Hace frío en mi celda. Afuera soplan los ásperos vientos de febrero y me han dicho que una vez más comenzó a nevar. Me siento sobre mi catre, con una frazada sobre mis hombros, y recuerdo cómo nos envolvía como un abrigo el delicioso calor mientras caminábamos por las calles de Livadia. Al norte de esa ciudad griega hay dos fuentes, conocidas en la antigüedad como Leteo y Mnemosine. El Olvido y la Memoria. Bebimos de ambas fuentes, tú y yo, y luego caímos dormidos bajo la sombra moteada de una arboleda de olivos.
Ahora pienso en ello porque no me agrada este frío. Me seca la piel y la cuartea, y no hay crema suficiente que pueda aplicarme para contrarrestar los efectos del invierno. Es únicamente el adorable recuerdo del calor, de ti y de mí caminando por Livadia, con las piedras calentadas por el sol templando nuestras sandalias, lo que me alivia.
Aquí los días pasan con lentitud. Estoy solo en mi celda, aislado de mis otros compañeros a causa de mi notoriedad. Sólo los psiquiatras me hablan, pero están perdiendo el interés, porque no puedo ofrecerles un atisbo estremecedor de mi patología. De niño no torturaba animales, no prendía fuego a nada, y nunca mojé la cama. Asistía a misa. Era educado con mis mayores.
Usaba loción protectora.
Soy tan sano como ellos, y ellos lo saben.
Son sólo mis fantasías las que me hacen a un lado, mis fantasías que me han traído hasta esta fría celda, a esta fría ciudad, donde el viento sopla blanco de nieve.
Mientras cubro mis hombros con la frazada, es difícil creer que haya lugares en el mundo donde cuerpos dorados yacen brillantes de sudor sobre la arena tibia y las sombrillas se estremecen con la brisa. Pero ése es el tipo de lugar a donde ella se fue.
Busco bajo el colchón y saco el recorte que arranqué del diario de hoy, que el guardia me deslizó amablemente bajo la puerta como premio.
Es un anuncio de bodas: A las tres de la tarde del 15 de febrero, la doctora Catherine Cordell contrajo matrimonio con Thomas Moore. La novia fue entregada por su padre, el coronel Robert Cordell. Llevaba puesto un vestido de tul color marfil salpicado de perlas y con corte princesa. El novio vestía de negro. Siguió una recepción en el hotel Copley Plaza en Back Boy. Tras una prolongada luna de miel en el Caribe, la pareja residirá en Boston.
Doblo mi recorte de diario y lo deslizo bajo mi colchón, donde estará seguro.
Una prolongada luna de miel en el Caribe.
Ahora ella está allí.
La veo, acostada con los ojos cerrados en la playa, los granitos de arena brillando sobre su piel. El pelo es como una seda roja desplegada sobre la toalla. Ella se adormece por el calor, con los brazos blandos y relajados.
Y entonces, al momento siguiente, se despierta de golpe. Sus ojos se abren totalmente y el corazón late agitado. El miedo la baña con un sudor helado.
Está pensando en mí. Tal como yo pienso en ella.
Estamos encadenados para siempre, tan íntimamente como dos amantes. Ella siente el aguijoneo de mis fantasías, revoloteando a su alrededor. Nunca podrá romper sus ataduras.
En mi celda las luces se han apagado; comienza la larga noche, con sus ecos de hombres que duermen en jaulas. Sus ronquidos y toses y su respiración. Sus balbuceos mientras sueñan. Pero a medida que la noche se vuelve silenciosa, no es en Catherine Cordell en quien pienso, sino en ti. En ti, la fuente de mis dolores más profundos.
Por eso tomaría un largo trago de la fuente del Leteo, la fuente del olvido, sólo para borrar el recuerdo de nuestra última noche en Savannah. La última noche que te vi con vida.
Las imágenes ahora flotan a mi alrededor, grabándose a la fuerza sobre mis retinas, mientras miro fijo la oscuridad de la celda.
Miro hacia abajo, miro tus hombros, y me deslumbra la forma en que tu piel resplandece con toda su opacidad contra la de ella, cómo los músculos de su espalda se contraen mientras empujas dentro de ella una y otra vez. Te observé tomándola esa noche, de la misma manera en que habías tomado a las otras antes que a ella. Y cuando terminaste, y derramaste tu semilla dentro de ella, me miraste y sonreiste.
Y me dijiste: «Ya está. Ahora es toda tuya».
Pero la droga todavía no se había disipado del todo, y cuando apreté mi hoja contra su panza, apenas reaccionó.
Ningún dolor, ningún placer.
– Tenemos toda la noche -dijiste-. Sólo hay que esperar.
Mi garganta está seca, de modo que vamos a la cocina, donde lleno un vaso de agua. La noche acaba de empezar, y mis manos tiemblan de excitación. La anticipación de lo que vendrá después me ha inundado, y mientras tomo agua me obligo a prolongar el placer. Tenemos toda la noche, y queremos que sea larga.
«Ver, hacer, enseñar», me dijiste. Esa noche me prometiste que el escalpelo sería mío.
Pero estoy sediento, y por eso me retraso en la cocina, mientras tú vuelves para ver si ella está despierta. Todavía estoy de pie junto a la pileta cuando se dispara el revólver.
Entonces el tiempo se congela. Recuerdo el silencio que siguió. El tictac del reloj de la cocina. El sonido de mi propio corazón latiéndome en los oídos. Escucho, me esfuerzo por reconocer tus pasos. Por oírte decir que es tiempo de irnos, y rápido. Tengo miedo de moverme.
Por fin me obligo a dirigirme al pasillo, hacia su dormitorio. Me detengo frente a la puerta.
Me lleva unos instantes comprender el horror.
Ella yace con su cuerpo escondido a un costado de la cama, luchando por volver al colchón. Un revólver ha caído de su mano. Me acerco a la cama, tomo la pinza quirúrgica de la mesa de luz, y la golpeo contra su sien. Ella cae en silencio.
Me doy vuelta y te miro.
Tus ojos están abiertos, y estás acostado boca arriba, mirándome. Un charco de sangre crece a tu alrededor. Tus labios se mueven, pero no puedo entender tus palabras. No mueves las piernas, y advierto que la bala te ha dañado la médula espinal. Una vez más intentas hablar, pero ahora comprendo lo que quieres decirme: «Hazlo. Acaba con esto».
No estás hablando de ella, sino de ti.
Sacudo la cabeza, aplastado por lo que me pides. No puedo. Por favor, no esperes que haga una cosa así. Me veo atrapado entre tu pedido desesperado y mi pánico por escapar.
«Hazlo ahora», me ruegan tus ojos. «Antes de que vengan».
Miro tus piernas extendidas e inútiles. Considero los horrores que te esperan en el caso de que vivas. Puedo ahorrarte todo eso.
«Por favor».
Miro a la mujer. No se mueve, no registra mi presencia. Quisiera tomarla del pelo y sacudirlo hacia atrás, dejar su cuello desnudo y hundir profundo la hoja en su garganta, por lo que te ha hecho. Pero deben encontrarla viva. Sólo si está viva podré alejarme sin que me persigan.
Mis manos transpiran dentro de los guantes de látex, y cuando levanto el revólver lo siento torpe, ajeno a mi palma.
Me detengo al borde del charco de sangre, y bajo los ojos hacia ti. Pienso en aquella tarde mágica, cuando paseábamos por el templo de Artemisa. Estaba neblinoso, y a través del crepúsculo que nos envolvía obtuve efímeros fragmentos de ti, caminando entre los árboles. Te detuviste de repente, y me sonreiste en el ocaso. Y nuestras miradas parecieron encontrarse a través del gran abismo que se extiende entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Ahora observo ese abismo, y siento tu mirada sobre la mía.
Esto es por ti, Andrew, así lo pienso. Hago esto por ti.
Veo gratitud en tus ojos. Permanece allí aun cuando levanto el revólver entre mis manos temblorosas. Aun cuando aprieto el gatillo.
Tu sangre salpica contra mi cara, caliente como lágrimas.
Me doy vuelta hacia la mujer que todavía yace inconsciente en el piso, al borde de la cama. Acomodo el revólver en su mano. Tomo su cabellera y con el escalpelo corto un mechón cerca de la nuca, donde no se notará su ausencia. Con este mechón podré recordarla. Gracias a su olor recordaré su miedo, tan embriagador como el aroma de la sangre. Me mantendrá al acecho hasta que la vuelva a encontrar.
Salgo por la puerta trasera hacia la noche.
Ya no poseo ese precioso mechón de pelo. Pero ahora tampoco lo necesito, porque conozco su olor tan bien como el mío. Conozco el sabor de su sangre. Conozco la sedosa textura del sudor sobre su piel. Todo esto lo conservo en mis sueños, donde el placer grita como una mujer y camina con pisadas sangrientas. No todos los recuerdos pueden llevarse en una mano ni tampoco ser mimados con el tacto. Algunos únicamente podemos guardarlos en lo más profundo de nuestros cerebros, en nuestro corazón de reptil, de donde todos hemos surgido. Esa parte interior que tantos de nosotros niegan.
Yo nunca he renegado de ella. Conozco mi naturaleza esencial; la asumo y la adopto. Soy como Dios me ha creado, como Dios nos ha creado a todos.
Si el cordero es bendito, es bendito el león.
Y también el cazador.