Jim caminaba por uno de los lados de la carretera, pegado al borde para poder esconderse en la arboleda en caso de necesidad. Por lo que había podido comprobar, la mayor parte de los no muertos -humanos o no- estaban concentrados en torno a Havenbrook, así que su intención era recorrer toda la distancia posible mientras se mantenían ocupados en aquel lugar.
Acomodó el M-16, ajustando el peso en las manos. Tenía otro idéntico en la espalda, sujeto con unas correas que le tiraban de la piel al caminar, y una pistola en la funda del costado. Intentó ignorar el dolor acumulado en sus músculos, pero sus pies llenos de ampollas le ardían y la herida abierta del hombro manaba sangre y pus. Sentía el calor de la infección en la parte superior del brazo y la carne que rodeaba el balazo estaba roja e inflamada.
Nunca se había sentido tan cansado, pero siguió avanzando hacia el norte, levantando pequeñas nubes de polvo con cada paso. A su alrededor reinaba el silencio, como si la naturaleza estuviese conteniendo la respiración. Los maizales no murmuraban con el zumbido de los insectos o el coro de los pájaros. Las casas habían pasado a ser montones de piedra silenciosos y lúgubres. Los ecos del desenlace de la terrible batalla se volvían más tenues con cada paso que daba hasta desaparecer por completo.
Jim se quitó el sudor de los ojos y escuchó el silencio, perdiéndose en la extraña belleza del momento. Le habría gustado tener más vocabulario para poder definir lo que sentía. Inmediatamente después se preguntó si Martin hubiese apreciado aquella quietud y concluyó que sí.
El recuerdo del anciano le hizo esbozar una sonrisa y empezó a hacer un repaso mental de su viaje: Carrie y el bebé, Martin, Delmas y Jason Clendenan y los supervivientes que había encontrado por el camino, Schow y sus hombres, Haringa, Baker… todos ellos desfilaron ante él hasta conducirlo al presente. A la carretera. La última carretera. Si encontraba un coche, alcanzaría su destino en una hora. Si no, y al ritmo al que iba, estaría ahí antes del anochecer.
Se llevó la mano a uno de sus bolsillos y sintió la carta que le había escrito a Danny después de que Jason matase a su padre y se suicidase. Saber que la carta estaba a salvo le proporcionó una extraña sensación de seguridad. Las cosas aún podían salir bien.
Mientras cavilaba, su cuerpo empezó a rebelarse. El dolor de los pies empezó a extenderse por las piernas, provocándole espasmos que amenazaban con hacerle caer de bruces. Jim se negó a detenerse y sólo hizo una pausa para beber los últimos tragos de agua tibia que quedaban en su botella. Después de beber tiró la botella con el resto de la basura esparcida a lo largo de la carretera y siguió caminando.
No oyó el motor hasta que lo tuvo prácticamente encima. Jim oyó el ronroneo del Humvee a sus espaldas y se dio la vuelta tan bruscamente que se torció el tobillo. Cayó al suelo y se quedó tumbado mientras el vehículo se acercaba hacia él.
– ¡No! ¡Ahora no me vais a parar! -Levantó el M-16 y apuntó al Humvee.
– ¡Jim! ¿Eres tú? ¡Gracias a Dios!
Martin asomaba por la ventanilla del copiloto, levantando las manos hacia el cielo en señal de triunfo y agradecimiento.
– ¿Martin? -exclamó Jim. Pese al cansancio y el dolor en el tobillo, se puso en pie y corrió hacia el anciano-. ¡Martin! ¡Pensaba que estabas muerto!
Juntaron sus manos con un palmetazo. Ambos estaban llorando.
– Parece que el Señor todavía quiere que te ayude, Jim.
Rieron, Martin se bajó del vehículo y se abrazaron.
– Venga, vamos a buscar al chaval.
– Amén, amigo mío. Amén.
Jim se metió en el Humvee y una mujer, negra, hermosa pero cansada esbozó una rápida sonrisa tras el volante. Jim asintió, confundido.
– Ésta es Frankie -la presentó Martin-. Ha tenido el detalle de recogerme.
– Y una mierda, recogerte. Te salvé el culo y lo sabes.
– Sí, efectivamente -rió Martin-, y te lo agradezco. ¡Tendrías que haberlo visto, Jim! Un grupo de zombis me tenía rodeado y Frankie fue a por ellos y los atropelló a todos.
– Gracias por cuidar de él.
– No pasa nada.
Se pusieron en marcha y Frankie centró su atención en la carretera. Jim la estudió, preguntándose quién sería y cuál sería su historia antes de que todo empezase. Era evidente que había llevado una vida dura, se notaba en las líneas de su rostro e incluso en el aire que la envolvía. Jim nunca había creído en las auras, pero Frankie tenía una. Era muy hermosa pese a sus rasgos duros y Jim tenía la sensación de que se volvería aún más guapa con el tiempo.
– Bueno, ¿adónde vamos? ¿Tenéis algo en mente?
– Bloomington, Nueva Jersey -contestó Jim-. Está a una hora de aquí.
– ¿Bloomington? -preguntó Frankie por encima del hombro-. Es una ciudad dormitorio, ¿no? Estará hasta arriba de no muertos. Olvídalo.
– Entonces tendrás que dejarnos aquí -repuso Jim-, porque es a donde nos dirigimos.
Frankie miró a Martin con incredulidad, pero el predicador asintió.
– Tenemos motivos para creer que el hijo de Jim está vivo en Bloomington, que es donde tenemos que ir.
Frankie silbó.
– Jesús. ¿Y cómo sabéis que está vivo?
– En el sur -empezó Jim- todavía hay energía en algunas zonas. Mi teléfono móvil funcionó hasta hace días y mi hijo, Danny, me llamó. Su padrastro se había convertido en uno de ellos y Danny y mi ex mujer estaban escondidos en el ático de su casa.
Frankie negó con la cabeza.
– También había energía en algunos barrios de Baltimore, pero aun así… quiero decir, piénsalo. ¿Cómo sabes que sigue vivo?
– Fe -respondió Martin por él-. Tenemos fe. Hemos llegado tan lejos gracias a Dios.
Jim permaneció en silencio unos minutos y luego volvió a hablar.
– A estas alturas no puedo estar seguro de que siga vivo, Frankie. Quiero que lo esté, rezo por ello y lo siento en lo más profundo de mi ser. Pero tengo que asegurarme. Si no, me volveré loco.
– Me parece bien, pero, ¿puedo preguntarte algo? ¿Has pensado qué harás si llegamos ahí y resulta que Danny es uno de ellos?
Jim miró por la ventana.
– No lo sé.
Frankie no respondió. Cambió de marcha y condujo en silencio.
En cada salida que cruzaban había varios monumentos a la civilización: casas y edificios de apartamentos, iglesias, sinagogas y mezquitas, centros comerciales y tiendas. Los arcos dorados de un restaurante de comida rápida colgaban torcidos. Una bolera había sido reducida a cenizas. Una tienda de mascotas se había convertido en un comedero para los zombis, mientras que un supermercado había sido saqueado hasta quedar vacío. Vieron el cartel de un motel que aseguraba tener habitaciones libres y televisión por cable, y una sala de cine que ofrecía treinta carteles en blanco.
Frankie se revolvió.
– ¿Qué pasará con todo esto?
Martin negó con la cabeza.
– No lo sé.
– Todo ha terminado, ¿verdad? Aunque ahora no sean suficientes, pronto lo serán. Empezarán a cazarnos, a encontrar a los supervivientes. O quizá esperen a que estemos todos muertos.
– Yo no estoy listo para morir -dijo Jim desde el asiento trasero-. Y algo me dice que tú tampoco lo estás.
Siguieron avanzando.
Martin empezó a tararear Rock of ages mientras Jim daba rítmicos golpecitos en sus armas. Frankie permaneció en silencio, perdida en sus pensamientos sobre Aimee y su propio bebé.
«Mi bebé…»
¿Qué clase de vida habría tenido si no fuese una yonqui y una puta? Obviamente, no habría durado mucho en este nuevo mundo, pero quizá habrían podido pasar algo de tiempo juntos, aunque fuese un día. En vez de eso, le fue arrancado de su lado y murió antes de poder experimentar qué era la vida, ni siquiera por un segundo.
Era culpa suya. Había fracasado como madre, como había fracasado en todo lo demás a lo largo de su miserable vida hasta que dejó el caballo y renació.
Se convenció a sí misma de que jamás volvería a fracasar.
Unos veinte minutos después, pasaron ante el cartel de la carretera de Garden State.
– Puedes dejarnos en la entrada -suspiró Jim-. Agradecemos tu ayuda.
– ¡Y una mierda! -exclamó Frankie-. Os voy a llevar hasta el final.
– No tienes por qué hacerlo -dijo Jim-. Tú misma lo has dicho, va a ser peligroso.
– Quiero ayudarte -insistió Frankie-. Necesito ayudarte. Por mí y por mi hijo.
Giró la cabeza hacia él y sus miradas se encontraron.
Le temblaba la voz.
– Perdí a mi hijo, así que quiero ayudarte a encontrar al tuyo.
Jim tragó saliva y asintió.
– Entonces métete por esta entrada.
Cogió su pistola y se la dio a Martin.
– Habremos llegado en un santiamén.
Tomaron la entrada y Frankie aceleró, dirigiéndose a toda velocidad hacia el peaje.
– ¿Alguien tiene suelto? -bromeó Martin.
Frankie revolucionó el motor y señaló hacia adelante.
– ¡Mirad!
Ante ellos, los zombis habían formado una barricada colocando barreras de cemento ante la mayoría de entradas del peaje. En las demás, las criaturas estaban unidas codo con codo hasta formar un muro de carne.
– Nos habrán visto venir desde el puente.
Jim subió a la torreta mientras Frankie aceleraba hacia la amalgama de zombis.
– ¡Jim! -le advirtió-, ¡la ametralladora no tiene munición!
Su respuesta se perdió en la ráfaga del M-16, que reventó varias cabezas e hizo que muchos zombis se desplomasen. Martin asomó por la ventanilla y apuntó con cuidado. Apretó el gatillo de la pistola dos veces, gritó y volvió al interior.
– ¡Nos están disparando!
– ¡Sujetaos! -gritó Frankie mientras pisaba el acelerador a fondo.
Se estrellaron contra el muro de zombis, lanzando a varias criaturas por los aires y aplastando a otras bajo las ruedas. Jim volvió al interior del vehículo en el momento en el que el parachoques delantero se estrellaba contra un zombi. El impacto hizo que la criatura rodase sobre el capó y atravesase el parabrisas hasta asomar la cabeza y parte de los hombros por el cristal, entre Frankie y Martin.
– ¡Mierda!
Frankie se sacudió los cristales de encima e intentó ver a través de las grietas que se extendían por el parabrisas.
El zombi se retorció, lanzando dentelladas hacia Martin.
– Agradezco mucho el viaje, chicos, ¿pero no sabéis que es peligroso recoger autoestopistas?
– Me he fijado en una cosa con respecto a tu especie -le dijo Martin con calma-. Todos tenéis el mismo humor negro. Creo que es porque tenéis miedo. Tenéis miedo de volver al lugar del que provenís e intentáis disimularlo.
La criatura empujó un poco más, ganando unos centímetros y partiendo aún más el cristal.
– ¡Haz algo! -gritó Frankie.
– No te tengo miedo, predicador -gruñó-. Vuestro tiempo ha terminado. Ahora nosotros somos los amos. ¡Los muertos heredarán la tierra!
Martin le metió la pistola en la boca mientras hablaba.
– Pues todavía quedan mansos en ella, así que tendréis que esperar vuestro turno.
Apretó el gatillo y el parabrisas se tiñó de rojo.
Con los disparos todavía resonando a lo lejos, Jim se dio la vuelta para comprobar si los estaban persiguiendo. Una bala rebotó en el techo y se incorporaron a toda velocidad a la carretera, dejando el peaje atrás.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Frankie mientras sacaba la cabeza por la ventanilla para evitar un accidente.
– Cerca de West Orange -respondió Jim-. Creo que los hemos perdido por el momento. Frena y nos quitaremos a esa cosa de encima en un minuto.
Frankie giró hacia la mediana y frenó. Los tres bajaron del vehículo y Frankie y Martin montaron guardia mientras Jim agarraba al zombi por los pies y tiraba. Gruñó y puso todas sus fuerzas en el intento, pero el cuerpo estaba firmemente encajado en el parabrisas.
– Martin, échame una mano.
El anciano no respondió.
– ¿Martin?
Jim echó un vistazo y vio a Martin y Frankie mirando a lo lejos. A ambos lados de la carretera se extendía un cementerio hasta donde alcanzaba la vista, y la autopista pasaba justo por el medio. Miles de lápidas se erguían hacia el cielo, rodeadas de edificios y enormes solares desiertos. Algunas tumbas y criptas salpicaban el paisaje, pero había tantas lápidas que resultaban prácticamente invisibles.
– Sí -dijo Jim-, recuerdo este sitio. Cada vez que pasaba por aquí para recoger a Danny o dejarlo en casa se me ponían los pelos de punta. Da miedo, ¿verdad?
– Es increíble -susurró Frankie, asombrada-. Nunca había visto tantas lápidas en un mismo sitio. ¡Es enorme!
Martin susurró tan bajo que no se le oyó.
– ¿Qué has dicho, Martin?
Se quedó mirando aquel mar de mármol y granito.
– Ahora éste es nuestro mundo. Rodeados por la muerte.
– Hasta donde alcanza la vista -asintió Frankie.
– ¿Cuánto tardarán en desmoronarse estos edificios? ¿Cuánto aguantarán las lápidas? ¿Cuánto tiempo durarán los muertos después de que hayamos desaparecido?
Negó con la cabeza, entristecido, y se dirigió a ayudar a Jim. Con mucho esfuerzo, consiguieron sacar el cuerpo del parabrisas y continuaron su camino.
A medida que el sol se ponía, sus últimos y débiles rayos iluminaron un cartel que se encontraba ante ellos.
BLOOMINGTON – PRÓXIMA SALIDA
Jim empezó a hiperventilar.
– Coge esa salida.
Martin se dio la vuelta, preocupado.
– ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
Jim agarró el asiento con fuerza, jadeando. Sintió náuseas. El pulso se le aceleró y se le enfrió la piel.
– Tengo mucho miedo -susurró-. Martin, tengo muchísimo miedo. No sé qué va a pasar.
Frankie tomó la salida y encendió las luces. Esta vez, el peaje estaba desierto.
– ¿Por dónde?
Jim no respondió y Martin no estaba seguro de que la hubiese oído. Tenía los ojos cerrados y había empezado a temblar.
– ¡Eh! -gritó Frankie desde el asiento delantero-. ¿Quieres volver a ver a tu hijo? ¡Pues espabila, coño! ¿Por dónde?
Jim abrió los ojos.
– Perdón, tienes razón. Ve hasta el final y gira a la izquierda en el semáforo. Después recorre tres manzanas y luego a la derecha, hacia Chestnut; verás una gran iglesia y un videoclub en la esquina.
Exhaló profundamente durante un buen rato y volvió a moverse. Puso los fusiles a un lado y comprobó la pistola; cuando estuvo satisfecho con su estado, la devolvió a la funda. Se hundió en el asiento y esperó mientras el barrio de su hijo empezaba a dibujarse en el exterior.
– Hay uno -murmuró Martin, bajando la ventanilla y listo para disparar.
– No -le detuvo Frankie-. No dispares a menos que suponga una amenaza directa o que parezca que nos está siguiendo.
– Pero ése avisará al resto -protestó-. ¡Y lo último que necesitamos es que aparezcan más!
– ¡Y precisamente por eso no tienes que pegarle un tiro! Para cuando haya avisado a sus amigos podridos de que ya ha llegado el pedido de Telecarne, habremos cogido al chico y nos habremos largado. ¡Si te pones a disparar, hasta el último zombi de esta ciudad sabrá que hemos llegado y dónde encontrarnos!
– Tienes razón -asintió Martin mientras subía la ventanilla-. Buena idea.
Una zombi obesa se tambaleó por la carretera, vestida con un kimono y tirando de una silla de paseo para bebés. En ella iba sentado otro zombi: le faltaba la mitad inferior y las pocas tripas que le quedaban se desparramaban a su alrededor. Las dos criaturas se agitaron cuando vieron el vehículo y la zombi corrió tras él con los puños en alto.
Frankie pisó el freno, puso la marcha atrás y dirigió el Humvee contra los zombis, aplastándolos a ambos y a la silla bajo sus ruedas.
– ¿Ves? -sonrió a Martin-, ¿a que ha sido mucho más silencioso que un disparo?
Martin tembló, pero Jim apenas se dio cuenta. Su pulso seguía acelerado, pero al menos ya no sentía náuseas.
¿Cuántas veces había conducido por aquellas calles de la periferia para recoger a Danny o para volverlo a dejar en casa? Docenas. Y en ninguna de aquellas ocasiones sospechó que volvería a recorrerlas en semejantes circunstancias. Recordó la primera vez, después del primer verano que pasó con su hijo: Danny empezó a llorar en cuanto giró hacia Chestnut porque no quería que su padre se fuese. Su pequeño rostro siguió cubierto de lagrimones cuando llegaron al tramo que llevaba a la casa de Tammy y Rick y cuando Jim se marchó a regañadientes. Observó a Danny en el espejo retrovisor y esperó hasta haberlo perdido de vista para frenar y echarse a llorar.
Pensó en el nacimiento de Danny y cuando el médico lo puso en sus brazos por primera vez. Era pequeño, diminuto, su piel rosada seguía húmeda y la cabeza estaba ligeramente deformada por el parto. Su hijo también estaba llorando en aquella ocasión, pero cuando Jim le habló, abrió los ojos y sonrió. Los médicos y Tammy insistieron en que no era una sonrisa, argumentando que los bebés no pueden sonreír… pero, en su fuero interno, Jim sabía que sí lo fue.
Recordó aquella vez en la que Danny, Carrie y él estaban jugando a Uno y ambos le pillaron haciendo trampas, guardándose una carta de «roba cuatro» debajo de la mesa, en su regazo. Lucharon en el suelo, haciéndole cosquillas hasta que reconoció el engaño, y después se sentaron juntos en el sofá a comer palomitas viendo a Godzilla arrasando Japón y enfrentándose a Mecha-Godzilla.
Se acordó de la ocasión en la que le dijo por teléfono que iba a ser un hermano mayor, después de que Carrie le confirmase que estaba embarazada.
Tembló al recordar la huida del refugio y de su casa y en lo que se había convertido aquel embarazo que tanta alegría le había proporcionado. Pensó en Carrie y el bebé. Las había disparado a ambas.
La llamada de Danny resonó en su mente mientras Frankie giraba hacia Chestnut.
«Papá, tengo miedo. Estoy en el ático. Me… -Electricidad estática, y después-:… acordaba de tu número, pero el móvil de Rick no funcionaba. Mami pasó mucho tiempo dormida pero luego se levantó y lo arregló, y ahora se ha vuelto a dormir. Lleva durmiendo desde… desde que cogieron a Rick.»
– He llegado a Chestnut -le informó Frankie desde delante-. ¿Y ahora?
«Tengo miedo, papá. Sé que no tendríamos que marcharnos del ático, pero mami está enferma y no sé cómo hacer que se cure. Oigo cosas fuera de casa. Algunas veces sólo pasan por delante y otras creo que intentan entrar. Creo que Rick está con ellos.»
– ¿Jim? ¡JIM!
La voz de Jim sonaba distante y queda.
– Pasa por O'Rourke y Fischer y después gira a la izquierda hacia Platt Street. Es la última casa a la izquierda.
En su cabeza, Danny lloraba.
«¡Papá, me prometiste que me llamarías! Tengo miedo y no sé qué hacer…»
– Platt Street -anunció Frankie después de girar. Pasó por delante de las casas, alineadas en filas perfectas, cada una idéntica a la anterior salvo por el color de los postigos o por las cortinas que colgaban de las ventanas-. Hemos llegado.
Detuvo el Humvee en el parque pero no apagó el motor. «… y te quiero más que a Spiderman y más que a Pikachu y más que a Michael Jordan y más que "finito", papá. Te quiero más que infinito.»
Jim abrió los ojos.
– Más que infinito, Danny. Papá te quiere más que infinito. Abrió la puerta y Martin le siguió. Jim le puso la mano en el hombro.
– No -dijo con firmeza-. Tú quédate aquí con Frankie, amigo. Necesito que nos cubráis las espaldas. Aseguraos de que tengamos la ruta de salida despejada.
Hizo una pausa sin soltar el hombro de Martin, levantó la cabeza e inhaló la brisa.
– Esta ciudad está llena de muertos, Martin. ¿Puedes sentirlo?
– Sí -admitió Martin-, pero necesitarás ayuda. ¿Y si…? -Aprecio todo lo que has hecho por Danny y por mí, pero esto es algo que tengo que hacer solo.
– Me da miedo lo que puedas encontrar.
– Y a mí. Por eso necesito hacerlo solo, ¿de acuerdo?
Martin asintió con desgana.
– De acuerdo, Jim. Os estaremos esperando.
Frankie se estiró sobre el asiento y cogió uno de los M-16. Se lo colocó entre las piernas y echó un vistazo al espejo retrovisor.
– Todo despejado -dijo-. Será mejor que vayas.
Jim asintió.
Martin exhaló profundamente.
– Buena suerte, Jim. Estaremos aquí.
– Gracias. Muchas gracias a los dos.
Tomó aire, se dio la vuelta y cruzó la calle. Le pesaban las piernas, como en su sueño.
«Más que infinito, Danny…»
Echó a correr hacia la casa y sus botas golpearon la acera con cada zancada. Entró en el patio, corrió hasta el porche y sacó la pistola de la funda. Alcanzó el pomo -sus manos no paraban de temblar- y comprobó que estaba abierto.
Esperaron en la oscuridad.
Martin no se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que Jim cruzó la puerta y desapareció.
Frankie echó un vistazo a la calle por si detectaba movimiento.
– ¿Y ahora qué?
– Esperamos -le dijo-. Vigilamos y esperamos a que salgan.
El aire se había vuelto muy frío al caer la noche y silbó al pasar a través del agujero del parabrisas. Frankie tembló.
– Dime, reverendo, ¿crees de verdad que su hijo está vivo?
Martin echó un vistazo a la casa.
– Eso espero, Frankie. Eso espero.
– Y yo. Creo que…
Se paró en seco cuando echó un segundo vistazo a la ciudad y los patios de los alrededores. Cogió el fusil con cuidado.
– ¿Qué pasa?
– ¿Lo hueles? Se acercan.
Martin bajo la ventanilla e inhaló. Su nariz se arrugó un segundo después.
– Saben que estamos aquí, en alguna parte. Nos están cazando.
– ¿Qué hacemos?
– Esperar. No podemos hacer mucho más.
Volvieron a guardar silencio mientras contemplaban las casas de su alrededor. Martin volvió a mirar a la casa de Danny. Sus temblorosas piernas subían y bajaban a toda velocidad y el crujir de sus nudillos sonó en la oscuridad.
– Para.
– Perdón.
Empezó a pensar en pasajes aleatorios de la Biblia y se centró en ellos para no tener que pensar en lo que estaría teniendo lugar dentro de la casa.
«Benditos sean los que hacen la paz… Jesús es el salvador… pues Dios ama tanto al mundo que le entregó a su único hijo, de modo que aquel que crea en él no morirá, sino que tendrá vida eterna… y al tercer día, resucitó de entre los muertos.»
Martin volvió a echar un vistazo a la casa, combatiendo la necesidad de salir disparado hacia ella.
«Entregó a su único hijo, de modo que aquel que crea en él no morirá, sino que tendrá vida eterna… y al tercer día, resucitó de entre los muertos.
»Su único hijo… resucitó de entre los muertos…»
De pronto, sonó un disparo que acabó con la quietud. Después, un grito. Volvió a hacerse el silencio, seguido de otro disparo.
Ambos procedían del interior de la casa.
– ¡Ay, Dios! ¡Frankie, era Jim el que gritaba!
– A mí no me ha parecido que quien gritaba fuese humano.
– ¡Era él! Estoy seguro.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– No lo sé. ¡No lo sé!
– ¡A la mierda! ¡Vamos, reverendo!
Bajaron del Humvee de un salto con las armas listas mientras el viento transportaba los gritos de los no muertos hacia ellos. Los zombis aparecieron al final de la calle y las puertas de las casas empezaron a abrirse.
– Mira cuántos son -dijo Martin, con la voz quebrada.
Frankie apuntó y disparó. Los zombis cargaron hacia ellos.
– ¡Vamos!
Corrieron hacia la casa para ver qué había sido de su amigo. Por encima de ellos, la luna brillaba sobre el mundo, contemplando su frío y muerto reflejo.