Las gotas de lluvia eran como las lágrimas de alquitrán de un dios oscuro, como leche rancia del pecho de una madre muerta. Los residuos industriales que las fábricas de Baltimore habían vertido durante décadas al cielo -antes de dejar de funcionar- estaban cayendo de vuelta para ser reclamados por la tierra.
Frankie emergió de la alcantarilla y fue bautizada por la lluvia, deleitándose con la densa película que dejaba tras de sí. Sintió que borraba la contaminación de su viejo yo, revelando el nuevo.
Acababa de salir del infierno.
– Troll -murmuró.
Tembló al recordar su huida del zoo y lo que ocurrió después.
El primer zombi se dispuso a perseguirla pero cayó por el agujero de la alcantarilla y se estrelló contra el suelo del túnel como un saco de verduras podridas. Destrozado por la caída, sus tripas se esparcían a su alrededor y sus miembros rotos temblaron como gusanos antes de detenerse del todo. Cubierta de sangre, Frankie disparó a ciegas hacia el agujero para disuadir al resto.
El túnel era oscuro como la boca del lobo. Tuvo un recuerdo súbito, algo de un pasado distante, antes de que colocarse y conseguir más heroína se convirtiese en toda su vida. Un asesino de Las Vegas había conseguido eludir a las autoridades fugándose a través del alcantarillado. Aquel hombre pasó cinco horas bajo tierra y, según los mapas, había recorrido un mínimo de seis kilómetros. Se preguntó cómo serían de oscuras las alcantarillas para aquel individuo, qué se encontraría y en qué estaría pensando. ¿Estaba asustado? ¿Se sintió aliviado al ver la luz al final del túnel?
¿Y si no había ninguna luz al final del túnel?
Siguió caminando hacia delante con dificultad, acariciando con los dedos el muro invisible que había a su derecha, palpando aquella humedad pegajosa.
«Aquel que entre aquí que abandone toda esperanza.» Otro recuerdo del pasado, de la clase del señor Yowasky, a quien acabó tirándose a cambio de aprobar la asignatura de lengua. Se preguntó quién o qué rondaría ahí abajo: yonquis, supervivientes enloquecidos, zombis. ¿Qué se ocultaba en la oscuridad, contemplándola a cada instante? ¿Habría cocodrilos en el agua? Puede que en Florida los hubiese, pero no creyó que Baltimore tuviese la misma leyenda urbana. Lo que sí había era ratas, eso seguro. No tenía ni idea de cuántas balas le quedaban, y no podía comprobarlo en la oscuridad. ¿Cómo se defendería de un enjambre de ratas hambrientas?
Bostezó y empezó a temblar al sentir los primeros escalofríos del mono. Se le erizó cada pelo de su cuerpo y entendió el porqué de la expresión «tener la carne de gallina»: parecía un pollo desplumado.
Se detuvo un momento al sentir que había algo rondando en la oscuridad. Oyó un suave chapoteo, pero se desvaneció poco a poco hasta desaparecer.
Siguió quieta, conteniendo la respiración. No volvió a oírlo.
Corrió hacia delante hasta que sus dedos notaron algo redondo y metálico. Su primera reacción fue un gran susto, pero después de analizar aquello se dio cuenta de que era el pomo de una puerta.
Y estaba abierta.
Respiró hondo y lo giró. La puerta se abrió con un quejido. Miles de partículas de polvo rociaron su pelo y sus ojos.
Más allá de la puerta la oscuridad era aún mayor que en el túnel. Pasó con mucho cuidado por el hueco y cerró la puerta tras ella. No había ni una brizna de aire. Ni un ruido. Podía sentir los muros pero no podía verlos. Pensó que sería el cuarto de mantenimiento o un pequeño almacén, y que ahí estaría segura.
¿No?
¿Y si había un zombi con ella, morando en la oscuridad, esperando a abalanzarse sobre su presa y devorarla? Olisqueó el aire. Estaba cargado y era muy húmedo, pero no presentaba el hedor a putrefacción que indicaba la presencia de un no muerto. No oía el sonido rasposo de su carne y sus huesos expuestos, ni el menor indicio de movimiento.
Se puso a cuatro patas y gateó hacia delante. Sus manos palparon la forma de varios objetos desconocidos hasta darse de bruces contra un muro. Apoyó la espalda contra él y se puso a temblar entre espasmos.
Empezó a sentirse más caliente, y aunque no podía verlas, sabía que tenía las orejas rojas. Su respiración se volvió entrecortada y arrítmica. También notaba aquel calor en los ojos, como si fuesen a fundirse en sus cuencas. Hasta en la oscuridad, sabía que estaban inyectados en sangre.
Iba a morir ahí, bajo tierra, en un puto cuarto de mantenimiento. En la oscuridad. Sin heroína. Debería haber dejado que el león la devorase, o que T-Bone y el resto la mandaran al otro barrio. Eso, por lo menos, habría sido más rápido.
Sabía que le quedaba por lo menos una bala.
Pensó en el bebé.
(«No era mi bebé.»)
El calor fue sustituido por escalofríos, que mordían con renovadas fuerzas. Sabía que faltaba poco para empezar a sentirse somnolienta y mareada; cuando ocurría, podía llegar a dormir entre once y doce horas. Lo que no sabía era qué ocurría después, puesto que nunca había llegado tan lejos: siempre había otra polla que chupar por diez o veinte dólares, que podía convertir en caballo con facilidad.
Profirió un largo y profundo bostezo.
Dormir parecía una buena idea.
Pero Frankie no tenía ninguna intención de despertar.
Puso el cañón de la pistola sobre su cabeza, pero se lo pensó dos veces. ¿Y si fallaba? Había oído historias de intentos de suicidio en los que la bala viajaba por el cerebro como un coche de carreras por el circuito, lisiando horriblemente a la víctima pero sin llegar a provocarle el efecto deseado.
Volvió a bostezar y aprovechó para meterse la pistola en la boca. Saboreó el aceite y la cordita y pensó que era mucho mejor que el sudor de los miembros que habían estado en ella.
Se armó de valor y, antes de perder los nervios, apretó el gatillo.
Oyó un chasquido.
Gritó de rabia y lanzó la pistola hacia la oscuridad, tirando algo que provocó un sonido metálico al caer al suelo. Frankie sollozó, con las lágrimas recorriéndole el rostro sin parar.
Siguió llorando hasta desmayarse.
La primera vez no fue plenamente consciente de que se había despertado. La oscuridad era tal que, cuando abrió los ojos, no notó la diferencia.
Los calambres la asaltaron casi inmediatamente y apenas tuvo tiempo de girar la cabeza antes de vomitar. Al tener el estómago vacío, sintió que éste estaba a punto de salírsele por la boca, expulsando salvajemente los pocos líquidos que le quedaban. La bilis, templada, le salpicó la camiseta y se le pegó al pelo. Sudaba sin parar, y sus ajadas ropas no tardaron en quedar empapadas.
Tras una breve tregua, otro calambre le apuñaló el abdomen. Sus tripas se convulsionaron y se sintió húmeda y caliente de cintura para abajo. El olor le provocó náuseas, por lo que las arcadas no tardaron en llegar.
Gruñó y se mordió el labio al advertir la llegada del tercer calambre. Notó la sangre en su garganta y la escupió al instante.
Intentó incorporarse entre gritos. El sudor le bañó los ojos, que reaccionaron con dolor. El mono le provocaba espasmos en cada músculo, hacía que las piernas le fallasen. Cada convulsión provocaba una punzada de dolor que viajaba por los huesos, subía por la columna y explotaba en su cerebro.
Todavía estaba gimiendo con los ojos firmemente cerrados cuando oyó el pomo girar.
Frankie se sobresaltó y el miedo hizo que la necesidad desapareciese.
La puerta se abrió, dejando ver una titilante antorcha.
– No eres una de ellos.
La voz era profunda y serena, y hablaba con parquedad.
Temblando, Frankie entrecerró los ojos, intentando ver más allá de la luz. El dolor era cada vez más insoportable, y gritó al sentir otro ataque de diarrea.
– Ya he visto esto antes -susurró la voz-. Bueno, supongo que sólo nos queda esperar.
La puerta se cerró suavemente y Frankie se quedó sola con el fuego y la voz.
– ¿Qué… qué eres? -gimió Frankie.
– Soy un troll.
Ella se echó a reír con un tono frágil y mustio que se vio interrumpido por una tos brutal.
– ¿No llevarás algo de metadona, verdad? -preguntó con debilidad.
Luego la luz de la antorcha fui sustituida por la oscuridad de sus párpados caídos y perdió el conocimiento.
Sus dientes rechinan unos contra otros con fuerza, tanta que nota cómo se mueven y llega a sentir la sangre deslizarse entre sus dientes podridos y sus cada vez más demacradas encías.
El sudor mana de sus sucios poros como pus de un grano. Apesta. El hedor la hace vomitar y el olor del regüeldo la hace vomitar otra vez. Se tumba sobre su propia mierda, sintiendo cómo se extiende por sus temblorosas nalgas y sus huesudas piernas, cómo cubre sus lumbares como una manta templada.
Se siente a gusto.
A gusto en la mierda. A gusto en el infierno.
El bebé sigue con ella, en algún lugar. No llega a verlo, pero puede oírlo. T-Bone, C, Marquon, Willie y el resto también están con ella, susurrando promesas de dolor y muerte. Recibe esas promesas con gusto, ofreciéndose, extendiendo sus brazos para indicar que ya está lista…; pero la muerte no llega y eso la hace llorar. Los médicos y las enfermeras susurran en el éter. Un tipo se desabrocha la bragueta y ese sonido la hace temblar con fuerza.
En medio de la locura -sabe perfectamente lo que es- está el troll. Le limpia la cara con un trapo húmedo y fresco y le murmura palabras de apoyo mientras le da de beber caldo de pollo servido en una vieja taza de café. Maldice al troll porque no ha pedido caldo de pollo, ha pedido un chute. El caldo se revuelve en su interior y lo vomita al instante, pero él sigue dándoselo igualmente. Puede ver la suciedad en su descuidada barba, incluyendo trozos del caldo que acaba de vomitar. Se arrepiente por un momento y percibe el cariño en sus ojos grises, pero entonces vuelve -LA NECESIDAD- y vuelve a odiarlo y quiere morirse. Le ruega que la mate, pero él no escucha.
Pasan minutos y horas y días y fiebres y escalofríos y no puede respirar (tampoco es que quiera, pero le molesta no poder hacerlo) y sufre calambres, espasmos, convulsiones, náuseas y temblores y su nariz y garganta son como fábricas de moco y Frankie grita.
Y grita.
Y grita.
Y grita…
Y pese a todo el troll sigue a su lado, susurrándole y prometiendo que todo irá bien, que ya casi ha pasado todo. Quizá tenga razón, porque el llanto del bebé ya no es tan alto.
Hasta que ya no puede oírlo.
Algo muere en su interior y, por fin, Frankie se duerme.
Frankie abrió los ojos. Le dolían los huesos y los músculos, le pesaba la cabeza y tenía la nariz llena de mocos, pero nunca se había sentido tan bien.
El troll estaba sentado en el centro de la habitación, leyendo bajo la luz de las velas. Cuando se revolvió, él la contempló con una expresión de sorpresa, sonrió y cerró el libro. Frankie echó un vistazo a la portada: El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche.
Frankie se lamió los labios e intentó hablar. Su lengua era como papel de lija.
– Pensaba que iba a morir. Era lo que quería.
– Precisamente estaba leyendo sobre eso -replicó el troll-. Nietzsche cita a Sileno: lo mejor que pudiera haberte sucedido está fuera de tu alcance: no haber nacido, no ser, ser nada. Ahora, lo mejor que te puede suceder es tardar poco en morir.
Frankie no dijo nada. La habitación estaba sorprendentemente templada, casi era acogedora.
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? Calculo que unas setenta y dos horas. No puedo estar seguro porque dejó de funcionarme el reloj hace unas semanas. Todavía no lo has superado del todo, pero ya ha pasado lo peor. La abstinencia por heroína suele durar entre diez y catorce días, pero los tres primeros son los peores.
– ¿Cómo lo…?
– Trabajaba en un hospital, era terapeuta. ¿Tienes sed?
Afirmó con la cabeza y él le llevó una cantimplora.
– Toma, bebe a sorbos -le indicó mientras apoyaba la mano en su espalda para ayudarla a incorporarse. Le crujió la columna, pero le sentó bien.
Bebió un poco de agua. Era limpia, fría y revitalizante, y la llenó de vida a medida que viajaba por su garganta.
– Así es suficiente -le advirtió para que dejase de beber-. Ya has vomitado bastante, tienes que conservar algo en tu interior.
– Gracias -jadeó-. Te debo la vida.
Se rió y le dio un par de palmadas en la pierna.
– No me debes nada, te lo debes a ti misma.
– Me llamo Frankie -le dijo mientras le extendía la mano, observando que los temblores habían desaparecido.
– La gente me llama Troll -dijo con calma, estrechándole la mano-. Bienvenida a mi casa.
– ¿Vives aquí? -preguntó. No se sentía sorprendida, pero sí culpable por haber invadido su hogar. En el mundo de Frankie la gente vivía donde podía: en callejones, bajo las vías del tren, en cajas de cartón, allí donde hubiese espacio.
– No en esta habitación exactamente, sí aquí abajo. Llevo bastante tiempo viviendo aquí, mucho antes de que todo empezase a ir mal ahí arriba.
– Tú también te enganchaste, ¿no?
Respondió con una risa breve, entrecortada y sin una pizca de humor.
– No, la verdad es que no. ¿Por qué lo piensas?
– Lo siento, pareces un tío listo, leyendo filosofía y cosas así, pero también sabías lo que era el mono. Igual tú también estuviste enganchado.
– No -dijo. Luego permaneció en silencio. Se quedó mirando a la llama de la vela durante varios minutos antes de volver a hablar-. Mi hija empezó a esnifar heroína. Trabajé quince años en ese campo; era el experto en drogodependencias de referencia, ¿sabes? Tenía la pared repleta de títulos y el fichero lleno de testimonios de yonquis a los que había ayudado. Pero cuando le pasó a mi propia hija, estuve ciego. Nunca lo vi venir.
Frankie no dijo nada y siguió escuchando.
– No sabía por qué había empezado. Quizá fue mi divorcio, quizá fueron problemas con un chico. Pensaba que había confianza entre nosotros, que me lo contaba todo. Pero bueno, supongo que una chica de catorce años no ve a papi como su mejor amigo, ¿verdad?
Hizo una pausa, pasándose los dedos por su descuidada barba.
– Estaba en una fiesta y la esnifó. Había sido mezclada con algún producto químico casero. Nunca descubrí cuál, pero seguro que ya conoces el resultado.
Frankie asintió. Había visto a varios amigos morir de la misma forma. Era algo brutal.
– Murió de camino al hospital. Mi ex mujer me echó la culpa, y la verdad es que estoy de acuerdo con lo que dijo. Así que me vine aquí abajo.
– Lo siento -dijo Frankie.
– No te preocupes, no está tan mal. Te sorprendería la clase de gente que puedes encontrar bajo tierra. Brokers de la bolsa, abogados, estudiantes de medicina fracasados, doctores en artes y humanidades. La gente vive donde puede, y, créeme, hay lugares mucho peores en los que pasar la noche. Y, sorprendente: no todos los que viven aquí están huyendo de algo.
– Bueno, ahora sí.
– Sí -afirmó-. Supongo que sí. Pero no sólo están arriba, también están aquí. Todavía no hay muchos humanos, pero hay un problema serio con las ratas.
Frankie se acordó del zoo y tembló.
– Y la cosa irá a peor -continuó-. Iba a salir a la superficie cuando me encontré contigo. -Giró la cabeza hacia su mochila y equipaje-. Pensé en seguir los túneles hasta el puerto y coger un barco hacia alguna parte.
– ¿Adónde tenías pensado ir?
Se encogió de hombros.
– Adonde pueda, supongo. Para ser sincero, no lo sé. Tengo que determinar si se trata de un acontecimiento local o mundial. La opción lógica sería una isla, pero también tienen animales y pájaros, así que la seguridad sería bastante relativa. Pensé en ir mar adentro, alejado de la tierra. Pero tampoco estoy seguro de que ésa sea una buena alternativa. Por ejemplo, los tiburones: creo que un grupo de tiburones zombi o una orea harían trizas un barco.
– No hay esperanza -susurró Frankie-. Tarde o temprano acabarán con todos nosotros y seremos como ellos. Deberías haberme dejado morir y taladrarme la cabeza para que no volviese como una de ellos.
Troll negó con la cabeza.
– Te salvaste a ti misma, Frankie. Yo únicamente cuide de ti: el triunfo es tuyo y sólo tuyo. En algún lugar de tu interior encontraste la fuerza para luchar, para sobrevivir. Tu voluntad es fuerte, y eso es lo que necesitarás ahí fuera.
Frankie reflexionó sobre ello. Le rugieron las tripas y sonrió, avergonzada.
– Me imagino que tendrás ganas de comer algo. Pero primero aséate un poco. -Se dirigió hacia una esquina y empezó a rebuscar entre los estantes de metal-. No sé qué tal te quedarán -dijo mientras sujetaba un uniforme de mantenimiento municipal-, pero seguramente serán mejores que lo que llevas ahora. Y también olerán mejor.
Frankie rió y aceptó las ropas con sincero agradecimiento. Le dio un trapo y una palangana con agua. Después, como un mago, sacó una pastilla de jabón y una botellita de champú.
Frankie se desvistió y empezó a frotarse; él se dio la vuelta y se dispuso a preparar la cena. El agua jabonosa corría por sus moratones y heridas, sobre las marcas recientes y los fantasmas de chutes pasados.
Nunca más. Era algo que se había jurado muchas veces, pero algo en su fuero interno le decía que esta vez iba en serio. Nunca más.
Troll se dirigió hacia ella sujetando un plato de plástico lleno de barritas de granola, carne en salazón y unas manzanas que apenas tenían unas motas marrones. Le oyó dar un respingo desde el otro lado de la habitación, pues se encontraba desnuda ante la titilante luz de la vela.
Se pasó la lengua por los labios.
– Te has ocupado de mí. ¿Quieres que ahora me ocupe de ti?
– No -respondió con voz entrecortada-. Es un honor, pero no es necesario. Supongo que ya habrás compensado así muchos favores en el pasado, pero ya no. Eres la nueva tú, ¿recuerdas?
Sonrió, sintiéndose más feliz de lo que podía llegar a expresar.
– Eres especial, señor Troll.
Se puso el uniforme y sintió que le sentaba como una segunda piel.
Comieron. Mientras masticaba, Frankie pensó que todo iba a cambiar.
– Hasta la fecha -le dijo Troll mientras encendía la antorcha y cargaba la pistola-, el fuego ha mantenido a distancia a todas las ratas que me he ido encontrando. Pero aquí abajo hay más cosas y no sé cómo funcionará con ellas. Así que déjame ir delante.
Ella se mordió el labio y asintió.
– ¿Lista?
Volvió a asentir, incapaz de hablar.
Abrió una puerta hacia la oscuridad.
Empezaron a caminar por el túnel. Al cruzar por un agujero de alcantarilla, Frankie observó señales de vida en los diminutos salientes: había sacos de dormir y estantes colgados de los peldaños de la escalera que subía a la calle, pero ni rastro de sus dueños.
Caminaron en silencio, acompañados únicamente por el sonido de sus pisadas y su respiración. El túnel parecía infinito, y se extendía más allá de la luz de la antorcha. Troll caminaba con una asombrosa seguridad a través de innumerables giros y esquinas.
Llegaron a una sección en la que el suelo estaba anegado de un agua lodosa, hedionda como los cadáveres andantes de la superficie y cubierta por una repugnante y fina capa. Caminaron con las piernas separadas para evitar pisar aquella mugre, plantando los pies firmemente en los lados del túnel y con la cabeza gacha.
Las cucarachas rondaban por la porquería a ciegas, alimentándose de hojas muertas y detritus de las calles y los edificios. Docenas de peces albinos recorrían las aguas. Frankie se preguntó si algún pez de colores tirado por el váter habría acabado ahí, deformado con el paso del tiempo. Algunos habían crecido tanto que apenas cabían en el agua: incapaces de nadar, chapoteaban en la mugre, dando inaudibles bocanadas en el asfixiante oxígeno.
Pero eso era todo: no había ratas o humanos, zombis o no.
Troll la guió incansablemente por la vasta red de catacumbas hasta llegar a un cruce. Varios túneles de todas las alturas y ángulos convergían en una amplia zona.
– Por aquí -susurró Troll, hablando por primera vez en más de una hora-. Todavía queda más de un kilómetro hasta el puerto.
Continuó avanzando y Frankie lo siguió de cerca. El túnel que habían tomado era totalmente recto; el techo subía y bajaba como una montaña rusa, pero el suelo estaba seco y sus doloridas piernas se lo agradecieron.
Al cabo de un rato sintió una suave brisa en el rostro.
Y entonces oyeron el primer ruido tras ellos.
Ambos se giraron. Troll sujetó la antorcha en lo alto cuando un segundo chapoteó sonó a través del eco del túnel.
– Rápido -urgió Troll, agarrándola del brazo. Empezaron a andar a paso ligero, sin llegar a correr.
Hubo más sonidos, y cada vez eran más cercanos, formando un repiqueteo. El de uñas y dientes.
Muchos.
Entonces llegó el olor. El muy familiar hedor de los no muertos.
Troll empujó a Frankie hasta ponerla ante él, se detuvo y se dio la vuelta, apuntando hacia el frente con la antorcha.
Docenas de brillantes ojos rojos le observaron desde la oscuridad.
Las ratas cargaron, abalanzándose sobre él como una ola marrón surgida de las profundidades del túnel. No emitían ningún sonido salvo el ruido de sus garras.
– ¡Vete! -La empujó hacia delante con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarla.
Tras recuperar el equilibrio, Frankie empezó a correr sin echar la vista atrás, escuchando el resonar de sus pasos por el túnel y la respiración entrecortada de Troll detrás de ella. Cada vez tenían más cerca a sus perseguidoras, que empezaron a chillar produciendo un sonido parecido al de las uñas arañando una pizarra. Frankie sacó la pistola.
– ¡No servirá de nada! -gritó Troll-. Para cuando hayas matado a una, tendrás a diez encima. ¡Corre y punto!
Obedeció y siguió corriendo a toda velocidad. Recorrió varios metros hasta darse cuenta de que él ya no la seguía.
Troll estaba en medio del túnel, con las piernas separadas, bloqueando el paso. Sostenía la antorcha como una espada flamígera, blandiéndola de lado a lado. El ejército de ratas no muertas se echó atrás, con el miedo reflejado en sus ojos.
– ¡Troll!
– ¡Vete! -le gritó, sin mirar atrás-. ¡Nos encontraremos fuera!
Frankie se quedó inmóvil y luego dio un paso hacia él.
– ¡Maldita sea! -aulló. Las ratas avanzaban y retrocedían, tanteando los límites del fuego-. ¡Sobrevive, Frankie! Tienes una segunda oportunidad, no la eches a perder.
Algo pequeño, peludo y marrón cayó del techo chillando. Troll lo golpeó con el palo, envolviéndolo en llamas y haciendo retroceder al resto. Gruñó y empujó la antorcha hacia las criaturas.
Frankie salió corriendo a regañadientes.
… Y así fue como acabó donde se encontraba: en una zona pantanosa y amplia cerca del puerto Fells Point, recibiendo su bautismo de lluvia ácida. El rascacielos del Sylvan Learning Center y la dársena Marriot se alzaban sobre ella luciendo oscuras y empañadas ventanas.
Esperó mucho tiempo.
Troll no llegó a salir de las alcantarillas.
Frankie se puso en camino, renqueando, con la lluvia engullendo sus lágrimas.