Nueve

No eran vírgenes lo que sacrificaban los vikingos, sino prostitutas.

En el año 922 de nuestro Señor, el diplomático árabe Ibn Fadlan presenció uno de esos sacrificios entre las personas que él denominaba los Rus. Los describe altos y rubios, hombres de físico perfecto que viajaban desde Suecia, bajando por los ríos rusos, hasta los mercados meridionales de Razaría y el Califato, donde intercambiaban ámbar y pieles por seda y plata de Bizancio.

Fue en esa ruta comercial, en un lugar llamado Bulgar, en la brecha del Volga, que un vikingo muerto de gran importancia se preparaba para su trayecto final al Valhalla.

Ibn Fadlan presenció el funeral.

La nave del hombre muerto fue arrastrada a la costa y ubicada sobre pilotes de madera de abedul. Se levantó un pabellón sobre la cubierta, y dentro de este pabellón había un diván cubierto de brocado griego. El cadáver, enterrado diez días atrás, fue entonces exhumado.

Para sorpresa de Ibn Fadlan, la carne ennegrecida no tenía olor.

El cuerpo recién desenterrado fue luego adornado con finas telas: pantalones y medias, botas y una túnica, y un caftán de brocado con botones de oro. Lo depositaron sobre el colchón dentro del pabellón, y lo elevaron mediante almohadones hasta dejarlo sentado. A su alrededor colocaron pan y carne y cebollas, bebidas intoxicantes y plantas de perfume agradable. Sacrificaron a un perro y dos caballos, un gallo y luego una gallina, y todo esto también lo colocaron dentro del pabellón, para servir a sus necesidades en el Valhalla.

Por último, trajeron a una esclava.

Durante los diez días que el hombre había yacido en la tierra, la muchacha había sido entregada a la prostitución. Mareada por el alcohol, se la había llevado de tienda en tienda para servir a todos los hombres del campamento. Permanecía con las piernas abiertas bajo una sucesión de hombres transpirados, hostiles, su bien formado cuerpo un recipiente comunal en el que todas las simientes de los hombres de la tribu habían sido derramadas. De este modo había sido mancillada, su carne corrompida, su cuerpo preparado para el sacrificio.

En el décimo día fue conducida a la nave, acompañada por una vieja a la que llamaban el Ángel de la Muerte. La muchacha se quitó los brazaletes y los anillos de los dedos. Bebió hasta el hartazgo para intoxicarse. Luego fue introducida en el pabellón, donde el muerto estaba sentado.

Allí, sobre el colchón cubierto de brocado, fue nuevamente profanada. Seis veces por seis hombres, su cuerpo pasó entre ellos como carne compartida. Y cuando terminaron, cuando los hombres estuvieron saciados, la muchacha fue extendida junto al cuerpo de su amo muerto. Dos hombres sostuvieron sus pies, otros dos las manos, y el Ángel de la Muerte rodeó el cuello de la muchacha con una cuerda. Mientras los hombres estiraban la cuerda, el Ángel elevaba su daga de hoja ancha y la hundía en el pecho de la joven.

Una y otra vez bajó la hoja, salpicando sangre tal como un hombre hostil arroja simiente, con la daga imitando la embriaguez inicial, el metal agudo perforando la carne tierna.

Un brutal arado de la carne que transmitía, con su estocada final, el éxtasis de la muerte.


– Hubo que hacerle transfusiones masivas de sangre y plasma fresco -dijo Catherine-. Su presión se estabilizó, pero sigue inconsciente y con respirador. Tendrá que tener paciencia, detective. Y rezar para que despierte.

Catherine y el detective Darren Crowe hablaban fuera del cubículo de la unidad de terapia intensiva quirúrgica donde se hallaba Nina Peyton, y observaban tres líneas que cruzaban el monitor cardíaco. Crowe había estado esperando frente a la puerta del quirófano cuando sacaron a la paciente en camilla, y había permanecido a su lado en el cuarto de recuperación; lo mismo hizo más tarde cuando la transfirieron a terapia intensiva. Su papel consistía en algo más que protegerla; estaba ansioso por tomarle una declaración a la paciente, y desde las últimas horas se había convertido en un estorbo preguntando a cada momento sobre los avances de Nina y rondando fuera del cubículo.

Ahora, una vez más, repetía la pregunta que había estado haciendo toda la mañana:

– ¿Va a vivir?

– Todo lo que puedo decirle es que sus signos vitales son estables.

– ¿Cuándo podré hablar con ella?

Catherine largó un suspiro de irritación.

– Usted parece no entender el estado crítico de esta mujer. Cuando ingresó aquí ya había perdido más de la tercera parte del volumen de su sangre. Su cerebro pudo haber estado privado de circulación sanguínea. Cuando recupere el conocimiento, si es que lo hace, es probable que no recuerde nada.

Crowe miró a través del tabique de vidrio.

– Entonces no nos sirve.

Catherine lo miró con un desagrado que iba en aumento. Ni siquiera una vez había demostrado interés por Nina Peyton, salvo en su eventual función de testigo, como algo útil. Ni siquiera una vez en toda la mañana se había referido a ella por su nombre. La llamaba «la víctima», o «la testigo». Lo que veía, asomado al cubículo, no era en absoluto una mujer, sino un simple medio para un fin.

– ¿Cuándo saldrá de terapia intensiva? -preguntó.

– Es demasiado pronto para hacer esa pregunta.

– ¿No se la puede trasladar a un cuarto privado? Si mantenemos la puerta cerrada y limitamos el ingreso de personal, entonces nadie sabrá que no puede hablar.

Catherine sabía exactamente hacia dónde se dirigía.

– No voy a utilizar a mi paciente como carnada. Necesita estar aquí para que se le hagan observaciones constantes. ¿Ve esas líneas en el monitor? Es un electrocardiograma, la presión sanguínea central y la presión arterial. Necesito estar al tanto de cada cambio en su estado. Esta unidad es el único lugar en donde puedo hacerlo.

– ¿Cuántas mujeres podríamos salvar si lo detenemos ahora? ¿Ha pensado en eso? De todas las personas, doctora Cordell, es usted la que mejor sabe lo que estas mujeres han sufrido.

Se puso tensa de furia. Había dado un golpe en la zona más vulnerable. Lo que Andrew Capra le había hecho era tan personal, tan íntimo, que no podía hablar de ese episodio ni siquiera con su padre. El detective Crowe acababa de abrir sin contemplaciones esa herida.

– Podría ser nuestra única oportunidad para atraparlo -dijo Crowe.

– ¿Es lo mejor que puede hacer? ¿Utilizar a una mujer en coma para desenmascarar al asesino? ¿Poner en peligro a otros pacientes del hospital para atraer aquí al asesino?

– ¿Qué le hace pensar que él no está aquí ya? -dijo Crowe mientras se alejaba.

Ya está aquí. Catherine no pudo evitar mirar alrededor de la unidad. Vio unas enfermeras ocupadas con unos pacientes. Un grupo de cirujanos residentes reunidos cerca de unos monitores. Una flebotomista empujando su carro con muestras de sangre y jeringas. ¿Cuántas personas entraban y salían de allí cada día? ¿A cuántos de ellos conocía verdaderamente como personas? A ninguno. Eso era lo que Andrew Capra le había enseñado: que nunca podría saber lo que acechaba en el corazón de una persona.

El empleado de la guardia la llamó.

– Doctora Cordell, teléfono para usted.

Catherine cruzó la estación de enfermería y levantó el tubo.

Era Moore.

– Me enteré de que la salvaste.

– Sí, todavía vive -respondió Catherine con brusquedad-. Pero no puede hablar.

Una pausa.

– Supongo que no es un buen momento para llamar.

Ella se hundió en una silla.

– Lo siento. Acabo de hablar con el detective Crowe y no estoy de buen humor.

– Parece que tiene ese efecto sobre las mujeres.

Ambos rieron con risas agobiadas que derritieron toda hostilidad mutua.

– ¿Cómo va todo, Catherine?

– Tuvimos algunos momentos espeluznantes, pero creo que logré estabilizarla.

– No, me refería a ti. ¿Estás bien?

Era más que una pregunta de cortesía; notaba un verdadero interés en su voz, y no supo qué contestarle. Sólo sabía que era bueno sentir que se interesaban por ella. Que sus palabras habían logrado sonrojarla.

– ¿No volverás a casa, verdad? -dijo él-. Hasta que cambien las cerraduras.

– Me da tanta rabia. Me quitó el único lugar donde me sentía segura.

– Lo volveremos a hacer seguro. Me ocuparé de mandar a un cerrajero.

– ¿Un sábado? Eres un trabajador milagroso.

– No. Sólo tengo una excelente agenda.

Ella se reclinó, sintiendo que se aflojaba la tensión sobre sus hombros. Todo a su alrededor en la unidad de terapia intensiva zumbaba de actividad, pero su atención estaba completamente enfocada en el hombre cuya voz ahora la tranquilizaba, le brindaba seguridad.

– ¿Y cómo estás tú? -preguntó ella.

– Temo que mi día recién comienza. -Interrumpió la conversación para contestar a una pregunta, algo sobre qué evidencia guardar. Otras voces hablaban en el fondo. Se lo imaginó en el dormitorio de Nina Peyton, con todas las huellas del horror rodeándolo. Pero su voz era tranquila y serena.

– ¿Me llamarás en cuanto ella despierte? -dijo Moore.

– El detective Crowe anda rondando por aquí como un buitre. Estoy segura de que él se enterará antes que yo.

– ¿No crees que ella despierte?

– ¿Una respuesta sincera? -dijo Catherine-. No lo sé. No hago más que repetírselo al detective Crowe, y él se niega a aceptarlo.

– ¿Doctora Cordell? -Era la enfermera de Nina Peyton, llamándola desde el cubículo. El tono de su voz alarmó instantáneamente a Catherine.

– ¿Qué sucede?

– Tiene que venir a ver esto.

– ¿Algo anda mal? -dijo Moore en el teléfono.

– No cuelgues. Déjame averiguar. -Dejó el teléfono y caminó hasta el cubículo.

– Estaba limpiándola con una toalla -dijo la enfermera-. La trajeron del quirófano con un poco de sangre seca. Cuando la volteé de este lado, lo vi. Está detrás de su cadera izquierda.

– Muéstremelo.

La enfermera tomó a la paciente por el hombro y la empujó suavemente.

– Ahí está.

El terror dejó a Catherine clavada al piso. Observó el alegre mensaje que había sido escrito con marcador negro sobre la piel de Nina Peyton.

Feliz cumpleaños, ¿te gusta mi regalo?


Moore la encontró en la cafetería del hospital. Estaba sentada en una mesa del rincón, la espalda contra la pared, asumiendo la postura de alguien que se sabe amenazado y espera el ataque que se avecina. Todavía llevaba puesto el guardapolvos quirúrgico, y el pelo estaba recogido en una cola de caballo, resaltando sus atractivos rasgos angulosos, la cara lavada, los ojos brillantes. Necesariamente debía de estar tan exhausta como él, pero el miedo había hecho aumentar su nivel de alerta, y se veía como un gato feroz, observando cada movimiento cercano a la mesa. Frente a ella había una taza medio llena de café. «¿Cuántas habrá tomado ya?», se preguntó, y vio que temblaba mientras tomaba la taza. No era la mano firme de un cirujano, sino la mano de una mujer asustada.

Se sentó frente a ella.

– Habrá una patrulla estacionada frente a tu edificio toda la noche. ¿Tienes tus nuevas llaves?

Ella asintió.

– El cerrajero vino a dármelas. Me dijo que colocó el Rolls Royce de las cerraduras.

– Estarás bien, Catherine.

Ella miró su café.

– Ese mensaje estaba destinado a mí.

– Lo sabemos.

– Ayer fue mi cumpleaños. Lo sabe. Y sabe que tenía una guardia programada.

– Si es él el que escribió eso.

– No me digas tonterías. Sabes que era él.

Tras una pausa, Moore asintió.

Se quedaron sentados por un momento sin hablar. Ya era tarde, y casi todas las mesas estaban vacías. Detrás del mostrador, los empleados de la cafetería retiraban las bandejas con comida, y el vapor se elevaba en columnas etéreas. Un cajero solitario abrió con un crujido un paquete de monedas, que comenzaron a tintinear dentro de la caja.

– ¿Y qué hay de mi oficina? -dijo ella.

– No dejó huellas digitales.

– O sea que no tienes ninguna pista.

– No tenemos nada -admitió.

– Entra y sale de mi vida como el aire. Nadie lo ve. Nadie sabe cómo es. Podría poner rejas en todas mis ventanas y aun así seguiría con miedo de dormirme.

– No tienes que volver a casa. Te puedo llevar a un hotel.

– No importa dónde me oculte. Él sabrá dónde estoy. Por alguna razón, me eligió a mí. Ya me dijo que soy la próxima.

– No lo creo. Advertir a su próxima víctima hubiera sido un movimiento increíblemente estúpido de su parte. Y el Cirujano no es estúpido.

– ¿Y por qué me contactó? ¿Por qué me deja notas en…? -Tragó saliva.

– Podría ser un desafío para nosotros. Una manera de burlarse de la policía.

– ¡Entonces ese hijo de puta tendría que haberte escrito a ti! -El timbre de su voz fue tan agudo que una enfermera que se servía café se volvió para mirarla.

Sonrojándose, Catherine bajó a tierra. Se sentía incómoda por su arrebato, y se mantuvo en silencio mientras salían del hospital. Él quería tomarla de la mano, pero pensó que ella lo rechazaría, interpretándolo como un gesto condescendiente. Por sobre todo, no quería que ella pensara que él era condescendiente. Más que cualquier otra mujer que conociera, Catherine le inspiraba respeto.

Sentada en su auto, le dijo suavemente:

– Perdí el control allí. Lo siento.

– En estas circunstancias, cualquiera lo haría.

– No tú.

Su sonrisa era irónica.

– Yo, desde luego, nunca pierdo el control.

– Sí, ya lo noté.

«¿Y qué quiere decir con eso?», se preguntó mientras manejaba hacia Back Bay. ¿Que lo consideraba inmune a las tormentas que exasperan al común de los mortales? ¿Desde cuándo una lógica clara y distinta significaba ausencia de emociones? Sabía que sus compañeros en la Unidad de Homicidios se referían a él como Santo Tomás, el sereno. El hombre al cual dirigirse cuando las situaciones se volvían incontrolables y hacía falta una voz tranquila. No conocían al otro Thomas Moore, el hombre que se quedaba frente al armario de su esposa por la noche, inhalando la fragancia cada vez más tenue de sus ropas. Sólo veían la máscara que él les permitía ver.

– Es fácil para ti conservar la calma frente a todo esto. Tú no eres su blanco -dijo con una nota de resentimiento.

– Tratemos de considerarlo racionalmente…

– ¿Considerar la propia muerte? Por supuesto que puedo ser racional.

– El Cirujano ha establecido un patrón en el que se siente cómodo. Ataca por la noche, no durante el día. En el fondo es un cobarde, incapaz de enfrentar a una mujer en igualdad de condiciones. Quiere que su presa sea vulnerable. Que esté en la cama y dormida. Incapaz de defenderse.

– ¿Entonces nunca debería dormir? Es una solución fácil.

– Lo que quiero decir es que evitará atacar a alguien en horas del día, cuando la víctima es capaz de defenderse. Es en la oscuridad donde todo cambia.

Frenó el auto frente a la casa de Catherine. Aunque el edificio carecía del encanto de las viejas residencias de ladrillo sobre la avenida Commonwealth, tenía la ventaja de un estacionamiento cerrado y bien iluminado. Para acceder a la entrada principal se necesitaban tanto las llaves como el código de seguridad indicado, que Catherine marcó en un tablero.

Entraron en la recepción, decorada con espejos y con pisos cubiertos de mármol pulido. Elegante pero estéril. Frío. Un ascensor de inquietante silencio los llevó al segundo piso.

Frente a la puerta de su departamento vaciló, con la nueva llave en la mano.

– Puedo pasar y echar una mirada, si te hace sentir mejor -dijo Moore.

Ella pareció tomar la sugerencia como una afrenta personal. Por toda respuesta hundió la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. Parecía que tenía que probarse a sí misma que el Cirujano no había ganado. Que ella todavía tenía control sobre su propia vida.

– ¿Por qué no revisamos todos los cuartos, uno por uno? -dijo él-. Sólo para asegurarnos de que nada ha sido alterado.

Ella asintió.

Recorrieron juntos el living y la cocina. Por último el dormitorio. Ella sabía que el Cirujano se había llevado recuerdos de las otras mujeres, y revisó con meticulosidad su caja de joyas, los cajones de la cómoda, en busca de cualquier signo de una mano extraña. Moore, desde el marco de la puerta, la observaba escudriñar entre blusas y sacos y ropa interior. Y de repente lo alcanzó el recuerdo desestabilizador de otras ropas femeninas, ni por asomo tan elegantes, dobladas en una valija. Recordó un suéter gris, una blusa rosa pálido. Un camisón de algodón con flores azules. Nada de última moda, nada caro. ¿Por qué nunca le había comprado a Mary algo extravagante? ¿Para qué pensaba destinar sus ahorros? No para lo que ese dinero terminó sirviendo. Facturas de médicos y enfermería y terapia física.

Se alejó de la puerta del dormitorio y caminó hacia el living, donde se sentó en el sillón. El sol de las últimas horas de la tarde entraba a raudales por la ventana y su claridad le lastimaba los ojos. Se los restregó y dejó caer la cabeza sobre sus manos, afligido por la culpa de no haber pensado en Mary todo ese día. Se sentía avergonzado por eso. Se sintió aún más avergonzado cuando levantó la vista para mirar a Catherine y todos sus pensamientos sobre Mary se desvanecieron en el acto. «Es la mujer más hermosa que conocí, -pensó-. La mujer más valiente que conocí».

– No falta nada -dijo ella-. Al menos por ahora.

– ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí? Me sentiría mejor si te llevo a un hotel.

Ella se cruzó hasta la ventana y miró hacia afuera, su perfil encendido por la luz dorada del atardecer. «He pasado los últimos dos años con miedo. Encerrándome, protegiéndome del mundo exterior con cerraduras. Siempre mirando detrás de las puertas y revisando los armarios». Lo miró.

– Quiero recuperar mi vida. Esta vez no lo dejaré ganar.

Dijo esta vez como si se tratara de la batalla de una guerra mucho más larga. Como si el Cirujano y Andrew Capra se hubieran fundido en una única entidad, entidad que había doblegado brevemente hace dos años, pero que no había derrotado del todo. Capra. El Cirujano. Dos cabezas del mismo monstruo.

– Dijiste que habría un patrullero afuera esta noche -dijo ella.

– Allí estará.

– ¿Me lo garantizas?

– Absolutamente.

Respiró hondo, y la sonrisa que le ofreció fue un acto de profunda valentía.

– ¿Entonces no tendré que preocuparme por nada? -dijo ella.


Era la culpa lo que lo hacía conducir hasta Newton esa tarde en lugar de ir derecho a su casa. Su reacción ante Cordell lo había sacudido, y le preocupaba la forma en que ella había monopolizado por completo sus pensamientos. A un año y medio de la muerte de Mary llevaba una existencia monástica, sin interés por ninguna mujer, con todas las pasiones sumergidas en la angustia. No sabía cómo manejar esta nueva chispa de deseo. Sólo sabía que, dada la situación, era inapropiado. Y además un signo de deslealtad para con la mujer que había amado.

De modo que manejó hasta Newton para hacer las cosas bien. Para apaciguar su conciencia.

Llevaba un ramo de margaritas mientras subía los peldaños del parque delantero y cerraba tras él la verja de hierro. «Es como llevar carbón al distrito minero de Newcastle», pensó, mirando el jardín sobre el que ahora caían las sombras de la tarde. Cada vez que lo visitaba parecía haber más flores apretujadas en los pequeños canteros. Las enredaderas y los rosales habían sido disciplinados para trepar por una pared de la casa, de modo que el jardín también parecía trepar hacia el cielo. Se sintió casi abochornado por su magro presente de margaritas. Pero de todas las flores, Mary prefería las margaritas, y era para él casi un hábito elegirlas en el puesto de flores. Ella amaba esa alegre sencillez, los bordes de blanco alrededor de soles alimonados. Ella amaba su perfume, nada dulce ni empalagoso como el de otras flores, sino fuerte. Afirmativo. Amaba la forma en que crecían salvajes en los baldíos y al costado de los caminos, como recordatorio de que la verdadera belleza es espontánea e irreprimible.

Igual que la propia Mary.

Tocó el timbre. Poco después la puerta se abrió y la cara que le sonrió era tan parecida a la de Mary que sintió una conocida punzada de pánico. Rose Connelly poseía los ojos azules y las mejillas redondas de su hija, y si bien su pelo era enteramente gris, y la edad había trazado sus surcos sobre la cara, las similitudes no dejaban dudas de que se trataba de la madre de Mary.

– Es tan bueno verte, Thomas -dijo la mujer-. Hace mucho que no venías.

– Lo lamento, Rose. Me resulta difícil hacerme un momento últimamente. A duras penas sé en qué día vivo.

– He seguido el caso por la televisión. Estás metido en un asunto terrible.

Avanzó dentro de la casa y le entregó las margaritas.

– No porque necesites más flores -dijo con timidez.

– Las flores nunca están de más. Y sabes lo mucho que me gustan las margaritas. ¿Quieres un poco de té helado?

– Me encantaría, gracias.

Se sentaron en el living, sorbiendo el té. Su sabor era dulzón y claro, a la manera que se toma en Carolina del Sur, donde Rose había nacido. Nada que ver con el sombrío brebaje de Nueva Inglaterra que tomaba él desde niño. También el cuarto era dulce, un caso perdido de gusto anticuado para los parámetros de Boston. Demasiada cretona, demasiadas chucherías. Pero, oh, ¡cuánto le recordaba a Mary! Ella estaba en todas partes. Fotos suyas colgaban de las paredes. Sus trofeos de natación aparecían desplegados entre los estantes de libros. Su piano de la juventud dominaba el living. El fantasma de esa niña todavía estaba allí, en esa casa donde había sido criada. Y allí estaba Rose, que mantenía viva la llama y que se parecía tanto a su hija que Moore a veces pensaba que veía a Mary en los ojos azules de Rose.

– Te ves cansado -dijo ella.

– ¿En serio?

– Nunca te tomaste vacaciones, ¿o sí?

– Me llamaron para que volviera. Ya estaba en el auto, dirigiéndome hacia la autopista de Maine. Tenía las cañas de pescar en el auto. Me había comprado una caja nueva de aparejos. -Suspiró-. Me perdí el lago. Lo único que había estado esperando todo el año.

Era lo único que Mary esperaba también. Miró los trofeos de natación sobre los estantes. Mary había sido una rechoncha sirenita que habría pasado alegremente su vida entera en el agua, de haber tenido agallas. Recordó lo preciso y seguro de sus movimientos una vez que cruzó a nado el lago. Recordó cómo esos mismos brazos se convirtieron en frágiles ramitas en la clínica.

– Una vez que el caso se resuelva -dijo Rose-, podrás ir al lago.

– No sé si se resolverá.

– Eso no me suena a ti para nada. Tan desinflado.

– Ésta es una clase distinta de crímenes, Rose. Cometidos por alguien que no logro entender.

– Siempre te las ingenias para hacerlo.

– ¿Siempre? -Movió la cabeza y sonrió-. Tu consideración hacia mí es demasiado alta.

– Es lo que Mary solía decir. Le gustaba alardear sobre ti, ¿sabes? «Siempre encuentra al criminal».

«¿Pero a qué costo?», se preguntaba mientras su sonrisa se desvanecía. Recordó todas las noches fuera de su casa en escenas de crimen, las cenas postergadas, los fines de semana en los que su mente sólo estaba ocupada por pensamientos de trabajo. Y allí estaba siempre Mary, esperando con paciencia a que le prestara atención. «Si sólo pudiera revivir un día, lo pasaría cada minuto contigo. Abrazándote en la cama. Susurrándote secretos bajo las sábanas tibias».

Pero Dios no concede segundas oportunidades.

– Estaba tan orgullosa de ti -dijo Rose.

– Yo estaba orgulloso de ella.

– Pasaron veinte buenos años juntos. Es más de lo que mucha gente puede decir.

– Soy codicioso, Rose. Yo quería más.

– Y te da rabia no haberlo conseguido.

– Sí, supongo que sí. Y me da rabia que el aneurisma le tocara a ella. Que ella fuera la persona que no pudieron salvar. Y me da rabia que… -Se detuvo. Dejó escapar un profundo suspiro-. Lo siento. Sólo que es difícil. Todo es tan difícil en estos días.

– Es así para ambos -dijo con delicadeza.

Se miraron en silencio. Sí, por supuesto que debe de haber sido incluso más difícil para la viuda Rose, que perdió a su única hija. Se preguntaba si alguna vez lo perdonaría en el caso de volver a casarse. ¿O lo consideraría una traición? ¿Confinar la memoria de su hija a una tumba aún más profunda?

De repente advirtió que no le podía sostener la mirada, y la retiró con una punzada de culpabilidad. La misma culpabilidad que había sentido más temprano en la tarde cuando miraba a Catherine Cordell con una reconocible agitación de deseo.

Dejó su vaso vacío y se levantó.

– Tengo que irme.

– ¿De vuelta al trabajo?

– No tendremos descanso hasta que lo atrapemos.

Ella lo condujo hasta la puerta y se quedó allí observándolo mientras atravesaba el pequeño jardín delantero. Se volvió para decir:

– Cierra tus puertas con llave, Rose.

– Vamos, siempre dices eso.

– Y lo digo para que lo hagas. -Agitó su mano en un saludo y se alejó pensando: «Esta noche más que nunca».


«El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos».

El adagio se repetía en la cabeza de Jane Rizzoli como un irritante estribillo infantil mientras miraba el mapa de Boston clavado sobre una larga pizarra de corcho de la pared de su departamento. Había puesto el mapa al día siguiente del descubrimiento del cuerpo de Elena Ortiz. A medida que la investigación avanzaba, había ido clavando más y más alfileres de colores sobre el mapa. Había tres colores distintos para cada una de las mujeres. Blanco para Elena Ortiz, azul para Diana Sterling y rojo para Nina Peyton. Cada color señalaba un área conocida dentro de la esfera de actividad de cada mujer. Su casa, su lugar de trabajo. Las casas de los amigos o parientes. A qué institución médica acudía. En resumen, el habitat de la presa. En algún momento del curso de sus actividades cotidianas, el mundo de cada mujer se había cruzado con el del Cirujano.

«El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos».

«¿Y el Cirujano a dónde va?, -se preguntaba-. ¿Cuál es su mundo?»

Se sentó a comer su cena fría de sandwich de atún y papas fritas de copetín que pensaba bajar con cerveza, estudiando el mapa mientras masticaba. Había colgado el mapa sobre la pared próxima a su mesa de comedor, y cada mañana mientras tomaba su café, cada noche cuando comía su cena -en el caso de que llegara a casa para la cena- descubría que su mirada era atraída inexorablemente por los alfileres de color. Mientras que otras mujeres cuelgan cuadros de flores o hermosos paisajes o pósters de cine, aquí estaba ella, mirando el mapa de la muerte, siguiendo los movimientos de los difuntos.

A esto había llegado su vida: comer, dormir y trabajar. Hacía tres años que vivía ya en ese departamento, pero había poca decoración en las paredes. No había plantas («¿quién tiene tiempo de regarlas?»), no había estúpidas chucherías, ni siquiera había cortinas. Sólo las persianas. Al igual que su vida, su casa reflejaba su trabajo. Amaba y vivía para su trabajo. Supo que quería ser policía desde los doce años, cuando una mujer detective visitó su colegio como invitada durante el Día de las Carreras. La clase ya había escuchado a una enfermera y a un abogado, luego a un pastelero y a un ingeniero. Los alumnos comenzaron a moverse nerviosos. Bandas elásticas arrojadas entre grupos rivales y también bolitas de papel volaron por el aula. Entonces la mujer policía se puso de pie, con el arma enfundada en la cintura, y la clase hizo silencio de inmediato.

Rizzoli nunca lo olvidó. Nunca olvidó cómo hasta los chicos miraban asombrados a una mujer.

Ahora ella era esa mujer policía, y si bien podía controlar el asombro de los chicos de doce años, el respeto de los hombres adultos a menudo la eludía.

«Sé la mejor», era su estrategia. Trabajar más que ellos, brillar más que ellos. De modo que allí estaba, trabajando incluso mientras comía su cena. Homicidios y sandwiches de atún. Tomó un largo trago de cerveza y luego se reclinó mirando el mapa. Había algo escalofriante en eso de observar la geografía de la muerte. Dónde vivían sus vidas, los lugares importantes para ellos. En la reunión de ayer, el psicólogo criminalista, el doctor Zucker, había arrojado un buen número de términos específicos para descubrir el perfil del asesino. Puntos de anclaje. Nodos de actividad. Ámbito del blanco. Bien, ella no necesitaba las complicadas palabritas de Zucker ni un programa de computadora para saber lo que estaba buscando y cómo interpretarlo. Mirando el mapa, lo que ella imaginaba era una sabana hormigueante de presas. Los alfileres de color definían los universos personales de estas tres desafortunadas gacelas. Diana Sterling estaba ubicada en el norte, entre Back Bay y Beacon Hill. Elena Ortiz estaba en el South End. Nina Peyton aparecía hacia el sudoeste, en el suburbio de Jamaica Plain. Tres discretos hábitats, sin superposición.

«¿Y dónde está tu habitat?», pensó.

Trataba de ver la ciudad a través de sus ojos. Veía desfiladeros y rascacielos. Verdes parques recortados como campos de pastoreo. Caminos extensos habitados por rebaños de estúpidas presas, ignorantes del cazador que las observaba. Un viajero que mataba a través de la distancia y el tiempo.

El teléfono sonó y ella dio un respingo que le hizo volcar la botella. Mierda. Tomó un rollo de papel absorbente y lo aplicó sobre el líquido mientras contestaba la llamada.

– Rizzoli.

– Hola, ¿Janie?

– Oh, hola, mamá.

– Nunca me devolviste el llamado.

– ¿Qué?

– Te llamé hace un par de días. Dijiste que me llamarías y no lo hiciste.

– Me olvidé por completo. Estoy hasta el cuello de trabajo.

– Frankie viene a casa la semana que viene. ¿No es genial?

– Sí. -Rizzoli suspiró-. Es genial.

– Ves a tu hermano una vez al año. ¿No podrías sonar un poco más entusiasmada?

– Estoy cansada, mamá. Este caso del Cirujano nos tiene totalmente absorbidos.

– ¿Y la policía no lo atrapó?

– Yo soy la policía.

– Sabes a qué me refiero.

Sí, lo sabía. Su madre probablemente se imaginaba a la pequeña Janie contestando el teléfono y llevando café a todos esos importantes detectives varones.

– ¿Vendrás a cenar, verdad? -dijo su madre desviando el tema del trabajo de Jane-. El viernes que viene.

– No estoy segura. Depende de cómo avance el caso.

– Oh, puedes hacer el esfuerzo por tu hermano.

– Si las cosas se ponen pesadas, tendrá que ser otro día.

– No puede ser otro día. Mike ya quedó en venir el viernes en auto.

«Bien, desde luego. Vamos a agasajar al hermano Michael».

– ¿Janie?

– Sí, mamá. El viernes.

Colgó, con el estómago hecho un nudo de furia contenida, un sentimiento demasiado familiar. Dios, ¿cómo había sobrevivido a su infancia?

Tomó su cerveza y sorbió las pocas gotas que no se habían derramado. Volvió a mirar el mapa. En ese momento, no había nada más importante para ella que atrapar al Cirujano. Todos los años pasados como hermana ignorada, como la chica trivial, hacían que concentrara toda su rabia en él.

«¿Quién eres? ¿Dónde estás?»

Por un momento permaneció inmóvil, con la mirada fija. Luego tomó el paquete de alfileres y eligió un nuevo color. Verde. Clavó un alfiler verde en la avenida Commonwealth, otro en el área del Centro Médico Pilgrim, en el South End.

El verde designaba el habitat de Catherine Cordell. Confluía tanto con Diana Sterling como con Elena Ortiz. Cordell era el factor común. Se movía entre los mundos de ambas víctimas.

«Y la vida de la tercera víctima, Nina Peyton, ahora descansa en sus manos».

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