Dieciséis

En el corazón de Ciudad de México la sangre humana corrió alguna vez en forma de río. Bajo la fundación de la moderna metrópolis yacen las ruinas del Templo Mayor, el gran sitio azteca que dominaba la antigua Tenochtitlán. Aquí, cientos de miles de desafortunadas víctimas eran sacrificadas a los dioses.

El día que caminé por los parajes de aquel templo, sentí algo de diversión ante el hecho de que cerca se erigiera una catedral, donde los católicos prenden velas y susurran plegarias a un Dios piadoso que está en el cielo. Se arrodillan cerca del lugar mismo donde alguna vez hubo piedras resbaladizas de sangre. Lo visité un domingo, sin saber que los domingos la entrada es gratis, y que el museo del Templo Mayor hormigueaba de niños sus voces produciendo un eco claro en los corredores. No me interesan los niños, ni la agitación y el desorden que producen; si vuelvo allí, recordaré evitar los museos en domingo.

Pero era mi último día en la ciudad, de modo que me adapté a esos irritantes ruidos. Quería ver la excavación, y quería recorrer el Pabellón Dos. El Pabellón de los Rituales y Sacrificios.

Los aztecas creían que la muerte era necesaria para la vida. Para mantener la sagrada energía del mundo, para mantener las catástrofes a distancia y asegurar que el sol continuase saliendo, los dioses debían alimentarse con corazones humanos. Parado en el Pabellón de los Rituales vi, en una vitrina de vidrio, el cuchillo de sacrificio que se había enterrado en la carne. Tenía un nombre: Tecpatl Ixcuahua. El Cuchillo de la Frente Ancha. La hoja estaba hecha de obsidiana, y la empuñadura tenía la forma de un hombre arrodillado.

¿Cómo hace uno para andar por ahí cortando corazones humanos equipado únicamente con un cuchillo de piedra?, me pregunté.

Esa pregunta me consumía mientras caminaba más tarde, esa noche, por la Alameda Central, ignorante de los harapientos callejeros que formaban fila detrás de mí, mendigando monedas. Tras unos momentos advirtieron que no podían seducirme los ojos castaños ni las sonrisas llenas de dientes, y me dejaron solo. Finalmente me fue concedida cierta medida de paz, si tal cosa es posible en la cacofonía de Ciudad de México. Encontré una confitería, me senté en una mesa en la acera sorbiendo un café fuerte, y era el único cliente que había elegido sentarse afuera con el calor. Busco desesperadamente el calor; alivia mi piel quebradiza. Lo busco en la misma forma en que un reptil busca una piedra caliente. Y así, ese día bochornoso, tomé mi café y consideré el pecho humano, preguntándome desconcertado cómo aproximarme mejor al tesoro palpitante que yace dentro.

El ritual propiciatorio de los aztecas fue descrito como rápido, con un mínimo de tortura, y esto plantea un dilema. Sé que es un trabajo duro romper el esternón y separar el hueso que protege al corazón como un escudo. Los cirujanos cardíacos realizan una incisión vertical bajando hasta el centro del pecho, y separan el esternón en dos con un serrucho. Tienen asistentes que los ayudan a abrir las dos mitades óseas, y utilizan una variedad de sofisticados instrumentos para ensanchar el campo, cada herramienta diseñada en reverberante acero inoxidable.

Un sacerdote azteca, sólo con un cuchillo de piedra, hubiera tenido problemas para utilizar semejante método. Debe de haber necesitado un buril para machacar el esternón y separarlo hasta su centro, y allí debe haber habido mucho forcejeo. Y una buena cuota de gritos.

No, el corazón debe de haber sido extirpado con otro método.

¿Un corte horizontal entre dos costillas desde el flanco? Esto, también, plantea problemas. El esqueleto humano es una estructura robusta, y separar dos costillas lo suficiente como para introducir una mano requiere fuerza y herramientas especializadas. ¿Acaso el método de cortar desde abajo sería más sensato? Un corte ágil en el estómago abriría el abdomen, y todo lo que el sacerdote tendría que hacer sería cortar el diafragma y rebuscar hasta agarrar el corazón. Ah, pero esto es una opción desprolija, con intestinos desparramados sobre el altar. En ningún lugar de los bajorrelieves aztecas aparecen dibujadas las víctimas con jirones de intestinos sobresaliendo.

Los libros son algo maravilloso; pueden contarnos cualquier cosa, todo, incluso cómo extirpar un corazón utilizando un cuchillo de piedra, con un mínimo de problemas. Encontré mi respuesta en un libro de texto con el siguiente título: Sacrificios humanos y armamentos guerreros, escrito por un académico (¡qué interesante lugar son hoy en día las universidades!), un hombre llamado Sherwood Clarke, a quien me gustaría muchísimo conocer algún día.

Creo que nos enseñaríamos mutuamente muchas cosas.

Los aztecas, dice el señor Clarke, realizaban una toracotomía transversal para cortar el corazón. La herida se deslizaba a lo largo del pecho, comenzando entre la segunda y la tercera costilla, a un costado del esternón, cortando entre el hueso y el lado opuesto. El hueso se rompía transversalmente, tal vez con un mazo afilado y un cincel. El resultado era un agujero boqueante. Los pulmones, expuestos al aire exterior, colapsaban en el acto. La víctima perdía rápidamente la conciencia. Y mientras el corazón continuaba latiendo, el sacerdote buscaba en el pecho y seccionaba las arterias y las venas. Agarraba el órgano, todavía palpitante, desde su sangrienta cuna, y lo elevaba al cielo.

Y así lo describe el Códice Florentino en la obra de Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España:

«Un sacerdote oficiante lleva el báculo del águila,

lo deja parado sobre el pecho del cautivo, allí donde estaba el corazón,

manchado de sangre, en realidad sumergido en la sangre.

Luego también elevó la sangre como ofrenda al sol.

Fue dicho: “Y así dio de beber al sol”.

Y el captor a continuación tomó la sangre de su cautivo

en un recipiente verde con borde emplumado.

Los sacerdotes sacrificiales la derramaban allí dentro por él.

Allí dentro iba el báculo hueco, también emplumado,

Y luego el captor partía para alimentar a los demonios».

Alimento para los demonios.

¡Qué poderoso es el significado de la sangre!

Pienso en esto mientras observo un trazo de ella absorbido en una pipeta fina como una aguja. A mi alrededor hay anaqueles con tubos de ensayo, y el aire zumba con el sonido de las máquinas. Los antiguos consideraban la sangre como una sustancia sagrada, sustentadora de la vida, comida para monstruos, y yo comparto mi fascinación con ellos, aun cuando entiendo que se trata de un mero fluido biológico, una suspensión de células en plasma. El material con el que trabajo todos los días.

El cuerpo humano promedio de setenta kilogramos posee sólo cinco litros de sangre. De esa cantidad, cuarenta y cinco por ciento son células y el resto plasma, una sopa química compuesta por un noventa y cinco por ciento de agua, el resto proteínas y electrolitos y nutrientes. Alguien diría que al reducirla a las divisiones de su estructura biológica se la desprende de su naturaleza divina, pero no estoy de acuerdo. Es al observar las mismas divisiones de su estructura biológica que se reconocen sus propiedades milagrosas.

La máquina suena, señal de que el análisis ha sido completado, y sale un informe por la impresora. Arranco la hoja y estudio los resultados.

Con una sola mirada, sé muchas cosas sobre la señora Susan Carmichael, a quien no conozco. Su hematocrito está bajo, apenas veintiocho, cuando debería ser de cuarenta. Está anémica, carece de la reserva normal de glóbulos rojos que transportan oxígeno. Es la proteína de la hemoglobina, dentro de estas células con forma de disco, la que hace que nuestra sangre sea roja, la que da un tono rosado a nuestras cutículas y produce un hermoso rubor en las mejillas de una adolescente. Las cutículas de la señora Carmichael están pálidas, y si uno diera vuelta sus párpados, la conjuntiva aparecería sólo con un rosa nacarado pálido. Como está anémica, su corazón debe trabajar más rápido para bombear la sangre diluida a través de las arterias, de modo que ella se detiene en cada descanso de las escaleras para recuperar el aliento, para calmar su pulso en aumento. La veo inclinándose hacia delante, la mano en la garganta, su pecho exhalando una suerte de mugido. Cualquiera que la cruce en las escaleras podría ver que no está bien.

Puedo ver todo eso con sólo mirar esta hoja de papel.

Hay más. En su paladar aparecen trazos de rojo; petequia, donde la sangre irrumpió a través de los capilares y se estableció en la mucosa de la membrana. Tal vez ella ignora estos puntitos sangrantes. Tal vez los ha notado en otra parte de su cuerpo, bajo las uñas, o en sus canillas. Tal vez encuentra moretones de los que no puede recordar el golpe, desconcertantes islas azules en sus brazos o en sus muslos, y ella se devana los sesos tratando de recordar cuándo pudo haberse lastimado. ¿Fue acaso un golpe contra la puerta del auto? ¿El niño colgando de su pierna con las manitos bien aferradas? Busca razones externas, cuando la verdadera causa acecha dentro de su flujo sanguíneo.

El recuento de plaquetas es de dos mil; debería ser diez veces más alto. Sin plaquetas, esas pequeñas células que ayudan a coagular la sangre, al más ligero golpe le quedará un hematoma.

Hay todavía más que aprender de esta endeble hoja de papel.

Miro el diferencial de sus glóbulos blancos, y veo la explicación para sus pesares. La máquina ha detectado la presencia de mieloblastos, precursores de glóbulos blancos primitivos que no pertenecen al flujo sanguíneo. Susan Carmichael tiene una leucemia mieloblástica aguda. Puedo imaginar cómo se desarrollará su vida en los próximos meses. La veo yaciendo sobre la mesa de tratamiento, los ojos cerrados por el dolor mientras la aguja para el hueso de la médula penetra por su cadera.

Veo su pelo cayendo en mechones, hasta que se resigna a lo inevitable, a la afeitadora eléctrica. Veo mañanas en que aparece encorvada sobre el lavatorio del baño, y largos días de mirar el techo, su universo reducido a las cuatro paredes de su dormitorio.

La sangre es dadora de vida, el mágico fluido que nos sostiene. Pero la sangre de Susan Carmichael se ha vuelto en su contra; fluye por sus venas como veneno.

Puedo conocer todos estos detalles íntimos sobre ella sin siquiera haberla visto una vez.

Transmito los resultados por fax a su médico, coloco el informe de laboratorio en la bandeja para enviarlo más tarde, y busco el siguiente espécimen. Otro paciente, otro tubo de sangre.

La conexión entre la sangre y la vida fue establecida desde los albores del hombre. Los antiguos no sabían que la sangre se fabrica en la médula, o que su mayor parte no es más que agua, pero sí apreciaban su poder en rituales y sacrificios. Los aztecas utilizaban perforadores de hueso y agujas de agave para perforar su propia piel y hacer brotar sangre. Practicaban agujeros en sus labios o lengua o en la carne de su pecho, y la sangre resultante era un ofrecimiento para los dioses. Hoy en día una mutilación semejante sería considerada enferma y grotesca, el sello de la locura.

Me pregunto qué pensarían los aztecas de nosotros.

Aquí sentado, en mi ámbito estéril, vestido de blanco, las manos enguantadas para protegerlas de un derrame accidental. Qué lejos nos hemos desviado de nuestra naturaleza esencial. La sola visión de la sangre hace que algunos hombres se desmayen, y la gente se afana por ocultar semejantes horrores a los ojos del público, lavando las aceras donde se ha derramado sangre, o cubriendo los ojos de los niños cuando la violencia erupciona en la televisión. Los seres humanos han perdido contacto con lo que son, con quiénes son.

Algunos de nosotros, sin embargo, no lo hemos hecho.

Caminamos entre el resto, normales en todo sentido; tal vez somos más normales que cualquiera porque no nos permitimos ser envueltos y momificados con las vendas asépticas de la civilización. Vemos sangre y no nos apartamos. Reconocemos su pulida belleza; sentimos su llamado primitivo.

Todo el que pasa conduciendo su auto cerca de un accidente y no puede evitar mirar la sangre entiende esto. Bajo la revulsión, bajo la necesidad de apartar la mirada, palpita una fuerza mayor. Una atracción.

Todos queremos mirar. Pero no todos lo reconocemos.

Es solitario el caminar entre los anestesiados. Por las noches, vagabundeo por la ciudad y respiro un aire tan espeso que casi puedo verlo. Calienta mis pulmones como un almíbar hirviente. Analizo las caras de la gente en la calle, y me pregunto cuál de ellos es mi querido hermano de sangre, como lo fuiste tú alguna vez. ¿Hay alguien más que no haya perdido contacto con la antigua fuerza que fluye en todos nosotros? Me pregunto si nos podríamos reconocer mutuamente si nos cruzáramos, y temo que no podríamos, porque nos hemos ocultado profundamente bajo la capa que nos hace pasar por normales.

Así es que camino solo. Y pienso en ti, el único que pudo entender algo.

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