Ocho

Catherine se incorporó rígidamente en la cama. El corazón le golpeaba el pecho y cada uno de sus nervios estaba electrizado por el temor. Miró en la oscuridad, luchando por aplacar su pánico.

Alguien golpeaba la puerta del cuarto de guardia.

– ¿Doctora Cordell? -Catherine reconoció la voz de una de las enfermeras de emergencias-. ¿Doctora Cordell?

– ¿Sí? -dijo Catherine.

– Tenemos un caso de traumatismo en camino. Pérdida masiva de sangre, heridas en el cuello y el abdomen. Sé que el doctor Ames la cubría esta noche, pero está retrasado. El doctor Kimball podría necesitar su ayuda.

– Dígale que allí estaré. -Catherine encendió el velador y miró el reloj. Eran las tres menos cuarto de la mañana. Había dormido sólo tres horas. El vestido de seda verde seguía doblado sobre la silla. Se veía como algo extraño, de la vida de otra mujer, no de la suya.

El guardapolvos que había utilizado para dormir estaba húmedo de sudor, pero no tenía tiempo para cambiarse. Recogió su pelo enredado en una colita, y se acercó al lavatorio para arrojarse agua fresca en la cara. La mujer que le devolvía la mirada desde el espejo parecía atravesar el estupor que sigue a una explosión. «Concéntrate. Ya es hora de dejar el miedo atrás. Es hora de trabajar». Deslizó sus pies en las zapatillas que había tomado de su casillero del hospital y con un suspiro profundo salió del cuarto de guardia.

– Tiempo estimado de llegada, dos minutos -anunció el empleado de emergencias-. La ambulancia dice que la sistólica bajó a setenta.

– Doctora Cordell, están preparando la sala de Traumatismo Uno.

– ¿A quiénes tenemos en el equipo?

– Al doctor Kimball y dos residentes. Gracias a Dios que estaba aquí. El doctor Ames tuvo un percance con el auto y no puede llegar…

Catherine empujó las puertas de Traumatismo Uno. De un vistazo advirtió que el equipo estaba preparado para lo peor. Tres unidades de lactato de Ringer colgaban de las varas; las sondas intravenosas estaban enrolladas y listas para su aplicación. Un empleado esperaba cerca para llevar las muestras de sangre al laboratorio. Los dos residentes se habían colocado a ambos lados de la mesa, sosteniendo los catéteres intravenosos, y Ken Kimball, el médico de guardia, ya había desgarrado el envoltorio del paquete de laparotomía.

Catherine se colocó el guardapolvos y luego pasó los brazos por las mangas de un delantal esterilizado. Una enfermera le ató el delantal por detrás, y le sostuvo abierto el primer guante. Con cada elemento del uniforme se aplicaba una capa más de autoridad y se sentía más fuerte, más controlada. En esta sala, ella era la salvadora, no la víctima.

– ¿Cuál es la historia del paciente? -le preguntó a Kimball.

– Ataque. Traumatismo en el cuello y el abdomen.

– ¿Disparos?

– No. Heridas de cuchillo.

Catherine se detuvo para colocarse el segundo guante. Se había formado un nudo en su estómago. «Cuello y abdomen. Heridas de cuchillo».


– ¡La ambulancia está llegando! -aulló una enfermera desde la puerta.

– Llegó el momento de la sangre y las tripas -dijo Kimball, mientras salía al encuentro del paciente.

Catherine, ya con su uniforme esterilizado, permaneció en su lugar. De pronto la sala había quedado en silencio. Ni los residentes que custodiaban la mesa, ni la enfermera destinada a pasarle el instrumental a Catherine dijeron una palabra. Estaban atentos a lo que sucedía detrás de la puerta.

Oyeron la voz de Kimball que gritaba: «¡Vamos, vamos, vamos!»

La puerta se abrió con un estrépito, y la camilla se deslizó dentro. Catherine echó una ojeada a las sábanas ensangrentadas, a una mujer de pelo castaño y a la cara oscurecida por la tela adhesiva que sostenía el tubo del respirador en su lugar.

Con un «¡uno, dos, tres!» movieron a la paciente a la mesa.

Kimball quitó la sábana, dejando el pecho de la víctima desnudo.

En el caos de la sala, nadie prestó atención a la profunda inhalación de Catherine. Nadie notó que daba un paso, tambaleante, hacia atrás. Miraba fijamente el cuello de la víctima, donde el aposito estaba saturado de un rojo profundo. Miró el abdomen, donde otro aposito colocado a las apuradas comenzaba a desprenderse, liberando estrías de sangre que bajaban por el flanco desnudo. Aun cuando ya todos habían reaccionado y comenzaban a moverse, conectando las sondas y los electrodos, bombeando aire a los pulmones de la víctima, Catherine permaneció inmovilizada por el horror.

Kimball despegó el aposito abdominal. Unos jirones de intestino sobresalieron y cayeron con un ruido viscoso sobre la mesa.

– ¡Sistólica apenas perceptible en sesenta! Está en taquicardia sinusal.

– No logro meter esta vía intravenosa. Su vena colapsó.

– Busca una subclavia.

– ¿Puede pasarme otro catéter?

– Mierda, todo el campo quirúrgico está contaminado…

– ¿Doctora Cordell? ¿Doctora Cordell?

Todavía algo aturdida, Catherine se volvió hacia la enfermera que acababa de hablar y vio que la mujer la miraba con seriedad tras el barbijo.

– ¿Necesita planchas de laparotomía?

Catherine tragó saliva. Respiró hondo.

– Sí. Planchas de laparotomía. Y catéter de… -Volvió a concentrarse en la paciente. Una mujer joven. La asaltó un confuso recuerdo de otra emergencia, esa noche en Savannah en la que ella misma era la mujer que yacía sobre la mesa.

«No dejaré que mueras. No permitiré que alardee con tu muerte».

Arrebató un puñado de esponjas y un hemostato de la bandeja de instrumental. Ahora estaba concentrada por completo. La profesional había vuelto para controlar la situación. Todos los años de entrenamiento quirúrgico se pusieron en movimiento de manera automática. Dedicó su atención primero a la herida del cuello, y despegó el aposito. Un chorro de sangre negra brotó y salpicó en el piso.

– ¡La carótida! -dijo uno de los residentes.

Catherine aplicó una esponja contra la herida y respiró profundo.

– No, no. Si fuera la carótida ya estaría muerta. -Miró a la enfermera-. Escalpelo.

El instrumento fue depositado sobre su palma. Se detuvo un instante, preparándose para la delicada tarea, y colocó la punta del escalpelo sobre el cuello. Manteniendo la herida presionada, Catherine hizo una incisión veloz en la piel hacia arriba, en dirección a la mandíbula, exponiendo la vena yugular.

– No cortó lo suficientemente profundo como para alcanzar la carótida -dijo-. Pero sí cortó la yugular. Y el extremo se retrajo dentro de este tejido blando. -Dejó a un lado el escalpelo y tomó los fórceps pulgares-. ¿Residente? Necesito que pase la esponja. ¡Con cuidado!

– ¿Va a volver a anastomosar?

– No, sólo voy a atarla. Ha desarrollado un drenaje colateral. Necesito exponer la vena lo suficiente como para poder suturarla. Pinzas vasculares.

El instrumento estuvo al instante en su mano.

Catherine ubicó las pinzas y las cerró sobre la vena expuesta. Luego dejó escapar un suspiro de alivio y miró a Kimball.

– La hemorragia está detenida. La coseré más tarde.

Volvió su atención al abdomen. Kimball y el otro residente ya habían despejado el campo con el catéter de succión y las planchas de laparotomía; la herida estaba completamente expuesta. Con cuidado Catherine removió los jirones de intestinos y miró dentro de la incisión abierta. Lo que vio le produjo una náusea de furia.

Se encontró con la mirada atónita de Kimball del otro lado de la mesa.

– ¿Quién pudo haber hecho esto? -dijo en un susurro-. ¿Con quién carajo estamos peleando?

– Con un monstruo -dijo ella.


– La víctima sigue en el quirófano. Todavía vive. -Rizzoli cerró su celular y miró a Moore y al doctor Zucker-. Ahora tenemos un testigo. Nuestro asesino se está volviendo descuidado.

– No descuidado -dijo Moore-. Apurado. No tuvo tiempo de terminar el trabajo. -Moore estaba de pie junto a la puerta del dormitorio, estudiando la sangre en el piso. Todavía estaba fresca, todavía brillaba. «No tuvo tiempo de secarse. El Cirujano acaba de pasar por aquí».

– La foto fue enviada por correo electrónico a Cordell a las siete y cuarto de la tarde -dijo Rizzoli-. El reloj en la fotografía indicaba las dos y veinte. -Apuntó al reloj sobre la mesa de luz-. Está en hora. Lo que significa que debe de haber tomado la foto anoche. Mantuvo viva a la víctima, en esta casa, por más de veinticuatro horas.

«Prolongando el placer».

– Se está volviendo arrogante -dijo el doctor Zucker, y su voz traicionó una perturbadora nota de admiración. El reconocimiento de que allí había un oponente digno de él-. No sólo mantiene viva a la víctima durante todo un día, sino que la deja aquí por un tiempo para enviar un correo electrónico. Nuestro muchacho está jugando a juegos de mente con nosotros.

– O con Catherine Cordell -dijo Moore.

La cartera de la víctima descansaba encima de la cómoda. Con las manos enguantadas, Moore revisó su contenido.

– Billetera con treinta y cuatro dólares. Dos tarjetas de crédito. Carta triple A. Identificación laboral de Suministros Científicos Lawrence, departamento de ventas. Licencia de conducir, Nina Peyton, veintinueve años de edad, un metro sesenta y cuatro, cincuenta y nueve kilos. -Dio vuelta la tarjeta-. Es donante de órganos.

– Creo que acaba de hacerlo -dijo Rizzoli.

Abrió el cierre del bolsillo interno.

– Hay una agenda.

Rizzoli volvió la cara con interés.

– ¿Sí?

Abrió el cuaderno en el mes en curso. Estaba en blanco. Pasó las páginas hacia atrás, hasta que encontró una anotación escrita cerca de ocho semanas atrás: pagar alquiler. Pasó un par de páginas más y encontró diversas anotaciones: Cumpleaños de Sid. Tintorería. Concierto a las 8:00. Reunión de personal. Todos los pequeños detalles mundanos que constituían una vida.

¿Por qué las anotaciones se habían detenido súbitamente ocho semanas atrás? Pensó en la mujer que había escrito esas palabras, imprimiéndolas nítidamente con tinta azul. Una mujer que probablemente esperaba con ansiedad llegar a la página de diciembre y que se imaginaba la Navidad y la nieve con todas las razones para creer que estaría viva para verlo.

Cerró el cuaderno, y de pronto lo embargó una tristeza tan grande que por un momento no pudo hablar.

– No hay nada más entre las sábanas -dijo Frost encorvado sobre la cama-. No hay hilos quirúrgicos ni instrumental ni nada.

– Para un tipo que supuestamente estaba apurado por largarse -dijo Rizzoli- hizo un muy buen trabajo de limpieza. Y miren. Tuvo tiempo para doblar el camisón. -Apuntó a un camisón de algodón pulcramente doblado sobre una silla-. Esto no concuerda con su supuesto apuro.

– Pero dejó a su víctima viva -dijo Moore-. El peor error de todos.

– Hay algo que no cierra, Moore. Dobla el camisón, recoge todas sus cosas. ¿Y luego es tan descuidado como para dejar una testigo? Es demasiado astuto como para cometer un error de esa clase.

– Hasta el más astuto puede arruinarlo todo -dijo Zucker-. Ted Bundy fue descuidado al final.

Moore miró a Frost.

– ¿Tú llamaste a la víctima?

– Sí. Cuando revisábamos esa lista de números telefónicos que nos dio la biblioteca. Llamé a esta casa cerca de las dos, dos y cuarto. Me atendió un contestador. No dejé mensaje.

Moore miró alrededor del cuarto, pero no vio ningún contestador. Caminó hasta el living y ubicó el teléfono sobre una mesa. Tenía un identificador de llamadas, y el botón de la memoria estaba manchado de sangre. Utilizó la punta de un lápiz para apretar el botón, y el número del teléfono de la última llamada apareció en la pantalla digital: Departamento de Policía de Boston. 2:14 A.M.

– ¿Será eso lo que lo asustó? -preguntó Zucker, que lo había seguido hasta el living.

– Estaba aquí cuando Frost llamó. Hay sangre en el botón del identificador.

– Entonces el teléfono sonó. Y nuestro asesino no había terminado. Nohabía colmado su satisfacción. Pero el teléfono que sonó en medio de la noche debe de haberlo sacudido. Vino hasta aquí, al living, y vio el número en el identificador de llamadas. Vio que era la policía tratando de localizar a la víctima. -Zucker hizo una pausa-. ¿Qué harías tú en su lugar?

– Saldría de aquí.

Zucker asintió, y una sonrisa se dibujó en sus labios.

«Todo esto es un juego para ti», pensó Moore. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle, que ahora se iluminaba con un brillante caleidoscopio de relampagueantes luces azules. Media docena de patrulleros estaban estacionados frente a la casa. La prensa estaba allí también; podía ver las camionetas de la televisión local instalando sus conexiones satelitales.

– No llegó a disfrutarlo -dijo Zucker.

– Completó la extirpación.

– No, eso es sólo el recuerdo. Un pequeño recordatorio de su visita. No vino aquí sólo para llevarse un órgano. Vino en busca del estremecimiento total: sentir cómo se va agotando la vida de una mujer. Pero esta vez no lo consiguió. Fue interrumpido, distraído por el miedo de que la policía llegase. No se quedó lo suficiente para ver morir a su víctima. -Zucker hizo una pausa-. La próxima será muy pronto. Nuestro asesino está frustrado, y la tensión se le volverá insoportable. Lo que significa que ya está un busca de una nueva víctima.

– O tal vez ya la eligió -dijo Moore. Y pensó: «Catherine Cordell».

Las primeras franjas de claridad encendían el cielo. Moore no dormía desde hacía cerca de veinticuatro horas, había estado ocupado casi toda la noche, funcionando sólo con café. No obstante, cuando miró el cielo no fue cansancio lo que sintió, sino una agitación renovada. Había alguna conexión entre Catherine y el Cirujano, una conexión que se le escapaba. Algún trazo invisible que la ataba a ese monstruo.

– Moore.

Se volvió hacia Rizzoli, y captó en el acto la ansiedad de su mirada.

– Acaban de llamar de Crímenes Sexuales -dijo-. Nuestra víctima es una dama muy desafortunada.

– ¿Qué quieres decir?

– Hace dos meses, Nina Peyton fue atacada sexualmente.

La noticia lo aturdió. Pensó en las páginas en blanco en la agenda de la víctima. Las anotaciones se habían interrumpido hacía ocho semanas. Era allí donde la vida de Nina Peyton había pegado una brusca frenada.

– ¿Hay alguna clase de informe para consultar? -dijo Zucker.

– No sólo un informe -dijo Rizzoli-. Se recogieron muestras.

– ¿Dos víctimas de violación? -dijo Zucker-. ¿Puede ser tan fácil?

– ¿Crees que es el violador el que vuelve para matarlas?

– Tiene que haber algo más que una posibilidad azarosa. El diez por ciento de los violadores seriales se comunica con sus víctimas. Es la manera que tiene el sujeto de prolongar el tormento. La obsesión.

– La violación como preludio del asesinato. -Rizzoli lanzó un chasquido de disgusto-. Maravilloso.

Una nueva idea se le ocurrió a Moore.

– Dijiste que hay muestras de la violación. ¿Se hizo un examen vaginal?

– Sí. Falta el ADN.

– ¿Quién recogió esas muestras? ¿Fue a una sala de emergencias? -Estaba casi seguro de que le contestaría: «Hospital Pilgrim».

Pero Rizzoli negó con la cabeza.

– No fue a emergencias. Se dirigió a la Clínica para Mujeres Forrest Hill. Queda al final de la ruta.


Sobre la pared de la sala de espera de la clínica, un póster en colores de los genitales femeninos se desplegaba por encima de las palabras: «Mujer. Fascinante belleza». Aunque Moore estaba de acuerdo en que la mujer era una maravillosa creación de la naturaleza, se sentía como un sucio voyeur mientras observaba ese diagrama tan explícito. Notó que varias mujeres en la sala de espera lo miraban como las gacelas miran a un depredador en su entorno. El hecho de que lo acompañara Rizzoli no parecía alterar el factor de que se trataba de un varón intruso.

Sintió alivio cuando la recepcionista finalmente dijo:

– Los atenderá ahora, detectives. Es la última puerta a la derecha.

Rizzoli encabezó la marcha por el pasillo, dejando atrás pósters como «Los diez indicios de que tu compañero es abusivo» o «¿Cómo sé si es violación?». Con cada paso sentía que una mancha de culpabilidad masculina se le adhería como grasa a la ropa. Rizzoli no sentía nada de eso; estaba en un terreno familiar. El territorio de las mujeres. Golpeó una puerta con el cartel: «Sarah Daly, enfermera practicante».

– Adelante.

La mujer que se puso de pie para saludarlos era joven y de aspecto moderno. Bajo su uniforme blanco llevaba unos pantalones y una camiseta negra, y su corte varonil ponía de relieve sus ojos de muchacho y los elegantes pómulos. Pero lo que Moore no pudo dejar de mirar fue el pequeño arito de oro en su narina izquierda. Durante casi toda la entrevista sintió que le hablaba a ese aro.

– Revisé su planilla médica después de que me llamaron -dijo Sarah-. Sé que se llenó un formulario policial.

– Lo leímos -dijo Rizzoli.

– ¿Y por qué razón han venido aquí?

– Nina Peyton fue atacada anoche, en su domicilio. Ahora está en condiciones críticas.

La primera reacción de la mujer fue de consternación. Luego fue de ira. Moore lo notó por la forma en que elevó la barbilla y se le encendieron los ojos.

– ¿Fue él?

– ¿Él?

– ¿El hombre que la violó?

– Es una posibilidad que estamos considerando -dijo Rizzoli-. Por desgracia, la víctima está en coma y no puede hablarnos.

– No la llame víctima. Tiene un nombre.

La barbilla de Rizzoli se puso a la par de la suya, y Moore supo que se había ofendido. No era la mejor forma de comenzar una entrevista.

– Señorita Daly -dijo-, éste fue un crimen increíblemente brutal, y necesitamos…

– Nada es increíble -retrucó Sarah-. No cuando hablamos de lo que los hombres hacen a las mujeres-. Tomó una carpeta de su escritorio y se la alcanzó. -Su informe médico. A la mañana siguiente de la violación vino a esta clínica. Yo fui quien la atendió ese día.

– ¿Fue también usted la que le hizo el examen?

– Hice todo. La entrevista, el examen pélvico. Realicé el análisis vaginal y confirmé que había esperma bajo el microscopio. Peiné el vello púbico, recogí muestras de uñas para el análisis de violación. Le di la pildora del día después.

– ¿No acudió a emergencias para más exámenes?

– Cualquier víctima de violación que atraviesa estas puertas es sometida aquí a todos los exámenes por una sola persona. Lo último que necesita es un desfile de caras distintas. De modo que extraigo sangre y la envío al laboratorio. Hago las llamadas necesarias a la policía si la víctima así lo desea.

Moore abrió la carpeta y vio la hoja de datos de la paciente. La fecha de nacimiento de Nina Peyton, su dirección, número de teléfono y empleador figuraban allí. Pasó a la página siguiente, escrita con una letra apretada y pequeña. La fecha de la primera entrada era del diecisiete de mayo.

Queja principal: ataque sexual.

Historia de la enfermedad actual: mujer blanca de veintinueve años, cree que fue sexualmente atacada. La noche anterior tomaba tragos en el Gramercy Pub, se sintió mareada y recuerda haber caminado hasta el baño. No tiene registro de lo que sucedió más tarde…

– Despertó en su casa, sobre su propia cama -dijo Sarah-. No recordaba cómo llegó allí. No recordaba haberse desnudado. Por cierto no recordaba haber rasgado su blusa. Pero allí estaba, desnuda. Sintió algo tirante en la piel de los muslos que consideró semen seco. Tenía un ojo hinchado, y moretones en ambas muñecas. Pronto imaginó lo que había sucedido. Y tuvo la misma reacción que otras víctimas de violación. Pensó: «Es culpa mía. No debería haber sido tan descuidada». Pero es así como funciona con las mujeres. -Miró a Moore a los ojos-. Nos culpamos por todo, incluso cuando es el hombre el que nos viola.

Ante tamaña furia, no había nada que pudiera agregar. Miró la carpeta y leyó el examen físico.

La paciente está desarreglada, abstraída, y habla en un tono monocorde. No vino acompañada, y caminó hasta la clínica desde su casa…

– Seguía hablando de las llaves de su auto -dijo Sarah-. Fue golpeada, un ojo estaba cerrado por la hinchazón, y en lo único que podía concentrarse era en que había perdido las llaves del auto y que necesitaba encontrarlas porque no podría ir a su trabajo. Me tomó algo de tiempo sacarla de ese pensamiento encinar y hacer que me hablara. Se trataba de una mujer a la que nunca le había sucedido nada malo. Era educada, independiente. Una representante de ventas para Suministros Científicos Lawrence. Trata con gente todos los días. Y aquí estaba, prácticamente paralizada. Obsesionada con las estúpidas llaves de su auto. Finalmente abrió la cartera y las buscó en todos los bolsillos, y las llaves estaban ahí. Sólo entonces pudo prestarme atención, y contarme lo que le había sucedido.

– ¿Y qué le dijo?

– Llegó al Gramercy Pub cerca de las nueve para encontrarse con una amiga. La amiga nunca apareció, de modo que Nina dio vueltas por un rato. Se pidió un Martini, habló con un par de tipos. Miren, he estado allí, y todas las noches está lleno de gente. Una mujer se sentiría segura. -Luego agregó con un tono amargo-: Como si hubiera algún lugar seguro.

– ¿Recordaba al hombre que la llevó a su casa? -preguntó Rizzoli-. Eso es lo que necesitamos saber.

Sarah la miró.

– ¿Sólo se trata del criminal, verdad? Eso era todo lo que los dos policías de Crímenes Sexuales querían escuchar. Los criminales acaparan toda la atención.

Moore pudo sentir cómo subía la temperatura del cuarto con la furia de Rizzoli. Se apresuró a comentar:

– Los detectives dicen que fue incapaz de proporcionar una descripción.

– Yo estaba en el cuarto cuando la interrogaron. Me pidió que me quedara, así que escuché la historia completa dos veces. Ellos insistían en que les hablara de su aspecto, y ella no pudo decirles nada. Honestamente no podía recordar nada sobre él.

Moore pasó a la página siguiente de la carpeta.

– Usted la vio por segunda vez en julio. Hace sólo una semana.

– Volvió para hacerse otro análisis de sangre. Al VIH le lleva seis semanas tras la exposición para dar positivo. Ésa es la atrocidad final. Primero ser violada, y luego enterarte de que tu atacante te contagió una enfermedad fatal. Son seis semanas de agonía para estas mujeres, a la espera de saber si tienen o no sida. Preguntándose si el enemigo está dentro de ellas, multiplicándose en su sangre. Cuando vienen para este examen de control, tengo que darles una charla para animarlas. Y jurarles que las llamaré en cuanto tenga los resultados.

– ¿No analiza los exámenes aquí?

– No. Van todos al laboratorio Interpath.

Moore pasó a la última página de la carpeta y vio la hoja de los resultados. «Análisis VIH: negativo. VDRL (sífilis): negativo».

La hoja era muy fina, seguramente el duplicado al carbón del formulario original. Las noticias más importantes de nuestras vidas suelen llegar en este tipo de papeles endebles. Telegramas. Notas de examen. Análisis de sangre.

Cerró la carpeta y la depositó sobre el escritorio.

– Cuando vio a Nina por segunda vez, el día que vino para el examen de control, ¿cómo la encontró?

– ¿Quiere decir si todavía se encontraba traumada?

– No dudo de que lo estuviese.

Su respuesta razonable pareció perforar la burbuja henchida de rabia de Sarah. Se reclinó en el asiento como si, eliminada la furia, hubiera perdido algún combustible vital. Por un momento sopesó la pregunta.

– Cuando volví a ver a Nina esa segunda vez, era como un muerto en vida.

– ¿Cómo?

– Se sentó en esa silla donde está la detective Rizzoli, y sentí que casi podía ver dentro de ella. Como si fuera transparente. No había vuelto al trabajo desde la violación. Creo que le resultaba difícil enfrentar a la gente, en particular a los hombres. Estaba paralizada por todas estas extrañas fobias. Temerosa de tomar agua de la canilla, o cualquier cosa que no estuviera envasada. Tenía que ser todo de una lata o una botella sin abrir, algo que no pudiera estar envenenado o con drogas. Temía que los hombres la miraran y advirtieran que había sido violada. Estaba convencida de que el violador había dejado esperma sobre sus sábanas y su ropa, y pasaba horas del día lavando una y otra vez todas sus cosas. Fuera quien fuese Nina Peyton, esa mujer había muerto. Lo que vi en su lugar fue un fantasma. -La voz de Sarah se extinguió y se quedó rígida en su asiento, observando a Rizzoli, mirando en realidad a otra mujer en esa silla. Una sucesión de mujeres, distintas caras, distintos fantasmas, un desfile de víctimas.

– ¿Le comentó algo acerca de persecuciones? ¿Que el atacante hubiera reaparecido en su vida?

– Un violador nunca desaparece de tu vida. Mientras estés viva, siempre serás de su propiedad. -Sarah hizo una pausa-. Tal vez él volvió para reclamar lo suyo.

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