Rizzoli estaba sentada en su cama de hospital, mirando ceñuda la televisión. Sus manos estaban envueltas en tantas vendas que parecían guantes de boxeo. Le habían afeitado un extenso sector a un costado de la cabeza para que los médicos pudieran coser una laceración producida por el escalpelo. Protestó contra el control remoto, y al principio no notó que Moore estaba parado en la puerta. Luego golpeó. Cuando levantó la cabeza y lo miró, él vio, sólo por un momento, un destello de vulnerabilidad. Luego sus habituales defensas saltaron a su lugar y se convirtió en la vieja Rizzoli, su mirada desconfiada mientras él entraba en el cuarto y tomaba una silla junto a su cama.
En el televisor chillaba el insoportable tema de fondo de una telenovela.
– ¿Puedes apagar esa basura? -exclamó frustrada haciendo un gesto hacia el control remoto con una de sus garras vendadas-. No puedo apretar los botones. Supongo que esperarán que use mi maldita nariz o algo por el estilo.
Él tomó el control remoto y apretó el botón de apagado.
– Gracias -resopló malhumorada. Y luego se sobresaltó ante el dolor de sus tres costillas rotas.
Con el televisor apagado, un largo silencio se estableció entre ambos. A través de la puerta abierta, se escuchaba que llamaban a un médico, y el tintineo de una bandeja de comida que pasaba por el corredor.
– ¿Te están cuidando bien aquí? -preguntó.
– Está bien para un hospital de pueblo. Tal vez sea mejor que estar en la ciudad.
Mientras que tanto Catherine como Hoyt habían sido trasladados en avión al Centro Médico Pilgrim en Boston en virtud de la seriedad de sus heridas, a Rizzoli la habían llevado en ambulancia a este pequeño hospital regional. A pesar de la distancia que la separaba de la ciudad, prácticamente todos los detectives de la Unidad de Homicidios de Boston habían hecho la peregrinación para visitar a Rizzoli. Y todos habían llevado flores. El ramo de rosas de Moore estaba casi perdido entre los diversos arreglos desplegados sobre la bandeja y la mesa de luz e incluso en el suelo.
– ¡Qué bien! -dijo-. Parece que tienes muchos admiradores.
– Sí. ¿Puedes creerlo? Hasta Crowe me envió flores. Esos lirios que están allí. Creo que está queriendo decirme algo. ¿No parece un arreglo funerario? ¿Ves esas hermosas orquídeas allí? Las trajo Frost. Demonios, yo debería mandarle flores por haberme salvado la vida.
Había sido Frost el que llamó a la policía estatal en busca de ayuda. Cuando Rizzoli no contestó a su llamada al localizador, se contactó con Dean Hobbs en el almacén para rastrear su paradero, y se enteró de que había ido a la granja de los Sturdee para hablar con una mujer de pelo negro.
Rizzoli continuaba con su inventario de arreglos florales.
– Ese jarrón enorme con esas cosas tropicales son de la familia de Elena Ortiz. Los claveles son del miserable de Marquette. Y la mujer de Sleeper trajo esta plantita de malvas.
Moore sacudió la cabeza incrédulo.
– ¿Y recuerdas todo eso?
– Sí, bueno, nunca nadie me mandó flores. De modo que estoy consignando todo esto en mi memoria.
Una vez más captó un atisbo de vulnerabilidad brillando tras su máscara de valentía. Y vio algo más que nunca antes había notado, una luz en sus ojos oscuros. Estaba lastimada, vendada, y con una horrible superficie calva en la cabeza. Pero una vez que se dejaban de lado los defectos de la cara, la mandíbula cuadrada, la frente estrecha, se veía que Jane Rizzoli tenía unos ojos hermosos.
– Acabo de hablar con Frost. Está en Pilgrim -dijo Moore-. Dice que Warren Hoyt se va a recuperar.
Ella no dijo nada.
– Esta mañana le quitaron el respirador. Pero todavía tiene otro tubo en el pecho, a causa de un pulmón defectuoso. Sin embargo, está respirando sin asistencia.
– ¿Está despierto?
– Sí.
– ¿Habló?
– No con nosotros. Con su abogado.
– Dios, si hubiera tenido la oportunidad de liquidar a ese hijo de puta…
– No lo hubieras hecho.
– ¿De veras crees eso?
– Creo que eres una muy buena policía como para repetir ese error.
Ella lo miró directo a los ojos.
– Nunca se sabe.
«Y uno nunca sabe. Uno nunca sabe hasta que la bestia de la oportunidad nos mira a la cara».
– Sólo pensé que querrías saberlo -dijo, y se levantó para irse.
– Moore.
– ¿Sí?
– No dijiste nada acerca de Cordell.
En realidad, había evitado a propósito traer a colación el tema de Catherine. Ella había sido la principal fuente de conflicto entre él y Rizzoli, la herida viva que arruinó el compañerismo entre ambos.
– Me han dicho que está recuperándose -dijo Rizzoli.
– Sobrellevó la cirugía con éxito.
– ¿Y él… Hoyt…?
– No. No llegó a completar la ablación. Llegaste justo antes de que pudiera hacerlo.
Ella se recostó, con aire de alivio.
– Ahora voy a Pilgrim a verla -dijo.
– ¿Y después?
– Después nos ocuparemos de que vuelvas al trabajo para que contestes tu maldito teléfono.
– No, quiero decir, ¿qué sucederá entre tú y Cordell?
Hizo una pausa, y su mirada se dirigió a la ventana, donde la luz del sol encendía el jarrón de lirios, haciendo resplandecer los pétalos.
– No lo sé.
– ¿Marquette te sigue molestando al respecto?
– Me advirtió que no me involucrara. Y tiene razón. No debería. Pero no puedo evitarlo. Eso me hace pensar que después de todo…
– ¿Que después de todo no eres Santo Tomás?
Dejó escapar una risa triste y asintió.
– No hay nada más aburrido que la perfección, Moore.
Él suspiró.
– Hay que tomar decisiones. Decisiones difíciles.
– Las decisiones importantes son siempre difíciles.
Reflexionó la frase por un momento.
– Tal vez no es mi decisión en absoluto -dijo-, sino la de ella.
Mientras se dirigía a la puerta, Rizzoli lo llamó:
– Cuando veas a Cordell, dile algo de mi parte. ¿Lo harás?
– ¿Qué quieres que le diga?
– Que la próxima apunte más arriba.
«No sé qué es lo que sucederá a continuación», pensó.
Manejaba hacia el este de Boston con la ventanilla abierta, y el aire que entraba se sentía más fresco que las últimas semanas. Un frente frío del Canadá había soplado durante la noche, y en esta vivificante mañana la ciudad olía limpia, casi pura. Pensó en Mary, en su querida y dulce Mary, y en todas las ligaduras que lo atarían para siempre a ella. Veinticinco años de matrimonio, con todos sus innumerables recuerdos. Los susurros en medio de la noche, los chistes privados, la historia. Sí, la historia. Un matrimonio está hecho de miles de cosas pequeñas, como asados quemados y una sesión de natación a medianoche, pero esas cosas pequeñas son las que funden a dos personas en una. Ellos habían estado juntos, y juntos habían llegado a la madurez. Ninguna otra mujer más que Mary tendría su pasado.
Pero era su futuro el que no tenía dueño.
«No sé lo que sucederá a continuación. Pero sí sé lo que me haría feliz. Y creo que también podría hacerla feliz a ella. En esta etapa de nuestras vidas, ¿podríamos pedir una bendición mejor que ésta?»
Con cada kilómetro que pasaba se quitaba una nueva capa de incertidumbre. Cuando por fin bajó del auto en el Centro Médico Pilgrim, pudo dar los pasos de un hombre seguro que sabe que ha tomado la decisión correcta.
Subió con el ascensor hasta el quinto piso, se registró en la estación de enfermería, y caminó por el pasillo hasta la habitación 523. Golpeó con suavidad y entró.
Peter Falco estaba sentado al lado de la cama de Catherine.
Este cuarto, como el de Rizzoli, olía a flores. La luz de la mañana inundaba la ventana de Catherine, bañando la cama y a su ocupante con un resplandor dorado. Ella dormía. Una botella de endovenosa colgaba sobre la cama, y la solución salina brillaba como diamante líquido a medida que goteaba por la cánula.
Moore se paró frente a Falco, y por un largo momento, los dos hombres no se hablaron.
Falco se adelantó para besar la frente de Catherine. Luego se puso de pie, y su mirada se encontró con la de Moore.
– Cuídela.
– Lo haré.
– Yo me ocuparé de que mantenga su promesa -dijo Falco saliendo de la habitación.
Moore tomó su lugar en la silla junto a la cama de Catherine y alcanzó su mano. Con reverencia apretó sus labios contra ella. Y repitió en un susurró:
– Lo haré.
Thomas Moore era un hombre que cumplía con sus promesas; cumpliría con ésta también.