Capítulo 2

Lo primero que Baker notó era que el monte Rushmore hablaba en lenguas desconocidas. Lo segundo fue el brillo rojizo que emitían aquellos ojos de granito, atrayendo el helicóptero hacia el rostro de roca.

Intentando controlar el aparato, Baker le gritó a George Washington mientras éste susurraba obscenidades en multitud de idiomas.

Siguió escuchando aquella voz cuando despertó, levantándose bruscamente del escritorio sobre el que se había quedado dormido. El hule de sobremesa estaba cubierto de saliva seca, que tiró de su piel cuando se incorporó. Escuchó.

Las blasfemias procedían del fondo del pasillo.

De la cosa encerrada en la sala de observación número seis.

Parpadeó, aún inseguro acerca de qué estaba ocurriendo. Siempre se sentía confuso después de despertarse de un sueño. Echó un vistazo en derredor para que aquel entorno familiar fuese asentándose en la realidad.

Estaba en su oficina, a poco menos de un kilómetro de profundidad bajo Havenbrook. Sobre él, las puertas del infierno se habían abierto de par en par.

Y él ayudó a girar la llave.

Después de tres meses sin servicios de mantenimiento, la habitación guardaba un gran parecido con Afganistán. Había tazas de cerámica sucias, con posos secos y fríos de café; papeles, libros y diagramas esparcidos sin ningún orden por toda la habitación. Una papelera absolutamente desbordada vertía su contenido sobre el suelo. En la esquina, una mancha oscura en la parte de la alfombra sobre la que se derramó el contenido de la pecera.

Le recorrió un escalofrío al mirarla.

Experimentar con la pecera había sido idea de Powell. Llegaron a un punto en que, sin espécimen, su investigación se limitaba a especular sin nada sólido que estudiar. Los tres, Powell, Harding y Baker, se aislaron del resto del complejo después de que los últimos miembros del equipo huyesen. Se reunieron en la oficina de Baker, aireando su frustración y preguntándose si sería seguro salir a la superficie sin haber recibido ningún mensaje que transmitiese garantías de seguridad.

Powell sugirió, bromeando, que probasen con uno de los peces tropicales de Baker. La risa y el escarnio pronto se convirtieron en científica seriedad cuando Baker accedió. Sacaron a una de las coloridas mascotas con una red y observaron con frío desapego cómo saltaba y daba bocanadas en el asfixiante oxígeno. Baker lo sostuvo en su mano hasta que dejó de moverse. Entonces volvieron a dejarlo en la pecera, donde flotó hasta la superficie del agua salada como un auténtico cadáver.

Su comportamiento era sorprendentemente normal, a la par que decepcionante.

Tuvieron que pasar diez minutos -el resto de científicos ya se habían marchado a la sala a ver Astucia de mujer en vídeo por décima vez- para que el pez volviese a nadar.

Al principio, los chapoteos apenas llamaron la atención de Baker, centrado como estaba en la partida de solitario que se extendía por el escritorio. Cuando el chapoteo aumentó de volumen, echó un vistazo.

El agua se volvió progresivamente roja, con pequeñas nubes escarlata trazando remolinos entre las piedras de colores y el castillo de plástico, a medida que el pez muerto cazaba y devoraba a sus hermanos. Al principio, Baker contempló aquello con asombro. Después, haciendo acopio de valor, corrió por el pasillo y entró de golpe en la sala, resoplando.

Para cuando volvieron a la oficina, la matanza ya había terminado: en los minutos que tardó en reunir al resto, el pez había acabado con todos los seres vivos de la pecera. Tripas y escamas flotaban en torno a la carnicería.

– Dios mío -musitó Harding.

– Dios -matizó Baker- no ha tenido nada que ver con esto.

– Apuntó a la pecera con el dedo-. Esto es culpa del hombre, Stephen. ¡Es culpa nuestra!

Harding lo contempló en silencio, moviendo la boca sin emitir ningún sonido, tal como había hecho el pez antes. Powell se sentó en una esquina, llorando quedamente.

El pez reparó en ellos. Dejó de nadar y se los quedó mirando con evidente desprecio.

Baker estaba fascinado ante tal muestra de inteligencia.

– Mirad. Nos está estudiando como nosotros lo estudiamos a él.

– ¿Qué hemos hecho? -sollozó Powell-. La hostia puta, ¿pero qué hemos hecho?

– ¡Venga, Powell -estalló Hardind-, compórtate! Tenemos que aprender todo lo que podamos de esta cosa si queremos deshacer…

Su reprimenda se vio interrumpida de golpe por otro chapoteo. El pez empezó a escarbar, revolviendo la mugre del fondo de la pecera, y su visión quedó nublada. Desapareció, oculto tras una sinuosa cortina de sangre, heces y barro.

– Que alguien coja la cámara -gritó Baker-. ¡Tenemos que filmar esto!

Antes de que Baker se dirigiese a por ella, la mesita que sostenía la pecera se movió. El agua se derramó desde arriba, cayendo por los lados en ribetes carmesíes.

El pez retrocedió y volvió a lanzarse hacia delante, cargando una y otra vez contra la pared de la pecera. Embistió el cristal una y otra vez, ignorando el daño que se estaba causando a sí mismo.

Baker advirtió la calculada maldad que reflejaban sus ojos muertos.

Una red de grietas empezó a extenderse por el cristal, expandiéndose hacia los lados como una tela de araña. La mesita volcó y la pecera se precipitó al suelo. El cristal estalló, cubriendo a los presentes de pequeños cristales y agua salobre.

El pez cayó sobre la alfombra y empezó a avanzar a saltos hacia ellos. Baker se subió al escritorio apartando todos sus libros de golpe, mientras que Harding se retiró hacia la sala. Powell se quedó helado, temblando y arañando la alfombra mientras la criatura cubría la distancia que los separaba.

Pese a los gritos de terror de Powell, Baker escuchó los sonidos procedentes del pez, que se acercaba a las rígidas piernas del científico.

El pez estaba hablando.

No podía entender qué estaba diciendo, pero era evidente que hablaba con inteligencia.

La criatura saltó hacia la ingle de Powell, que gritaba muerto de miedo.

Baker saltó al suelo, aplastando el monitor del ordenador contra el pez. Golpe a golpe, aplastó a la criatura hasta que sólo quedó una mancha entre los cristales rotos.

No se dio cuenta de que estaba gritando hasta que sintió la mano de Harding en su hombro. Se miraron el uno al otro, sintiendo cómo el enorme peso de lo que acababan de liberar al mundo caía sobre ellos como una losa.

Esa noche, Powell se abrió las muñecas con un cuchillo de untar que cogió de la cafetería. Lo encontraron minutos después, cuando iban a verlo para administrarle un sedante.

Baker apartó la mirada de la mancha de la alfombra y cerró los ojos. Se pasó la mano lentamente por el pelo encanecido y lloró en silencio.

Al fondo del pasillo, el ser de la sala de observación número seis seguía despotricando.

Baker hurgó en el saturado cenicero hasta encontrar un cigarro a medio fumar. Entre lágrimas, acercó el mechero hasta el extremo aplastado y lo chasqueó.

Nada. No había llama. Ni siquiera una chispa. Y el mechero más cercano estaba a casi un kilómetro por encima de él, en un mundo que pertenecía a los muertos.

Tiró el mechero inútil al otro extremo de la habitación, donde golpeó un marco de cristal que colgaba de la pared. El periódico en su interior, que con tanto orgullo había sido expuesto, cayó al suelo.

Baker caminó con paso cansado y apartó el cristal roto agitando el periódico. Empezó a reír. El artículo era de ese mismo año.


«EL ACELERADOR, RODEADO DE CONTROVERSIA


»Por Jeff Whitman/Prensa asociada

»Un acelerador nuclear diseñado para replicar el big bang ha dado lugar a protestas por parte de un grupo internacional de físicos, políticos y activistas por miedo a que pueda causar daños en el planeta. Una teoría ha llegado a sugerir que podría formar un agujero negro que provocaría "perturbaciones en el universo" o incluso "desharía el tejido del espacio-tiempo".

»Los Laboratorios Nacionales Havenbrook (LNH), uno de los cuerpos de investigación más importantes del gobierno estadounidense, han empleado diez años y 985 millones de dólares en construir el Colisionador Relativista de Iones Pesados (CRIP) en Hellertown, Pensilvania, una zona rural cercana a la frontera con Nueva Jersey.

Este viernes se realizó con éxito una prueba, y las primeras colisiones nucleares están previstas para este mes.

»No obstante, el director de Havenbrook, Stephen Harding, ha formado un comité de físicos para investigar si tal proyecto podría salir desastrosamente mal. Harding recibió avisos de otros físicos referentes a que la capacidad de la máquina de crear strangelets, un nuevo tipo de materia compuesta de partículas subatómicas llamadas "quarks extraños", suponía un riesgo pequeño pero real.

»El comité se ocupará de valorar la posibilidad de que, una vez formado, un strangelet pueda desencadenar una reacción que convertiría todo cuanto tocase en materia extraña. El comité también determinará la poco probable posibilidad de que las partículas llegasen a alcanzar una masa suficiente como para formar un agujero negro. En el espacio, los agujeros negros generan intensos campos gravitacionales que absorben toda la materia que los rodea. La alta densidad resultante de las partículas en colisión también podría, en teoría, romper la barrera entre nuestra dimensión y otras.

»En el interior del colisionador se separan los electrones externos de átomos de oro, que son impulsados por unos tubos circulares de cuatro kilómetros en los que unos potentes imanes aceleran los átomos hasta el 99,9% de la velocidad de la luz. Los iones de los dos tubos viajarán en direcciones opuestas para incrementar la potencia de la colisión. Cuando lo hagan, generarán minúsculas bolas de fuego de materia superdensa: en estas condiciones, el núcleo atómico se evapora en un plasma de partículas aún más pequeñas llamadas quarks y gluones. Este plasma emite una lluvia de otras partículas a medida que se enfría.

»Entre las partículas que aparecen durante este proceso están los quarks extraños. Éstos han sido detectados en otros aceleradores, pero siempre unidos a otras partículas. El CRIP, la máquina más poderosa jamás construida, tiene la capacidad de crear quarks extraños independientes por primera vez desde el inicio del universo.

»El directivo de los NLH Timothy Powell confirmó que ha habido discusiones acerca de las posibilidades. William Baker, profesor de física nuclear y director científico del CRIP, dijo que las posibilidades de un accidente eran infinitesimalmente pequeñas, pero que Havenbrook tenía la responsabilidad de calcularlas antes de proceder. "La gran pregunta, por supuesto, es si nuestro planeta se desvanecería en un abrir y cerrar de ojos, o si cabría la posibilidad de dañar el tejido del espacio-tiempo. Pero es de todo punto improbable. No queremos 'crear agujeros hacia otras dimensiones', como se ha planteado. Queremos entender mejor el universo y nuestro lugar en él. El riesgo es tan minúsculo que no merece ni ser considerado."»


Baker estrujó el papel en su puño.

Al final del pasillo, en una habitación insonorizada con un refuerzo de treinta centímetros de acero y hormigón, la cosa que un día fue Timothy Powell gritaba en sumerio. Cada sílaba reverberaba por todo el complejo subterráneo y se filtraba hacia el mundo muerto que se encontraba encima de ellos.


* * *

Baker se frotó los ojos. La grabadora se encontraba ante él, en la mesa. Suspiró, apretó el botón de grabar y encendió la intercomunicación.

– Powell -musitó-, ¿pu… puedes oírme?

El cadáver de Powell estaba tirado en una esquina de la habitación. Levantó la cabeza, mirando al cristal. Baker percibió inteligencia en su mirada. Una inteligencia terrible, quizá incluso algo más.

– Hola, Bill -respondió con voz rasposa, deslizando la lengua grisácea por sus labios descarnados-. ¿Qué tal?

Baker garabateó en su bloc de notas. La criatura de la sala de observación número seis no era Timothy Powell, eso era evidente. Sin embargo, aún no la había identificado. No dijo nada. La grabadora siseaba quedamente a su lado.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato, Billín?

– ¿Cómo te encuentras, Timothy?

– Pues para serte sincero, Bill, me estoy cayendo a trozos. ¿No podrías traerme algo de comer?

– ¿Tienes hambre? ¿Te apetece algo de sopa? Había sopa de cangrejo en el menú antes de… bueno, antes de esto. En la cocina todavía queda algo de sopa de cangrejo, la congelé…

– No quiero sopa. ¿Qué te parece si me das un brazo? ¿O unos metros de intestino?

– ¿No puedes tomar comida normal?

– ¡Tú eres comida! ¿Por qué no vienes aquí conmigo?

Baker observó, horrorizado y fascinado. El zombi se arrastró hasta la ventana y se sentó, contemplándolo como un prisionero. Apretó su decadente cara contra el cristal y sonrió. No hubo señal alguna de respiración. Recitó en voz baja algo en un idioma que Baker no supo identificar. Dudó que Powell lo hablase.

– ¿Quién eres?

– Ya sabes quién soy. Soy Timothy Powell, director asociado del programa del CRIP de Laboratorios Havenbrook. Soy tu compañero, my friend. ¡Venga, Billín! ¡No me vengas con que tienes amnesia postraumática!

– El doctor Powell nunca me habría llamado «Billín» -apuntó Baker-. Tú no eres Timothy Powell.

La criatura hurgó en un jirón de piel del muslo, escudriñando bajo la luz fluorescente, y se llevó un gusano a la boca. Lo machacó entre sus dientes podridos con gran deleite.

Baker desvió la mirada.

– ¿No me crees? ¿Recuerdas cuando tú, Wenston y yo nos tomamos una semana libre y cogimos un avión a Colorado? Nos alojamos en la cabaña del doctor Scalise en Estes Park y fuimos a pescar. Weston pescó una perca la hostia de grande, y tú, un resfriado.

El cadáver apoyó su mano hinchada contra el cristal sin dejar de sonreír. Baker se fijó en el anillo de casado de Powell, hundido en aquel dedo hinchado como una salchicha. Entonces el zombi apartó la mano, que dejó un rastro grasiento en la ventana.

– ¿Quién eres? -volvió a preguntar, tratando de controlar el temblor de su voz-. ¿Eres Timothy Powell?

– Ob -pronunció la boca de Powell.

– ¿Es tu nombre, o lo que eres?

– Ob -dijo de nuevo-. Y tú eres Bill.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– Aquel a quien llamas Tim dejó esa información aquí. Dejó muchas cosas. Cosas deliciosas. ¿Sabías que frecuentaba prostitutas? Porque su mujer no.

– No sé qué tiene que ver…

– Pagaba para que lo sodomizasen con un consolador.

El cadáver rió hasta toser, esparciendo pedazos de sí mismo por el cristal.

– ¿En serio? -Los dientes de Baker rechinaron-, ¿Y cómo sabes todo eso?

– Está aquí, conmigo. Todo cuanto era está aquí, a mi disposición. Pero casi todo es inútil, todo ese conocimiento colectivo… La humanidad ha conseguido muy poco. Él debe de estar muy decepcionado con sus creaciones.

– ¿Quién?

– Él. El cruel. El que… da igual. No debemos hablar de eso. Dejemos que disfrute de su día… Imaginé muchas cosas mientras vagaba por allí.

– ¿Dónde, exactamente?

La criatura no respondió. En vez de eso, empezó a lamer la mancha del cristal.

– Tengo hambre -masculló. Y luego volvió a sonreír.


* * *

– Qué hambre -dijo Baker, situado frente a los fríos y grises muros-. No pensé que tuviera tanta hambre.

Abrió la lata de alubias cocidas más por instinto que por deseo, pero, después del primer bocado, las engulló frías. Se tomaría una hamburguesa para acompañarlas, pero la cámara frigorífica estaba ocupada y a Baker no le apetecía nada entrar en ella. Harding se encontraba en su interior, con un agujero perfecto perforando su cabeza. Había sufrido un infarto el día después del suicidio de Powell y de la reclusión de su cadáver reanimado. Baker aplicó un picahielos al cuerpo muerto de Harding, aunque le habría gustado tener una pistola para efectuar aquella tarea. Pero las pistolas, al igual que los soldados que abandonaron sus puestos, habían desaparecido.

El silencio de la desierta cafetería era inquietante. Quería hablar con alguien, alguien que no fuese aquella cosa que se hacía llamar Ob.

Recorrió el pasillo hacia su oficina, rodeado por el eco que producían sus zapatos sobre las verdes baldosas. Le alegraba oír algún ruido. Las luces parpadearon, se apagaron y volvieron a encenderse. Aún quedaba energía, pero se preguntó si los laboratorios la conseguían de instalaciones públicas o de su propio suministro de reserva. ¿Cómo sería el pasillo a oscuras?

Enterrado, solo con esa cosa…

Se derrumbó sobre el escritorio y la silla rechinó bajo su peso, para su sorpresa, Baker había ganado algo de peso durante la crisis, posiblemente por la falta de ejercicio. Sus días consistían en el tedio infinito de investigar y seguir investigando. Pasaba las noches -si es que lo eran, pues estando bajo tierra no podía estar seguro- despierto, huyendo de las pesadillas.

Se reclinó en la silla, apoyó los pies en el escritorio y encendió la grabadora.

– Aunque no soy biólogo ni patólogo, he observado una transformación destacable en el sujeto.

Hizo una pausa cuando las luces parpadearon y continuó.

– El sujeto no es un simple cadáver reanimado. En muchos aspectos, funciona como un ser vivo: busca alimento, específicamente en forma humana… carne. No puedo estar seguro, pero parece que es esencial para su supervivencia, y el material proporcionado por la Agencia Federal de Control de Emergencias parece corroborarlo. Pero claro, seguramente pasará mucho tiempo antes de que la AFCE envíe otra cinta.

Su risa nerviosa se convirtió en tos. Luego continuó.

– La musculatura del sujeto parece haberse adaptado a su nuevo estado. Pese a que se observa un proceso de descomposición, éste no actúa como un detrimento, sino como un proceso natural. El pelo, la piel, incluso los órganos vitales son irrelevantes para el funcionamiento del sujeto. La carne que ingiere no viaja por su sistema digestivo: se absorbe por un proceso desconocido, convertida en…

Las luces se apagaron. Baker se sentó en la oscuridad conteniendo el aliento. El único sonido era el gemido de la grabadora. Su corazón latió una vez. Dos.

Las luces volvieron a funcionar y Baker se sorprendió al descubrir que había estado llorando.


* * *

– Cuando comes -preguntó Baker por el intercomunicador-, ¿por qué no consumes el cuerpo entero? ¿Por qué dejas tanto?

– Porque muchos de nuestros hermanos esperan volver -respondió Ob con un tono áspero e indignado, como si le molestase que el científico preguntase obviedades-. No les gustaría haber estado esperando durante eones para luego habitar un cuerpo incapaz de moverse. ¿Un torso sin brazos ni piernas, un saco de carne humana inmóvil? Eso sería como escapar de una prisión para ir a otra.

– Háblame de ese lugar del que provienes. Lo llamaste el Vacío.

– No -dijo Ob, airado-. Debo invocar a mis hermanos. Tengo hambre. Libérame y no te haré daño.

Baker mantuvo el mismo tono de voz.

– Responde a mi pregunta y te daré de comer.

– Estás jugando con fuego, sabio. No creas que no estoy dispuesto a dañar esta cáscara para liberarme. Puedo conseguir otra.

– Este cristal es a prueba de balas y los muros están reforzados con acero y cemento. Tienes que aceptar que soy yo el que está al mando.

– Tu raza ya no está al mando de nada. Somos libres para volver a caminar por la tierra, como hicimos hace mucho.

– Háblame del Vacío -insistió Baker.

– Muy bien -suspiró la criatura, exhalando un aire fétido de sus inútiles y podridos pulmones-, pero te lo advierto, profesor: vuestro tiempo ha terminado. Somos vuestros herederos.

– El Vacío -empezó Baker.

– ¡EL VACÍO ES FRÍO! -rugió Ob, corriendo hacia la ventana. Estampó el puño de Powell contra el cristal y Baker dio un paso atrás.

– ¡Es frío porque ÉL es cruel! Vagué por él, encerrado durante eones con mis hermanos, los Elilum y Teraphim. ¡ÉL nos envió allí! Nos expulsó a los yermos. Os contemplamos mientras rondabais como hormigas, multiplicándoos y reproduciéndoos, deleitándoos en su frío amor. Esperamos, pues somos pacientes. Merodeamos por el umbral sin dejar de observar. Y tú, sabio, tú y tu compañero nos proporcionasteis los medios para la salvación. ¡Así como vuestros cuerpos nos acogen, vosotros nos proporcionasteis un camino!

La criatura volvió a golpear la ventana. Baker se estremeció. Una pequeña grieta espiral se extendió por el cristal.

Las luces volvieron a parpadear.

– ¿Crees que, cuando morís, vais al cielo? -rió-. Pues no. ¡Vais a donde ÉL decida! ¡Vuestros cuerpos NOS pertenecen! Somos vuestros amos. Tu especie nos llama «demonios». «Djinns.» «Monstruos.» Somos el origen de vuestras leyendas, la razón por la que aún teméis la oscuridad. Controlamos vuestra carne. ¡Y hemos esperado mucho tiempo para habitaros!

Volvió a dar un puñetazo a la ventana. La grieta aumentó, extendiendo pequeñas redes por su superficie. La mano que una vez perteneció al doctor Timothy Powell, la mano que una vez sostuvo un martini, sujetó un palo de golf y manejó con precisión los controles del CRIP era ahora un ariete de carne podrida. Baker se echó atrás cuando los dedos se abrieron y dejaron ver pedazos astillados de hueso que rasparon el interior del cristal.

Baker salió corriendo de la habitación con los gritos de Ob persiguiéndolo por el pasillo.

– ¡Somos los Siqqusim! Hemos esperado a tomar posesión y ahora sois nuestros. ¡Yidde-oni! ¡Engastrimathos du aba paren tares! Somos Ob y Ab y Api y Apu. ¡Somos más que las estrellas! ¡Somos más que infinitos!

El cristal se hizo pedazos y un instante después las luces se apagaron, sumiendo a las instalaciones en la oscuridad.

Baker se encogió en la sala, escuchando aterrado cómo el zombi se dirigía hacia él.

Las luces no volvieron a encenderse.

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