Capítulo 20

– ¡Atrás, universitario de los cojones!

Miller empujó al asustado teniente, ignorando por completo el protocolo.

En la carretera, un soldado herido gritó cuando un grupo de zombis le abrió el estómago con sus propias manos, hundiéndolas en las calientes vísceras. Miller apuntó el M-16 hacia ellos y vació el cargador.

Agarró a un oficial que se encontraba en plena huida y lo atrajo hacia sí de un tirón. Éste tenía tanto miedo que gimió en cuanto notó que algo lo sujetaba.

– ¿Dónde está el soldado de primera Kramer?

– No lo sé -tartamudeó el hombre-, la última vez que lo vi se dirigía al picadero y entonces todo se fue a la mierda y esas cosas mataron a Navarro y a Arensburg; y eran igualitas a mi hija, una de ellas era clavada a mi hija…

Miller tiró al hombre al suelo y éste se quedó tumbado, delirando.

«A la mierda Kramer, a la mierda Schow y a la mierda todo el mundo -pensó-. Esta operación es una cagada como un templo.»

Extrajo el cargador vacío, metió uno nuevo y disparó al teniente en la cara. Después hizo un gesto a un camión cisterna que pasaba por ahí y se subió a la cabina.

El conductor tenía el miedo reflejado en el rostro.

– Creo que deberíamos habernos quedado en Gettysburg, sargento.

– Tampoco habría supuesto mucha diferencia -contestó Miller con desdén. Bajó la ventanilla, vio un zombi y apretó el gatillo.


* * *

– ¡Están intentando entrar!

Los hombres que se encontraban dentro del camión se dirigieron hacia la parte trasera, aplastando a todos aquellos que se encontraban en su camino a los lados del remolque. Martin resolló, agarrándose el pecho, e intentó hacer sitio para ponerse en pie.

– ¿Estás bien? -le preguntó Jim.

El anciano negó con la cabeza, luchando por respirar.

Las puertas volvieron a temblar cuando los zombis forcejearon con la barra de metal que las mantenía cerradas. Se abrieron de golpe con un gran ruido y el remolque se llenó de luz y de los sonidos de la batalla… los sonidos de hombres muriendo.

«Son niños -pensó Jim-. ¡Tienen la edad de Danny!»

Los hombres que estaban más cerca de la puerta arañaron a quienes tenían detrás, pero no había espacio para moverse. Se apretaron unos contra otros mientras aquellas manos podridas se aferraban a ellos, arrastrándolos hacia la horda. Los zombis empezaron a subir al remolque mientras sus fauces hambrientas se abrían y cerraban con expectación.

Haringa se abrió paso hacia delante y pateó a uno de ellos en la cabeza, enviándolo de vuelta con el resto. Apuntó con la bota a otro, pero éste le sujetó la pierna y tiró de él hacia abajo. Los dientes de la criatura se hundieron en su extremidad y la sangre empezó a manar sobre sus pantalones vaqueros.

Más criaturas subieron a bordo.


* * *

– Ya me has oído, zorra. ¡De rodillas, joder, ahora!

Frankie obedeció, arrodillándose sobre el suelo alfombrado.

No dejó de mirar a Kramer.

El corpulento hombre dio un paso adelante, lascivo, con su pene todavía erecto apuntándole a la cara. Frankie tomó aliento y dejó que aquel miembro maloliente se deslizase por sus labios.

«Es igual que el resto.»

Kramer gruñó mientras deslizaba su pistola por la mejilla de la mujer.

– Recuerda -advirtió-, no hagas ninguna tontería o te mato.

Frankie no hizo ningún gesto para indicar que le había oído, pero empezó a moverse más deprisa. Movió la cabeza atrás y adelante cada vez más rápido, como una profesional. Sintió cómo se relajaba, dejándose llevar por ella, y continuó.

Bloqueó su olor, sus sonidos, cualquier pensamiento sobre Aimee y el ruido procedente del exterior. Estaba en su lugar privado y el mundo había dejado de existir. No había nadie más. Sólo ella…

… y su bebé.

Deseó un chute, y la necesidad se mezcló con su asco y su odio a sí misma.

Notó que Kramer se tensaba: sus piernas estaban rígidas y juntaba las rodillas. Gruñó y terminó en su boca: en ese instante la pistola colgó, inútil, a su lado.

Frankie se deslizó hasta la base del pene, sintiendo el vello púbico cosquilleándole la nariz.

Y mordió. Con fuerza.

Kramer chilló.

Mordió hasta juntar los dientes, atravesando carne y músculo. Movió la cabeza adelante y atrás y, con un tirón brutal, la apartó de él.

El miembro amputado colgaba de sus labios. Lo escupió hacia el suelo y Kramer gritó, contemplándolo con incredulidad. Con los ojos llenos de rabia, apuntó a Frankie con la pistola mientras con la otra mano se cubría la destrozada pelvis. La sangre se escurrió entre sus dedos, salpicando la alfombra.

Frankie sonrió con los dientes cubiertos de rojo.

– Pues tampoco sería tan mala zombi.

– Zorra…

La pistola empezó a temblarle hasta que, finalmente, Kramer se desplomó al suelo sin quitar la mano de entre sus piernas, de donde no paraba de bombear sangre.

Frankie pisó el cuerpo inerte justo cuando el camión volvió a moverse. Le quitó la pistola de la mano, la apretó contra su nuca y accionó el gatillo.

Después, se dirigió hacia Aimee. No se movía.

– ¿Aimee?

Le cacheteó las mejillas con delicadeza. Después le sujetó el brazo e intentó encontrarle el pulso. No pudo. Su piel cada vez estaba más fría. Frankie ahogó un grito, dejó caer los brazos de la niña y dio media vuelta.

Aimee abrió los ojos y se incorporó, balanceando las piernas.

– ¡Frankie, cuidado! -gritó Julie.

Frankie miró atrás en el momento en que Aimee se abalanzaba sobre ella. Se apartó y el zombi cayó de bruces contra el cadáver de Kramer. Frankie disparó y la bala atravesó de lado a lado la garganta de la niña; la siguiente acertó encima de uno de sus ojos y Aimee dejó de moverse.

Julie estaba sollozando. El resto de mujeres se enteraron de la situación y lloraron, confundidas y aterradas. Frankie cogió la esquina de una sábana y se limpió la sangre de su cara y brazos. Después se dirigió hacia ellas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Julie.

– Estas puertas no pueden abrirse desde dentro -dijo Frankie-, así que esperaremos. Ayudadme a buscar más armas.


* * *

Jim intentó desesperadamente abrirse paso a través de la multitud, pero no fue capaz. Apartó la mirada cuando el zombi mordió de nuevo a Haringa en la pierna y vio a los hombres gritando y aplastándose los unos a los otros en su desesperación.

Súbitamente, el motor del camión gruñó y volvió a funcionar. El vehículo empezó a moverse con una sacudida brusca que hizo que tanto los zombis como los hombres que se encontraban más cerca de la puerta cayesen a la carretera. Jim sólo alcanzó a ver la mano estirada de Haringa antes de perderlo de vista para siempre. Únicamente quedaron sus gafas.

El camión aceleró, dejando atrás a aquellos que habían caído al suelo. Dos criaturas todavía seguían a bordo, forcejeando con los prisioneros, con los chillidos de las ruedas de fondo.

Una de las zombis -una adolescente- hundió sus dientes en la nuca de uno de los hombres y se quedó colgada de él mientras éste corría en círculos intentando quitársela de encima a puñetazos. Jim consiguió abrirse paso a través de la multitud y empujó al hombre y a la criatura a través de la puerta abierta. El otro zombi se encaró con él, pero perdió el equilibrio y cayó por el mismo hueco. Jim gritó de alegría al ver cómo se abría la cabeza contra la carretera.

Martin se acercó a él sin dejar de sujetarse el pecho.

– ¿Y ahora? -alcanzó a musitar.

– Nos largamos de este camión.

El camión cogió velocidad y los zombis y sus víctimas fueron alejándose a medida que la línea amarilla trazada sobre la carretera iba convirtiéndose en un borrón.

– ¿Vas a saltar?

– Eso mismo estaba pensando -dijo Jim, asintiendo-. Esperaré a que el camión frene en una curva o algo así y saltaré.

– Jim, esto no es una película. No podrás ayudar a Danny si te rompes una pierna en el intento.

– Tiene razón, señor. -Un hombre apareció ante él. Las uñas de uno de los niños zombi le habría dejado dos profundos surcos en las mejillas y se afanaba en limpiarlas de sangre-. Se haría papilla contra la carretera si saltase a la velocidad a la que vamos.

– Voy a intentarlo. ¡No puedo quedarme aquí quieto sin hacer nada!

– ¿Y ellos? -Martin señaló hacia la puerta abierta.

Un jeep circulaba a toda velocidad tras ellos. El conductor le gritaba a la radio informando, quizá, de que las puertas del camión estaban abiertas.

– Aunque aterrizases bien, sospecho que te atropellarían o te dispararían. ¿Y cómo podrías ayudar a Danny entonces?

Jim le pegó un puñetazo a la pared del remolque.

El soldado del jeep disparó a un zombi que merodeaba por la carretera.

– Tampoco durarías mucho yendo a pie -continuó Martin-. ¿Cuántas de esas cosas hay ahí fuera? Tú mismo lo dijiste, Jim. Cuanto más nos acerquemos a las zonas pobladas, más habrá.

Jim no respondió. Se quedó mirando al jeep y después se dirigió a Martin:

– Quiero agradecerte todo lo que has hecho, amigo. -Estrechó la mano del predicador con fuerza-. No tengo palabras para expresar lo mucho que ha significado para mí.

Entonces, antes de que Martin pudiese pestañear, le soltó, dobló las rodillas y se dejó caer por la puerta del camión.


* * *

– ¿Pero qué coño?

Ford se inclinó mientras el jeep que conducía giraba al carril izquierdo.

– ¿Qué pasa, sargento?

– ¡Alguien acaba de saltar desde el camión que tengo delante! -Cogió el micrófono de la radio-. Charlie-dos-nueve, aquí seis.

– Adelante, seis. Cambio.

– Sharpes, ¿qué coño está pasando ahí?

– Intentamos comunicarles que llevaban la puerta abierta, pero tienen la radio jodida. ¿Ha visto saltar a ese tío?

– Joder, si lo he visto. Ocúpate de él.

Hubo una pausa y después se oyó:

– Sargento, ¿está seguro? ¿No cree que ya se ocuparán los zombis por nosotros?

– Ocúpate de él antes de que los demás hombres del camión tengan la misma idea. Seis, corto.


* * *

Jim cayó hecho una bola, con los talones contra las nalgas y envolviendo las rodillas con los brazos. Su padre le había hecho una demostración de esa maniobra cuando era joven, mientras le contaba historias de paracaidistas aterrizando en las junglas de Vietnam.

Aterrizó en la hierba que crecía al lado de la carretera, golpeándose el lado izquierdo del cuerpo contra el suelo. Mil pequeñas agujas de puro dolor se le clavaron por todo el cuerpo mientras daba vueltas por la cuneta, sacándole el aire de los pulmones. Siguió rodando. Cuando intentó volver a respirar, sintió como si algo se le clavase en el pecho.

Al fin se detuvo y acabó tumbado en un sumidero, vivo. Dolorido, pero vivo.

Cogió aire y, aunque seguía doliéndole hacerlo, esta vez era soportable. Consiguió incorporarse hasta ponerse a cuatro patas. No tenía nada roto, pero sangraba por la espalda y un costado y había vuelto a abrirse la herida de bala del hombro.

El camión se marchaba a toda velocidad, pero alcanzó a ver a los hombres vitoreándole, con los brazos en alto en señal de ánimo.

Entonces, una ráfaga de fuego de ametralladora salpicó el suelo, cerca de donde se encontraba, lanzando gravilla, tierra y esquirlas de roca en todas las direcciones.

Jim corrió hacia el bosque y el artillero ajustó la mira. Las balas impactaron contra el suelo que había pisado segundos antes, contra los árboles y los arbustos, mientras silbaban al hundirse en los espesos matojos y lanzaban espinas contra su cara y manos.

– Mierda -maldijo Sharpes-. He fallado.

El conductor negó con la cabeza, decepcionado.

– El sargento Ford no ha podido verlo, ese camión cisterna está en medio. ¿Quieres ir tras él de todas formas?

– Que le den, diremos que le hemos alcanzado. Además, con la de zombis que hay, ese cabrón estará muerto en cuestión de minutos.

La voz de Schow resonó por la radio.

– Tengan cuidado, hemos llegado al destino. Permanezcan a la espera.


* * *

Los vehículos que iban en cabeza frenaron a medida que el convoy entraba en el carril privado que conducía a Havenbrook. El cartel de la entrada rezaba, en el pasado:


LABORATORIOS NACIONALES HAVENBROOK EL MAÑANA, HOY HELLERTOWN, PENSILVANIA SÓLO VEHÍCULOS AUTORIZADOS


Baker recordó que había pasado por delante de él mientras huía de Ob en dirección al sur. Desde entonces, alguien había ejercido el vandalismo con el cartel: algunas palabras habían sido cubiertas de pintura negra y se habían escrito otras nuevas con un spray de pintura. Decía:


RÍOS DE SANGRE EL MAÑANA ESTÁ MUERTO EL INFIERNO, PENSILVANIA SÓLO VEHÍCULOS AUTORIZADOS POR AQUÍ, CARNE


Se detuvieron en la entrada. La verja de seguridad se extendía de izquierda a derecha y no había nadie en la garita. Schow sonrió sin apenas separar los labios.

– Bienvenidos a nuestro nuevo hogar, caballeros.

– Parece que está desierto -observó González.

– Según nuestro amigo no.

Schow dio una palmadita a Baker en la espalda y el científico respondió apartándose de él.

El resto del convoy fue deteniéndose tras ellos. El ataque les había costado dos Humvees y tres camiones de civiles. Schow aún no sabía exactamente cuántos hombres habían sobrevivido, pero consideraba que las cifras barajadas eran pérdidas aceptables. Lo único que le enfurecía era la pérdida irreemplazable del helicóptero.

A una orden suya, los tanques avanzaron, apuntando sus torretas hacia la entrada.

Ni un movimiento.


* * *

– Nos hemos parado -dijo Frankie-. Preparaos. En cuanto abran las puertas, nos largamos.

– Tendrán armas… -replicó Julie.

– Y nosotras tenemos una -la interrumpió Frankie-, y además, prefiero tragarme una bala que la polla de otro de esos cerdos.

Vio que otras dos mujeres la estaban mirando.

– Yo también -le dijo una mujer portorriqueña llamada María-. Estoy contigo.

– Y yo -anunció la otra-. Estoy lista.

– ¿Cómo te llamas?

– Meghan.

– Muy bien. -Frankie volvió a dirigirse a Julie-, María y Meghan están conmigo. ¿Y tú? Porque, si no, Julie, no eres más que la zorra que quieren que seas.

– No soy una zorra.

– Pues entonces sé una guerrera, joder. Pelea. ¡Vive!

Frankie apuntó a la puerta con la pistola y esperó.


* * *

– Bueno -preguntó McFarland-, ¿entramos con los vehículos por la entrada principal?

Schow dejó escapar una breve risa.

– ¿Qué opina, profesor? -Agarró del pelo a Baker y tiró de él hacia arriba-. ¡Mírame cuando te hable! Y bien, ¿qué sugiere? ¿Hay algo que debamos saber antes de entrar?

– ¡No os diré nada!

Baker inhaló profundamente y le escupió.

Schow arqueó las cejas y retiró con calma el escupitajo del águila plateada de su hombro.

– Entonces ya no nos sirve para nada.

Hizo un ademán de sacar la pistola de la funda.

– Coronel Schow, aquí Charlie-dos-siete.

Silva cogió el auricular y miró, confundido, a los oficiales.

McFarland respondió por él.

– Adelante, sargento Michaels.

– Señor, tenemos a los zombis del orfanato acercándose por nuestra retaguardia. Redujimos su número en la última escaramuza, pero sospecho que se les han unido varios de nuestros hombres.

– ¿A cuánto están?

– A un par de kilómetros. Se acercan a pie. Señor, hay tantos que quizá sería mejor no tener que combatirlos en campo abierto.

Sin soltar ni su pistola ni a Baker, Schow asintió mirando a McFarland.

– Primero que entre uno de los tanques, pero dígales que no tiren la verja, parece que la necesitaremos. Cuando el tanque haya entrado, envíe una unidad tras él. Si la entrada y las inmediaciones son seguras, iremos entrando los demás.

– Sí, señor -contestó McFarland antes de transmitir las órdenes por la radio.

Schow tiró a Baker del pelo con brusquedad. Aunque el científico intentó no gritar, no pudo evitarlo.

– El gobierno de Estados Unidos agradece su colaboración, profesor.

Baker esbozó una mueca de desprecio.

– Vete al infierno, basura infecta.

Schow levantó la pistola hasta la altura de su cabeza y se detuvo, pensando.

– Capitán, retrase la orden. Mantenga el tanque a la espera.

– ¿Señor?

– Vamos a dejar que el profesor Baker entre antes que el tanque.

– ¿Qué?

– Ya me ha oído. Comuníquelo.

McFarland transmitió las órdenes entre carcajadas.

Schow abrió la puerta e hizo un gesto a Baker, a quien todavía sujetaba del pelo, para que entrase.

– Es fácil, profesor. Sólo tiene que llamar.


* * *

Los soldados volvieron a cerrar la puerta en cuanto el convoy se detuvo. Martin y el resto se acurrucaron en la oscuridad, oteando a través de los agujeros de bala y escuchando lo que ocurría en el exterior.

Martin ignoró los murmullos de miedo de sus compañeros y pensó en Jim. Sabía que Dios había protegido a su amigo de todo mal, al menos hasta que saltó desde el camión. Cuando le perdió de vista, estaba de pie y caminando.

¿Pero adónde iría su amigo? ¿Cuántos zombis habían participado en el ataque y cuántos de ellos rondarían aún por la zona? ¿Cuántos soldados habían muerto a sus manos y cuántos de ellos habían pasado a engrosar sus filas?

Jim tenía que desplazarse a pie, no llevaba armas y estaba solo, rodeado por los muertos vivientes. Lo único que tenía a su favor era su resolución y el amor que sentía por su hijo.

Martin agachó la cabeza y empezó a rezar con más ahínco que nunca antes en su vida.


* * *

Baker consideró sus opciones. Si se negaba a obedecer a Schow, le dispararía ahí mismo. Por otra parte, si volvía a entrar en Havenbrook, podría cruzar la entrada corriendo y esconderse en uno de los edificios. Sin embargo, si su teoría con respecto a Ob era correcta, el complejo le depararía un destino aún peor… un fin a manos de los muertos vivientes.

Se dirigió hacia la entrada mientras Schow y González le apuntaban con sus armas. Se sentía ligero, como si estuviese encima de una cinta transportadora en vez de caminando. Sus sentidos estaban a flor de piel: notaba el sol en la nuca y el pelo le dolía allí donde Schow había tirado de él. Reinaba el silencio, como si el entorno estuviese conteniendo la respiración. No se oían pájaros o insectos, vivos o muertos. De pronto, oyó una radio encenderse tras él. Alguien dio una señal y escuchó un cargador introduciéndose en un arma.

Se encontró enfrente de la garita. Durante años pasó por delante de aquella entrada dos veces al día, pero cuando huyó de Havenbrook, días atrás, jamás esperó volver a verla. Conocía a los guardias por su nombre, les preguntaba por sus mujeres e hijos y les daba primas por Navidad. ¿Dónde estarían ahora? ¿Dentro, quizá, escondidos entre las sombras? ¿Esperándole?

No, aquella idea era simplemente ridícula. Si hubiesen vuelto a su puesto tras ser reanimados, los habría visto al escapar. Pero claro, entonces, ¿quién había escrito sobre el cartel? La pintura era reciente… muy reciente.

Escuchó el sonido de la electricidad estática y otro crujido de una radio cercana, así como el motor del camión, que le seguía de cerca.

– ¡Vamos, profesor! -gritó Schow-. No tenemos todo el día. ¡Se acercan por la retaguardia, así que en cinco segundos empezaré a disparar! Venga, ¡imagínese que está vendiendo galletas de las Girl Scouts!

Sus palabras fueron recibidas con carcajadas por parte de los soldados.

Baker tomó aliento, lo contuvo y pensó en Gusano.

– Lo siento -repitió una y otra vez, como un mantra. Y así, caminó a través de la entrada.

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