Antes de ponerse en marcha, enterraron a Delmas y a Jason al lado de Bernice. Martin rezó ante sus tumbas y Jim improvisó un par de lápidas con madera del granero y un bote de pintura.
Dejando la hacienda de los Clendenan y sus tumbas detrás, avanzaron a través del bosque en dirección a la interestatal. Por el camino se encontraron con varios zombis, pero no les supusieron ningún problema.
El predicador y el obrero estaban empezando a convertirse en expertos tiradores.
– La práctica lleva a la perfección -bromeó Martin.
Jim no dijo nada. Martin había notado un cambio en el comportamiento de su compañero tras el suicidio de Jason. Se había vuelto callado, taciturno. Ensimismado.
Tuvieron que caminar hasta el cruce de la interestatal 64 con la 81 para encontrar un medio de transporte, lo que les llevó un día entero. Eso hizo que Jim se recluyese aún más en sí mismo.
Cuando por fin encontraron un vehículo con las llaves puestas -un Buick viejo y gris-, condujeron de noche. Jim optó por no encender los faros, argumentando que serían un reclamo para cualquier criatura que rondase en la oscuridad. Martin accedió a regañadientes. Por suerte, los carriles de la interestatal eran amplios, estaban bastante despejados y no tenían tráfico.
Jim se negó a parar y descansar el resto de la noche. Martin se quedó dormido en el asiento del copiloto después de que Jim le asegurase reiteradamente que le despertaría en cuanto empezase a sentirse cansado.
El aire en el interior del coche estaba cargado, así que Jim bajó la ventanilla y dejó que la brisa fresca le acariciase el pelo. La noche estaba en calma. No había camiones ni coches circulando por el carril contrario. No había señales de tráfico ni carteles de restaurantes iluminando la autopista. No se oían insectos, bocinas, radios o aviones.
Era un silencio mortecino.
Martin se revolvió a su lado.
– Vuelve a dormir -le dijo Jim en voz baja-. Tienes que descansar.
– No, estoy bien. -Se estiró y bostezó-. ¿Por qué no me dejas conducir un rato y así descasan un poco?
– Estoy bien, Martin. Para serte sincero, ahora preferiría conducir, así mantengo la mente ocupada.
– Jim, sé que las cosas no pintan bien, pero tienes que confiar en el Señor.
Jim gruñó.
– Martin, eres mi amigo y te respeto, pero después de todo lo que hemos visto, no sé si sigo creyendo en Dios.
Martin ni se inmutó.
– De acuerdo. No tienes que creer en Dios, Jim. Pero recuerda que él sí cree en ti.
Jim negó con la cabeza y el anciano insistió mientras reía en voz baja.
– Hemos llegado hasta aquí, ¿no? No sé tú, pero yo creo que las cosas nos están yendo bien. A estas alturas deberíamos estar muertos, Jim, pero no lo estamos. Me parece que nos ha estado ayudando hasta ahora.
– Pues a mí me parece que nos está poniendo una zancadilla tras otra.
– No, eso no es cosa suya. Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, ¿recuerdas? Nos está ayudando a seguir adelante.
– ¿Como ayudó a Delmas y a Jason? ¿Como ayudó a mi mujer y a mi hija? Si así es como nos ayuda Dios, no te ofendas, Martin, ¡pero se puede ir a tomar por culo!
Martin permaneció un momento en silencio.
– ¿Sabes? -le dijo-, he oído a mucha gente joven hacer bromas sobre el infierno sin tener ni idea de lo que estaban diciendo. «No me importa ir al infierno: toda la gente guay estará ahí, va a ser un fiestorro.» Y cuando les oía decir aquello, una parte de mí quería reír y otra parte quería llorar. Jesús describió el infierno como un fuego eterno en el que sólo se oía el rechinar de dientes. Es un lugar muy real, y es cualquier cosa menos una fiesta.
– ¿Y?
– Lo que quiero decir es que no puedes decir lo primero que se te pase por la cabeza acerca de Dios, Jim. Es un dios de amor, pero también es el dios vengativo del Antiguo Testamento.
– Me parece que tiene un problema de doble personalidad.
Martin se rindió, consciente de que no serviría de nada seguir discutiendo. El corazón de su compañero estaba lleno de resentimiento. Era muy difícil hablar de fe a aquellos que ya no tenían nada.
Martin cerró los ojos y fingió que volvía a dormir mientras rezaba en silencio una plegaria por la fe de Jim… y por la suya propia.
El cansancio obligó a Jim a dejar que Martin condujera. Justo antes del amanecer, el indicador del depósito se acercó a cero y Martin despertó a su compañero.
– Tenemos que encontrar otro coche cuanto antes.
– Puedo conseguir más con un sifón, si fuese necesario -dijo Jim-. Solía hacerlo en el instituto.
Pararon cerca de Verona para registrar unos establos cercanos a la autopista. Tomaron la salida y condujeron por un camino sucio de un solo carril.
Antes de llegar al final del trayecto, oyeron unos gritos horribles, una cacofonía de berridos. Procedía de los establos.
– ¿Vacas? -preguntó Martin, confundido.
– Eso creo -afirmó Jim-, pero no suenan como si estuviesen vivas.
Un tractor John Deere, un enorme vagón, una minifurgoneta con señales de minusválidos y un viejo y roñoso camión descansaban en las cercanías.
– Podríamos sacar gasolina de éstos.
Salieron del Buick y echaron un vistazo a los alrededores en busca de alguna señal de los muertos vivientes. Satisfechos al ver que estaba todo despejado, escucharon los lamentos, que los reclamaban como cantos de sirena. Caminaron hacia los establos.
El hedor les golpeó antes de abrir la puerta, provocándole arcadas a Martin. Con el arma lista, Jim empujó la puerta para que se abriese sola. Las bisagras profirieron un sonoro crujido.
Las vacas estaban alineadas en sus compartimentos dispuestos en filas. Las distintas causas de muerte eran evidentes: a algunas, al no haber sido ordeñadas por el granjero, les explotaron sus abotagadas ubres, y otras murieron de hambre. Todas ellas estaban prisioneras, pudriéndose en el interior de sus celdas, con los insectos rondando sus pellejos y hurgando en su carne, rodeadas de moscas cuyo zumbido casi silenciaba sus incesantes gritos.
Martin tosió y se tapó la nariz con el dorso de la mano. Asqueado, salió de los establos y vomitó sobre unas hierbas altas.
Jim caminó lentamente por el recinto, disparando a cada una de las vacas metódicamente, deteniéndose sólo para recargar. Cuando terminó, salió al exterior. Le pitaban los oídos y el humo del arma le había irritado los ojos, que estaban completamente rojos.
– Vamos a echar un vistazo a la casa, a ver si tienen las llaves del camión o la furgoneta.
– Creo que lo mejor sería sacar la gasolina y marcharnos -dijo Martin mientras se limpiaba la bilis de los labios; pero Jim ya se había marchado.
Se acercaron a la puerta de entrada, con sus botas resonando en los peldaños de madera. A un lado del porche había una rampa para sillas de ruedas. Martin se acordó de las pegatinas de minusválidos que había visto en la minifurgoneta.
Jim agarró el pomo y comprobó que la puerta estaba abierta. Ésta se abrió con un crujido y se adentraron en la casa. Jim movió el interruptor de la luz, pero no sirvió para nada.
– Aquí tampoco hay corriente.
Se encontraron con un salón ordenado y recogido. Una capa de polvo cubría los muebles y los tapetes, pero, aparte de eso, la casa estaba impoluta. A la derecha había un pasillo que llevaba a la cocina, y a la izquierda, un umbral cubierto por unas cortinas blancas de lazo. Unas escaleras conducían al segundo piso y a su lado había instalada una plataforma de ascenso detenida a mitad de camino. Martin supuso que se habría quedado atascada ahí cuando se cortó la corriente.
– ¡Yúju! -gritó Jim-. ¿Hay alguien en casa?
– ¡Calla! -le susurró Martin-. ¿Qué mosca te ha picado?
Jim ignoró su protesta.
– ¡Venga, salid! ¡Tenemos algo para vosotros!
El silencio fue su única respuesta, así que Jim empezó a buscar un juego de llaves por las estanterías y las mesas.
– Mira a ver si encuentras las llaves de la minifurgoneta en la cocina o en esa habitación de al lado, yo echaré un vistazo arriba. Ten cuidado.
Martin tragó saliva, asintió y cruzó el recibidor con el fusil a punto y el dedo en torno al gatillo.
La cocina también estaba cubierta de polvo. Los armarios blancos estaban ocupados por platos de porcelana y cubiertos de plata. Un olor dulzón a comida podrida se filtraba desde el frigorífico y Martin observó unas finas hebras de moho blanco y peludo en las junturas de la puerta. No tenía ninguna gana de curiosear en su interior. Cerca de la puerta había unos ganchos para ropa de los que colgaban un impermeable y una chaqueta de franela. Comprobó los bolsillos de ambas prendas, pero estaban vacíos.
Los pasos de Jim, que estaba inspeccionando el piso superior, resonaron sobre su cabeza y le asustaron. Martin volvió al recibidor sobre sus pasos, cruzó el salón y apartó las cortinas con el cañón de su arma.
El dormitorio estaba a oscuras. Las sombras se recortaban contra las ventanas y Martin se detuvo para que sus ojos se acostumbrasen a la falta de luz. Instantes después, empezó a distinguir los objetos de la habitación: una cama, un armario y una mesita de noche. Al fondo había una puerta entreabierta, tras la cual se distinguía un retrete y parte de una silla de ruedas.
– ¡Aquí no hay nada! -gritó Jim desde el piso de arriba.
Martin se puso el fusil bajo el brazo y empezó a buscar por la mesita de noche, tirando unos botellines y calderilla al suelo. Finalmente, sus dedos se cerraron en torno a un llavero.
– ¡Creo que las he encontrado!
Entonces husmeó el aire. El hedor de la cocina era aún más intenso que el que había percibido la primera vez, porque podía olerlo desde la habitación.
Oyó los pasos de Jim dirigiéndose hacia la escalera. Martin se dio la vuelta para marcharse cuando desde el baño empezó a sonar un zumbido mecánico. La puerta se abrió.
Martin dio media vuelta apuntando con el rifle y vio una silla de ruedas motorizada saliendo del baño y dirigiéndose hacia él. Su ocupante esbozó una sonrisa desdentada, dejando ver sus encías negras y brillantes, mientras blandía una cuchilla de afeitar.
– Con lo correoso que pareces y yo sin dientes -farfulló-. Eres todo piel y huesos.
Martin apretó el gatillo y el disparo abrió un agujero en el pecho del zombi. La silla de ruedas seguía avanzando hacia él; volvió a disparar y acertó en el cuello de la criatura. Estaba extrayendo los cartuchos usados cuando el zombi lo embistió, tirándole al suelo. Se golpeó la cabeza contra el suelo y cerró la boca de golpe con un chasquido. Saboreó sangre.
La fuerza del impacto hizo que el zombi se cayese de la silla hasta quedar encima de su presa, carcajeándose. Martin notó su fétido aliento en la cara y gritó.
Oyó gritar a Jim e intentó quitarse a aquel ser de encima, pero éste se le agarró como una serpiente y le pasó su escabrosa lengua por la mejilla.
Cerró los puños y golpeó a la criatura en la cara. Su fétida y desdentada boca se partió bajo la fuerza de los nudillos, que crujieron con el impacto, pero eso no la detuvo: pasó la cuchilla por la cara de Martin, deslizándola por la mejilla mientras apretaba con fuerza. Martin sintió la hoja hundiéndose en su piel y volvió a gritar.
La criatura cerró la mano en torno a su garganta, levantó la cuchilla y lamió la hoja.
– Hummm. Qué rico está. Pero es muy poquito… esto va a llevar tiempo.
Le cortó una vez más cuando, de pronto, dejó de sentir su peso contra el pecho y sus dedos le soltaron la garganta.
Jim agarró a la criatura del pelo y la estampó contra el muro. Antes de que pudiera moverse, agarró la pistola por el cañón, con la culata por delante, y le golpeó en la cara con ella. El golpe le partió la nariz, hundiendo el hueso en el cerebro, pero Jim volvió a golpearla. El tercero le abrió la cabeza con un chasquido húmedo.
– ¡Jim, está muerto! -le advirtió Martin mientras se cubría la mejilla herida con la esquina de una sábana.
Jim contempló al monstruo, jadeando.
– Gracias -le dijo Martin a la vez que se ponía en pie con un quejido.
– ¿Estás bien?
– Sí, eso creo -se tocó un chichón en la nuca, pero no sangraba-. Tengo suerte de no haberme roto la cadera.
– ¿Has encontrado las llaves de la furgoneta?
– Sí, pero se me cayeron cuando ese bicho se me tiró encima. -Dicho eso, palpó el suelo-. Ah, aquí están.
– Pues vamos.
Poco después del amanecer se encontraron con una caravana de supervivientes que se dirigía hacia el sur. El desaliñado grupo viajaba en una caravana, varios coches y lo que parecía un camión de la basura modificado. Ambos grupos se detuvieron, mirándose los unos a los otros con precaución desde cada lado de la amplia carretera.
Al rato, un hombre se bajó del primer coche con un AR-15 -la versión civil de un M-16- colgado del hombro. Mantuvo las manos en alto como precavida señal de saludo, así que Jim y Martin salieron del coche e hicieron lo mismo.
– Me suena de algo -le susurró Martin mientras se acercaban-. ¿Es alguien famoso?
Jim se estaba preguntando lo mismo. El desconocido tenía una complexión atlética, reconocible incluso debajo de capas de ropa andrajosa. Su cara era, como Carne solía decir de la de Jim, «de tío duro y guapo».
– Hola -les saludó-. ¿Queréis comerciar?
– Puede -respondió Jim-. ¿Qué tenéis?
– Verduras frescas -contestó el hombre, orgulloso-. Nos topamos con un invernadero ayer.
Babearon con sólo pensarlo. No habían comido nada desde que abandonaron la casa de Clendenan.
– Podemos daros armas y munición -ofreció Jim-, y podríamos intercambiar información.
El hombre rió.
– Muy bien, caballeros. Entonces permitidme que os invite a tomar algo.
Caminaron hasta la parte de atrás del camión de la basura y Jim se sobresaltó al reparar en un par de figuras que rondaban por la parte de arriba: un chico y una mujer, apuntándoles con sendos fusiles. Se relajaron y bajaron las armas, así que Jim también se tranquilizó.
El camión de la basura había sufrido algunos cambios: la parte trasera estaba cubierta por una plancha de metal, lo que le confería el aspecto de una especie de caravana. El hombre les invitó al interior, donde se encontraba un grupo de gente de todas las edades y razas.
– Me llamo Glen Klinger -se presentó.
– Jim Thurmond. -Se estrecharon la mano-. Y él es el reverendo George Martin.
– Es un placer conoceros.
Después, Klinger les presentó a las otras nueve personas que se encontraban en el camión.
– Perdón -musitó Martin-, ¿no eres ese surfista que salía en la Extreme Sports?
Klinger esbozó una tímida sonrisa.
– Ese soy yo. Me has pillado.
Jim se dirigió a Martin con incredulidad.
– ¿Veías Extreme Sports?
– Me encantaba -rió el predicador-. ¡Y este hombre era famoso!
Intercambiaron armas y munición por unos tomates de rama, pepinos y sandías.
– ¿Adónde vais? -preguntó Jim.
– A cualquier parte, supongo -respondió, encogiéndose de hombros-. No tenemos ningún plan. Iremos a cualquier sitio en el que estemos algo mejor, algún lugar con gente viva. Cuanto todo esto ocurrió, yo estaba en Buffalo, en un programa de beneficencia. Habría cogido un vuelo de vuelta a California de haber podido, pero cuando ya lo había decidido la NTSB canceló todos los vuelos por lo de aquel piloto que sufrió un ataque al corazón en pleno vuelo.
– No había oído nada de eso -dijo Jim-. En Virginia Occidental las noticias no llegaban con regularidad. ¿Qué pasó?
– Bueno, murió en pleno vuelo en algún punto sobre Arizona. Supongo que tienen un procedimiento para esos casos, pero no pudieron hacer nada por reanimarlo. Así que el copiloto se puso a los mandos, pero el capitán volvió a la vida y le atacó. El avión se estrelló y se llevó por delante un buen trozo del centro de Phoenix. Reconstruyeron los acontecimientos gracias a las llamadas a la torre de control y las cajas negras. Pero claro, para cuando lo supieron todo, el mundo ya estaba yéndose al carajo. Bueno, ¿y vosotros? ¿Adónde vais?
– A Nueva Jersey.
– ¿Jersey? -dijo Klinger, asombrado-. Es un suicidio, amigo. Si es lo que quieres, mejor déjales que te cojan ahora mismo, porque todas las ciudades cercanas a Nueva York están hasta arriba de zombis.
– ¿Has estado allí?
– No, pero es lo que he oído. Venimos de Buffalo y hemos ido recogiendo supervivientes por el camino. Y no dicen nada bueno. Nueva York, Filadelfia, Washington, parte de Pittsburgh y Baltimore están hechas una mierda. En esas ciudades vivía mucha gente, y se han quedado después de morir. Y hay mucho más que zombis.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Martin.
– Pues que se ha montado una buena: hay bandas, cabezas rapadas, milicias, paramilitares… joder, hasta he oído que el ejército está intentando hacerse con el sur de Pensilvania. Ya no hay gobierno, tío, no hay líderes, es el sálvese quien pueda. Así que será mejor que volváis por donde habéis venido. ¡O podéis venir con nosotros, como queráis! Nos vendría bien un poco de ayuda. Por lo menos en un grupo así, tendréis más oportunidades.
– Gracias por la oferta -dijo Jim-, pero hay alguien en Nueva Jersey que sólo tiene una oportunidad: nosotros. Así que tenemos que ponernos en marcha. Gracias por la comida.
– Como quieras. Es tu funeral.
– ¿Seguro? -preguntó Jim.
Condujeron en silencio, compartiendo con avidez la sandía que habían colocado en el asiento del medio y escupiendo las pepitas por la ventana. Un pájaro se lanzó en picado hacia ellos y Jim pensó que iría a por la semilla… hasta que se dio cuenta de que no tenía patas y de que se dirigía hacia la ventanilla abierta. Aceleró y lo dejó atrás.
– Bueno, todo esto tiene un lado positivo -dijo Martin.
– ¿Cuál?
– Hay menos bichos muertos en la carretera. Ahora los cadáveres se levantan y se apartan.
Jim rió, y aquel sonido alivió a Martin. Quizá era una señal de que su amigo estaba empezando a recuperarse del suicidio de Jason.
Pero reparó en que, pese a que aquella risa era real, sus ojos no transmitían ninguna alegría.
Una hora después, al cruzar la frontera de Maryland, Jim vio un grupo de motos ante ellos.
– ¿Son amigos? -preguntó Martin.
– Estamos a punto de descubrirlo -respondió Jim mientras pisaba a fondo el acelerador.
La furgoneta aceleró hacia las seis figuras. A medida que se acercaban a ellas, pudieron ver más claramente al motorista que llevaba la delantera: no llevaba casco y estaba desnudo de cintura para arriba. Había perdido casi toda la carne de su pecho y espalda, por lo que las costillas y el músculo estaban al descubierto. Sus ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol que se mantenían -a duras penas- enganchadas a su cara.
– Me da que están muertos.
– Entonces no son amigos.
Las motos se separaron hasta ocupar los dos carriles que llevaban al norte y Jim aceleró directamente hacia ellas invadiendo la línea divisoria.
Martin cogió la escopeta y se asomó por la ventana. Disparó y acertó a un zombi en su pecho descubierto.
– ¡A la cabeza, Martin! ¡Dispara a la cabeza!
– ¡Apunto a la cabeza, pero es muy difícil acertar desde un coche en marcha!
Un segundo zombi se llevó la mano a su chaleco de cuero y sacó una pequeña pistola, una Ruger. La bala impactó contra el lado derecho de la furgoneta con un ruidito metálico.
– ¡Nos están disparando! -gritó Martin a la vez que volvía a sentarse. Extrajo el cartucho usado, sacó el cuerpo de nuevo y disparó. Esta vez la bala acertó de lleno en la cabeza del zombi, destrozándole las gafas de sol. La criatura perdió el control de la moto y ésta se estrelló contra la de un compañero, enviándolos a ambos contra el carril de emergencia.
El zombi de la pistola disparó de nuevo y un pequeño agujero apareció en el parabrisas.
– ¡Dios! -gritó Jim-. ¡Agárrate!
Giró hacia el carril derecho, que llevaba directo al tirador. Los otros tres motoristas empezaron a frenar conforme la furgoneta se iba acercando cada vez más. El zombi extendió el brazo y apuntó hacia arriba, al parabrisas.
– ¡Prepárate! -gritó Jim mientras, con un volantazo, metía la furgoneta en el carril de emergencia. El zombi dio un giro, confundido, y apuntó a Jim.
– ¡Ahora!
Jim se inclinó todo lo que pudo y Martin se colocó encima de él, asomando la escopeta por la ventanilla del conductor. El disparo tiró a la criatura de la moto; Jim esquivó los restos y se reincorporó a la autopista.
La ventana trasera explotó, salpicando el interior de la furgoneta de cristales.
– ¡Agáchate! -ordenó Jim. Martin se encogió en el asiento y Jim se encorvó todo lo que pudo mientras pisaba el acelerador hasta el fondo-. ¡Puto motor de cuatro cilindros! ¡No podíamos haber cogido un V-8 de toda la vida, no, qué va!
Otra andanada de disparos salpicó la parte trasera de la furgoneta. Martin se encogió, esperando a que terminase, y cuando lo hizo asomó por la ventanilla y disparó. Los zombis iban tras ellos, aunque la furgoneta les sacaba ventaja.
– No me quedan balas -le informó Martin-. ¿Me das un minuto?
– Conduce tú.
– No creo que pueda.
– ¡Pues entonces vuelve a cargar el arma, y rápido!
Jim aceleró al máximo mientras los zombis les perseguían. Entonces, en el último minuto, atravesó la mediana cubierta de hierba y se incorporó a los carriles de dirección sur, hacia una salida. Los erráticos disparos de los motoristas resonaron tras ellos. La furgoneta tomó la salida más cercana y se alejó con un chirrido.
– ¿Los hemos perdido?
– Eso creo -jadeó Martin mientras miraba hacia atrás-. Desde luego, no los veo.
– Vamos a alejarnos de la ochenta y uno un rato, por si acaso.
– ¿Dónde estamos?
Jim hizo memoria de la ruta que solía tomar cuando iba a ver a Danny.
– Si no recuerdo mal, esto lleva a Gettysburg por la treinta, pasando por la frontera de Pensilvania. Desde ahí podemos reincorporarnos a la ochenta y uno volviendo hacia Chambersburg o cruzando York y cogiendo la ochenta y tres hacia Harrisburg. En cualquier caso, una vez en Harrisburg, tendríamos que tomar la ochenta y siete, que conduce a Nueva Jersey.
– ¿Cuánto tardaremos?
– Seis o siete horas -contestó Jim-. Un poco más si paramos para mear o nos interrumpen los bichos esos. Si no, habremos llegado para el anochecer.