Baker se guareció en la oficina del conserje de un área de descanso, en una autopista de Pensilvania. Su cena consistió en unas patatas fritas y chocolatinas, todo ello regado con gaseosa, que consiguió abriendo a golpes el cristal de una máquina expendedora con la culata de su fusil. Por un instante se preguntó si sus acciones harían que alguien llamase a las autoridades, pero luego se rió de tan absurda idea.
Deseó que sus únicos crímenes contra la humanidad fuesen simple vandalismo y robos sin importancia, pero dos días de aterradora observación confirmaron que no era así.
Todo aquello era culpa suya.
Su huida de Havenbrook había sido angustiosa. Corrió por los túneles oscuros y los pasillos, seguido de cerca por los furiosos ruidos de persecución de Ob, que resonaban entre las paredes. Al final consiguió salir, después de una escalada agotadora por el hueco del ascensor.
Sin embargo, el lugar al que había llegado era mucho peor.
No había ningún agujero en el cielo, ninguna herida abierta desde la que se pudiese divisar otra dimensión. Baker sostenía la hipótesis de que el experimento habría debilitado la barrera entre este mundo y el lugar del que procedían Ob y sus hermanos, difuminando sus límites invisibles. Pero fuese como fuese el portal, no estaba a la vista.
El terreno que rodeaba las instalaciones estaba desierto, así que no tuvo ningún problema a la hora de equiparse con los suministros que encontró en los barracones. Después entró en la primera casa con la que se topó y se hizo con un fusil de caza, una pistola y algo de comida que tuvo la suerte de encontrar.
Esquivó con facilidad a los pocos zombis que quedaban en Hellertown ocultándose en el bosque. Pero fue en aquel bosque, a medio camino de Allentown, donde empezó la auténtica persecución.
Baker se había olvidado del pez.
Caminando como los mismos zombis, con el peso de la desgracia que había contribuido a desencadenar sobre el planeta hundiéndose en sus hombros, Baker no oyó a las ardillas hasta que estuvieron a punto de echársele encima. Agradeció profundamente haber asistido a las cacerías anuales que celebraban sus compañeros: consiguió abatir a cuatro criaturas rápidamente. Pero mientras estaba recargando, los conejos surgieron de entre los arbustos y corrieron tras él.
Perseguido por aquella manada de conejos no muertos, corrió a través del bosque con las ramas y las espinas desollándolo a cada paso que daba. En retrospectiva, Baker llegó a encontrar cómica aquella situación, pero temía que si empezaba a reír ya no podría parar jamás. Sintió que algo en su interior estaba a punto de quebrarse.
Consiguió matar o eludir a sus pequeños perseguidores, al igual que a un buitre no muerto y a cuatro zombis humanos.
Aquella primera noche llegó a una cancha de béisbol desde la que podía verse Allentown. Se refugió en el interior de una letrina portátil y se despertó al oír los gritos. Contempló horrorizado cómo un grupo de zombis montados en motos de cross acorralaba a una pareja que aún estaba viva y coleando. Baker pensó durante un instante en ayudarlos, pero, paralizado por el miedo y superado en número, se limitó a observar cómo las criaturas disparaban, tirando a herir, y después se daban un festín con su carne.
«Nos están cazando», reflexionó.
Baker observó con un terrible desapego que, aunque devoraban órganos y piel, los zombis dejaban a las víctimas lo bastante intactas como para que pudiesen volver a caminar.
Y así fue. Habitados por algo distinto, los humanoides se alzaron, se unieron a sus hermanos y se marcharon con ellos.
Baker pasó el resto de la noche temblando en la oscuridad, incapaz de dormir.
El día siguiente consistió en una caminata larga, pesada y aterradora hasta que llegó, derrotado, a la autopista. Ésta estaba sorprendentemente vacía, ya que los zombis se habían desplazado a zonas con mejor caza. Se encontró con unos cuantos coches abandonados y unos conos de construcción naranjas, pero eso fue todo.
Ahora que había encontrado un sitio guarecido y relativamente seguro, el miedo fue desapareciendo, reemplazado por un estado de shock y una culpa sobrecogedora.
No podía dejar de pensar que él era el responsable de todo. Estaba maldito y aquello era el infierno.
Sintiéndose desmayar, Baker cerró los ojos con fuerza y agarró los bordes del lavabo del conserje. Olvidando por un instante que el silencio era la clave de la supervivencia, profirió un grito; sus lágrimas eran demasiadas y demasiado dolorosas como para contenerlas. El grito de angustia le quemó la garganta. Sin dejar de llorar, se puso en cuclillas y permaneció así durante un buen rato.
No oyó el crujido de la puerta al abrirse.
Baker, cuyos hombros se movían al ritmo de sus sollozos, estaba de espaldas a la puerta. Abrió los ojos un instante y miró el lavabo fijamente. La habitación le daba vueltas y empezó a tiritar con la frente perlada de sudor.
Una sombra se proyectó sobre él.
Le fallaron las piernas y se golpeó la cabeza contra el borde del lavabo al desmoronarse.
Gimiendo ininteligiblemente, la figura del umbral se abalanzó hacia él.
Baker se revolvió y después se quedó quieto sin abrir los ojos.
Algo se movía en la oscuridad.
– Naaaaaa.
¡Dios! ¡Uno de ellos lo había encontrado mientras estaba inconsciente!
Mantuvo los ojos cerrados y pensó. A juzgar por el sonido, tenía al zombi justo encima. La pistola estaba en la mochila, así que tanto daba que estuviese ahí o en la luna. Estaba indefenso.
La criatura murmuraba de una forma extraña y cadenciosa, como si le hubiesen quitado la lengua.
– Naaaaaa. Nuuuuná.
Baker se dio cuenta de que estaba cantando.
La criatura se reclinó hacia él y le puso algo frío y húmedo en la frente. Le cayó agua sobre las comisuras de los ojos y las mejillas.
– Ai'a. Va a o'ede bé. E'ata.
Una mano firme le cacheteó. Baker siguió inmóvil, conteniendo las ganas de gritar.
La carne en contacto con su cara no parecía la de un muerto. Era suave y cálida. Además, la criatura no olía a podredumbre: olía a axila y a sudor, al igual que él.
– A'e un aó a Gushano.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Baker abrió los ojos.
Una cara redonda y sombría babeaba sobre él y sonrió de felicidad en cuanto lo vio levantarse.
El chico se echó atrás de un salto y habló.
– ¡Uy ié! ¡Iéeee!
Baker se quitó el trapo húmedo de la frente, estudiando a su benefactor. No pudo determinar su edad, aunque calculó que tendría entre catorce y diecinueve años. A juzgar por su expresión facial y sus deformidades, el niño sufría algún tipo de retraso, pero no pudo determinar de qué índole.
– Gracias -dijo Baker-, sonriendo amablemente.
– ¡E ada!
«¿"De nada", tal vez?»
Baker se dio la vuelta para dejar el trapo en el lavabo mientras preguntaba:
– Yo soy el profesor Baker. ¿Cómo te llamas?
El chico no respondió. Baker miró por encima del hombro y vio que lo estaba observando con curiosidad.
– ¡E ada! -volvió a chillar.
– ¿Cómo te llamas, amigo? -preguntó Baker. El chico le miró fijamente a los labios y frunció el ceño, concentrado. Al rato se frustró, negó con la cabeza y volvió a mirar, esperando a que Baker repitiese la pregunta.
«¡Me está leyendo los labios! ¡Es sordo!»
Baker se arrodilló ante él y empezó a expresarse con mesura.
– Me llamo Baker -dijo mientras se señalaba al pecho-. ¿Cómo te llamas?
Al chico le brillaron los ojos al entenderle y dio palmas de alegría.
– ¡Gushano! -dijo feliz, apuntándose con el pulgar.
– ¿Gusano? -preguntó Baker. El chico asintió con gran energía y luego señaló a Baker.
– ¿Eiker?
– Sí, Baker. -Puso la mano sobre el hombro del chico y apretó-. Es un placer conocerte, Gusano.
– ¡E' un a'er! -respondió él.
Baker se rió, olvidando el dolor y la culpa por un momento.
Baker compartió lo que había afamado de la máquina expendedora con su nuevo compañero. No hubo ninguna conversación, salvo por los gruñidos de deleite de Gusano mientras devoraba las chocolatinas. Silbaba y cantaba de alegría y Baker sonrió.
¿Cómo habría sobrevivido, solo y sin nadie que le ayudase? Baker no tenía forma de saberlo.
Le dio un toquecito a Gusano en el hombro y el chico se quedó mirándolo, expectante.
– ¿Dónde están tus padres?
La mirada de Gusano se ensombreció y sus ojos marrones se entornaron hacia el suelo.
– A… atone -tartamudeó-. E a 'omieo o atone.
– No te entiendo -le dijo Baker moviendo los labios con cuidado.
Gusano se agazapó y torció los dedos como si fuesen garras. Echó el labio superior hacia atrás, cerró los ojos y empezó a chillar.
– Atone -repitió, correteando por la habitación a cuatro patas. Baker empezó a comprender.
– ¿Ratones?
Gusano asintió emocionado, pero la pena volvió a adueñarse de él y le borró la sonrisa.
– A amá e a 'omieo o atone.
– Miedo… ¿ratones?
Gusano gruñó y enseñó los dientes.
– Comieron -suspiró Baker, mirando en otra dirección-. Los ratones se comieron a su madre. Y seguro que no estaban vivos cuando lo hicieron.
Baker volvió a sentirse culpable y permaneció en silencio.
Después de terminarse la cena, Gusano se sacó una bola de goma pequeña y brillante del bolsillo y empezó a hacerla botar en el suelo, cogiéndola con la mano cada vez que volvía a él. Baker observó el juego hasta que, agotado, se sumió en un profundo y perturbado sueño.
Las pesadillas no tardaron en llegar.
La tormenta llegó antes del amanecer y los dos despertaron en un mundo tan oscuro como cuando se durmieron. Gusano miraba los relámpagos con fascinación, incapaz de oír los truenos que resonaban por el valle.
Unos pocos segundos en el aparcamiento bastaron para que Baker acabase calado hasta los huesos. Las gotas de lluvia, gordas y frías, chocaban contra el asfalto como insectos contra un parabrisas.
Resignándose a esperar hasta que escampase, Baker aprovechó para explorar el área de descanso. Gusano le siguió con alegría sin separarse de su lado.
Vaciaron la máquina expendedora de botellines de agua y chucherías. Baker se quedó mirando por un instante una caja de periódicos: los titulares de una era pasada pero no tan distante le devolvieron la mirada. El presidente de Palestina advertía de que los problemas económicos de su país podrían desestabilizar todo Oriente Medio, mientras el ejército israelí bloqueaba los cargamentos de ayuda al país como medida contra el terrorismo de una Hezbollah renacida. Se había descubierto que la femilianina, un popular aditivo para los alimentos, podía provocar cáncer. El popular paseo de Ocean City, en Maryland, había sido borrado del mapa por la erosión costera y los efectos del calentamiento global. El presidente aseguró a los estadounidenses que el Pentágono no había autorizado la clonación humana, pese a que algunas fuentes así lo afirmaban.
Y luego estaba el CRIP. Baker vio su nombre impreso, junto con el de Harding y Powell.
Siguió caminando.
Los baños no tenían nada útil, salvo por unos cuantos rollos de papel higiénico. En el vestíbulo había poco más que un montón de folletos de información para turistas. Baker se detuvo a estudiar un mapa de carreteras en color colgado del muro y Gusano se puso a jugar con la pelota detrás de él, cantando en voz baja.
Baker se negaba a creer que todo hubiese terminado. Debía quedar alguien vivo y trabajando para recuperar el control, para revertir la catástrofe. Pensar que la humanidad se había extinguido era una locura.
Así que, ¿dónde podía encontrar al resto?
Desde su situación, estaba cerca de varios núcleos urbanos de la Costa Este: Filadelfia, Pittsburg, Baltimore, Nueva York y la capital del país estaban a unas cinco o seis horas de viaje en coche. Pero esas zonas metropolitanas acogían a tanta población que se habrían convertido en trampas mortales.
Baker pasó uno de sus sucios dedos por el mapa y frunció el ceño. La mejor opción parecía continuar hacia el sur, hacia Pensilvania, pasando por Maryland o Virginia. Siguió la línea azul de la autopista. Harrisburg, pese a ser pequeña, tenía muchos habitantes y presentaría los mismos problemas. York y Hanover eran más viables: pese a tener una gran densidad de población, ambas estaban rodeadas por kilómetros de comunidades rurales, cultivos deshabitados y bosques. El gobierno local podría haber opuesto resistencia y construido una barricada para protegerse del enemigo.
Su dedo se detuvo en Gettysburg, algo más al sur, poco después de Hanover. Además de ser un lugar clave en la conmemoración de la guerra civil, Gettysburg estaba cerca de Camp David, donde se rumoreaba que estaba el «Pentágono secreto». Con los años, Baker había hecho amigos en el Congreso y el ejército, por lo que su acreditación de seguridad era bastante alta. Sabía cosas que el resto de la población no sabía.
Cosas como que, en caso de guerra o de un ataque terrorista a gran escala, muchos de los líderes del país serían llevados a un lugar en Gettysburg, donde se les protegería mientras desarrollaban las estrategias para volver a poner el país en marcha.
Si quedaba algo remotamente parecido al orden, el mejor lugar para buscar sería Gettysburg. Podrían coger la salida del sur, pasar rápidamente por las afueras de Harrisburg y dirigirse hacia York; una vez ahí, viajarían a través del campo y por las carreteras secundarias de Gettysburg, que casi siempre estaban menos congestionadas.
Asintió para sí, convencido de que se trataba de un buen plan.
No obstante, seguía tratándose de un viaje en el que cabía la posibilidad de morir en cualquier momento.
Pensó en cómo llegar a su destino. En condiciones normales, Gettysburg estaría a unas tres horas desde su posición, pero cómo transcurriría el viaje y el estado de las carreteras era algo completamente impredecible.
¿Deberían conducir o un vehículo en movimiento llamaría más la atención? Pensó en la joven pareja que había sido asesinada por los zombis. Las criaturas podían conducir vehículos y usar armas. Eran lentos, pero también astutos y letales. Por otra parte, un vehículo dirigiéndose a toda velocidad -o incluso despacio- por la autopista llamaría mucho la atención. ¿Sería más seguro que Gusano y él fuesen caminando por los campos y los bosques?
Suspiró, desesperado. Caminar era igual de peligroso, puede que más: no sólo serían vulnerables a los zombis humanos, sino también a todos los animales salvajes. La distancia también era un factor que había que tener en cuenta: lo que podría ser un viaje de tres horas en coche se convertía en una caminata de más de ciento noventa kilómetros. Baker no estaba en absoluto en mala forma física gracias a que le había sacado un buen partido al gimnasio de Havenbrook, al que asistía cada dos días. Sin embargo, a sus cincuenta y cinco años, ya no era ningún chaval, y dos horas de bicicleta estática tres veces a la semana no eran nada comparado con una extenuante caminata, especialmente una tan peligrosa.
Por si todo aquello fuese poco, también estaba Gusano. No podía abandonarlo sin más. El chico había sobrevivido bastante bien por su cuenta, pero ahora que Baker lo había descubierto (se preguntó si no sería más bien al revés), se sentía responsable de su cuidado. Quizá -pensó Baker- estaba intentando hacer méritos; tratando de conseguir el perdón divino tras haber causado semejante desastre.
Así pues, tendría que conducir. Una vez aclarado ese punto, se planteó cómo encontrar un medio de transporte. Había unos cuantos coches y camiones abandonados por todo el aparcamiento del área de descanso, por lo que la primera opción estaba clara.
Llamó la atención de Gusano y le puso la mano en el hombro.
– Quédate aquí -le ordenó Baker-. Tengo que salir un rato.
– ¡Ao, Eiker! -dijo el chico mientras sonreía, haciendo un signo de aprobación con los dedos.
Después de comprobar que la pistola estaba cargada, salió afuera, bajo la lluvia. De pronto, le asaltaron dudas. ¿Qué estaba haciendo? Era un científico, no un ladrón de coches. No tenía ni la más mínima idea de cómo hacerle un puente a un coche ni de cómo entrar sin romper la ventana o hacer saltar la alarma (lo que atraería a todos los zombis de la zona).
Los primeros tres vehículos: un Saturn, una camioneta Dodge y un Honda, estaban cerrados. El cuarto, un Dodge Aries destartalado, estaba abierto pero no tenía las llaves puestas. Baker hurgó con pocas esperanzas en la guantera y bajo los asientos antes de rendirse y pasar al siguiente.
El quinto coche, un Hyundai compacto y negro, no sólo estaba cerrado sino que también estaba ocupado.
Las llaves reposaban en el suelo, justo al lado del asiento del conductor, sujetas por una mano cercenada. No había rastro del resto del cuerpo: Baker no estaba seguro de si habría sido devorado o estaría rondando la zona, ya que todo lo que quedaba de él era una mancha roja y marrón en el asfalto.
El niño del asiento trasero tendría unos cinco o seis años. Contempló a Baker a través del cristal, mostrando sus dientes con una expresión de puro odio y salvajismo. Baker estaba convencido de que el niño había sido oriental… chino, concretamente.
Se recompuso del susto inicial y comprobó que el zombi estaba atrapado. Estudió la situación, observando cada detalle. Después de un rato dedujo que el niño y sus padres habían sido emboscados por las criaturas: los progenitores se aseguraron de que su hijo estuviese a salvo en el coche, pero no tuvieron tiempo para ellos. De algún modo, ya fuese por acción de los padres o por un error del pequeño, el cierre de seguridad para niños estaba activado. Después de la muerte del niño (Baker hizo un repaso rápido de las posibles causas: inanición, lesión, shock), la entidad que pasó a poseer su cuerpo fue incapaz de desconectar el cierre porque su huésped no tenía ningún recuerdo de cómo hacerlo. Tampoco tenía la fuerza de un adulto, así que intentar romper el cristal de la ventana como le había visto hacer a Ob en Havenbrook sería un esfuerzo fútil.
¿Cuánto tiempo llevaría ahí sentado, encerrado en esa celda de acero de Detroit e ingeniería japonesa?
Parecía muy hambriento. Ansioso por devorar.
Baker dio unos golpecitos en la ventana con el dedo y la criatura gruñó, aunque el cristal y la lluvia amortiguaron el sonido.
Se agachó y cogió las llaves de la mano muerta.
El zombi se tensó.
Baker introdujo la llave en la cerradura y la giró. El zombi dio un salto hacia el panel del asiento delantero.
Con una velocidad que le sorprendió hasta a él mismo, Baker abrió de golpe la puerta del conductor y apuntó con la pistola. Al verla, el zombi se paró en seco. Una lengua hinchada y gris lamió los labios agrietados y abiertos.
Dijo algo en chino. Cuando Baker no respondió, optó por un dialecto sumerio en el que ya había oído hablar a Ob.
– No hablas inglés -observó con calma y desapego- porque tu huésped tampoco lo hablaba.
La criatura escupió mientras se aferraba firmemente al asiento.
– Pero sí sabes qué es esto, ¿verdad? -dijo Baker moviendo suavemente la pistola-. Es triste que un niño sepa lo que es un arma antes de aprender el idioma del país que lo acoge.
La criatura se abalanzó sobre él, pero Baker fue más rápido. Al crujir de un trueno le siguió un disparo y el contenido de la cabeza del niño quedó esparcido por todo el salpicadero.
Baker se aseguró de que lo había eliminado del todo, luego lo agarró de los escuálidos tobillos y lo dejó con despreocupación sobre el pavimento.
Se le encogió el estómago.
«No son humanos -se recordó a sí mismo-. Ésta es la única forma de sobrevivir.»
– Lo siento -le susurró al espeluznante saco de carne y hueso.
Después sacó la llave de la puerta, se sentó ante el volante, rezó un avemaria (algo que no había hecho desde la universidad) y encendió el contacto.
El ruido del motor al encenderse era el más maravilloso que Baker había escuchado jamás, y gritó de alegría.
Comprobó los indicadores y se alegró al descubrir que el coche tenía el depósito lleno. Todo lo demás parecía correcto.
Corrió de vuelta al refugio y abrió la puerta de golpe, chorreando agua sobre la alfombra del recibidor. Vio a Gusano haciendo rebotar la pelota sobre el muro del baño de señoras sin mucho interés.
– Nos vamos -dijo Baker, intentando contener la emoción-. ¡Vamos a coger tus cosas!
Tuvo que expresarse varias veces para hacerse entender, y, cuando lo consiguió, Gusano gimió y se adentró un poco más en el baño.
– ¿No quieres irte? -preguntó Baker-. ¿No quieres encontrar a más gente?
Gusano se estremeció y agachó la mirada mientras negaba con la cabeza.
– O' omerán -protestó-. ¡A ente 'ie omerse a Gushano!
El chico se resistió a volver a mirar arriba, así que Baker le cogió de la barbilla y le obligó a mirarle a los ojos. Los del chico estaban cubiertos de lágrimas.
– ¡Gusano! -insistió Baker-. Nadie va a intentar comerte, te lo prometo. Voy a cuidar de ti.
– ¿O abá atones? ¿I ente uerta?
– No, Gusano -aseguró Baker, abrazando al chico contra su pecho. Gusano temblaba y se aferró a él. Aunque sabía que Gusano no podía verle los labios, siguió hablando con un tono dulce y calmado-. No voy a dejar que nadie te haga daño -prometió Baker, dando así el primer paso en su camino a la redención-. Lo juro.
Reunieron sus cosas y, después de dar un buen repaso por todo el edificio, se dirigieron hacia el coche.
Había dejado de llover.