/FM de esos que llevan los jóvenes, para poder enterarme de lo que pasaba. No he tenido contacto con nadie y la corriente ha estado casi completamente cortada, excepto por unas cuantas farolas. Hace unos días oí pasar un avión, pero eso es todo.
– A Lewisburg todavía llegaba energía: tenía radio, televisión y acceso a internet, pero no me servía para nada. No hay nada… nadie. Y eso de que es algo local… ha pasado más de un mes. Si así fuese, habría venido el ejército.
El predicador pensó en ello, se excusó y desapareció en una habitación lateral. Jim empezó a atarse las botas.
Cuando volvió, Martin le ofreció unas Oreo, pan, galletitas de animales y un mosto templado para cenar.
– Cogí las galletas y los aperitivos de la catequesis. El pan y el mosto eran para comulgar.
Comieron en silencio.
Unos minutos después, Martin se fijó en que Jim le estaba observando.
– ¿Por qué? -preguntó Jim.
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué ha permitido Dios que pase esto? Pensé que el fin del mundo tendría lugar cuando Rusia invadiese Israel y no se pudiese comprar nada sin una tarjeta de crédito con el 666 en su número de serie.
– Ésa es una interpretación -respondió Martin-. Pero está hablando de profecías del fin de los tiempos: recuerde que hay muchas, muchísimas ideas distintas sobre lo que significan.
– Pensaba que cuando tuviese lugar la Ruptura, los muertos volverían a la vida. ¿Y no es eso lo que está pasando?
– Bueno, la palabra «Ruptura» no aparece ni en el Viejo ni en el Nuevo Testamento. Pero sí, la Biblia menciona que los muertos volverán a la vida, por así decirlo, para volver a reunirse con el Señor en su retorno.
– No se ofenda, reverendo, pero, si ha vuelto, ha dejado todo hecho una mierda.
– Ya vale, Jim. Él no ha vuelto… todavía no. Lo que está ocurriendo no es obra de Dios. Es a Satanás a quien se ha legado el dominio de la Tierra. Pero, aun en estas circunstancias, debemos mantenernos firmes y confiar en la voluntad del Señor.
– ¿Eso crees, Martin? ¿Crees que ésta es la voluntad del Señor?
Martin hizo una pausa para escoger sus palabras con precaución.
– Jim, si me estás preguntando si creo en Dios, la respuesta es sí. Sí, creo. Pero lo que es más importante: creo que todas las cosas, buenas y malas, tienen su razón de ser. Pese a lo que hayas podido oír, Dios no provoca las cosas malas. Un tornado no es obra de Dios, pero su amor y su poder nos dan la fuerza para recuperarnos tras él. Y es ese mismo amor el que nos hará salir de ésta. Creo que hemos sido salvados por una razón.
– Yo sí tengo una razón, desde luego -respondió Jim, poniéndose en pie-. Mi hijo está vivo y tengo que llegar a Nueva Jersey para salvarlo. Gracias por la comida y el refugio, reverendo. Y, sobre todo, gracias por haberme salvado el pellejo. Me gustaría pagarte, si me lo permites. No tengo gran cosa, pero hay unas latas de sardinas de sobra y Tylenol en la mochila…
– ¿Tu hijo está vivo? -repitió Martin-. ¿Cómo puedes estar seguro? Nueva Jersey está muy lejos.
– Me llamó ayer por la noche al móvil.
El anciano lo miró como si estuviese loco.
– ¡Sé que suena raro, pero ocurrió! Está vivo, escondido en el ático de mi ex mujer. Tengo que reunirme con él.
Martin se levantó lentamente del banco.
– Entonces te ayudaré.
– Gracias, Martin, de verdad que lo agradezco, pero no puedo pedirte algo así. Tengo que moverme deprisa, y no quiero…
– Tonterías -interrumpió el predicador-. Me has preguntado sobre la voluntad de Dios y el significado de todo esto. Bueno, pues fue su voluntad que recibieses esa llamada, como fue su voluntad que estuvieses vivo para recibirla. Y también es su voluntad que te ayude.
– No puedo pedirte que hagas algo así.
– No me lo estás pidiendo tú. Me lo está pidiendo Dios.
– Martin dio un pisotón y después, más calmado, le dijo-: Es lo que me dicta mi corazón.
Jim se quedó mirándolo sin pestañear. Entonces esbozó, lentamente, una sonrisa.
– De acuerdo -dijo, ofreciéndole la mano-. Si es la voluntad de Dios y todo eso, supongo que no puedo interponerme.
Se estrecharon la mano y volvieron a sentarse.
– Bueno, ¿cuál es el plan? -preguntó Martin.
– Necesitamos un vehículo. Supongo que en la iglesia no hay ninguno que pueda utilizar, ¿no?
– No -dijo Martin mientras negaba con la cabeza-. Por eso se marchó John, para recuperar su camioneta. Pero en las calles y las entradas a los garajes hay de sobra.
– Supongo que un religioso no sabrá hacer un puente.
– No, pero hay un concesionario al lado de la autopista 74. Podríamos conseguir uno allí, con las llaves y todo.
– Me parece bien -respondió Jim, pensativo-. ¿Cuándo podemos ponernos en marcha? No quiero perder más tiempo.
– Nos iremos esta noche -dijo Martin-. Estas cosas no duermen, pero nos ocultaremos mejor en la oscuridad; así es como he evitado que me descubran hasta ahora. Hago poco ruido, los tengo vigilados durante el día y duermo de noche: las tablas de las ventanas tapan la luz de las velas y he tenido cuidado de no darles motivos para curiosear.
– Bueno, a ver si dura la suerte.
– Ya te lo he dicho, Jim, no es suerte: es Dios. Sólo tienes que pedirle lo que necesites.
Jim empezó a colocar las balas en el cargador.
– En ese caso, reverendo Martin, voy a pedir un tanque.
– ¿Pueden conducir? -preguntó Martin, atónito.
Jim extendió el mapa en el púlpito que se encontraba ante él.
– Los que vi la última noche podían, eso desde luego. También pueden disparar y usar herramientas; pueden hacer lo mismo que tú y yo, pero un poco más despacio. Ésa es nuestra única ventaja.
– Vi uno hace una semana -dijo Martin mientras daba cera a las botas para impermeabilizarlas-. Era Ben, el hijo de Mike Roden, el gerente del banco. Ben llevaba un monopatín: no iba subido a él, pero lo llevaba igualmente, como si estuviese planeando montarse si encontraba un sitio apropiado. Pensé que sería una especie de instinto rudimentario, un recuerdo de su vida.
– Son más que recuerdos, te lo garantizo -dijo Jim. Después hizo una pausa. Se acordó del sótano y de lo que le dijeron el señor Thompson y Carrie. Una parte de ellos, la parte física, era gente que había conocido y amado. Pero había algo más. Había algo… viejo en su interior. Algo antiguo.
Y muy, muy malvado.
«Estuve allí -le dijo el cadáver del señor Thompson, refiriéndose a la guerra-. Bueno, YO no, claro. Pero este cuerpo sí. Veo sus recuerdos.»
– No creo que estos zombis sean la gente que conocemos.
– Pues claro que lo son, Jim. Esta mañana disparé a Becky Gingerich, había sido nuestra organista durante siete años.
Frustrado, Jim buscó las palabras adecuadas para expresar lo que estaba pensando. ¡Era un obrero de la construcción, joder, no un científico!
– Los cuerpos siguen siendo los mismos en el exterior, sí, pero creo que lo que les hace volver es algo más, una fuerza o algo así.
Las burlas del zombi volvieron a su mente: «Somos lo que antaño fue y lo que vuelve a ser. Vuestra carne es nuestra. Cuando vuestra alma os abandona, nos pertenecéis. Os consumimos. ¡Os habitamos!».
Jim le contó a Martin cómo había huido del refugio. Hizo una pausa cuando tuvo que hablar de Carrie y el bebé y después terminó, tragando saliva.
– Es como si poseyesen nuestros cuerpos después de morir, como si tuviesen que esperar a que nuestras almas los abandonasen o algo así.
El anciano asintió pacientemente.
– Demonios.
– Puede -concluyó Jim-, pero nunca me he tomado esas cosas en serio.
– Los muertos vagan por la Tierra, Jim. ¿Qué podría ser más serio que eso?
– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -Jim dio un palmetazo sobre el púlpito-. Pero si son demonios, ¿no podríamos tirarles agua bendita, o exorcizarlos o algo así? ¡No sabemos nada de ellos! ¿Por qué siguen caminando aunque los cosas a balazos pero si les das en lo que queda de cerebro los dejas secos? Nos devoran, ¿pero es para alimentarse o sólo porque son unos sádicos? ¡Sus cuerpos no dejan de pudrirse, se les cae la carne de los huesos, y sin embargo siguen moviéndose!
Se detuvo, sorprendido por su propio arrebato. No se dio cuenta de que había estado llorando hasta que notó la humedad en su mejilla.
– Lo siento, reverendo -se disculpó-. Es que estoy muy preocupado por Danny.
– No tengo las respuestas, Jim. Ojalá las tuviese. Pero puedo asegurarte que Dios sí tiene las respuestas y que con su fuerza prevaleceremos. ¡Salvaremos a tu hijo!
Jim asintió y volvió a mirar el mapa. En su fuero interno deseaba creerlo.
Una hora después estaban listos, discutiendo el plan por última vez.
– Sigo pensando que deberíamos evitar las poblaciones grandes -dijo Martin-. Cuanta más gente viviese en una ciudad, más zombis habrá por la zona. Tendremos que movernos por carreteras secundarias.
– Estoy de acuerdo -respondió Jim-, y si sólo fuésemos tú y yo, sugeriría que nos marchásemos a lo alto de una montaña. Pero cuanto más tardemos, menos posibilidades tendrá Danny. A excepción de los Apalaches, toda la Costa Este está muy poblada, pero si nos movemos por las autopistas, evitaremos el centro de las ciudades, grandes o pequeñas. Y si esas cosas están desplazándose y conduciendo, nos será más fácil adelantarlas en una autopista que ya conozco que en una carretera secundaria de mala muerte.
»Así que -continuó- llegamos al concesionario Chevrolet, conseguimos un coche y comprobamos si hemos llamado mucho la atención. Si no tenemos compañía, hacemos una parada rápida en el centro comercial de al lado, nos abastecemos en la sección de artículos deportivos y nos ponemos en marcha. ¿Te parece bien?
– No mucho -dijo Martin, sonriendo-, pero no tengo ninguna alternativa mejor.
Jim le devolvió la sonrisa.
– Vamos.
Se dirigieron hasta la puerta, movieron el banco, abrieron los cerrojos y se adentraron en la noche.
La calle estaba vacía.
Cruzaron la calle sigilosamente y se fundieron con las sombras. Martin iba delante: a Jim le sorprendió la velocidad y resistencia del anciano. Se escabulleron entre las casas, procurando alejarse de la luz de la luna y de las pocas zonas en las que las farolas aún funcionaban. Martin lo condujo a través de varios patios traseros, una pequeña zona boscosa, una cancha de béisbol y alrededor de una cloaca.
En algunas ocasiones avistaron u oyeron a los no muertos, pero permanecieron ocultos hasta que pasó el peligro.
Al final, tras salir de un maizal, llegaron al concesionario. El negocio compartía la salida de la autopista con un pequeño centro comercial y varios restaurantes de comida rápida. Las fantasmagóricas luces de sodio bañaban los aparcamientos con un brillo amarillento.
– Parece que está desierto -susurró Martin-. ¿Crees que es seguro?
– Creo que ya nada es seguro, reverendo -dijo Jim con gesto adusto-, pero no tenemos otra opción.
Avanzaron a través del aparcamiento agazapados entre las hileras de vehículos nuevos. Unos cuantos coches mostraban signos de vandalismo -una lima rota, varias ruedas pinchadas-, pero la mayoría parecían recién salidos de fábrica. Los carteles y las pegatinas de los parabrisas prometían «FINANCIACIÓN AL 0%», advertían, «¡¡SÓLO DURANTE DOS DÍAS!!», y rogaban «LLÉVAME A CASA».
Un todoterreno negro llamó la atención de Jim.
– ¿Qué tal ése?
– La verdad es que nos vendría bien -coincidió Martin-. ¿Pero cómo vamos a ponerlo en marcha?
– Sígueme y te lo enseñaré -le dijo Jim-. Mi amigo Mike vendía coches y siempre dejaba las llaves en el mismo sitio.
Jim pasó un minuto entero mirando el número de referencia de la pegatina, memorizándolo a base de repetirlo una y otra vez. Luego se dirigieron hacia la sala de exposición.
Oyeron un siseo a sus espaldas. Luego otro. Luego muchos más.
– ¿Pero qué coño?
Se dieron la vuelta y algo pequeño, negro y peludo se lanzó contra ellos con un bufido. Se echaron atrás, chocando contra la puerta del garaje, y el disparo de la escopeta de Martin partió al gato por la mitad.
Otros tres felinos no muertos avanzaron hacia ellos. Su pelo estaba cubierto de sangre seca y costras. Uno arrastraba sus inútiles entrañas tras de sí.
Los zombis felinos empezaron a recogerse hacia atrás, listos para saltar.
Martin los contemplaba incrédulo.
– ¡Son gatos!
– ¡Son zombis, Martin! ¡Dispara a esos cabrones!
Abrieron fuego y acabaron con dos mientras se preparaban para atacar. Bufando, el tercero corrió bajo un coche y salió disparado por el otro lado. Martin volvió a disparar y Jim levantó la mano, instándole a detenerse.
– ¡Olvídate de él! Si los disparos no han alertado al pueblo entero de que estamos aquí, lo hará esa bola de pelo. ¡Será mejor que encontremos las llaves ahora mismo!
– Hasta los animales -dijo Martin, hiperventilando-. Dios mío, Jim, no tenía ni idea.
– Se me olvidó contártelo. Y también siento lo de mi vocabulario.
– No hace falta que te disculpes, estábamos en medio de una batalla. -El anciano recargó la escopeta-. Además -dijo mientras me hacía un guiño-, he dicho cosas peores.
– ¿Cómo va la tarde, chicos?
Los dos hombres dieron media vuelta mientras la puerta de cristal se abría. Un zombi caminó hasta el aparcamiento. Sonrió, revelando sus encías ennegrecidas y su lengua grisácea. Varias larvas de mosca se revolvían en su nariz. La camisa -que en su día fue blanca- y el descuidado traje gris estaban manchados con los fluidos del cadáver. Una corbata colgaba ladeada de su cuello.
– Mierda -Jim levantó la pistola.
– Venga, hombre -dijo el zombi-. No hace falta llegar a esos extremos. Dime, ¿puedo convencerte de que te lleves un coche?
– No, gracias -dijo Martin con voz temblorosa-. Sólo estábamos echando un vistazo.
Jim disparó y la bala se hundió en el pecho de la criatura. Dio otro paso hacia ellos.
– Bueno, entonces la pregunta será qué puedo hacer para meter a un par de amigos dentro de vosotros.
Se agachó un segundo antes de que Jim volviese a disparar. Se inclinó hacia la izquierda, saltó hacia delante y agarró a Martin del muslo. El reverendo se echó atrás, asustado.
– Ñam, ¡carne negra!
El tercer disparo de Jim atravesó de sien a sien la cabeza del zombi, que cayó de bruces contra el parachoques de un camión que se encontraba frente a ellos.
– ¡Vamos!
Echaron un vistazo a la sala y entraron con cuidado en el edificio. Jim encontró en seguida lo que estaban buscando: una caja atornillada a la pared, justo al lado de la mesa del gerente de ventas.
– A ver si hay suerte.
Disparó al cerrojo y ambos se agacharon de golpe cuando la bala rebotó en el cierre de metal y salió disparada contra el archivador.
– ¡Joder! Sí que es duro. Pensé que podríamos abrirlo de un tiro.
– Puede que tenga la llave -dijo Martin, apuntando al cadáver al que habían disparado.
– Puede -respondió Jim-. Ve a echar un vistazo, debería ser pequeña y redonda. Yo iré a mirar por la tienda.
Jim desapareció y Martin se quedó callado, viéndolo marchar.
Volvió fuera y contempló al zombi. Seguía en la misma posición en la que había caído.
– El Señor es mi pastor -recitó Martin a medida que se acercaba hasta quedar justo encima de él. El hedor era insoportable. Algo se removió bajo la piel de su antebrazo, abriéndose camino a través de la carne.
Martin tomó aire y se agachó hasta tener a la criatura al alcance de la mano.
Las luces se apagaron, sumiendo el aparcamiento en la oscuridad.
Martin gritó y tropezó hacia atrás. Oyó a Jim gritar, tan sorprendido como él. Algo retumbó en el concesionario. El edificio había quedado a oscuras, al igual que el centro comercial y los restaurantes.
– ¿Jim? -preguntó mientras corría de vuelta al interior-. ¡Jim! ¿Estás bien?
– Estoy bien. -Jim volvió a aparecer en la sala-. Parece que se ha ido la corriente. ¿Será sólo aquí o en toda la zona?
– No lo sé, pero si ese gato y los disparos no han atraído su atención, seguro que esto sí lo hace. Tenemos que irnos, pero no he encontrado la llave.
– No pasa nada -dijo Jim, blandiendo una palanqueta-. Yo sí.
Empezó a hurgar en el cerrojo. Romperlo resultó ser más difícil de lo que pensaba, y pasaron diez minutos hasta que consiguió quebrarlo.
– ¡Mierda!
– ¿Qué pasa?
– ¡Se me ha olvidado el número! ¡Después de todo el follón, se me ha olvidado! Sal fuera y tráemelo, pero ten cuidado.
Cogió un bloc de notas y un bolígrafo del escritorio y se los lanzó.
Musitando otra oración silenciosa, Martin cruzó el aparcamiento hasta llegar al todoterreno. Ahora que las luces habían dejado de funcionar, era difícil leer la pegatina, y sus ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad. Tras haberlo descifrado, garabateó el número y volvió corriendo a la sala.
A mitad de camino, en el aparcamiento, volvió a percibir aquel olor. Como el del zombi que acababan de matar, pero más fuerte.
Mucho más fuerte.
Martin entró corriendo en el edificio.
Apareció de golpe en la sala con los ojos abiertos de par en par.
– ¡KLKBG22J4L668923!
Jim rebuscó aquel número entre las llaves.
– ¿Cuáles eran los últimos cuatro números?
– ¡8923! Pero…
– Espera un momento.
– Hay algo más, Jim.
– Espera un poco… ¡listo! -Su sonrisa se esfumó en cuanto vio el rostro del predicador-. ¿Qué pasa?
– Huele el aire un segundo -le dijo Martin-. ¿No lo hueles?
Jim inhaló profundamente y el hedor le dio ganas de vomitar.
– Jesús, ¿pero qué es eso?
– ¡Ya vienen!
Corrieron por el aparcamiento y llegaron al vehículo en el instante en el que unos cuantos zombis se adentraban en las hileras de coches. Del maizal y de los aparcamientos adyacentes surgieron sendos grupos de zombis, y docenas más emergieron del centro comercial.
Al verlos, los zombis profirieron un grito horripilante y empezaron a correr torpemente hacia ellos.
– ¡Es hora de irse! -gritó Jim mientras pulsaba el botón del mando a distancia que colgaba del llavero.
– ¡Mierda!
– ¿Y ahora qué pasa? -preguntó Martin, contemplando horrorizado cómo los zombis seguían acercándose.
– ¡Es uno de esos sistemas de cierre centralizado y las pilas de este cacharro están agotadas!
Un zombi con pantalón de peto y tirantes estuvo a punto de alcanzarlos. Se detuvo a menos de cinco metros y levantó la horca que sostenía en su mano, agitándola hacia ellos.
– ¡Rendíos, humanos! ¡Nuestros hermanos esperan ser liberados! Rendíos ahora y os prometemos que terminaremos rápido.
Jim respondió con un disparo a la cabeza. La criatura se desmoronó entre gorjeos y el resto avanzó corriendo.
Martin levantó la escopeta y reventó la ventanilla del copiloto. Apartó los cristales rotos con la culata y se coló por el agujero. Sus articulaciones crujieron y protestaron.
Jim escogió sus objetivos con mucho cuidado: esperaba a que estuviesen lo bastante cerca, apuntaba a la cabeza y disparaba.
– ¡Date prisa!
Martin se dejó caer en el asiento y sintió que algo se había desencajado en su espalda. Se revolvió mientras un dolor sordo le recorría toda la columna de arriba abajo. Apretando los dientes, agarró la manija y abrió la puerta.
Docenas de criaturas se adentraron en el aparcamiento y los refuerzos se acercaban cada vez más. Jim acabó con otros dos y saltó al interior del vehículo, tirando la mochila al asiento que había entre ellos. Metió la llave en el contacto y la giró. El motor volvió a la vida con un ronroneo. Jim pisó el acelerador a fondo y el vehículo apenas avanzó un par centímetros antes de pararse en seco, impulsando a sus ocupantes hacia delante.
El todoterreno protestó, negándose a avanzar.
Un par de brazos moteados atravesaron la destrozada ventana y agarraron a Martin.
– ¡El freno de emergencia! -gritó mientras encañonaba al zombi en la barbilla. Apretó el gatillo en el instante en que se lanzaron hacia delante y el rugido de la escopeta los ensordeció a ambos.
Otro zombi saltó hacia ellos, poniéndose justo enfrente del vehículo; Jim pisó a fondo y lo atropelló. La criatura, que no paraba de maldecir, chocó contra el parachoques y quedó tendida en el suelo, hecha trizas. El impacto les hizo dar un bote y otra punzada de dolor recorrió la espalda de Martin. Con los ojos llorosos, pudo observar cómo iban adelantando a los no muertos. Jim dirigió el todoterreno hasta la vía y se incorporó a la autopista.
– Anda -rió Jim señalando la carretera-. ¡Mira quién es!
El gato que había escapado antes se quedó paralizado ante los focos. Un segundo después era aplastado bajo las ruedas con un suave crujido. Jim echó un vistazo por el retrovisor y lo vio hecho pedazos en la carretera.
Martin se quejó, dolorido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jim, preocupado-. ¿Estás bien?
– No pasa nada -dijo con voz entrecortada mientras abría los ojos-. Me hice daño en la espalda cuando me metí por la ventana, nada más. Ya no soy tan joven.
Jim se inclinó hacia delante y puso en marcha el agua del parabrisas, que roció el cristal hasta dejarlo limpio de sangre.
– Tengo analgésicos en la mochila, sírvete.
– Que Dios te bendiga -suspiró Martin mientras abría la cremallera. Empezó a buscar en el interior, removiendo el contenido en busca del frasco. Cerró los dedos en torno a una fotografía, la sacó y se quedó contemplándola.
– ¿Es tu hijo? -preguntó.
Jim echó un vistazo. Martin estaba sujetando la foto del refugio, en la que salían ambos con el trofeo de los carricoches.
– Sí -respondió en voz baja-. Es mi hijo. Es Danny.
Se adentraron en la noche.