Catorce

– ¿Está seguro de que la doctora Cordell quiere hacer esto? -preguntó Alex Polochek.

– Ella está aquí esperándolo -dijo Moore.

– ¿No la introdujo en el tema? Porque la hipnosis no funcionará si el sujeto se resiste. Ella tiene que ser completamente cooperativa, de otro modo será una pérdida de tiempo.

«Una pérdida de tiempo» era la forma en que Rizzoli ya había denominado esta sesión, y su opinión era compartida por más que unos pocos detectives de la unidad. Consideraban la hipnosis como un número de variedades, como el acto de un maestro de ceremonias de las Vegas o de un mago de salón. En un tiempo Moore había estado de acuerdo con ellos.

El caso de Meghan Florence había cambiado su actitud al respecto.

El 31 de octubre de 1998, Meghan, de diez años, caminaba a su casa desde el colegio cuando un auto frenó junto a ella. Fue la última vez que se la vio con vida.

El único testigo del secuestro era un niño de doce años que estaba parado cerca. A pesar de que el auto apareció a plena luz del día y de que él podía describir su forma y color, no podía recordar la placa. Semanas más tarde, sin que el caso avanzara, los padres de la niña insistieron en contratar a un hipnoterapeuta para entrevistar al niño. Como todos los caminos en la investigación habían sido agotados, la policía aceptó de mala gana.

Moore estuvo presente durante la sesión. Observó cómo Alex Polochek inducía amablemente al niño a un trance hipnótico, y escuchó con asombro mientras el niño recitaba tranquilamente el número de placa.

El cuerpo de Meghan Florence fue hallado dos días más tarde, enterrado en el patio trasero del secuestrador.

Moore esperaba que la magia que Polochek había puesto en marcha con el niño pudiera repetirse una vez más con Catherine Cordel.

Dos hombres esperaban ahora fuera del consultorio, mirando a través del vidrio espejado a Catherine y a Rizzoli, sentadas del otro lado de la ventana. Catherine se veía inquieta. Se movía en la silla y miraba hacia la ventana, como si advirtiera que estaba siendo observada. Una taza de té permanecía intacta sobre la mesita junto a ella.

– Éste será un recuerdo doloroso de revivir -dijo Moore-. Ella tal vez quiera cooperar, pero no le resultará agradable. En el momento del ataque, ella todavía estaba bajo la influencia del Rohypnol.

– ¿Un recuerdo de hace dos años distorsionado por la droga? Además tú dices que no es puro.

– Un detective de Savannah debe de haber sembrado unas cuantas sugerencias a través del interrogatorio.

– Sabes que no hago milagros. Y nada de lo que consigamos en esta sesión será admitido como evidencia. Esto invalidará cualquier testimonio ulterior que preste durante el juicio.

– Lo sé.

– ¿A pesar de todo eso quieres seguir adelante?

– Sí.

Moore abrió la puerta y los dos hombres entraron en el consultorio.

– Catherine -dijo Moore-, éste es el hombre del que te hablé, Alex Polochek. Trabaja como hipnotizador forense para el Departamento de Policía de Boston.

Mientras ella y Polochek se daban la mano, Catherine soltó una risa nerviosa.

– Lo siento -dijo-. Supongo que no estaba muy segura de lo que debía esperar.

– Pensó que tendría una capa negra y una varita mágica -dijo Polochek.

– Es una imagen ridícula, pero sí, eso pensé.

– Y en cambio se encuentra con un gordito calvo.

Una vez más ella rió, relajando un poco su postura.

– ¿Nunca ha sido hipnotizada? -preguntó.

– No. Francamente, no creo que pueda ser hipnotizada.

– ¿Por qué piensa eso?

– Porque en realidad no creo en eso.

– Sin embargo, accedió a que haga la prueba.

– El detective Moore pensó que debía hacerlo.

Polochek se sentó en una silla frente a ella.

– Doctora Cordell, no tiene que creer en la hipnosis para que esta sesión resulte de utilidad. Pero tiene que desear que funcione. Tiene que confiar en mí. Y tiene que estar dispuesta a relajarse y dejarse llevar. A dejarme guiarla hacia un estado alterado. Es muy parecido al pasaje que se experimenta antes de quedarse dormida por la noche. Usted no estará dormida. Le prometo que será consciente de lo que pase a su alrededor. Pero estará tan relajada que tendrá la posibilidad de alcanzar partes de su memoria a las que por lo general no se tiene acceso. Es como destrabar un fichero que está allí, en su cerebro, y tener finalmente la posibilidad de abrir los cajones para sacar las fichas.

– Ésa es la parte que no creo. Que la hipnosis pueda hacerme recordar.

– No la hará recordar. Le permitirá recordar.

– Está bien, permítame recordar. Me da la sensación de que es improbable que esto pueda ayudarme a traer un recuerdo que no puedo alcanzar por mi cuenta.

Polochek asintió.

– Sí, tiene razón en mostrarse escéptica. No parece probable, ¿verdad? Pero le daré un ejemplo de cómo la memoria puede ser bloqueada. Se llama Ley de Efecto Revertido. Cuanto más se concentre en recordar algo, menos probabilidades tendrá de recordarlo. Estoy seguro de que usted misma lo ha experimentado. Todos lo hemos hecho. Por ejemplo, ve a una famosa actriz en la pantalla del televisor, y sabe su nombre. Pero no puede traerlo a la memoria. Eso la vuelve loca. Pasa una hora devanándose los sesos para recordar el nombre. Se pregunta si no tiene Alzheimer prematuro. Dígame que le ha sucedido alguna vez.

– Todo el tiempo. -Catherine sonreía ahora. Estaba claro que Polochek le caía bien, y que se sentía cómoda con él. Un buen comienzo.

– Finalmente, termina por recordar el nombre de la actriz, ¿no es así? -dijo.

– Sí.

– ¿Y cuándo suele suceder eso?

– Cuando dejo de pensar tan arduamente. Cuando me relajo y pienso en otra cosa. O cuando me acuesto en la cama y estoy a punto de dormirme.

– Exacto. Es cuando se relaja, cuando su mente deja de acosar desesperadamente ese fichero. Entonces, mágicamente, el cajón se abre y la ficha aparece. ¿Eso hace que el concepto de hipnosis le parezca más plausible?

Ella asintió.

– Bien, eso es lo que vamos a hacer. Ayudarla a relajarse. Permitir que alcance ese fichero.

– No estoy segura de poder relajarme lo suficiente.

– ¿Es la habitación? ¿La silla?

– La silla está bien. Es… -Lanzó una mirada de inquietud a la cámara de video-. El público.

– Los detectives Moore y Rizzoli abandonarán la habitación. En cuanto a la cámara, es sólo un objeto. Una pieza de maquinaria. Piense en ella de ese modo.

– Supongo que sí…

– ¿Tiene alguna otra inquietud?

Se produjo un silencio. Suavemente, ella dijo:

– Estoy asustada.

– ¿De mí?

– No. De la memoria. De revivirlo todo.

– Nunca hará eso. El detective Moore me dijo que fue una experiencia traumática, y no vamos a hacer que la reviva. Nos acercaremos de otro modo. Así el miedo no bloqueará otros recuerdos.

– ¿Y cómo sabré que se trata de recuerdos verdaderos y no de algo que inventé?

Polochek se detuvo.

– Es una preocupación que sus recuerdos ya no sean puros. Pasó mucho tiempo. Sólo podremos trabajar con lo que hay allí. Debo aclararle ahora que yo mismo sé muy poco acerca de su caso. Trato de no enterarme demasiado, para evitar el peligro de influenciar la memoria de mis pacientes. Todo lo que se me informó es que el acontecimiento tuvo lugar hace dos años, y que incluía un ataque contra usted, y que la droga Rohypnol estaba en su cuerpo. Más allá de eso, estoy a oscuras. De modo que los recuerdos que se presenten serán sólo suyos. Yo estoy aquí únicamente para ayudarla a abrir ese fichero.

Ella suspiró.

– Supongo que estoy lista.

Polochek miró a los dos detectives.

Moore asintió, luego él y Rizzoli salieron de la habitación.

Desde el otro lado de la ventana, observaron a Polochek sacar una lapicera y un bloc de notas y colocarlos sobre la mesa frente a él. Hizo un par de preguntas más. Qué hacía para relajarse. Si había algún lugar en particular, algún recuerdo que le resultara especialmente pacífico.

– En verano, cuando era chica -dijo-, acostumbraba visitar a mis abuelos en New Hampshire. Tenían una cabaña junto al lago.

– Descríbamela. En detalle.

– Era muy tranquila. Pequeña. Con una amplia galería que daba al agua. Había arbustos de frambuesas cerca de la casa. Yo solía recoger las frambuesas. Y en un camino que bajaba hasta el muelle, mi abuela plantaba lirios blancos.

– De modo que recuerda frambuesas. Flores.

– Sí. Y el agua. Amo el agua. Solía tomar sol en el muelle.

– Es una buena información. -Tomó unas cuantas notas sobre el bloc, y bajó nuevamente la pluma-. Bueno. Ahora comencemos con tres profundas inhalaciones. Deje que cada una salga lentamente. Así es. Ahora cierre los ojos y concéntrese en mi voz.

Moore observaba los párpados de Catherine cerrarse lentamente.

– Comienza a grabar -le dijo a Rizzoli.

Ella apretó el botón de grabación del video, y la cinta comenzó a correr.

En la otra habitación, Polochek guiaba a Catherine a través de la relajación completa, indicándole que se concentrara primero en los tobillos, dejando escapar la tensión. Ahora sus pies se habían vuelto nacidos mientras la sensación de relajación subía lentamente por sus pantorrillas.

– ¿En serio crees en esta mierda? -dijo Rizzoli.

– He visto cómo funciona.

– Bueno, tal vez funcione. Porque está consiguiendo dormirme a mí.

Él miró a Rizzoli, parada con los brazos cruzados, su labio inferior apuntando un obstinado escepticismo.

– Sólo observa -dijo él.

– ¿Cuándo comenzará a levitar?

Polochek había guiado el foco de relajación sobre los músculos del cuerpo de Catherine cada vez más arriba, moviendo sus muslos, su espalda, sus hombros. Los brazos ahora colgaban flojos a los costados. Su cara estaba sin arrugas, serena. El ritmo de su respiración disminuyó y se hizo más profundo.

– Ahora vamos a visualizar un lugar que ama -dijo Polochek-. La cabaña de sus abuelos, sobre el lago. Quiero que se vea parada en esa amplia galeria. Mirando hacia el agua. Es un día cálido, y el aire está quieto y estático. El único sonido es el gorjeo de los pájaros, nada más. Aquí está todo tranquilo, es un lugar pacífico. La luz del sol reverbera sobre el agua…

Una expresión de serenidad tal cruzó su cara que Moore apenas podía creer que se tratara de la misma mujer. Allí vio calidez, y todas las rosadas esperanzas de una muchacha. «Estoy mirando a la chica que fue alguna vez, -pensó-. Antes de la pérdida de la inocencia, antes de todos los desengaños de la adultez. Antes de que Andrew Capra le dejara su marca.»

– El agua es tan cautivante, tan hermosa -dijo Polochek-. Baja las escaleras de la galería y comienza a recorrer el camino hacia el lago.

Catherine permanecía inmóvil, con la cara completamente relajada y las manos flojas sobre el regazo.

– La tierra es suave bajo sus pies. La luz del sol cae sobre su espalda y la calienta. Y los pájaros revolotean en los árboles. Está completamente tranquila. Con cada paso que da, se siente más y más serena. Percibe una calma cada vez más profunda a su alrededor. Hay flores a ambos lados del camino, lirios blancos. Tienen un aroma suave, y mientras pasa a su lado rozándolos, aspira la fragancia. Es una fragancia muy especial y mágica que la empuja al sueño. Mientras camina, siente que sus piernas se vuelven más pesadas. El aroma de las flores es como una droga, que hace que se relaje más. Y el calor del sol derrite toda la tensión restante de sus músculos.

»Ahora se está acercando al borde del agua. Y ve un pequeño bote al final del muelle. Camina por ese muelle. El agua está tranquila, como un espejo. Como vidrio. El pequeño bote en el agua está quieto y flota sobre la superficie con toda la estabilidad posible. Es un bote mágico. Puede llevarla a distintos lugares. A donde quiera. Todo lo que tiene que hacer es subirse. Así que ahora levanta su pie derecho para meterse en el bote.

Moore miró los pies de Catherine Cordell y vio que su pie derecho se levantaba y quedaba suspendido a unos pocos centímetros del suelo.

– Eso es. Suba al bote con su pie derecho. El bote es estable. La contiene con firmeza, con seguridad. Se siente con absoluta confianza y comodidad. Ahora coloque dentro su pie izquierdo.

El pie izquierdo de Catherine se elevó del suelo y volvió a bajar de nuevo con lentitud.

– ¡Dios! No lo puedo creer -dijo Rizzoli.

– Estás viéndolo.

– Sí, ¿pero cómo sé si está verdaderamente hipnotizada, que no lo está fingiendo?

– No lo sabes.

Polochek se inclinaba más cerca de Catherine pero sin tocarla, utilizando únicamente su voz para guiarla a través del trance.

– Desate las cuerda que mantiene al bote junto al muelle. Y ahora el bote está libre y se mueve por el agua. Tiene el control. Todo lo que debe hacer es pensar en un lugar, y el bote la llevará allí por arte de magia. -Polochek lanzó una mirada al vidrio espejado e hizo un gesto de asentimiento.

– Ahora la llevará de vuelta al pasado -dijo Moore.

– Está bien, Catherine. -Polochek tomó su anotador y registró el tiempo en que se había realizado la inducción-. Ahora vas a llevar el bote hacia otro lugar. Hacia otro tiempo. Todavía tienes el control. Ves una niebla que se eleva del agua, una niebla cálida y amable que se siente bien sobre tu cara. El bote se desliza hacia ella. Bajas la mano y tocas el agua, y es como seda. Tan tibia, tan quieta. Ahora la niebla comienza a disiparse y justo enfrente ves un edificio sobre la orilla. Un edificio con una sola puerta.

Moore se descubrió inclinándose sobre la ventana. Sus manos estaban tensas, y el pulso se le había acelerado.

– El bote te alcanza hasta la orilla y tú te bajas. Subes por el camino que te lleva hasta la casa y abres la puerta. Dentro hay una sola habitación. Tiene una hermosa alfombra gruesa. Y una silla. Te sientas en la silla, y es la silla más cómoda sobre la que te has sentado. Estás completamente tranquila. Y bajo control.

Catherine suspiró profundamente, como si acabara de hundirse en gruesos almohadones.

– Ahora miras la pared frente a ti y ves una pantalla de cine. Es una pantalla de cine mágica, porque puede pasar escenas de cualquier momento de tu vida. Puedes retroceder hasta donde lo desees. Estás bajo control. Puedes adelantarla o rebobinarla. Puedes detenerla en un momento particular del tiempo. Todo depende de ti. Probémosla ahora. Retrocedamos a un momento feliz. Al momento en que estabas con tus abuelos en la cabaña del lago. Estás recogiendo frambuesas. ¿Puedes verlas en la pantalla?

La respuesta de Catherine tardó mucho en producirse. Cuando por fin habló, sus palabras eran tan bajas que Moore apenas pudo escucharlas.

– Sí. Las veo.

– ¿Qué estás haciendo en la pantalla? -preguntó Polochek.

– Sostengo una bolsa de papel. Recojo frambuesas y las meto dentro de la bolsa.

– ¿Y las comes mientras las recoges?

Una sonrisa suave y soñadora le iluminó el rostro.

– Oh, sí. Son dulces. Y están calentadas por el sol.

Moore frunció el entrecejo. Esto era inesperado. Estaba experimentando gusto y olfato, lo que significaba que revivía el momento. No se limitaba a observar la pantalla de cine; estaba dentro de la pantalla. Vio que Polochek dirigía a la ventana una mirada de preocupación. Había elegido la imagen de la pantalla de cine como recurso para distanciarla del trauma de su experiencia. Pero ella no estaba distanciada. Ahora Polochek vacilaba, considerando qué hacer a continuación.

– Catherine -dijo-, quiero que te concentres en el almohadón sobre el que estás sentada. Estás sobre la silla, en el cuarto, mirando la pantalla de cine. Notas lo blando que es el almohadón. Cómo la silla te recibe con un abrazo. ¿Puedes sentirlo?

Una pausa.

– Sí.

– Está bien. Está bien. Ahora te quedarás sentada en esa silla. No te irás de allí. Y vamos a utilizar la pantalla mágica para ver una escena distinta de tu vida. Seguirás sentada en la silla. Seguirás sintiendo ese almohadón tan blando sobre la espalda. Y lo que vas a ver es sólo una película en la pantalla, ¿entendido?

– Entendido.

– Ahora. -Polochek aspiró una bocanada de aire-. Vamos a remontarnos a la noche del 15 de junio, en Savannah. La noche en que Andrew Capra golpeó tu puerta principal. Dime qué sucede en la pantalla.

Moore observaba sin atreverse a respirar.

– Está parado en la galeria delantera de mi casa -dijo Catherine-. Dice que necesita hablar conmigo.

– ¿De qué?

– De los errores que cometió. En el hospital.

Lo que dijo a continuación no difería de la declaración que había hecho al detective Singer en Savannah. Sin entusiasmo invitó a pasar a Capra a su casa. Era una noche de calor, y él dijo que tenía sed, de modo que ella le ofreció una cerveza. Ella también se abrió una cerveza. Él estaba agitado, preocupado por su futuro. Sí, había cometido errores. ¿Pero acaso no lo hacía todo médico? Eliminarlo del programa sería echar a perder su talento. Conocía a un joven estudiante de Emory, un joven brillante que por un solo error había arruinado su carrera. No era justo que Catherine tuviera el poder de hacer o deshacer una carrera. La gente merecía siempre una segunda oportunidad.

Aunque ella trató de razonar con él, percibió su ira en aumento, vio cómo le temblaban las manos. Finalmente fue al baño, dejándole tiempo para que se calmara.

– ¿Y cuando regresaste del baño? -preguntó Polochek-. ¿Qué sucede en la película? ¿Qué es lo que ves?

– Andrew está más tranquilo. No tan enojado. Dice que entiende mi postura. Me sonríe cuando termino mi cerveza.

– ¿Sonríe?

– Es extraña. Una sonrisa muy extraña. Como la misma que le vi en el hospital…

Moore pudo oír que su respiración comenzaba a agitarse. Aun como observadora distanciada, mirando la escena en una película imaginaria, no era inmune al horror que se aproximaba.

– ¿Qué sucedió después?

– Me quedo dormida.

– ¿Puedes ver esto en la pantalla de cine?

– Sí.

– ¿Y entonces?

– No veo nada. La pantalla está negra.

«Es el Rohypnol. No tiene memoria de esta parte».

– Está bien -dijo Polochek-. Vamos a adelantar la parte en negro. Ubiquémonos en la siguiente parte de la película. En la siguiente imagen que ves en la pantalla.

La respiración de Catherine continuaba agitándose.

– ¿Qué es lo que ves?

– Yo… estoy sobre la cama. En mi cuarto. No puedo mover los brazos ni las piernas.

– ¿Por qué no?

– Estoy atada a la cama. No tengo ropa, y él está encima de mí. Está dentro de mí. Se mueve dentro de mí…

– ¿Andrew Capra?

– Sí. Sí… -Su respiración era ahora errática y el sonido del miedo se percibía en su garganta.

Moore apretaba los puños con fuerza y su propia respiración se aceleraba. Luchó contra el impulso de golpear la ventana y poner fin a los procedimientos. Apenas podía tolerar escuchar esto. No debían forzarla a revivir la violación.

Pero Polochek ya era consciente del peligro, y la guió rápidamente fuera del doloroso recuerdo de esta horrorosa experiencia.

– Sigues sentada en tu silla -dijo Polochek-. Estás segura en ese cuarto con la pantalla de cine. Es sólo una película, Catherine. Le está sucediendo a otra persona. Tú estás segura. A salvo. Con confianza.

Su respiración volvió a calmarse, bajando a un ritmo estable. Otro tanto sucedió con la de Moore.

– Está bien. Veamos la película. Presta atención a lo que tú haces. No a Andrew. Dime qué sucede a continuación.

– La pantalla ha vuelto a ponerse negra. No veo nada.

«Todavía sigue bajo el efecto del Rohypnol».

– Adelanta la película, pasa de largo la parte negra. Pasa a lo siguiente que ves. ¿De qué se trata?

– Luz. Veo luz…

Polochek hizo una pausa.

– Quiero que te alejes, Catherine. Quiero que des un paso atrás, que veas más de la habitación. ¿Qué hay en la pantalla?

– Cosas. Sobre la mesa de luz.

– ¿Qué cosas?

– Instrumentos. Un escalpelo. Veo un escalpelo.

– ¿Dónde está Andrew?

– No lo sé.

– ¿No está en la habitación?

– Se ha ido. Puedo escuchar agua que corre.

– ¿Qué sucede después?

Volvía a respirar rápido, con la voz agitada.

– Tiro de las cuerdas. Trato de liberarme. No puedo mover los pies. Pero mi mano derecha… la cuerda está floja alrededor de mi muñeca. Tiro. Sigo tirando y tirando. Mi muñeca sangra.

– ¿Andrew sigue fuera de la habitación?

– Sí. Lo escucho reír. Escucho su voz. Pero hay alguien más en la casa.

– ¿Qué pasa con la cuerda?

– Está cediendo. La sangre la hace más resbaladiza, y mi mano se desliza…

– ¿Qué haces a continuación?

– Tomo el escalpelo. Corto la cuerda de mi otra muñeca. Todo lleva mucho tiempo. Siento el estómago revuelto. Mis manos no funcionan correctamente. Están lentas, y la habitación sigue oscura y luminosa y oscura. Todavía puedo oír su voz, hablando. Me incorporo y libero mi tobillo izquierdo. Ahora escucho sus pasos. Trato de bajar de la cama, pero mi tobillo derecho sigue atado. Ruedo a un costado y caigo al piso. Sobre mi cara.

– ¿Y entonces?

– Andrew está allí, en el umbral. Parece sorprendido. Busco debajo de la cama. Y siento el revólver.

– ¿Hay un revólver debajo de tu cama?

– Sí. El revólver de mi padre. Pero mi mano está tan torpe que apenas puedo sostenerlo. Y las cosas comienzan a oscurecerse de nuevo.

– ¿Dónde está Andrew?

– Está caminando hacia mí…

– ¿Y qué ocurre, Catherine?

– Empuño el revólver. Y hay un sonido. Un sonido muy fuerte.

– ¿El revólver se disparó?

– Sí.

– ¿Tú lo disparaste?

– Sí.

– ¿Qué hace Andrew?

– Cae. Con las manos sobre el estómago. La sangre se derrama entre sus dedos.

– ¿Y qué sucede a continuación?

Una larga pausa.

– ¿Catherine? ¿Qué es lo que ves en la pantalla de cine?

– Negro. La pantalla se puso negra.

– ¿Y qué ves cuando aparece la siguiente imagen en esa pantalla?

– Gente. Mucha gente en la habitación.

– ¿Qué clase de gente?

– Policías…

Moore casi gruñó de desilusión. Se trataba de la laguna vital en su memoria. El Rohypnol, combinado con los efectos posteriores a su golpe en la cabeza, la habían arrastrado de vuelta a la inconsciencia. Catherine no recordaba haber disparado el segundo tiro. Todavía no sabían cómo Andrew Capra había terminado con una bala en el cerebro.

Polochek miraba por la ventana, con una pregunta en los ojos. ¿Estaban satisfechos?

Para sorpresa de Moore, Rizzoli abrió de golpe la puerta y le hizo a Polochek una seña para que pasara al otro cuarto. Él obedeció, dejando a Catherine a solas, y cerró la puerta.

– Haga que vuelva atrás, antes del disparo. Cuando todavía está en la cama -dijo Rizzoli-. Quiero que se concentre en lo que ella escucha en la otra habitación. El agua que corre. La risa de Capra. Quiero conocer cada sonido que escucha.

– ¿Por alguna razón en particular?

– Sólo hágalo.

Polochek asintió y volvió al consultorio. Catherine no se había movido; estaba absolutamente inmóvil, como si la ausencia de Polochek la hubiese dejado en animación suspendida.

– Catherine -dijo con amabilidad-, quiero que rebobines la película. Vamos a volver atrás, antes del disparo. Antes de que liberaras tus manos y cayeras rodando al piso. Estamos en un momento de la película en el que todavía yaces en la cama y Andrew no está en la habitación. Dijiste que escuchabas agua corriendo.

– Sí.

– Dime todo lo que escuchas.

– Agua. La escucho en las cañerías. El siseo. Y la escucho borboteando en el desagüe.

– ¿Está haciendo correr agua en un lavatorio?

– Sí.

– Y dijiste haber escuchado una risa.

– Andrew está riéndose.

– ¿Está hablando?

Una pausa.

– Sí.

– ¿Qué dice?

– No lo sé. Está muy lejos.

– ¿Estás segura de que se trata de Andrew? ¿No puede ser la televisión?

– No, es él. Es Andrew.

– Está bien. Pasa la película en cámara lenta. Segundo a segundo. Dime lo que escuchas.

– Agua, todavía sigue corriendo. Andrew dice «fácil». La palabra «fácil».

– ¿Eso es todo?

– Dice: «Ver, hacer. Enseñar».

– ¿«Ver, hacer, enseñar»? ¿Eso es lo que dice?

– Sí.

– ¿Y las otras palabras que escuchas?

– «Es mi turno, Capra».

Polochek se detuvo.

– ¿Puedes repetir eso?

– «Es mi turno, Capra».

– ¿Andrew dice eso?

– No. No es Andrew.

Moore se quedó helado, mirando fijo a la mujer inmóvil en la silla.

Polochek miró con agudeza a la ventana, con la cara transformada por el estupor. Se volvió hacia Catherine

– ¿Quién pronuncia esas palabras? -preguntó Polochek-. ¿Quién dice «es mi turno, Capra»?

– No lo sé. No conozco su voz.

Moore y Rizzoli se miraron

Había alguien más en la casa.

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