– Esto no me gusta -dijo Skip.
– No tiene que gustarte -bufó Miccelli-. Sólo tenemos que tener la boca cerrada y hacer lo que nos han ordenado.
Tres zombis surgieron de un callejón y se dirigieron rápidamente hacia ellos. Skip apuntó con la Beretta, pero el otro soldado se le adelantó.
– ¡Míos! -gritó Miccelli mientras descargaba su M-16 sobre las criaturas, que cayeron sobre la acera.
– Joder, tío -continuó Skip-. No puedo seguir viviendo con esto, en serio. ¡No está bien!
Un pastor alemán al que le faltaban las patas traseras se arrastró hacia ellos. Tenía el pelo cubierto de sangre seca. Le seguía una niña de unos nueve o diez años que arrastraba sus intestinos tras ella y en cuyo vestido se secaban los restos de otros muchos órganos.
– ¡Míos! -dijo Skip. Apuntó con mucho cuidado y acertó en las cabezas de ambos con sendas balas de nueve milímetros.
El fragor de la batalla resonaba en las calles que había a su alrededor.
– ¿El qué no está bien? ¿Disparar a zombis? Tío, estás jodido de la cabeza.
– Disparar a zombis no, gilipollas -respondió Skip-. Hablo de eso -dijo mientras apuntaba con el pulgar tras de sí, señalando a los remolques que circulaban lentamente en formación tras los Humvees, los transportes ligeros Bradley y el tanque.
– Es lo que quiere el coronel Schow, así que eso es lo que…
Una explosión le interrumpió: Warner había usado su lanzagranadas M203 para reventar el escaparate de una ferretería.
– ¡Todos al saqueo! -animó al resto antes de introducirse en el edificio con el arma lista. Blumenthal le siguió. Skip oyó cómo se reían mientras arramblaban con todo.
Hubo una tregua en aquel combate callejero y Skip echó un vistazo a los cargadores de su M-16 y su pistola.
– Ten cuidado con lo que dices -le susurró Miccelli al oído-. ¿Te acuerdas de lo que les pasó a Hopkins y Gurand?
Skip asintió. Hopkins y Gurand habían cuestionado las órdenes del coronel en demasiadas ocasiones. El capitán McFarland los pilló a ambos intentando desertar y fueron despachados rápidamente, sin el beneficio de una audiencia o un tribunal militar. El coronel Schow los mandó crucificar a ambos, tras lo cual obligó a toda la unidad a ver cómo una bandada de pájaros no muertos se los comían pedazo a pedazo.
Por lo que a Skip respectaba, habían tenido suerte. Lo de Falker había sido mucho peor.
El soldado de primera clase Falker se había enamorado de una de las prostitutas del campamento, aunque ésta no le correspondía. Cuando se convirtió en propiedad personal del coronel Schow, Falker intentó asesinarlo y fracasó.
Una vez detenido, el coronel Schow ordenó que se taladrase un agujero en el muro de un pequeño cobertizo de herramientas. Desnudaron a Falker y lo crucificaron a una de las paredes, de modo que su pene asomase por el agujero mientras el resto del cuerpo permanecía en el exterior. Después, acorralaron a unos cuantos zombis y los encerraron en el cobertizo.
Las criaturas tardaron unos minutos en descubrir aquel apetecible colgajo: Falker se retorció de dolor y gritó con toda su alma mientras lo devoraban. Después, los zombis intentaron conseguir más comida a través del agujero, pero sólo consiguieron rasgar algunos jirones de piel de aquel miembro mutilado.
Falker siguió clavado a la pared, desangrándose hasta morir. Después, el sargento Miller le disparó en la cabeza antes de que fuese reanimado.
Satisfecho al comprobar que todavía le quedaba munición, Skip supervisó el perímetro. Los sonidos de la batalla estaban extinguiéndose, reemplazados por el crepitar del fuego y los gemidos de los heridos y moribundos. El cadencioso ritmo de una calibre cincuenta se impuso sobre éstos cuando Lawson acabó con unos pocos zombis rezagados desde la cabina del Humvee.
El sargento Ford y los soldados de primera clase Kramer y Anderson se dirigieron hacia ellos mientras encañonaban a un par de mujeres esposadas. Dieron un rodeo para esquivar un cadáver destrozado que yacía en mitad de la carretera: un transporte Bradley le había aplastado el tren inferior y un brazo. Negándose a claudicar, extendía el brazo que le quedaba hacia ellos.
Las mujeres gimieron aterradas, abrazándose la una a la otra. Una larga ráfaga del M-16 de Kramer destrozó lo que quedaba de aquel cadáver retorcido.
– Muy bien -dijo Miccelli mirando lascivamente a las cautivas-. ¿Dónde las ha encontrado, sargento Ford?
– Estaban escondidas en el baño de una cafetería a cuatro calles de aquí. Y ya nos las hemos adjudicado, ¡así que ni lo pienses!
– ¿Cuál es la situación? -preguntó Anderson.
– Warner y Blumenthal están ahí -dijo Miccelli señalando a la ferretería-, y Wilson y Robertson están muertos. Fueron calle abajo y unos zombis los emboscaron. Hicieron pedazos a Wilson, ni siquiera dejaron lo bastante como para que pudiese volver a andar, como acostumbran. Robertson todavía estaba vivo cuando le abrieron el estómago en canal, así que se metió la Beretta en la boca. No pudimos hacer nada, eran demasiados.
Ford pateó el bordillo de la acera e hizo una mueca de frustración.
– Román también está muerto. Thompson y él iban delante y cayeron en una emboscada. Alucino con lo bien que pueden llegar a calcular los muy cabrones.
– Sargento, ¿Thompson está bien? -preguntó Miccelli.
Su corpulento compañero negó con la cabeza.
– En el mejor de los casos, perderá una pierna. Cuando nos marchamos estaba rogándole al médico que le pegase un tiro. Supongo que si él no lo hace, lo hará el propio Thompson en cuanto tenga la oportunidad.
Kramer avistó un cuervo solitario que los observaba desde un poste de teléfonos. Con un rápido movimiento, disparó hacia él. Un montón de plumas negras cayó flotando hasta el suelo.
– Creo que ése estaba vivo -musitó Anderson.
– Bueno, pues ya no.
– Estás callado como una tumba, Skip -observó Ford.
Skip se revolvió y miró al sargento a los ojos con prudencia. Todos estaban mirándole a él y Miccelli le lanzó una callada advertencia con el ceño fruncido.
– Lo siento, sargento -mintió-. Estaba pensando en el pobre Thompson. Fuimos al mismo campamento de reclutas.
La verdad era que había estado observando a las dos mujeres cautivas. Saltaba a la vista que eran madre e hija, y aunque los recientes acontecimientos les habían pasado factura, seguían siendo muy atractivas. La primera noche en el picadero iba a resultarles muy dura. Y sería aún peor cuando llegasen de vuelta a Gettysburg.
Skip sentía una creciente rabia en su interior. Se imaginó a sí mismo acribillando a sus compañeros y escapando con las mujeres. Pero no serviría de nada: estarían muertos en cuestión de minutos, e incluso aunque consiguiesen escapar, serían capturados y correrían la misma suerte que Hopkins, Gurand y Falker.
Incluso si evitasen ser capturados, ¿qué iban a hacer? Resignado, llegó a la misma conclusión de siempre: la seguridad radicaba en el número, y eso era precisamente lo que le aportaba su unidad. Estaba atrapado.
– Súbelas al camión -le ordenó Ford a Kramer.
– Asegúrate de que las laven bien. Partridge ha conectado la manguera al depósito de agua de la ciudad; no se cuánta potencia tiene, pero procura no dejarlas peor de lo que están ahora.
Kramer condujo a las aterradas mujeres hacia los camiones.
Miccelli apuntó al final de la calle.
– Aquí viene Capriano. ¡Parece que está herido!
El hombre se dirigió renqueando hacia ellos, arrastrando la pierna derecha. Cuando estuvo más cerca, Skip se fijó en que tenía el pie del revés, con los dedos apuntando hacia atrás, al camino por el que había venido. No emitió ningún sonido a medida que se acercaba.
– ¡No te muevas, Capriano! -dijo Anderson mientras se dirigía corriendo hacia él-. Te conseguiremos…
El soldado herido apuntó con el M-16 y apretó el gatillo. Las balas golpearon a Anderson en el pecho y salieron por la espalda. Ford, Miccelli y Skip se echaron cuerpo a tierra y devolvieron el fuego por instinto. Capriano se agitó violentamente bajo los disparos y cayó de espaldas. Después de disparar una ráfaga descontrolada al cielo, se quedó quieto.
– ¡No parecía que estuviese muerto! -gritó Miccelli.
– Pues si antes no lo estaba, ahora sí -dijo Ford, apretando los dientes. Su ráfaga había acertado a su objetivo en la boca, destrozando su cara hasta casi desintegrarla de mandíbula para arriba.
Skip corrió hasta Anderson mientras pedía un médico a gritos, pero en cuanto llegó a su lado vio que no serviría de nada. Tenía el pecho destrozado y húmedo, y la mirada de sus ojos vidriosos, perdida.
Ford también se acercó. El sargento sacó su pistola y disparó al fallecido en la cabeza sin inmutarse.
– Reagrupémonos -ordenó-. ¡Warner! ¡Blumenthal! ¡Nos vamos!
La gravilla crujió bajo sus botas conforme se alejaba.
Miccelli desató el cinturón de Anderson y empezó a rapiñar su equipo.
– Eh, Skip, ¿quieres sus botas?
– No, puedes quedártelas.
– ¿Y estos cargadores? Si los quieres, son tuyos. -Sacó una navaja de muelle de uno de los bolsillos del pantalón de Anderson y silbó con alegría-. Mola.
Skip se dio la vuelta y se marchó.
No quería que Miccelli le viese llorar, o que notase la rabia que proyectaban sus ojos.
Hubo un tiempo en que habían sido la unidad de infantería de la Guardia Nacional de Pensilvania. En que eran héroes orgullosos.
Skip ya no sabía qué eran, pero estaba convencido de que no eran héroes.
Cuando tuvo lugar el colapso y los muertos empezaron a volver a la vida, los destinaron a Gettysburg. Al igual que el resto de unidades de la Guardia enviadas a varios pueblos y ciudades, su misión era proteger a los ciudadanos, cuidar de ellos y evitar que las criaturas se multiplicasen hasta que el gobierno diese con un modo de solucionar la situación.
Fracasaron, y no tardaron mucho tiempo en hacerse a la idea de que el gobierno no iba a solucionar el problema porque el gobierno ya no existía. Las noticias -por aquel entonces los medios de comunicación todavía operaban- habían emitido una cinta en la que se veía al presidente devorar al secretario de estado durante una rueda de prensa. El presidente apareció de golpe, sin que la cámara llegase a captar de dónde, escupiendo obscenidades y luchando con su víctima. La cámara acercó la imagen hasta captar una grotesca escena: el presidente hundió los dientes en el brazo de su presa atravesando la manga del traje a medida hasta la carne que había debajo. Un agente de su servicio secreto desenfundó su arma y apuntó al comandante en jefe no muerto, pero, antes de llegar a disparar, fue abatido por un compañero. El resto de agentes empezó un tiroteo y los reporteros huyeron en desbandada. Fue un caos.
El vicepresidente, según informaron, murió de un ataque al corazón tras la conferencia de prensa. Nadie dijo qué medidas se habían tomado para que no se volviese a alzar.
Horas después, un alto cargo (había distintos rumores sobre su identidad: algunos decían que era el secretario de defensa, y otros, un general renegado) ordenó que se bombardeasen la Casa Blanca y el Senado desde el cielo, ya que era evidente que estaban tomados por zombis. Aquello dio lugar a enfrentamientos aislados entre varias unidades del ejército en Washington y los alrededores, y, tras la pérdida del Pentágono, los combates se extendieron como la pólvora.
Skip había oído historias aterradoras como la del capitán del U.S.S. Austin, un barco de transporte con más de cuatrocientos marineros y doscientos marines a bordo. Ordenó ejecutar a toda la decimocuarta unidad anfibia de marines, que por aquel entonces se encontraba a bordo de su navío en el Atlántico norte, tras acusarles de haberse amotinado. Ambos bandos lucharon a muerte y Skip oyó que los marineros hicieron caminar por la tabla a los marines que sobrevivieron.
También ocurrió en otros países. Le sorprendía que no se hubiese lanzado ningún misil nuclear, aunque había oído rumores de un intercambio limitado de ataques nucleares entre Irán e Irak y entre India y Pakistán, pero nada confirmado.
Tras semanas de combates, el diezmado ejército empezó a organizarse en grupos enfrentados cada vez más grandes. El coronel Schow mantenía un contacto esporádico con el general de la Costa Oeste Richard Dumbar a través de un puesto de mando en Gettysburg; éste había lanzado una ofensiva para controlar el norte de California, eliminando a zombis y enemigos por igual. Hasta había conseguido organizar varias milicias ciudadanas por todo el estado, y estaba utilizando la alianza para expandirse hacia otros estados. Schow tenía un plan parecido para Pensilvania, así que ambos compartían información con regularidad.
Skip los había escuchado hablar por la radio: después de que Schow informase al general de sus recientes progresos y victorias, la voz -que sonaba igual que la de Marlon Brando en Apocalypse Now- repetía «Dick está satisfecho» una y otra vez, como un mantra.
Skip pensó que lo más probable era que estuviese loco. Como Schow.
Todos estaban locos. Tenías que estarlo si querías sobrevivir.
Gettysburg era segura. La ciudad estaba libre de no muertos y se dispuso con rapidez de aquellos que habían fallecido por enfermedad, heridas o causas naturales, incinerando sus cuerpos después.
Después de la operación de barrido y purga inicial, colocaron alambre de espino en torno a una gran parte de la ciudad y plantaron minas en los alrededores, en los campos en los que se había desarrollado la guerra civil. Estas medidas demostraron ser muy poco efectivas contra los muertos vivientes: las hordas de zombis atravesaban el alambre de espino, haciéndose trizas sin la menor preocupación. Peor aún era el caso de aquellos que perdían las piernas por una mina para a continuación arrastrarse por el campo con los brazos en busca de una presa.
Al final se decidió que hubiese guardias por todo el perímetro para garantizar su seguridad. Se siguieron usando minas y alambre de espino porque constituían unos sistemas de alarma aceptables y para mantener a moteros y carroñeros a raya.
Los moteros nómadas y los renegados no eran los únicos problemas. Empezaron a llegar refugiados en tromba, atraídos por el falso rumor de que el gobierno había establecido un Pentágono secreto durante la guerra fría. A Skip siempre le resultó muy irónico todo aquello…: los civiles eran realmente idiotas si creían que el gobierno iba a dejar que aquella información estuviese al alcance de cualquiera. Aun así, no dejaban de llegar: buscaban orden y refugio, pero en su lugar se encontraron con los hombres de Schow.
Todavía estaban buscando una defensa eficaz contra las aves zombi y otras criaturas capaces de acceder a la zona segura. Las serpientes, roedores y otros pequeños animales no muertos también suponían un problema, pues podían pasar desapercibidos y colarse. Por ello, la mayor parte de la población se quedaba en casa todo el día.
«Tampoco es que tuviesen muchas opciones», pensó Skip.
Por orden del coronel Schow, cualquier civil -hombre, mujer o niño- que fuese visto portando un arma debía ser ejecutado de inmediato. No se hizo ninguna excepción, y tras unos cuantos ejemplos cualquier atisbo de disidencia desapareció.
Skip concluyó que tampoco es que los civiles tuviesen muchas razones para salir de sus casas. El casco antiguo de Gettysburg se había convertido en un campamento militar: el humo de los cubos de basura a los que habían prendido fuego congestionaba el cielo, y el aire estaba saturado con el olor de las letrinas y los cuerpos incinerados en las afueras de la ciudad. La basura se pudría en las cloacas pese a los esfuerzos por recogerla. Las calles estaban llenas de soldados en todo momento. No había servicios: el agua corriente y la electricidad eran cosas del pasado, aunque se facilitaron generadores para los cuarteles de los oficiales y para algunos soldados.
Que se concediese permiso a los ciudadanos para salir de sus casas no era motivo de celebración, exactamente. Los hombres aptos eran usados como esclavos, y aunque nadie utilizaba aquel término en voz alta -preferían hablar de «trabajadores»-, estaban obligados a cumplir con las tareas encomendadas. A la mayoría de soldados les satisfacía esta estructura, ya que eran otros quienes debían asumir el trabajo duro, como limpiar letrinas y ocuparse de los cadáveres.
Los civiles que se resistían eran destinados a tareas aún peores, la más famosa de las cuales consistía en servir de cebo. Cuando una patrulla se aventuraba en los campos y pueblos que rodeaban la ciudad, se llevaban a una docena de civiles con ellos. Se obligaba a uno de aquellos desgraciados a caminar por delante del grupo: así, cualquier zombi que se encontrase al acecho se abalanzaría sobre él, lo que daría a los soldados tiempo de sobra para reaccionar. Aquellos individuos usados como cebo se consideraban, simplemente, prescindibles.
Las mujeres eran utilizadas para «mantener alta la moral». En la mayoría de los casos esto significaba ser esclavas sexuales en el picadero, aunque a las ancianas y a las menos agraciadas se les permitía trabajar en el comedor y en otras tareas menores.
Las mujeres que se resistían sistemáticamente a entregar sus cuerpos eran utilizadas como cebo.
Lo que más asqueaba a Skip era la complicidad de la población civil. Su coraje estaba aniquilado, así que la mayoría aceptaba aquel estilo de vida. Algunos hasta parecían preferirlo. Unos pocos hombres habían demostrado ser especialmente aptos y pasaron a engrosar las filas de la unidad con un permiso para portar armas. A Skip le resultaban especialmente desagradables las mujeres que «disfrutaban» siendo objetos sexuales, putas del apocalipsis a las que no les importaba chupar diez pollas en una noche con tal de mantenerse sanas y salvas.
Apretó los puños.
¿Por qué no se rebelaban? Cuando la unidad estaba fuera, los soldados que permanecían en la ciudad estaban en clara inferioridad numérica. ¿Por qué aceptaban la situación como ovejas? Quizá no les gustaba la alternativa. O quizá tenían miedo.
Como él. Vivía con miedo, pero la idea de morir le aterraba.
En aquellos días, la muerte negaba cualquier opción de salir de sus fútiles vidas.
Durante el bachillerato, Skip estuvo saliendo con una gótica obsesionada con la muerte, hasta tal extremo que había intentado suicidarse varias veces. Aquello le cabreaba, y se culpaba a sí mismo, a sus padres, al instituto y a un montón de cosas; hasta que se dio cuenta de que suicidarse era parte de su fantasía, parte de su obsesión. Ansiaba saber qué había más allá.
Montado en el Bradley, escuchando el rugido de las orugas bajo sus pies, Skip se preguntó si seguiría viva y si seguiría ansiando saber qué había más allá.
El teniente segundo Torres apuntó en el mapa de carreteras a una ciudad llamada Glen Rock.
– Estamos aquí. El capitán González quiere que unos hombres hagan un reconocimiento de esta ciudad -señaló una pequeña población llamada Shrewsbury, ubicada en la frontera entre Pensilvania y Maryland-. El capitán dice que el coronel Schow quiere abandonar el campamento de Gettysburg para trasladarlo a una ubicación más segura. Debemos determinar si Shrewsbury cumple con los requisitos.
El sargento Miller asintió:
– Delo por hecho.
– Sargento Michaels, usted dirigirá otro escuadrón aquí -dijo Torres señalando York-. Insisto en que ésta sólo es una misión de reconocimiento: no se enfrenten al enemigo a menos que sean atacados, limítense a observar e informar. Mientras tanto, yo me ocuparé del resto de la unidad y los prisioneros e informaré a Gettysburg.
– El soldado de primera Anderson se viene conmigo -dijo Miller.
Michaels se aclaró la garganta.
– Anderson murió durante la escaramuza de esta mañana.
– Mierda -murmuró Miller. Se pasó la mano por el pelo: estaba sucio y graso, y hacía tiempo que dejó de lucir mi rapado militar-. Vale, pues entonces me llevo a Kramer.
– De acuerdo -respondió Torres-. Sargento Michaels, usted puede llevarse al sargento Ford.
– Muy bien. También quiero a Warner, Blumenthal y Lawson.
– ¡Y una mierda! -protestó Miller-. ¡Eso me deja con Skip, Partridge y Miccelli, y no confío en ese acojonado de Skip! Estoy convencido de que preferiría pegarnos un tiro por la espalda que pegárselo a un zombi. ¿No te has fijado en que nunca se folla a las putas? Creo que es marica.
– ¡Pues qué pena! Has elegido a Kramer, así que te quedas con ellos. ¡Yo no voy a cargar con todos los novatos!
– Ya basta -ladró el teniente-. ¡Ya tenéis vuestras órdenes, así que cumplidlas! Miller, si crees que el recluta Skip no quiere lo mejor para esta unidad y puedes demostrarlo, nos ocuparemos de ello. Hasta entonces, a callar.
El sargento Miller saludó, se encendió un cigarro y se marchó rápidamente.
– No te jode, el muy cabrón. ¿Quién se cree que es? Yo estaba patrullando en Atlanta después de los ataques terroristas cuando ese mamón todavía estaba en el instituto.
Después de barrer Glen Rock, acamparían en un almacén de municiones de la Guardia Nacional, tal como estaba planeado. El refugio estaba alejado del pueblo y la autopista y sólo se podía llegar a él conduciendo tres kilómetros por una carretera sin asfaltar que daba al bosque.
La munición estaba almacenada en unos búnkeres externos que parecían colinas de tierra, todos de idéntico tamaño y alineados en perfectas filas. Cada uno tenía en uno de los lados una puerta sobre la cual un cartel indicaba el tipo de munición que contenía. Una valla de seguridad rodeaba todo el complejo.
Los camiones estaban aparcados entre las laderas. Las puertas de uno de ellos se abrieron y se formó una fila de soldados que se extendía hasta la cabina.
Tiró la colilla al asfalto, la pisó con la bota y echó un vistazo a la fila.
– Tengo que echar un polvo antes de marchar.
Se acercó al Humvee al que estaban asignados los tres reclutas y aporreó la cabina. Poco después, un recluta con la cara cubierta de acné, recién salido del instituto a juzgar por su aspecto, abrió la puerta y se asomó al exterior.
– Quiero ver a Skip, Partridge y Miccelli.
– Partridge y Miccelli están en el picadero, sargento -dijo mientras señalaba al camión-. Pero Skip está dormido.
El sargento metió la cabeza en el habitáculo.
– Skip, despierta y coge tus cosas -gritó antes de dirigirse hacia el camión.
Skip se levantó, parpadeando a medida que se despertaba, y le siguió.
– Búscame al soldado de primera Kramer y luego esperadme en mi vehículo -le ordenó Miller-. Se nos ha asignado a una misión de reconocimiento a veinticinco kilómetros de aquí. Yo voy a por Partridge y Miccelli y a echar un polvo rápido; en cuanto termine, nos largamos.
Se abrió paso a codazos a través de la fila y subió al camión.
Skip se asomó al interior del Humvee y buscó sus armas.
Cinco asignados a la misión: Miller, Kramer, Miccelli, Partridge y él.
Cinco alejados del resto de la unidad.
«La seguridad radica en el número», pensó. Y sonrió.
A todos los efectos, era como si ya estuviese muerto. Saberlo le proporcionó una fría sensación de placer.
Mató de un manotazo a un mosquito y se preguntó si estaría vivo o muerto, pero luego decidió que tampoco es que hubiese mucha diferencia.
Esperó un poco y se fue a buscar a Kramer.