Rizzoli contemplaba la grabación de la escena del crimen hecha en la habitación del hospital de Nina Peyton. La sangre arterial había brotado en un diseño celebratorio de ondulantes estrías. Continuaba su camino por el corredor hasta la sala de abastecimiento, donde había sido encontrado el cuerpo del policía. También ese umbral cruzaba el campo de grabación de la cinta. Allí dentro había un bosque de barras para vías intravenosas, estantes con papagayos y palanganas y cajas de guantes, todo atravesado por zigzagueantes líneas de sangre. Uno de los suyos había muerto en ese cuarto, y para cada integrante del Departamento de Policía de Boston, la cacería del Cirujano era ahora algo profunda e intensamente personal.
Ella se volvió hacia el oficial parado cerca.
– ¿Dónde está el detective Moore?
– Abajo, en la administración. Están buscando las grabaciones de seguridad del hospital.
Rizzoli miró a un lado y a otro del corredor, pero no logró ubicar ninguna cámara. No tendrían videos de este pasillo.
Se deslizó escaleras abajo hacia la sala de conferencias, donde Moore y dos enfermeras controlaban las grabaciones de seguridad. Nadie la miró pasar; todos estaban concentrados en el monitor de televisión, donde pasaban la cinta.
Pertenecía a la cámara frente a los ascensores del sector Cinco Oeste. En el video, la puerta del ascensor se abrió. Moore congeló la imagen.
– Allí -dijo-. Éste es el primer grupo en salir del ascensor después de que se pidió el código. Conté once pasajeros, y todos salieron apurados.
– Es lo previsible con un código azul -dijo la enfermera de guardia-. El anuncio se transmite por todo el sistema de parlantes del hospital. Se asume que todo el que esté disponible debe presentarse.
– Mire bien estas caras -dijo Moore-. ¿Los reconoce a todos? ¿Hay alguien allí que no debería estar?
– No puedo ver todas las caras. Salen del ascensor como en bloque.
– ¿Qué dices tú, Sharon? -preguntó Moore a la segunda enfermera.
Sharon se inclinó hacia la pantalla.
– Esas tres de ahí son enfermeras. Y los dos jóvenes, al costado, son estudiantes de medicina. Reconozco al tercer hombre de allí… -Señaló el extremo de la pantalla-. Es un ordenanza. Los demás me parecen familiares pero no conozco sus nombres.
– Está bien -dijo Moore con voz cansada-. Veamos el resto. Luego veremos la grabación de la cámara del hueco de la escalera.
Rizzoli se acercó hasta quedar parada tras la enfermera de guardia.
En la pantalla las imágenes retrocedieron hasta que se cerró la puerta del ascensor. Moore apretó reproducir y la puerta volvió a abrirse. Once personas salieron, moviéndose como un organismo de múltiples patas en su urgencia por llegar a tiempo para el código. Rizzoli vio el apremio en sus caras, y aun sin sonido, la sensación de estado crítico era evidente. Ese grupo de personas se desvaneció por el costado de la pantalla. La puerta del ascensor se cerró. Pasó un momento, y la puerta volvió a abrirse para descargar otro tropel de empleados. Rizzoli contó trece pasajeros. Hasta el momento un total de veinticuatro personas habían bajado en ese piso en el lapso de tres minutos; y eso, sólo considerando el ascensor. ¿Cuántos más habrían aparecido por las escaleras? Rizzoli observaba con sorpresa creciente. Los tiempos eran impecables. Pedir un código azul era como desatar una estampida. Con docenas de personal de todo el hospital convergiendo en Cinco Oeste, cualquiera que llevara un guardapolvos blanco podía colarse inadvertido. El asesino sin duda se habría ubicado en el extremo del ascensor, detrás de todo el resto. Habría tomado el recaudo de tener a alguien entre él y la cámara. Estaban detrás de alguien que sabía exactamente cómo funcionaba un hospital.
Observó el segundo grupo de pasajeros del ascensor desaparecer de cámara. Dos de las caras permanecían ocultas durante todo el desplazamiento.
Ahora Moore cambió las cintas, y la visión fue otra. Miraban la puerta que daba a la escalera. Por un momento nada sucedió. Cuando la puerta se abrió, un hombre de guardapolvos blanco pasó de largo.
– Lo conozco. Es Mark Noble, uno de los residentes -dijo Sharon.
Rizzoli sacó su cuaderno de espiral y apuntó el nombre.
La puerta volvió a abrirse, y emergieron dos mujeres, ambas en uniforme blanco.
– Ésa es Verónica Tam -dijo la enfermera de guardia, apuntando a la más baja de las dos-. Trabaja en Cinco Oeste. Estaba libre cuando se pidió el código.
– ¿Y la otra mujer?
– No lo sé. No se le ve bien la cara.
Rizzoli anotó:
10:48, cámara de las escaleras:
Verónica Tam, enfermera, Cinco Oeste.
Mujer desconocida, pelo negro, uniforme de laboratorio.
Un total de siete personas pasó por la puerta de la escalera. Las enfermeras reconocieron a cinco de ellas. En total Rizzoli contó treinta y una personas que habían llegado por el ascensor y las escaleras. Añadido al personal que trabajaba en ese piso, se estaban enfrentando al menos con cuarenta personas con acceso a Cinco Oeste.
– Ahora observen qué sucede mientras la gente se retira durante y después del código -dijo Moore-. Ahora no están apurados. Tal vez podamos reconocer algunas caras más y sus nombres. -Adelantó la cinta. En un rincón de la pantalla, el reloj avanzó ocho minutos. El código seguía adelante, pero ya el personal innecesario comenzaba a apartarse de la guardia. La cámara captó sólo seis espaldas que caminaban a la puerta de la escalera. Primero, dos varones estudiantes de medicina, seguidos un poco después por un tercer hombre no identificado, que salía solo. Luego se produjo una larga pausa, que Moore adelantó. Se vio a un grupo de cuatro hombres que salían juntos hacia las escaleras. La hora marcaba las 11:14. Para entonces el código había terminado oficialmente, y Herman Gwadowski había sido declarado muerto.
Moore cambió las cintas. Una vez más, miraban el ascensor.
Para el momento en que pasaron nuevamente toda la cinta, Rizzoli había escrito tres páginas de notas, detallando el número de llegadas durante el código. Trece hombres y diecisiete mujeres habían respondido a la emergencia. Ahora Rizzoli contaba cuántos aparecían después de finalizado el código.
Los números no cerraban.
Por fin Moore apretó el botón detener, y la pantalla quedó en blanco. Habían estado mirando el video por más de una hora, y las dos enfermeras se veían como impactadas por una explosión.
Cortando el silencio, la voz de Rizzoli pareció asustarlas a ambas.
– ¿Tienen algún empleado que trabaje en Cinco Oeste durante sus turnos? -preguntó.
La enfermera de guardia miró a Rizzoli. Parecía sorprendida de que otro policía se hubiera deslizado en el cuarto sin que ella lo notara.
– Hay un enfermero que llega a las tres. Pero no hay hombres durante mi turno.
– ¿Y no había ningún hombre trabajando en Cinco Oeste en el momento en que se pidió el código?
– Pudo haber residentes de cirugía en el piso. Pero no enfermeros.
– ¿Qué residentes? ¿Los recuerda?
– Siempre entran y salen, haciendo guardias. No tengo registro de ellos. Estamos ocupadas con nuestro propio trabajo. -La enfermera miró a Moore-. Necesitamos volver al piso.
Moore asintió.
– Pueden ir. Gracias.
Rizzoli esperó hasta que las enfermeras abandonaron la sala. Entonces le dijo a Moore:
– El Cirujano ya estaba en la guardia. Antes incluso de que se pidiera el código, ¿no?
Moore se levantó y se acercó a la videocasetera. Podía leer la ira en su lenguaje corporal, la manera en que sacaba la cinta de la máquina, la forma en que enterraba la otra cinta.
– Trece hombres llegaron a Cinco Oeste. Y se fueron catorce. Hay un hombre de más. Tiene que haber estado ahí todo el tiempo.
Moore apretó reproducir, la cinta de la escalera comenzó a girar nuevamente.
– Maldición, Moore. Crowe estaba a cargo de arreglar la vigilancia. Y ahora hemos perdido a nuestra única testigo.
No contestó, sino que contempló la pantalla, observando las figuras, ahora familiares, aparecer y desaparecer por la puerta de la escalera.
– Este asesino camina por las paredes -dijo ella-. Se esconde en el aire. Hay nueve enfermeras trabajando en ese piso, y ninguna de ellas se percató de su presencia. Estuvo con ellas todo ese maldito tiempo.
– Ésa es una posibilidad.
– ¿Entonces cómo hizo con el policía? ¿Por qué un policía se vería obligado a abandonar la puerta del paciente para entrar en la sala de abastecimiento?
– Tiene que ser alguien con quien estuviera familiarizado. O alguien que no representaba una amenaza.
Y en la excitación de un código, con todo el mundo angustiado por salvar una vida, era natural para un empleado del hospital dirigirse a la única persona parada en el pasillo: el policía. Era natural que le hubiera pedido ayuda al policía para algún asunto en la sala de abastecimiento.
Moore apretó pausa.
– Allí -dijo en voz baja-. Creo que ése es nuestro hombre.
Rizzoli miró con atención la pantalla. Era el hombre que había caminado solo hacia la escalera a principios del código. Sólo podían ver su espalda. Llevaba un abrigo blanco y un uniforme quirúrgico. Una estrecha franja de pulcro pelo castaño se hacía visible bajo su gorra. Tenía una constitución delgada, hombros para nada imponentes, y toda su postura se encorvaba hacia delante como un signo de interrogación humano.
– Éste es el único lugar en donde lo vemos -dijo Moore-. No lo pude localizar en la grabación del ascensor. Y tampoco lo vi ingresar por esta puerta de la escalera. Pero sí se retira por allí. Mira cómo empuja la puerta con su cadera, sin tocarla con las manos. Apuesto a que no dejó huellas en ninguna parte. Es demasiado cuidadoso. Y fíjate cómo se inclina hacia delante, como si supiera que está siendo filmado. Sabe que lo estamos buscando.
– ¿Tenemos alguna identificación?
– Ninguna de las enfermeras pudo decir quién era.
– Mierda, estaba en su piso.
– Igual que tanta gente. Todos estaban concentrados en salvar a Hermán Gwadoswski. Todos menos él.
Rizzoli se acercó a la pantalla de video, la mirada congelada sobre la solitaria silueta enmarcada por el pasillo blanco. A pesar de no verle la cara, sintió el escalofrío que le hubiera producido ver los ojos del diablo. «¿Eres el Cirujano?»
– Nadie recuerda haberlo visto -dijo Moore-. Nadie recuerda haber subido con él en el ascensor. Pero ahí está. Un fantasma que aparece y desaparece a voluntad.
– Se retiró a los ocho minutos de comenzada la emergencia -dijo Rizzoli, mirando la hora en la pantalla-. Había dos estudiantes de medicina que pasaron caminando justo delante de él.
– Sí, hablé con ellos. Tenían que asistir a una clase a las once. Por eso dejaron el código antes de tiempo. No notaron que este hombre los siguió hasta las escaleras.
– De modo que no tenemos testigos.
– Sólo la cámara.
Ella todavía estaba concentrada en la hora. A los ocho minutos del código. Trató de armar una coreografía en su mente. Caminar hacia el policía: diez segundos. Decirle que lo siga unos pasos por el corredor, hacia la sala de abastecimiento: treinta segundos. Cortarle la garganta: diez segundos. Salir, cerrar la puerta, entrar en la habitación de Nina Peyton: quince segundos. Despachar a la segunda víctima, salir. Treinta segundos. Eso sumaba dos minutos como máximo. Pero quedaban seis minutos. ¿Para qué utilizó ese tiempo de sobra? ¿Para limpiar? Había una gran cantidad de sangre; bien podría haberse salpicado con ella.
Tuvo tiempo suficiente para trabajar. La asistente de enfermería no descubrió el cuerpo de Nina hasta diez minutos después de que ese hombre, en la pantalla de video, caminara hacia la puerta de la escalera. Para entonces, ya podía estar a más de un kilómetro de distancia, en su auto.
«Una sincronización admirable. Este asesino se mueve con la exactitud de un reloj suizo».
Abruptamente se enderezó en la silla, con esta nueva convicción hormigueando en su interior como una descarga eléctrica.
– Lo sabía. Jesús, Moore, sabía que habría un código azul. -Ella lo miró y vio, por su serena reacción, que él también había llegado a esa conclusión-. ¿El señor Gwadowski recibió alguna visita?
– El hijo. Pero la enfermera estuvo en la habitación todo el tiempo. Y estaba allí cuando el paciente entró en código.
– ¿Qué sucedió inmediatamente antes del código?
– Cambió la bolsa de la vía intravenosa. Enviamos la bolsa para analizar.
Rizzoli volvió a mirar la pantalla de video, donde la imagen del hombre de guardapolvos blanco permanecía congelada.
– Esto no tiene sentido. ¿Por qué iba a asumir un riesgo semejante?
– Fue apenas una lavada de cara, para deshacerse de un cabo suelto: el testigo.
– ¿Pero exactamente de qué fue testigo Nina Peyton? Vio una cara enmascarada. Él sabía que no podría identificarlo. Sabía que prácticamente no representaba peligro. Sin embargo, pasó por todos estos inconvenientes para matarla. Se expuso a la posibilidad de ser capturado. ¿Qué es lo que gana con eso?
– Satisfacción. Finalmente concluyó su asesinato.
– Pero podía haberlo concluido en su casa, Moore. Dejó que Nina Peyton viviera esa noche. Lo que indica que planeaba terminarlo de esta manera.
– ¿En el hospital?
– Sí.
– ¿Con qué propósito?
– No lo sé. Pero me parece interesante que de todos los pacientes de ese pabellón, haya sido Herman Gwadowski el que eligió para divertirse. Un paciente de Catherine Cordell.
El localizador de Moore sonó. Mientras respondía a la llamada, Rizzoli volvió a concentrar su atención en la pantalla. Apretó reproducir, y observó al hombre de guardapolvos blanco acercarse a la puerta. Adelantó la cadera para golpear la hoja de la puerta, y pasó por ella. Ni una sola vez permitió que su cara se hiciera visible ante la cámara. Ella apretó rebobinar, y observó nuevamente la secuencia. Esta vez, mientras su cadera rotaba levemente, lo vio: el bulto bajo su uniforme blanco. Estaba del lado derecho, a la altura de su cintura. ¿Qué escondía allí? ¿Una muda de ropa? ¿Su equipo de asesinato?
Escuchó a Moore decir por teléfono:
– ¡No toques nada! Déjalo todo como está. Voy en camino.
Mientras apagaba, Rizzoli le preguntó:
– ¿Quién era?
– Catherine -dijo Moore-. Nuestro muchacho acaba de enviarle otro mensaje.
– Llegó con el correo interno del departamento -dijo Catherine-. En cuanto vi el sobre, supe que era de él.
Rizzoli observó a Moore colocarse un par de guantes. «Precaución inútil, -pensó-, ya que el Cirujano nunca deja huellas ni evidencia». Era un gran sobre marrón con una cuerda y un botón como cierre. Sobre la línea del extremo superior habían escrito en tinta azul: «Para Catherine Cordell. Salutaciones de cumpleaños de A. C».
«Andrew Capra», pensó Rizzoli.
– ¿No lo abriste? -preguntó Moore.
– No. Lo dejé allí, sobre mi escritorio. Y te llamé.
– Buena chica.
Rizzoli pensó que su respuesta era condescendiente, pero estaba claro que Catherine, que le dedicó una sonrisa tensa, no lo había tomado en ese sentido. Algo sucedía entre Moore y Catherine. Una mirada, una corriente tibia, que Rizzoli registraba con una dolorosa punzada de celos. «Estos dos han ido más lejos de lo que imaginaba».
– Parece vacío -dijo él. Con las manos enguantadas liberó el hilo del cierre. Rizzoli deslizó una hoja blanca sobre la abertura para atrapar su contenido. Él dobló la solapa y dio vuelta el sobre.
Unos sedosos cabellos castaño rojizo cayeron y se amontonaron en un brillante montón sobre la hoja de papel.
Un escalofrío recorrió la columna de Rizzoli.
– Parece pelo humano.
– Oh, Dios. Oh, Dios…
Rizzoli se dio vuelta y vio que Catherine retrocedía horrorizada. Rizzoli observó el pelo de Catherine, luego volvió a mirar los mechones que habían caído del sobre. «Es su pelo. Es el pelo de Cordell».
– Catherine. -Moore hablaba despacio, tratando de transmitirle su serenidad. -Es muy probable que no sea tuyo.
Ella le dirigió una mirada de pánico.
– ¿Y si lo es? ¿Cómo pudo…?
– ¿Tienes un cepillo en tu casillero de cirugía? ¿En tu oficina?
– Moore -dijo Rizzoli-. Mira estos cabellos. No fueron extraídos de un cepillo. Las raíces han sido cortadas. -Se volvió hacia Catherine-. ¿Quién le cortó el pelo por última vez, doctora Cordell?
Lentamente, Catherine se acercó a la superficie del escritorio y miró los mechones como si se tratara de una serpiente venenosa.
– Sé cuándo lo hizo -dijo con calma-. Lo recuerdo.
– ¿Cuándo?
– Fue esa noche… -Miró a Rizzoli con una expresión de estupor-. En Savannah.
Rizzoli colgó el teléfono y miró a Moore.
– El detective Singer lo confirmó. Le cortaron un mechón de pelo.
– ¿Por qué eso no apareció en el informe de Singer?
– Cordell no lo notó hasta el segundo día de hospitalización, cuando se miró al espejo. Como Capra estaba muerto, y no se había encontrado pelo en la escena del crimen, Singer asumió que el pelo había sido cortado por el personal del hospital. Tal vez durante el tratamiento de emergencia. La cara de Cordell estaba bastante hinchada, ¿recuerdas? Los médicos de emergencias deben de haberle cortado el pelo para despejar parte del cuero cabelludo.
– ¿Singer confirmó si fue alguien del hospital el que le cortó el pelo?
Rizzoli dejó a un lado su lápiz y suspiró.
– No. Nunca lo averiguó.
– ¿Lo dejó así? Nunca lo mencionó en su informe porque no tenía sentido.
– Bueno, no tiene sentido. ¿Por qué no se encontraron los pelos en la escena del crimen junto al cuerpo de Capra?
– Hay una larga parte de esa noche que Catherine no recuerda. El Rohypnol borró un fragmento importante de su memoria. Capra pudo haber dejado la casa. Pudo haber vuelto más tarde.
– Está bien. Ahora viene la pregunta más difícil. Capra está muerto. ¿Cómo terminó este recuerdo en manos del Cirujano?
Para esto, Moore no tenía respuesta. Dos asesinos, uno vivo y otro muerto. ¿Qué unía a estos dos monstruos? El eslabón entre ambos era algo más que mera energía psíquica; ahora asumía dimensiones físicas. Algo que de hecho podían ver y tocar.
Miró las dos bolsas con evidencia. Una llevaba la etiqueta: «Pelo desconocido». La segunda bolsa contenía una muestra de pelo de Catherine para comparar. Él mismo había cortado los cabellos y los había colocado en la bolsa. Ese pelo se convertía por cierto en un recuerdo tentador. El pelo era algo muy personal. Una mujer lo lleva puesto, duerme con él. Tiene fragancia, color y textura. La esencia misma de toda mujer. No le sorprendía que a Catherine le hubiera horrorizado descubrir que un hombre que no conocía poseyera una parte tan íntima de su persona. Saber que él los había cortado, olido, acostumbrándose a su esencia como un enamorado. «Ahora, el Cirujano conoce bien su olor», pensó.
Era cerca de la medianoche, pero sus luces estaban encendidas. A través de las cortinas corridas vio deslizarse su silueta, y supo que estaba despierta.
Moore caminó hacia el patrullero estacionado y se inclinó para charlar con los dos oficiales.
– ¿Algo para reportar?
– No salió del edificio desde que llegó. Camina bastante. Parece que tiene una noche intranquila.
– Voy a hablar con ella -dijo Moore, y se dio vuelta para cruzar la calle.
– ¿Se queda toda la noche?
Moore se detuvo. Se volvió rígido para mirar al policía.
– ¿Perdón?
– Si se va a quedar toda la noche. Porque si lo hace tendré que avisarles a los de la próxima ronda. Sólo para que sepan que es uno de los nuestros el que está arriba con ella.
Moore se tragó su furia. La pregunta del oficial era razonable, de modo que su reacción de ofendido había sido demasiado rápida.
«Porque sé cómo debe de verse mi actitud; caminando por su puerta a medianoche. Sé lo que debe de cruzarse por sus mentes. Es lo mismo que cruza por la mía».
En el momento en que entró en su departamento, vio la pregunta en sus ojos, y contestó con un sombrío ademán.
– Temo que el laboratorio lo ha confirmado. Fue tu pelo lo que envió.
Ella recibió la noticia en un silencio impávido.
Desde la cocina llegó el silbido de una pava. Ella se dio vuelta y salió del cuarto.
Mientras trababa la puerta, su mirada se detuvo en una brillante cerradura nueva. Cuan insustancial parecía ese acero templado, contra un oponente que podía caminar por las paredes. La siguió a la cocina y la observó apagar la hornalla bajo la tetera que chillaba. Ella tomó una caja de bolsas de té, lanzó una interjección de sorpresa al ver que éstos se desparramaban por la mesada. Un accidente tan nimio parecía tomar las dimensiones de un golpe abrumador. El postrarse sobre la mesada, las manos como garras, con los nudillos blancos contra los azulejos blancos, fue unasola acción. Luchaba por no llorar, por no desmoronarse ante sus ojos, y estaba perdiendo la batalla. La vio tomar una profunda bocanada de aire. Vio que sus hombros se elevaban, y que todo su cuerpo se concentraba en reprimir el sollozo.
No pudo tolerar ver esto por más tiempo. Se le acercó y la empujó contra él. La sostuvo mientras ella recibía el abrazo. Durante todo el día había pensado en tenerla así, y lo había deseado. No quería que fuera en estas circunstancias, con ella impulsada a sus brazos a causa del miedo. Él quería ser algo más que un refugio seguro, más que un hombre confiable a quien dirigirse.
Pero eso era exactamente lo que ella necesitaba ahora.
De modo que se cerró sobre su cuerpo, escudándola contra los terrores de la noche.
– ¿Por qué está sucediendo de nuevo? -susurró.
– No lo sé, Catherine.
– Es Capra.
– No, está muerto. -Él tomó su cara mojada, obligándola a mirarlo-. Andrew Capra está muerto.
Ella permaneció muy quieta en sus brazos, mirándolo a los ojos.
– ¿Entonces por qué el Cirujano me eligió a mí?
– Si alguien conoce esa respuesta, eres tú.
– No lo sé.
– No tal vez en un plano consciente. Pero tú misma dijiste que no recuerdas todo lo que sucedió en Savannah. No recuerdas haber disparado el segundo tiro. No recuerdas quién te cortó el pelo ni cuándo. ¿Qué más es lo que no recuerdas?
Ella sacudió la cabeza. Luego pestañeó, sorprendida, ante el sonido del localizador.
«¿Por qué no me dejan en paz?». Él cruzó hacia el teléfono sobre la pared de la cocina para contestar el llamado.
La voz de Rizzoli lo recibió con un tono que sonaba acusador.
– Estás en su casa.
– Buena deducción.
– No, identificador de llamadas. Es medianoche. ¿Acaso pensaste en lo que estás haciendo?
– ¿Para qué me buscabas? -dijo él irritado.
– ¿Ella está escuchando?
Él vio a Catherine salir de la cocina. Sin ella, el cuarto parecía de repente vacío. Desprovisto de todo interés.
– No -contestó.
– Estuve pensando en el pelo cortado. Sabes, hay una explicación más acerca de cómo lo recibió.
– ¿Y cuál sería?
– Ella se lo envió a sí misma.
– No puedo creer lo que estoy escuchando.
– Y yo no puedo creer que nunca se te haya cruzado por la cabeza.
– ¿Por qué motivo debería haberlo hecho?
– Por el mismo motivo que hace que algunos hombres vengan de la calle y confiesen asesinatos que nunca cometieron. ¡Mira toda la atención que consiguió con esto! Tu atención. Es medianoche, y tú estás allí, dando vueltas a su alrededor. No digo que el Cirujano no haya estado acosándola. Pero este asunto del pelo me obligó a retroceder y decir, ¡ajá! Es hora de mirar qué más está sucediendo. ¿Cómo consiguió el Cirujano ese pelo? ¿Se lo dio Capra hace dos años? ¿Cómo pudo hacer eso si yacía muerto sobre el piso de su dormitorio? Ya conoces las inconsistencias entre su declaración y el informe de la autopsia de Capra. Ambos sabemos que no dijo toda la verdad.
– Esa declaración le fue arrancada a fuerza de persuasión por el detective Singer.
– ¿Crees que él la indujo a contar esa historia?
– Piensa la presión bajo la cual estaba Singer. Cuatro asesinatos. Todos clamando por un arresto. Y encontró una hermosa y prolija solución: el asesino está muerto, disparado por su pretendida víctima. Catherine cerró el caso por él, aun si puso en boca de ella sus propias palabras. -Moore hizo una pausa-. Necesitamos saber qué sucedió realmente esa noche en Savannah.
– Ella es la única que estuvo allí. Y alega no recordar nada.
Moore levantó la vista cuando Catherine volvió a aparecer en la habitación.
– No todavía.