Capítulo 16

Baker gritó horrorizado cuando vio los cuerpos.

Estaban suspendidos de unas cruces en forma de equis alineadas a ambos lados de la carretera. La mayoría estaban muertos, aunque algunos de ellos aún se movían, peleando inútilmente con sus ataduras y los clavos de metal que los atravesaban para contenerlos.

El hedor era insoportable, hasta el punto de que Baker tuvo que apartarse del agujerito del camión por el que oteaba el exterior. Había reconocido el paisaje y los monumentos a medida que se adentraban en Gettysburg y adivinó a qué distrito estaban siendo enviados.

Comprobó rápidamente cómo se encontraba Gusano: seguía hecho un ovillo en la esquina, y dormía profundamente. La escasa luz que llegaba a filtrarse a través de los agujeros le daba una apariencia pálida y mortecina. Baker extendió sus manos atadas hacia él y le pasó las yemas de los dedos por las cejas con delicadeza. Gusano se revolvió y las marcas de preocupación de su frente desaparecieron.

Baker contuvo la respiración y volvió a inspeccionar los alrededores a través del agujero. El camión estaba cruzando una especie de barrera hecha a base de sacos y alambre de espino. Había guardias armados apostados cada pocos metros, oteando en dirección al camión que los traía.

El vehículo se detuvo y Baker oyó voces y carcajadas. Entonces volvieron a moverse, adentrándose en la fortaleza.

Aquello le recordó a Baker a las imágenes del gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial. A medida que el camión se desplazaba, vio a muchos civiles cabizbajos y sucios realizando diversas tareas: llenando y apilando sacos de arena, extendiendo finas pero resistentes redes entre los tejados para mantener a los pájaros y otros zombis voladores a raya, sacando pesados muebles de las casas abandonadas, reparando los edificios que aún se utilizaban, empujando coches calcinados con arneses en sus espaldas, limpiando los canales que recorrían la calle… todo ello con un gesto de desesperación en sus lánguidos rostros. Se fijó en que no había ninguna mujer entre los trabajadores, a excepción de algunas ancianas.

Había cuerpos -no de muertos vivientes, sino de muertos comunes- colgados de las señales de tráfico: aquellos postes habían sido convertidos en horcas caseras. Baker se preguntó si estaban ahí para servir de advertencia al resto de trabajadores, pero entonces se dio cuenta de que muchos de los colgados vestían uniformes militares.

El camión se paró de nuevo y Baker escuchó los últimos gruñidos del motor antes de detenerse por completo. Se alejó del agujero y se arrodilló cerca de Gusano. El sordomudo se despertó de golpe y empezó a revolverse en la oscuridad. Baker le indicó que se estuviese quieto.

Oyeron pisadas de botas a ambos lados del camión y luego las puertas se abrieron, inundando el compartimento de luz. Parpadearon, cegados momentáneamente, y los soldados los sacaron al exterior, obligándolos a permanecer de pie. Baker dobló las rodillas para desentumecerlas.

Un hombre desaliñado vestido con un sucio uniforme se dirigió hacia ellos. El pelo le crecía hasta más allá del cuello y llevaba barba de varios días. Baker comprobó que lucía dos barras verticales plateadas en el hombro.

– Teniente segundo Torres -saludó el sargento Michaels-, hemos completado nuestra misión de reconocimiento y tenemos un informe completo. Lamento decir que hemos perdido a Warner, pero también hemos capturado a dos prisioneros de considerable relevancia.

Torres devolvió el saludo bruscamente y se quedó mirando a Baker y a Gusano.

– A mí no me parecen muy relevantes, sargento.

Michaels le extendió los credenciales de Baker y el oficial los estudió con interés.

– Hellertown, ¿eh? Havenbrook… ¿era un laboratorio de armas, no? -Le dio una palmada a Michaels en el hombro-. Les felicito a todos. El coronel Schow estará muy interesado en hablar con estos caballeros. -Se dirigió a Baker-: Bienvenido a Gettysburg, profesor Baker. Me temo que sus instalaciones serán algo más rústicas que aquellas a las que está acostumbrado, pero, si coopera, podemos proporcionarle algo mejor.

– ¿Cómo puedo cooperar? -preguntó Baker.

– Bueno, eso lo decidirá el coronel Schow. -Dio media vuelta y se dirigió al resto-. Buen trabajo, caballeros. Una pena lo de Warner, pero creo que os habéis ganado un permiso de veinticuatro horas. Michaels, el escuadrón del sargento Miller está a punto de llegar, y cuando lo haga pasaremos a oír el informe de ambos. Se espera que lleguen en una hora, así que tiene tiempo de ducharse, si quiere.

– ¡Gracias, señor! -Saludó de nuevo a Torres y se marchó.

– ¡Qué bien, joder! -celebró Blumenthal-. ¡Me voy a la bolera y luego al picadero!

– De eso nada -le dijo Ford-. Primero Lawson y tú vais a llevar a los prisioneros al centro de confinamiento, y aseguraos de decirle a Lapine que los separe del resto de la escoria. No quiero que les pase nada hasta que el coronel los interrogue.

Lawson miró lascivamente a Gusano, frotando la pelvis contra su espalda.

– ¡Y luego te haré chillar como un cerdo, chaval!

Gusano aulló indignado y Baker se interpuso entre ambos.

– ¡Deja en paz al chico, maldita sea!

– ¡Jua! ¡Cuando el coronel haya terminado con vosotros, desearás que nos lo hubiésemos quedado!

Baker, rabioso, cerró tan fuerte los puños que se clavó las uñas en las palmas. Blumenthal le dio un empujón. Mientras el soldado se los llevaba, Baker se quedó mirando a Lawson a los ojos hasta que éste apartó la mirada y empezó a quitarle las ataduras a Gusano.

El centro de confinamiento era un cine viejo de una sola pantalla, de aquellos que quedaron obsoletos con la llegada de las multisalas. Varios guardas armados hasta los dientes patrullaban las aceras que lo rodeaban, e incluso había vigilancia en el tejado. En el recibidor había varios más, observando con indiferencia a quienes se acercaban.

Blumenthal se dirigió hacia la cabina de entradas y habló con el soldado que la ocupaba.

– Aquí tienes a dos novatos, Lapine. El sargento Ford quiere que los separes del resto.

– ¿Y cómo coño quieres que lo haga? -se quejó el hombre-. Apenas tenemos espacio para los ciudadanos que ya hay dentro, ¿y ahora quieres que encuentre una habitación separada para estos dos mierdas?

– Yo sólo te transmito lo que me han dicho; cómo hacerlo es cosa tuya.

– Bueno, podemos instalarlos en el balcón. -Después miró a Baker-. ¿A qué te dedicabas antes del alzamiento, gilipollas?

– Soy científico -respondió Baker, mordiéndose la lengua para no decir «y soy uno de los que ha provocado todo esto».

– Un científico, ¿eh? -dijo Lapine en torno burlón-. Bueno, supongo que puedes recoger basura o mover sacos de arena como todos los demás.

– Estos dos no -le informó Lawson-. Todavía no, al menos. El coronel quiere verlos.

– Ohhh -volvió a burlarse Lapine-, ¿vamos a acoger a un par de dignatarios? Pues nada, habrá que buscarles un sitio bien seguro.

Salió de detrás del cristal e indicó a dos soldados que relevasen a Blumenthal y Lawson. Después los guió a través de unas puertas dobles y un tramo de escaleras hasta una puerta cerrada con cadenas y candados.

Uno de los guardias les apuntó con el M-16; Lapine se sacó un manojo de llaves del bolsillo y abrió los cerrojos. Después, fueron escoltados al interior.

– Casi todos los ciudadanos duermen abajo -comentó, como si fuese un guía turístico-, pero vosotros dormiréis aquí, en el balcón.

Tenía cuatro asientos reclinables tapizados en rojo cubiertos de moho y poco más. Debajo se extendía la sala de cine: la mayoría de las sillas habían sido arrancadas de cuajo y arrojadas a las esquinas, reemplazadas por colchones mohosos y montones de paja. Todavía se conservaba la pantalla, pero estaba cubierta de grafitis y tenía varios agujeros.

Baker se fijó en que de la ventana de la cabina de proyección asomaba una ametralladora de calibre cincuenta. También se dio cuenta de que se habían soldado dos planchas de metal a las salidas de emergencia que había al fondo de la sala, una a cada lado de la pantalla.

El pasillo central estaba lleno de pequeños pedazos de cristal, visibles incluso en la oscuridad. Baker miró hacia arriba y vio una cadena de bronce colgando del techo.

– Ahí había una lámpara de araña -dijo Lapine como si tal cosa-. Era preciosa, toda de cristal. Los ciudadanos la tiraron y usaron el cristal para rajar a algunos compañeros. No llegaron muy lejos, pero perdimos a algunos buenos hombres. Cogimos a los instigadores y los crucificamos a ambos lados de la carretera. Seguramente los habrás visto de camino aquí.

Baker asintió de mala gana.

– Y ésa es sólo una forma de ocuparse de ellos -sus carcajadas resonaron entre el techo abovedado y los sucios muros de alabastro-. Pero claro, lo mejor viene cuando mueren después de ser crucificados. Metemos los clavos a fondo y hasta les atamos los músculos… ¡Y cuando vuelven a la vida, se encuentran con que están presos! ¿Alguna vez has visto a un zombi morirse de hambre? Pues yo tampoco. Así que permanecen ahí colgados, día tras día. A un par de ellos se les pudrieron los pies y las manos tanto que pudieron soltarse, de modo que ahora los utilizamos para hacer prácticas de tiro.

– Es un procedimiento muy barato -murmuró Baker, sarcástico-. Estoy seguro de que los contables del Tío Sam estarían orgullosos.

– Oh, y ése es sólo uno de los métodos que tiene el coronel Schow para ocuparse de los revoltosos -le aseguró Lapine-. Colgarlos es bastante efectivo. O fusilarlos. A mí me encantan los paseos en helicóptero.

– ¿Y cómo son, exactamente?

– Cabrea al coronel y puede que lo descubras por ti mismo.

Los soldados se marcharon y cerraron la puerta de golpe. Baker oyó cómo volvían a colocar las cadenas y a cerrar los candados.

– E'ícula -dijo Gusano, apuntando a la pantalla-. E'ícula, Eiker.

– Sí, desde luego -suspiró, dejándose caer en la silla-. Igual es una sesión doble: La noche de los muertos vivientes y Apocalypse Now. Sólo nos faltan las palomitas.


* * *

Como el interior del Humvee estaba lleno de gente, botín y armamento, obligaron a Frankie a sentarse en las rodillas de Skip. Tuvieron que cambiar de sitio cuando Miccelli descubrió que estaba frotando sus ataduras contra la hebilla del cinturón del soldado, intentando cortarlas. Aquello les valió una paliza a ambos. Frankie fue arrojada al suelo y usada como reposapiés por Miccelli y Kramer.

Desafiante, hundió sus dientes en el gemelo de Miccelli, haciéndolo gritar mientras la sangre le corría por la boca.

Entonces fue cuando la violaron.

Frankie no hizo ni un ruido, ni se movió… ni cuando rieron, ni cuando empezó a dolerle, ni cuando la penetraron violentamente, ni cuando la machacaron de dentro afuera ni cuando derramaron semen sobre su tripa y su cara. Permaneció completamente inmóvil, paralizada, viajando a su lugar especial y recordándose a sí misma que aquello tampoco era tan malo: era como los antiguos intercambios que solía hacer. Y si consentía, viviría.

«No te avergüences -se repetía a sí misma-. No es culpa tuya. Ahora no puedes pelear, y si lo haces, te matarán. Sólo es tu cuerpo. No pueden tocar tu mente.»

Estaba en su lugar secreto cuando Kramer relevó a Miller al volante para que el sargento tuviese su turno.

Cuando estaba en su lugar su lugar secreto no pensaba ni en la heroína ni en el bebé.

En esa ocasión, sus fantasías eran de venganza.

«Soy una superviviente. Si he conseguido salir de cosas peores, saldré de ésta.»

Miller gruñó cuando llegó al orgasmo, extrajo su miembro y lo limpió en la camiseta de Frankie.

– ¿Qué te parece, zorra?

– ¿Eso es lo mejor que podéis hacer? -respondió-. Seguro que vuestras mujeres os dejaron, ¿a que sí?

– Ésta necesita que la enderecen -murmuró Miccelli-. Sargento, ¿me hace el favor de sujetarla?

Miller se puso a horcajadas sobre sus pechos, aplastándole la espalda contra el suelo. Miccelli se bajó la cremallera y empezó a orinar, derramando aquel líquido amarillo contra su cara y cuello. Frankie apretó los párpados con fuerza, tosiendo y atragantándose cuando la orina le cayó sobre los ojos, la nariz y la boca.

– ¡Ojo no me vayas a dar a mí! -le advirtió Miller, y rieron a carcajadas.

– ¡Cabrones! -gritó Skip desde su asiento-. ¡Dejadla en paz!

Miller le pegó con el dorso de la mano y el inflamado labio de Skip se abrió de nuevo.

– No te preocupes por tu novia, soldado. Mejor preocúpate por ti mismo.

– ¿Te ha gustado la ducha? -le preguntó Miccelli.

– Joder -sonrió Frankie-. Mi chulo me hacía eso cuando tenía diecisiete años, gilipollas, y lo hacía bastante mejor. Al menos tenía una polla decente con la que mear.

Miller y Kramer se rieron y Miccelli la miró desde arriba.

– Ya veremos si te pones tan tonta cuando el resto de los chicos haya terminado contigo.

Levantó el pie, listo para patearle la cara, pero Miller le detuvo.

– Ya vale, no le jodas la cara. Deja que descanse. Ya le tocará lo suyo, no te preocupes.

Entonces pasaron a ocuparse de Skip.


* * *

A Frankie le horrorizó observar el mismo panorama que había contemplado Baker al entrar en la ciudad, pero miró de todas formas para no tener que verle la cara a Skip. Kramer, Miller y Miccelli se turnaron, como hicieron con ella, y, aunque no lo habían violado, había acabado mucho peor.

La nariz, rota, se había hinchado hasta convertirse en un inflado bulto de carne con las fosas nasales llenas de sangre seca. De sus labios destrozados manaba aún más sangre, y cada vez que respiraba por la boca, Frankie podía ver los huecos donde antes había dientes. Tenía un corte enorme sobre la ceja izquierda y otro en la frente. La piel de la mejilla derecha se le había desprendido de la carne y colgaba sobre la cara. Uno de los ojos se le había cerrado del todo y el otro estaba oscuro e inflamado.

Pese a todo, había permanecido consciente todo el rato. Frankie pensó que aquello había sido lo peor de todo, ya que Skip no parecía tener un lugar secreto al que retirarse mentalmente: al principio se mantuvo entero, pero a medida que recibía los numerosos y salvajes golpes, empezó a gritar. Pasó mucho tiempo hasta que pudo dejar de hacerlo.

Aquellos gritos todavía resonaban en sus oídos, aunque el hombre herido ya sólo alcanzaba a resollar.

El escuadrón se reunió con el teniente Torres tal como había hecho el de Michaels y recibieron las órdenes. Torres hizo un gesto de pesar cuando se enteró de la deserción de Skip y ordenó que se le internase en el centro de confinamiento.

– A ella ponedla con el resto de las putas y que se limpie -le dijo Miller a Kramer cuando Torres se marchó-. Y Miccelli, lleva a este traidor de mierda al cine como ha dicho el teniente. Yo me ocupo del informe.

Kramer agarró a Frankie por el brazo y la arrastró con él mientras Miccelli forzaba a Skip a caminar delante de él a punta de pistola. De pronto, Frankie se dio la vuelta.

– ¡Skip!

Él se dio la vuelta despacio, con gran esfuerzo, mientras Miccelli le hundía el arma en la espalda.

– Gracias -le dijo. Y pese a lo mucho que le dolió hacerlo, Skip sonrió.

Era una imagen difícil de contemplar, y Frankie tuvo que esforzarse para no apartar la mirada. Entonces Miccelli le pegó un empujón y lo alejó de ella.

– Mándale un besito de despedida a tu novio -se burló Kramer-. Porque no vas a volver a verlo.

– ¿Tú eres el soldado Kramer, verdad? -preguntó Frankie.

– Soldado de primera Kramer -corrigió, sacando pecho-. No lo olvides.

– Querrás decir gilipollas de primera -dijo Frankie con calma-. Antes de que acabe todo esto, soldado de primera Kramer, voy a matarte. No lo olvides.

La miró a los ojos mientras su cara se iba poniendo roja de furia. Levantó el M-16, le apuntó con él en la cara y gruñó algo ininteligible.

– ¿Qué has dicho?

– ¡Que te muevas! -gritó.

Mientras era dirigida a su destino, Frankie no puedo evitar sonreír.


* * *

Miller entró en la habitación de los informes, donde se encontraban Michaels, Torres, los capitanes González y McFarland y el coronel Schow, sentados y a la espera. En uno de los muros colgaba un mapa de carreteras del estado de Pensilvania, y en otro, uno topográfico. Saludó rápidamente, se sirvió una taza de café instantáneo y se sentó al lado de Michaels.

– Siento haberles hecho esperar.

– No pasa nada -dijo el coronel Schow, sonriendo-. Tómese el café y relájese, sargento Miller.

Su voz era tan tenue que, en ocasiones, tenían que esforzarse para escucharla. Y fría.

Muy, muy fría.

Schow no era físicamente grande, pero su presencia llenaba la habitación. Su metro setenta de altura y sus ochenta kilos de peso no resultaban imponentes, pero su planta sí. Se movía como un gato: ligero, grácil y mortal. Nunca levantaba la voz más allá de su quedo tono, pero cuando hablaba, todo el mundo prestaba atención. Tenía la asombrosa habilidad de terminar las frases y pensamientos de sus subordinados, como si pudiese leer sus mentes. Pero lo que a Miller le resultaba más desconcertante de él era que nunca parpadeaba.

Nunca. Cuando Michaels y él eran un par de reclutas novatos recién salidos del campamento de instrucción, apostó un pack de cervezas y ganó.

Schow era como una serpiente, silencioso y observador.

Y venenoso.

El capitán González se aclaró la garganta.

– Sargento Michaels, ¿por qué no empieza usted? -No era una pregunta.

– Sí, señor. Hicimos un reconocimiento en Harrisburg. La ciudad es inhabitable; hay una alta concentración de no muertos y los supervivientes son carroñeros, pandilleros, bandas de motoristas y gente así, aunque no disponen de armamento pesado capaz de enfrentarse a un regimiento acorazado. Podríamos tomarla como base de expansión, pero si lo hacemos, tendremos que recurrir al combate urbano, así que los tanques no nos servirían: destruiríamos aquello de lo que queremos apoderarnos. Además, hay la suficiente resistencia como para provocarnos un número excesivo de bajas, y la ciudad tampoco serviría como punto de reabastecimiento, ya que los saqueadores se han llevado casi toda la comida no perecedera y otros productos.

– ¿Y qué hay de los prisioneros que ha capturado, sargento? -preguntó Schow-. Háblenos de ellos.

– Bueno, señor, nos topamos con ellos, literalmente, en el viaje de vuelta. Los zombis lanzaron un ataque aéreo y terrestre, usando fundamentalmente pájaros no muertos. Perdimos al soldado Warner durante el ataque.

– Aparte de eso, ¿no sufrieron más bajas? -interrumpió Schow.

– No, señor.

– Entonces es aceptable. Continúe, por favor.

– Durante la confrontación nos encontramos con los dos hombres en cuestión, y, después de conseguir sus identificaciones, comprobamos que uno de ellos trabajaba para los Laboratorios Nacionales de Havenbrook, en Hellertown: el profesor William Baker. Era el director del proyecto CRIP. ¿Lo recuerda de las noticias?

– ¿No era aquella cosa que iba a provocar un agujero negro? -preguntó Miller.

– El Colisionador Relativista de Iones Pesados -dijo Schow mientras juntaba los dedos-. Se escribieron unos cuantos artículos fascinantes sobre él en las publicaciones especializadas.

– Bien, pues Baker trabajaba en ello. -Miller extrajo la tarjeta de identificación de Baker de su bolsillo y la deslizó por la mesa-. Imagino que tendría un pase de seguridad de alto nivel.

– Del más alto -musitó Schow. Después les pasó la acreditación a González y McFarland-. Como director, tendría acceso a toda la instalación.

– ¿Permiso para hablar, coronel? -interrumpió Miller.

– Adelante.

– Le ruego disculpas, pero ¿en qué nos beneficia eso?

– Havenbrook era una de las instalaciones de investigación punteras del gobierno de Estados Unidos, sargento. Eso fue lo que se le dijo al público. Olvídese de todas esas teorías idiotas sobre el Área 51 y Gloom Lake; esas instalaciones también existen, lo sabe todo el mundo, pero se dedican fundamentalmente a desarrollar aeronaves experimentales.

– Havenbrook -continuó González, retomando la explicación donde la había dejado el coronel -era, entre otras cosas, un laboratorio de armas. Biológicas, químicas, balísticas… Pedías cualquier cosa y la hacían. Tenían más virus que un hospital.

– ¿Así que vamos a hacernos con su arsenal? -preguntó Miller.

– Sólo ve una parte del cuadro, sargento -le dijo Schow-.

Havenbrook es muy grande… colosal. Tenía que serlo, a juzgar por todos los proyectos que debían de desarrollarse allí. Desde fuera parece un laboratorio normal y corriente, con mucha seguridad en el perímetro pero sólo oficinas y un hangar o dos en el interior. Eso se debe a que la mayor parte del complejo está bajo tierra. Y por lo que he leído, tiene kilómetros de túneles. Es impenetrable.

Miller silbó.

– Nos vendría muy bien como base de operaciones.

– Desde luego -sonrió Schow-. Piense en las posibilidades que nos ofrece. Cada día que pasa el número de criaturas aumenta. La milicia de los Hijos de la Constitución controla una gran parte de Virginia Occidental, y es cuestión de tiempo que se dirijan hacia aquí. De las ruinas no paran de surgir milicias de renegados mientras las criaturas se multiplican. Necesitamos establecer una fortaleza permanente, una que no sea Gettysburg. De lo contrario, no sobreviviremos al invierno. De hecho, tendremos suerte si duramos un mes más: aunque contemos con armas y hombres, nos enfrentamos a un enemigo que tiene una ventaja evidente sobre nosotros. Sólo necesita un cuerpo muerto. Hoy día, el número de cuerpos muertos supera ampliamente al de vivos. No luchamos para conquistar tierras o por ideales. Luchamos por la supervivencia, ¡por nuestro derecho a vivir! Y únicamente los fuertes lo conseguirán. Todo esto es la forma que tiene la naturaleza de purgar a los débiles. Pero nosotros no somos débiles, ¿verdad que no? ¡No! ¡Somos fuertes! Eso es lo que los civiles de ahí fuera no entienden. Creen que somos crueles y que nuestros métodos son implacables, pero el hecho de que no estén de acuerdo con ellos revela su condición. Son débiles y, por lo tanto, no aptos para sobrevivir. Debemos ganar esta guerra, y entonces Havenbrook sería un lugar ideal para empezar. -Hizo una pausa, bebió un sorbo de café y terminó-. Y ahora, Miller, como dicen los jóvenes de hoy en día, ya sabe lo que toca.

– ¿Baker se ha mostrado cooperativo? -le preguntó McFarland a Michaels.

– Hasta ahora no -respondió el sargento-, pero seguro que podemos persuadirlo.

– ¿Y el otro hombre que lo acompañaba?

– Bah, es un sordomudo, una especie de retrasado. No tengo ni idea de cómo se encontraron, pero el científico se siente unido a él.

– Entonces cooperará -dijo Schow-. Tráigamelos. Quiero aprender todo lo que ese hombre sabe de Havenbrook antes de ir allí. Trazado y diseño, si hay corriente, qué sistemas de seguridad funcionan todavía, cuánta gente hay y, lo más importante, cuántas de esas cosas hay escondidas ahí abajo, si es que hay alguna. Creo que nos será un guía turístico de lo más útil. -Juntó los labios y sopló el café antes de sorberlo. Después, se dirigió a Miller-. Sargento, me gustaría que ahora compartiese sus hallazgos con nosotros.

Miller informó de todo lo que había tenido lugar durante la misión. Cuando terminó, se sentó y permaneció en silencio un rato.

– Es una lástima lo del soldado Skip -dijo finalmente Torres-. El chaval me caía bien.

– Quizá podamos usar su castigo por insubordinación como una herramienta de aprendizaje para nuestro científico. Teniente Torres, tenga el helicóptero listo. Y tráigame a nuestros tres prisioneros: el desertor Skip, el profesor y su desafortunado compañero. Vamos a llevarles a dar una vuelta.


* * *

– Si le ponemos con el resto de los locales, se lo comerán vivo en cuanto vuelvan del trabajo como si fuesen zombis.

Baker reconoció la voz que sonaba más allá de la puerta: era Lapine, así que bajó los pies de la barandilla, donde los había colocado para descansar. Oyó el chasquido de la llave al entrar en el cerrojo y el crujir de las cadenas al ser retiradas de la puerta. Gusano notó la inquietud de Baker y se quedó mirándolo, observando su semblante pensativo.

La puerta del balcón se abrió y apareció un soldado hecho polvo flanqueado por otros cuatro, entre ellos Lapine. Empujaron al herido al interior y cerraron la puerta de un golpe.

El hombre apoyó la espalda contra el respaldo de la silla y se derrumbó sobre ella, hecho un tembloroso ovillo.

– ¿Está bien? -le preguntó Baker, dando un paso hacia él.

– Oy ien -murmuró el hombre a través de su destrozada boca-. E amo Shkip.

«¡Suena igual que Gusano!», pensó Baker.

– Yo soy William Baker, y mi compañero se llama Gusano.

– E i en la e ene ene, gon o de a aina de o ahujero' negó'.

– Sí, salí en la CNN -admitió Baker, sorprendido-. ¿Se acuerda de mí?

– Aho, eo, ¿e iculpa u eundo? -El hombre sonrió y un hilo de baba rosa se deslizó por su mejilla machacada. Se encorvó hacia delante, tosió y escupió tres dientes rotos y un chorro de sangre. Baker contempló la escena horrorizado-. Perdón.

Su voz, aunque seguía siendo ronca, se volvió mucho más clara, aunque para Baker era evidente que le dolía hablar.

– No pasa nada -le tranquilizó-. Vamos a echarle un vistazo, señor Skip. Me temo que aquí la iluminación no es muy buena, pero veremos qué puedo hacer.

– ¿También es médico? -preguntó Skip, estremeciéndose cuando Baker le tocó la cabeza con cuidado pero firmeza.

– No, pero estudié un par de asignaturas durante la carrera. -Giró la cabeza de Skip hacia la izquierda y hacia la derecha-. ¿Duele?

– Sí -se quejó Skip-, pero no pasa nada.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– Esto es lo que les pasa a los que no acatan las órdenes. ¿Y vosotros? ¿Asaltaron las instalaciones de Hellertown?

– No -respondió Baker-, pero ¿cómo sabe tanto de nosotros?

– Ya se lo he dicho, lo vi en la CNN. Vosotros erais los que estabais trabajando con la máquina de los agujeros negros. También teníais a gente investigando en ordenadores sentientes, clonación y todo eso.

– Sí, trabajé con el Colisionador Relativista de Iones Pesados, lo que usted llama la máquina de los agujeros negros. Era uno de tantos proyectos, pero no nos daban mucha información sobre el resto, así que no puedo confirmar esos otros que ha mencionado.

– Bueno, profesor, pues será mejor que Schow tampoco sepa nada. Por eso estáis aquí, ¿verdad?

– Eso parece, desde luego. Nos dijeron que querría interrogarnos. Parece que piensan que Hellertown era, fundamentalmente, un laboratorio de armas.

– Bueno, entonces, ¿cómo le capturaron y quién es él? -preguntó Skip apuntando con el pulgar a Gusano, que estaba mirando a la sala de abajo.

– Podría decirse que es mi hijo. Soy su protector. Le encontré durante mi viaje y he acabado por sentirme muy apegado a él. Es un hombrecito impresionante. Y en cuanto a la primera pregunta, nos capturaron unos compañeros suyos cerca de Harrisburg. ¿Deduzco que es usted de su misma sección, o escuadra?

– Algo así -dijo Skip, falto de ganas de dar una lección de terminología militar-. Pero yo no soy como el resto. Son animales, y Schow es el peor. Él, McFarland y González. ¡Están de la puta olla!

Volvió a escupir sangre, esta vez por encima del balcón. Se oyó una pequeña salpicadura en el piso inferior. Gusano, al verlo, rió nervioso y le imitó. Skip rió y se pasó la mano por el pelo.

– ¿Y qué querrá el coronel Schow que hagamos? -preguntó Baker.

– Es difícil saberlo -respondió Skip, pasándose la camiseta por la cara-. Pero si fuese usted, le diría todo lo que quiere saber.

– ¡Ahí está el problema! -exclamó Baker-. ¡No sé qué quiere que le digamos! No sé nada. Y aunque lo supiese, lo más seguro es que nos mate en cuanto consiga lo que quiere, ¿no es así?

– Sí, eso es exactamente lo que haría -dijo Skip-, pero créame, si estás en manos de Schow, es mejor acabar como una de las cosas de ahí afuera que como su prisionero. Y hablando de ello, tengo algo que hacer.

Se dirigió a duras penas hasta el balcón, desde donde Gusano seguía lanzando escupitajos, y miró abajo.

– Hum, sólo diez metros. Es muy poca caída.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Baker.

– Como he comentado, es mejor estar muerto que en sus manos. Ya me han cogido, así que tenía pensado tirarme por el balcón. Pero no hay mucha altura; lo único que conseguiría sería romperme las piernas y empeorar las cosas.

Horrorizado, Baker se preguntó cómo debía ser el tal coronel Schow para que un hombre prefiriese suicidarse a vérselas con él. No podía ser tan malo. ¿Verdad?

Poco después, cuando volvió a oír las voces al otro lado de la puerta, Baker supo que estaba a punto de descubrirlo.

– De pie, mamones -gritó Lapine-. El coronel Schow quiere veros. Os venís a dar un paseo.

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