Caminaba de un lado a otro de la sala de emergencia, con la cara pálida y tensa, su pelo cobrizo como una crin enmarañada suelta sobre sus hombros. Miró a Moore en cuanto entró en la sala de espera.
– ¿Tenía razón? -dijo ella.
Él asintió.
– Posey Cinco era el apodo que usaba en Internet. Lo chequeamos en su computadora. Ahora dígame cómo sabía todo esto.
Ella echó un vistazo a la bulliciosa sala de emergencias y dijo:
– Vamos a una de las salas de guardia.
El cuarto que eligió era una pequeña cueva oscura, sin ventanas, amueblada sólo con una cama, una silla y un escritorio. Para un médico exhausto cuya única intención es dormir, ese cuarto debía de ser perfecto. Pero en cuanto la puerta se cerró, Moore fue agudamente consciente del reducido espacio con que contaban, y se preguntó si esa forzada intimidad la pondría a ella tan incómoda como a él. Ambos buscaron un lugar donde sentarse. Por fin ella se ubicó sobre la cama, y él tomó la silla.
– En realidad nunca conocí a Elena -dijo Catherine-. Ni siquiera sabía su nombre. Pertenecíamos a una misma sala de chat en Internet. ¿Sabe lo que es una sala de chat?
– Es una manera de tener una conversación en vivo en la computadora.
– Sí. Un grupo de personas que están conectadas al mismo tiempo pueden encontrarse en Internet. Éste es un chat privado, sólo para mujeres. Hay que conocer todas las contraseñas correctas para entrar. Y todo lo que se ve en la computadora son nombres para la ocasión. No se trata de nombres ni de caras reales, de modo que todos pueden conservar el anonimato. Nos permite sentirnos lo bastante seguras como para compartir nuestros secretos. -Hizo una pausa-.¿Nunca participó en uno?
– Me temo que hablar con extraños sin rostro no me atrae demasiado.
– A veces -dijo con voz apenas audible- un extraño sin rostro es la única persona con la que uno puede hablar.
Sintió la profundidad del dolor en su frase, y no pudo pensar en nada adecuado para responderle.
Tras un momento, ella inspiró profundo y se concentró no en él, sino en sus propias manos, dobladas sobre su falda.
– Nos encontramos una vez por semana, los miércoles a las nueve de la noche. Entro conectándome, haciendo clic en el icono del chat, y escribiendo primero PTSD, y luego ayudamujer. Y ya estoy allí. Me comunico con las otras mujeres escribiendo mensajes y enviándolos a través de Internet. Nuestras palabras aparecen en pantalla, donde todas podemos verlas.
– ¿PTSD? Eso significa…
– Desorden de estrés postraumático. Un hermoso término clínico para designar el sufrimiento de las mujeres de ese chat.
– ¿De qué clase de trauma estamos hablando?
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
– Violación.
La palabra pareció flotar entre ambos por un momento, su mismo sonido cargaba el aire. Dos sílabas brutales con la fuerza de un golpe físico.
– Y usted se mete ahí por lo de Andrew Capra -dijo con amabilidad-. Por lo que le hizo a usted.
Su mirada vaciló y luego cayó.
– Sí -susurró. Una vez más se miraba las manos. Moore la observaba, sintiendo aumentar la furia por lo que le había pasado a Catherine. Lo que Capra había arrancado a su alma. Se preguntaba cómo sería antes del ataque. ¿Más cálida, más amigable? ¿O habría sido siempre tan ajena al contacto humano, como un pimpollo quemado por la escarcha?
Ella se irguió un poco.
– Así fue, entonces, como conocí a Elena Ortiz. No sabía su nombre real, desde luego. Sólo conocí el nombre que usaba para el chat, Posey Cinco.
– ¿Cuántas mujeres hay en este chat?
– Varía según las semanas. Algunas abandonan. Otros pocos nombres nuevos aparecen. En una noche puede haber entre tres y una docena de nosotras.
– ¿Cómo se enteró de su existencia?
– Por una publicidad para víctimas de violación. Se les da a las mujeres en las clínicas y hospitales de la ciudad.
– ¿Entonces estas mujeres del chat pertenecen todas al área de Boston?
– Sí.
– ¿Y Posey Cinco participaba regularmente?
– Estaba allí, a veces sí y a veces no, en los últimos dos meses. No decía gran cosa, pero yo veía su nombre en la pantalla y sabía que estaba.
– ¿Habló con ustedes sobre su violación?
– No. Sólo escuchaba. Le mandábamos saludos. Y ella agradecía esas muestras de atención. Pero no hablaba sobre ella. Era como si tuviera miedo de hacerlo. O quizá le daba demasiada vergüenza.
– Entonces no sabe si fue o no violada.
– Sé que lo fue.
– ¿Cómo?
– Porque Elena Ortiz fue tratada en esta sala de emergencia.
Él la miró incrédulo.
– ¿Encontró su ficha médica?
Ella asintió.
– Se me ocurrió que debía haber necesitado tratamiento médico tras el ataque. Éste es el hospital más cercano a su domicilio. Corroboré con la computadora del hospital. Posee los nombres de todos los pacientes atendidos en emergencia. Su nombre estaba allí. -Se puso de pie-. Le mostraré la ficha.
Él la siguió fuera del cuarto de guardia, de vuelta hacia la sala de emergencias. Era viernes por la noche, y los heridos entraban en hordas por la puerta. El empleado que se emborracha los fines de semana, torpe todavía por los efectos del alcohol, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su cara golpeada. El adolescente impaciente que perdió su carrera contra la luz amarilla. El ensangrentado y amoratado ejército nocturno de los viernes, abriéndose paso a tropezones desde la noche. El Centro Médico Pilgrim era uno de los servicios de emergencias más atareados de Boston, y Moore sintió que caminaba por el corazón del caos mientras esquivaba enfermeras y saltaba por encima de charcos de sangre recientes.
Catherine lo guió hasta el archivo de emergencias, un espacio del tamaño de un armario con dos estantes de pared a pared llenos de biblioratos de tres anillos.
– Aquí es donde se almacenan temporariamente los formularios de las consultas -dijo Catherine. Sacó uno de los biblioratos rotulado 7 de mayo-14 de mayo. -Cada vez que se atiende un paciente en emergencias, se llena un formulario. Por lo general son de una página, y contienen una nota del médico, más las instrucciones para el tratamiento.
– ¿No se hace una carpeta para cada paciente?
– Si se trata de una sola visita a emergencias, entonces no se adjunta a ninguna carpeta. El único documento es el formulario de la consulta. Esto se traslada más tarde a la sección de archivos médicos del hospital, donde se escanean y se almacenan en un disco. -Abrió el bibliorato del 7 al 14 de mayo-. Aquí está.
Él se paró detrás de Catherine y leyó sobre su hombro. La fragancia de su pelo lo distrajo por un momento, y tuvo que obligarse a prestar atención a la página. La visita estaba fechada el 9 de mayo a la una de la mañana. El nombre, la dirección y la factura de la paciente estaban mecanografiados en el borde superior de la página; el resto había sido manuscrito en tinta. «Caligrafía médica», pensó, mientras se esforzaba por descifrar las palabras, de las que sólo pudo entender el primer párrafo, que había sido escrito por la enfermera.
Mujer latina de veintidós años, atacada sexualmente dos horas atrás. No es alérgica, no toma medicamentos. Presión sanguínea: 105/70, peso: 47 kg.
El resto de la página era indescifrable.
– Tendrá que traducirlo para mí -dijo él.
Ella lo miró por encima del hombro, y sus caras estaban de repente tan cerca que Moore sintió que se le cortaba el aliento.
– ¿No puede leerlo? -le preguntó.
– Puedo leer las huellas de llantas de un auto. Esto no lo puedo leer.
– Es la letra de Ken Kimball. Reconozco su firma.
– Yo ni siquiera lo reconozco como inglés.
– Para otro médico es perfectamente legible. Sólo tiene que conocer el código.
– ¿Y eso se lo enseñan en la facultad de medicina?
– Junto con la letra movida y las instrucciones para decodificarla.
Era extraño intercambiar bromas sobre un asunto tan sombrío; más extraño aún escuchar que algo cómico pudiera provenir de labios de la doctora Cordell. Era su primer atisbo de la mujer tras el caparazón. La mujer que había sido antes de que Andrew Capra le inflingiera el daño.
– El primer párrafo es el examen físico -le explicó-. Usa abreviaturas médicas, coong significa cabeza, oídos, ojos, nariz y garganta. Tenía un hematoma en la mejilla izquierda. Los pulmones estaban despejados, y el corazón sin murmullos ni galope.
– ¿O sea?
– Normal.
– ¿Y un médico no puede escribir simplemente «el corazón late normal»?
– ¿Por qué los policías dicen «vehículo» en lugar de «auto»?
Él asintió.
– Ha lugar.
– El abdomen estaba liso, suave, sin organomegalia. En otras palabras…
– Normal.
– Veo que está aprendiendo. Lo siguiente que describe es… el examen pélvico. Donde las cosas ya no son normales. -Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja, exenta de todo humor. Respiró hondo, como armándose de valor para continuar-. Había sangre en el introito. Rasguños y hematomas en ambos muslos. Un desgarro vaginal en la posición de las cuatro, lo que indica que no fue un acto consensuado. En este punto el doctor Kimball dice que detuvo el examen.
Moore se concentró en el párrafo final, que le resultaba legible. No estaba escrito con caligrafía médica.
La paciente se agitó. Rehusó colaborar con los exámenes por violación. Rehusó cooperar con cualquier intervención ulterior. Tras el examen de VIH de rutina y el trazado de VDRL, se vistió y partió antes de que se llamara a las autoridades.
– De modo que la violación nunca fue denunciada -dijo él-. No hubo ducha vaginal. No hubo recolección de ADN.
Catherine lo escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos aferradas al bibliorato.
– ¿Doctora Cordell? -dijo, y le tocó el hombro. Ella dio un respingo, como si la hubieran quemado, y él retiró rápidamente su mano. Ella lo miró, y vio la furia en sus ojos. En ese momento irradiaba una ferocidad tal que por un instante se igualaron en el odio.
– Violada en mayo, carneada en julio -dijo ella-. Lindo mundo para las mujeres, ¿no le parece?
– Hemos hablado con todos los miembros de su familia. Nadie mencionó una violación.
– Entonces ella no contó nada.
«¿Cuántas mujeres mantienen el secreto?, -se preguntó Moore-. ¿Cuántos secretos tan dolorosos que no pueden compartirse con los seres queridos?» Observando a Catherine, pensó en el hecho de que ella también había buscado alivio en la compañía de extraños.
Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.
– ¿Qué me puede decir del doctor Kimball? -dijo él-. El que examinó a Elena Ortiz.
– Es un excelente médico.
– ¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?
– Sí.
– ¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?
Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.
– ¿Usted cree en verdad que…?
– Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.
Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.
– Andrew Capra era médico -dijo ella con un hilo de voz-. No pensará que otro médico…
– Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.
Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.
– En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.
– La banalidad del mal.
– Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… -y en voz aún más baja añadió-: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.
Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.
Miró hacia el hospital. Podía ver la brillante luz roja de emergencias resplandeciente como un abalorio. El símbolo de la esperanza y la curación.
«¿Es éste tu coto de caza? ¿El mismo lugar al que acuden las mujeres para ser curadas?»
Una ambulancia se deslizó desde la oscuridad con sus luces relampagueando. Pensó en toda la gente que debería pasar por una sala de emergencia en el lapso de un día. Médicos de ambulancias, cirujanos, ordenanzas, porteros.
«Y policías». Era una posibilidad que nunca quería considerar, pero que sin embargo debía tener en cuenta. La profesión del que aplica la ley tiene una extraña atracción para aquellos que cazan a otros seres humanos. El revólver, la placa, son símbolos de dominación por antonomasia. ¿Y qué mayor control podía uno ejercer que el poder de atormentar y de matar? Para semejante cazador, el mundo es una vasta planicie hormigueante de presas.
Todo lo que hay que hacer es elegir.
Había niños por todas partes. Rizzoli estaba de pie en la cocina que olía a leche cortada y talco mientras esperaba que Anna García terminara de limpiar una mancha de manzana rallada del piso. Uno de los pequeños, que gateaba, estaba colgado de la pierna de Anna; el segundo sacudía tapas de cacerolas que había sacado de un aparador y las hacía sonar como címbalos. Otro niño estaba atrapado en una silla alta, y sonreía detrás de una máscara de espinacas a la crema. Y en el suelo, un bebé con un caso grave de curiosidad se arrastraba alrededor en una búsqueda del tesoro para ver qué podía llevar a su ávida boquita. A Rizzoli no le interesaban los niños, y se ponía nerviosa con tantos alrededor. Se sentía como Indiana Jones en un pozo de serpientes.
– No son todos míos -se apresuró a explicarle Anna mientras se inclinaba sobre la pileta con el niño colgado de su pierna como un grillete. Retorció la esponja sucia y se secó las manos-. Sólo éste es mío. -Señaló al bebé que colgaba de su pierna-. El de las cacerolas y el de la silla son de mi hermana Lupe. Y al que gatea se lo cuido a mi prima. Ya que tengo que estar en casa con el mío, se me ocurrió que podía cuidar sin problemas a algunos más.
«Sí, qué le hace una raya más al tigre», pensó Rizzoli. Pero lo gracioso era que Anna no se veía infeliz. De hecho, apenas parecía notar el escándalo de las tapas golpeando contra el suelo. En una situación que a Rizzoli le hubiera producido un ataque de nervios, Anna tenía la serena presencia de una mujer que está exactamente en el lugar que quiere estar. Rizzoli se preguntaba si Elena Ortiz hubiera sido así algún día, de haber vivido. Una madre en su cocina, limpiando alegremente baba y papilla. Anna era muy parecida a las fotos de su hermana menor, sólo que un poco más regordeta. Y cuando se volvió hacia Rizzoli, con la luz de la cocina apuntando directamente a su frente, Rizzoli tuvo la ominosa sensación de estar mirando la misma cara que había visto en la mesa de autopsias.
– Con todos estos niños alrededor, me lleva una eternidad hacer las cosas más insignificantes -dijo Anna. Tomó al chico que se agarraba de su pierna y lo calzó diestramente en su cintura-. Ahora, déjeme ver. Usted vino por la cadena. Déjeme ver el joyero. -Salió de la cocina, y Rizzoli tuvo un momento de pánico, sola con tres bebés. Una manito pegajosa aterrizó sobre su tobillo y al bajar la vista vio que uno de ellos mordisqueaba la bocamanga de su pantalón. Lo sacudió y a toda velocidad se puso a una distancia prudente de esa boca gomosa.
– Aquí está -dijo Anna de regreso con la caja, que colocó sobre la mesa de la cocina-. No queríamos dejarla en su apartamento, no al menos mientras estuvieran esos extraños entrando y saliendo para limpiar el lugar. Así que mis hermanos pensaron que era mejor que me quedara con la caja hasta que la familia decidiera qué hacer con esas joyas.
Levantó la tapa, y una melodía comenzó a sonar. Somewhere my love. Anna por un momento pareció sacudida por la música. Se quedó sentada y rígida, los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Señora García?
Anna tragó saliva.
– Lo siento. Mi marido debe de haberla arreglado. No esperaba escuchar…
La melodía disminuyó hasta unas últimas notas dulzonas y se detuvo. En silencio Anna miró las joyas, con la cabeza vencida por el peso del dolor. Con triste resignación abrió uno de los compartimentos de terciopelo y sacó la cadena.
Rizzoli pudo sentir cómo se agitaba su corazón mientras tomaba la cadena de manos de Anna. Era igual a la que había visto en el cuello de Elena en la morgue, una diminuta cerradura y una llave que colgaban de una fina cadena de oro. Dio vuelta la cerradura y vio un sello de dieciocho quilates estampado en ella.
– ¿Dónde compró su hermana esta cadena?
– No lo sé.
– ¿No sabe desde cuándo la tenía?
– Debe de ser nueva. No la había visto nunca hasta el día que…
– ¿Qué día?
Anna tragó saliva. Y en voz baja respondió:
– El día que la recogí de la morgue. Con el resto de sus cosas.
– Llevaba también aros y un anillo. ¿Los había visto antes?
– Sí. Ésos los tenía desde hacía tiempo.
– Pero no la cadena.
– ¿Por qué insiste tanto con eso? ¿Qué tiene que ver con…? -Anna se detuvo, con el horror en la mirada-. Oh, Dios. ¿Usted cree que él se la puso?
El bebé de la silla alta, percibiendo algo malo, lanzó un quejido. Anna bajó a su propio hijo al piso y se apresuró a tomar al que lloraba. Abrazándolo fuerte, se alejó de la cadena como si quisiera protegerlo de la visión de ese maléfico talismán.
– Por favor, llévesela -susurró-. No lo quiero en mi casa.
Rizzoli metió la cadena en una bolsa hermética.
– Le haré un comprobante.
– No, sólo llévesela. No me importa si se la queda.
Rizzoli escribió de todos modos un comprobante, y lo colocó sobre la mesada de la cocina, próximo al platillo de espinacas a la crema del bebé.
– Necesito hacerle una última pregunta -dijo con cordialidad.
Anna seguía caminando por la cocina, acunando agitadamente al bebé.
– Por favor, revise nuevamente las joyas de su hermana -dijo Rizzoli-. Dígame si falta algo.
– Ya me preguntó eso la semana pasada. No hay nada.
– No es fácil ubicar la ausencia de algo. En cambio, tendemos a concentrarnos en lo que nos resulta desconocido. Necesito que revise de nuevo esta caja, por favor.
Anna tragó saliva con ruido. A duras penas se sentó con el bebé sobre su falda y miró dentro de la caja de joyas. Tomó los objetos uno por uno y los depositó sobre la mesa. Era un triste surtido de baratijas de centro comercial. Diamantes falsos y cuentas de vidrio y perlas de imitación. El gusto de Elena pasaba por lo brillante y chillón.
Anna depositó el último objeto, un anillo de piedra turquesa, sobre la mesa. Luego reflexionó por un momento, arrugando de a poco la frente.
– El brazalete -dijo.
– ¿Qué brazalete?
– Debería de haber un brazalete, con unos adornitos de fantasía. Caballos. Lo usaba todos los días en el colegio. Elena adoraba los caballos… -Anna levantó la cabeza con una expresión de estupor-. ¡No valía nada! Era tan sólo de lata. ¿Por qué se lo habrá llevado?
Rizzoli miró la bolsa con la cadena, una cadena que, ahora estaba segura, había pertenecido a Diana Sterling. Y pensó: «Sé exactamente dónde encontraremos el brazalete de Elena: en la muñeca de la próxima víctima».
Rizzoli se detuvo frente a la galería del frente de la casa de Moore, agitando triunfalmente la bolsa con la cadena.
– Pertenecía a Diana Sterling. Acabo de hablar con sus padres. No se dieron cuenta de que faltaba hasta que los llamé.
Él tomó la bolsa sin abrirla. Tan sólo la sostuvo, mirando la cadena de oro enroscada detrás del plástico.
– Es el eslabón físico entre ambos casos -dijo ella-. Se lleva un recuerdo de una víctima. Lo deja con la siguiente.
– No puedo creer que se nos haya escapado ese detalle.
– Eh, no se nos escapó.
– Quieres decir que no se te escapó. -Le dedicó una mirada que la hizo sentirse tres metros más alta. Moore no era la clase de tipo que daba golpecitos en la espalda o que alababa a los gritos. De hecho, no podía recordar siquiera que hubiera alzado alguna vez la voz, ni por enojo ni por alegría. Pero cuando le dedicó esa mirada, la ceja elevada en señal de aprobación, la boca congelada en una media sonrisa, fue la mejor alabanza que hubiera podido pedir.
Ruborizada de placer, exhibió la bolsa de comida que había traído.
– ¿Quieres comer? Paré en el restaurante chino que está al final de la calle.
– No tenías que hacer eso.
– Sí, lo hice. Me da la impresión de que te debo una disculpa.
– ¿Por qué?
– Por lo de esta tarde. Ese estúpido asunto del tampón. Te pusiste de mi lado; trataste de ser buen compañero. Lo interpreté todo mal.
Se produjo un silencio incómodo. Ambos estaban de pie frente a frente, sin saber qué decir; dos personas que no se conocen bien y que tratan de dejar atrás las turbulencias iniciales de su relación.
Luego él sonrió y transformó su cara por lo general inexpresiva en la de un hombre mucho más joven.
– Me muero de hambre -dijo-. Trae esa comida.
Con una carcajada, ella pasó a la casa. Era la primera vez que entraba, y lo hizo despacio para mirar alrededor, registrando todos los detalles femeninos. Las cortinas de cretona, las acuarelas de flores en la pared. No era lo que esperaba. Diablos, era más femenino que su propio departamento.
– Vamos a la cocina -dijo él-. Mis papeles están allí.
La condujo por el living y ella divisó un piano vertical.
– ¡Genial! ¿Tocas el piano?
– No, es de Mary. Yo no tengo oído para la música.
Es de Mary. Tiempo presente. Lo que la sorprendió en ese momento fue que la razón por la que esa casa se veía tan femenina era a causa de Mary en tiempo presente, una casa que esperaba, inalterada, a que su señora estuviera de regreso. Una foto de la mujer de Moore se recortaba sobre el piano, una mujer bronceada con ojos risueños y el pelo despeinado por el viento. Mary, cuyas cortinas de cretona todavía colgaban de la casa a la que nunca regresaría.
En la cocina, Rizzoli colocó la bolsa de comida sobre la mesada, cerca de una montaña de expedientes. Moore revolvió entre las carpetas y encontró lo que buscaba.
– El informe de una consulta de emergencia de Elena Ortiz -dijo mientras se lo alcanzaba.
– ¿Esto es obra de Cordell?
Él le devolvió una sonrisa irónica.
– Parece que estoy rodeado de mujeres más competentes que yo.
Ella abrió la carpeta y vio en la fotocopia la letra turbulenta del médico.
– ¿Tienes la traducción de este desastre?
– No es mucho más de lo que te conté por teléfono. Violación no denunciada. No se recogieron muestras, no hay ADN. Ni siquiera la familia de Elena sabía del tema.
Ella cerró la carpeta y la colocó junto a los otros papeles.
– Por Dios, Moore, este desorden se parece a mi mesa de comedor. No hay lugar para comer.
– También se ha apoderado de tu vida, ¿cierto? -dijo él, despejando los expedientes para hacer lugar a la comida.
– ¿De qué vida hablas? Este caso es todo lo que tengo. Dormir. Comer. Trabajar. Y si tengo suerte, una hora en la cama con mi viejo compañero Dave Letterman.
– ¿Novios?
– ¡Novios! -exclamó con un resoplido mientras sacaba las cajas de cartón y desplegaba las servilletas y los palitos sobre la mesa-. Ah, sí, novios. Tengo que arreglármelas sin ellos. -Sólo después de decirlo notó lo autocompasivo que sonaba; no lo sentía así en absoluto. Se apresuró a agregar-: No es que me queje. Si tengo que pasar el fin de semana ocupada es mejor no tener un tipo lloriqueando por eso. No me llevo bien con los quejosos.
– No me sorprende para nada. Eres todo lo opuesto. Me lo hiciste saber muy bien esta tarde.
– Está bien, está bien. Pensé que ya me había disculpado al respecto.
Él sacó dos cervezas de la heladera y luego se sentó frente a ella. Nunca lo había visto así, con la camisa arremangada y tan relajado. Le gustaba de esta manera. No el censurador Santo Tomás, sino un tipo con el que charlar de cualquier cosa, un tipo que pudiera reírse con ella. Un tipo que si se molestaba en ser atractivo podía hacer que una chica perdiera la cabeza.
– Sabes, no siempre tienes que ser más dura que el resto -dijo.
– Sí, tengo que serlo.
– ¿Por qué?
– Porque ellos creen que no lo soy.
– ¿Quiénes?
– Tipos como Crowe. Como el teniente Marquette.
Él alzó los hombros.
– Siempre habrá gente así.
– ¿Cómo puede ser que siempre termine trabajando con ellos? -Abrió la lata con un chasquido y sorbió un trago-. Es por eso que eres el primero en saber lo de la cadena. No me robarás los créditos.
– Es triste cuando uno tiene que reclamar los créditos de esto o aquello.
Rizzoli tomó los palitos y los enterró en la caja de pollo kung pao. Estaba diabólicamente picante, tal como le gustaba a ella. Tampoco se amedrentaba a la hora de los ajíes picantes, por otra parte.
– En el primer caso importante que trabajé para Vicios y Narcóticos -dijo-, era la única mujer en un equipo de cinco hombres. Cuando lo resolvimos, hubo una conferencia de prensa. Cámaras de televisión transmitiendo a todo el país. ¿Y sabes qué? Mencionaron todos los nombres del equipo menos el mío. Cada uno de los malditos nombres. -Tomó otro trago de cerveza-. Voy a asegurarme de que eso no se repita. Ustedes, los hombres, pueden concentrar toda su atención en el caso y en la evidencia. Pero yo pierdo demasiado tiempo tratando de hacerme escuchar.
– Yo te escucho muy bien, Rizzoli.
– Es un cambio agradable.
– ¿Qué hay de Frost? ¿Has tenido problemas con él?
– Con Frost no hay problema. -Sonrió con malicia ante lo que iba a decir-. Su mujer lo tiene bien entrenado.
Ambos festejaron la ocurrencia. Cualquiera que escuchara los mansos «sí, mi amor; no, mi amor», de Barry Frost en sus conversaciones telefónicas con su mujer no dudaría de quién llevaba los pantalones en la residencia Frost.
– Es por eso que no logrará llegar muy alto -dijo ella-. Tiene sangre de horchata. Es un hombre de familia.
– No hay nada de malo con ser un hombre de familia. Yo hubiera deseado ser un mejor hombre de familia.
Ella levantó la mirada de la caja de lomo mongoles y notó que él no la miraba, sino que observaba la cadena. En su voz se había filtrado una nota de angustia, y ella no sabía qué responder. Imaginó que lo mejor era no decir nada.
Sintió alivio cuando Moore volvió al tema de la investigación. En un mundo como el suyo, el asesinato era siempre un tema seguro.
– Aquí hay algo mal -dijo él-. Esto de las joyas no me cierra.
– Se lleva recuerdos. Es bastante común.
– ¿Pero cuál es el punto de llevarte un recuerdo si lo vas a devolver?
– Algunos asesinos se llevan joyas de la víctima y se las dan a sus mujeres o novias. Les excita ver ese tipo de cosas en los cuellos de sus novias, y ser los únicos que conocen de dónde provienen en realidad.
– Pero nuestro muchacho hace algo distinto. Deja su recuerdo en la siguiente escena del crimen. No se los queda para seguir disfrutándolos. No obtiene una excitación recurrente del recordatorio de su crimen. Para mí no hay un beneficio emocional visible.
– ¿Un símbolo de propiedad? Como un perro marcando su territorio. Sólo que él usa joyas para marcar a su próxima víctima.
– No. No es eso. -Moore tomó nuevamente la bolsa y la sopesó en su palma, como si quisiera adivinar sus intenciones.
– Lo principal es que tenemos el patrón -dijo ella-. Sabemos exactamente lo que vamos a encontrar en la próxima escena del crimen.
Él la miró.
– Acabas de responder a la pregunta.
– ¿Cómo?
– No marca a la víctima. Está marcando la escena del crimen.
Rizzoli se quedó callada. De repente comprendió la diferencia.
– Jesús. Al marcar la escena del crimen…
– Esto no es un recuerdo. Ni tampoco una marca de propiedad. -Depositó la cadena sobre la mesa, una retorcida filigrana de oro que había acariciado la piel de dos mujeres muertas.
Rizzoli sintió un escalofrío.
– Es una tarjeta de presentación -dijo en un murmullo.
Moore asintió.
– El Cirujano nos está diciendo algo.
Un lugar de vientos fuertes y mareas peligrosas.
Así es como Edith Hamilton, en su libro Mitología, describe el puerto griego de Áulide, donde yacen las ruinas del antiguo templo de Artemisa, la diosa de la caza. Fue en Áulide donde un millar de negras naves griegas se reunieron para lanzar su ataque contra Troya. Pero soplaba viento norte, y las naves no pudieron zarpar. Día tras día, el viento se perpetuaba y la armada griega, bajo la dirección del rey Agamenón, se ponía cada vez más furiosa e inquieta. Un adivino reveló la causa de los vientos desfavorables: la diosa Artemisa estaba enojada porque Agamenón había sacrificado a una de sus amadas criaturas, una liebre salvaje. No permitiría partir a los griegos hasta que Agamenón ofreciera un terrible sacrificio: su hija Ifigenia.
Y así mandó buscara Ifigenia, alegando que había dispuesto para ella una espléndida boda con Aquiles. Ella no sabía que en realidad se encaminaba a su muerte.
Los feroces vientos del norte no soplaban el día que tú y yo caminamos por la playa cercana a Áulide. Estaba tranquilo, el agua era un vidrio verde, y la arena estaba caliente como ceniza blanca bajo nuestros pies. Oh, cómo envidiamos a los jóvenes griegos que corrían descalzos sobre la orilla entibiada por el sol. Aunque la arena irritaba nuestra pálida piel de turistas, superamos la incomodidad porque queríamos ser como esos jóvenes, con las plantas de los pies endurecidas como el cuero. Sólo a través del dolor y la exposición se forman los callos.
Por la tarde, cuando el día se enfrió, fuimos al templo de Artemisa.
Caminamos a través de las sombras crecientes, y llegamos al altar donde Ifigenia fue sacrificada. A pesar de sus plegarias, de sus lamentos de «Padre, sálvame», los guerreros condujeron a la doncella al altar. Fue atada sobre la pira, y se despejó su cuello para el filo de la hoja. El antiguo dramaturgo Eurípides dice que los soldados de Aireo y toda la milicia miraban el suelo sin deseos de ver derramarse su sangre virginal. Sin deseos de ser testigos del horror.
Ah, pero yo hubiera observado. Y tú también lo hubieras hecho. Con todas tus fuerzas.
Puedo ver las tropas silenciosas reunidas en la oscuridad. Imagino el sonido de los tambores, no los latidos vitales de la celebración de unas nupcias, sino una sombría marcha hacia la muerte. Veo la procesión, abriéndose camino hacia la arboleda. La doncella, blanca como un cisne, escoltada por soldados y sacerdotes. Los tambores se detienen.
La alzan, gritando, hasta el altar.
En mi visión, es Agamenón mismo quien empuña la hoja del cuchillo, ¿pues cómo llamarlo sacrificio si no eres tú el que derrama la sangre? Lo veo aproximarse al altar, donde yace su hija, su carne tierna expuesta a los ojos de todos. Ella ruega por su vida en vano.
El sacerdote recoge su pelo y tira hacia atrás, desnudando su garganta. Bajo la piel blanca late la arteria, marcando el lugar para la hoja. Agamenón se coloca junto a su hija, mirando el rostro que ama. Su propia sangre corre por esas venas. En esos ojos ve los suyos. Al cortar su garganta, cortará su propia carne.
Levanta el cuchillo. Los soldados esperan en silencio, son estatuas entre los grupos de árboles sagrados. El pulso en el cuello de la doncella comienza a acelerarse.
Artemisa exige el sacrificio, y eso es lo que debe hacer Agamenón.
Aprieta la hoja contra el cuello de la doncella, y corta profundo.
Una fuente roja surge a borbotones, salpicando su cara con una lluvia caliente. Ifigenia todavía vive, sus ojos giran desorbitados de horror mientras la sangre bombea desde su cuello. El cuerpo humano contiene cinco litros de sangre, y lleva tiempo, para semejante volumen, descargarse por una sola arteria cortada. En tanto el corazón siga latiendo, la sangre brota. Por al menos unos pocos segundos, tal vez un minuto o más, el cerebro funciona. Los miembros se sacuden.
Cuando su corazón da el último latido, Ifigenia observa cómo se oscurece el cielo, y siente el calor de su propia sangre sobre la cara.
Los antiguos dicen que casi de inmediato el viento norte cesó de soplar. Artemisa estaba satisfecha. Por fin las naves griegas zarparon, las tropas lucharon, y Troya se hundió. En el contexto de un baño de sangre tal, el sacrificio de una joven virgen no significaba nada. Pero cuando pienso en la guerra de Troya, lo que viene a mi mente no es el caballo de madera ni el choque metálico de las espadas o las mil naves negras con sus velas desplegadas. No, es la imagen del cuerpo de la doncella, de un blanco drenado, con su padre de pie junto a ella, empuñando el cuchillo sangriento.
El noble Agamenón, con lágrimas en los ojos.