Dieciocho

Si Moore pensaba que el calor en Boston era insoportable, no estaba preparado para enfrentar Savannah. Salir del aeropuerto esa tarde fue como sumergirse en un baño caliente, y sintió que se movía a través de un líquido, con los miembros torpes mientras avanzaba hacia el estacionamiento de coches de alquiler, donde un aire acuoso flotaba sobre el pavimento. Para el momento en que se registró en el hotel su camisa estaba empapada de sudor. Se quitó la ropa, se acostó en la cama sólo para descansar unos pocos minutos y terminó por dormir toda la tarde.

Cuando despertó era de noche, y temblaba en la habitación demasiado fría. Se sentó en el borde de la cama con la cabeza embotada.

Sacó una camisa limpia de la valija, se vistió y abandonó el hotel.

Incluso por la noche el aire era como un vapor, pero manejó con la ventanilla abierta, aspirando los olores húmedos del sur. Aunque nunca antes había estado en Savannah, había oído hablar de sus encantos, de las bellas edificaciones antiguas y de los bancos de acero forjado y de Medianoche en el jardín del bien y del mal.

Pero esta noche no andaba en una recorrida de lugares turísticos. Se dirigía a un domicilio particular en el rincón norte de la ciudad. Era un barrio agradable de casas pequeñas pero arregladas, con galerías en el frente, jardines tapiados y árboles que desplegaban sus ramas. Encontró por fin la calle Ronda y se detuvo frente a la casa. Adentro las luces estaban encendidas, y pudo ver el resplandor azulado de un televisor.

Se preguntó quién viviría ahora allí, y si los actuales ocupantes conocerían la historia de esa casa. Cuando apagaban las luces por la noche, y se metían en la cama, ¿pensarían tal vez en lo que había sucedido en esa misma habitación? ¿Escucharían, acostados en la cama, los ecos de terror que todavía reverberaban en esas paredes?

Una silueta pasó por la ventana; una mujer, delgada y de pelo largo. Muy parecida a Catherine.

Ahora la veía a ella en su mente. El joven en la galería, golpeando la puerta principal. La puerta abriéndose, derramando una luz dorada en la oscuridad. Catherine de pie allí, rodeada por un halo de esa luz, invitando a pasar al colega que conocía del hospital, sin sospechar jamás los horrores que tenía preparados para ella.

«Y la segunda voz, el segundo hombre, ¿cuándo apareció?»

Moore se quedó allí por largo tiempo, estudiando la casa, observando las ventanas y los arbustos. Bajó del auto y caminó por la vereda, para recorrer los costados de la casa. La ligustrina era frondosa y densa, y no pudo ver a través de ella el patio de atrás. En la acera de enfrente se encendió la luz de una galería. Se volvió y vio a una fornida mujer parada en la ventana, mirándolo fijo. Se llevaba el auricular del teléfono a la oreja.

Volvió a su auto y se alejó. Había otra dirección que quería ver. Estaba cerca de la universidad estatal, un par de kilómetros al sur. Se preguntó cuántas veces Catherine habría hecho el mismo camino, y si esa pequeña pizzería a la izquierda, o aquella lavandería a la derecha eran lugares que frecuentaba. Dondequiera que mirase, le parecía ver su cara, y eso lo perturbaba. Significaba que les permitía a sus emociones mezclarse con la investigación, y a nadie beneficiaría con eso.

Llegó a la calle que estaba buscando. Tras unas pocas cuadras, se detuvo en lo que debería haber sido el domicilio. Lo que encontró fue simplemente un terreno baldío, lleno de malezas. Esperaba encontrar allí un edificio, perteneciente a la señora Stella Poole, una viuda de cincuenta y ocho años. Tres años atrás, la señora Poole había alquilado su apartamento del primer piso a un residente de cirugía llamado Andrew Capra, un joven tranquilo que siempre pagaba en fecha su alquiler.

Bajó de su auto y se detuvo en la acera por donde Andrew Capra seguramente había caminado. Paseó la vista a un lado y a otro de la calle del barrio de Andrew Capra. Estaba a unas pocas cuadras de la universidad estatal, y asumió que muchas de las casas de esa calle serían alquiladas a estudiantes; inquilinos a corto plazo que posiblemente desconocían la historia de su infame vecino.

El viento sacudió un aire espeso, y no le gustaron los olores que traía. Era el olor húmedo de la descomposición. Levantó la vista hacia un árbol frente al viejo patio de Andrew Capra, y vio un manojo de musgo que caía desde una rama. Sintió un escalofrío y pensó: «extraña planta», recordando una grotesca celebración de Halloween en su infancia en la que un vecino, creyendo que sería algo divertido asustar a los pequeños que pedían golosinas, ató una soga alrededor del cuello de un espantapájaros y lo colgó de un árbol. El padre de Moore se puso lívido cuando vio eso. Inmediatamente se abalanzó hacia la puerta del vecino e ignorando sus protestas cortó la soga y bajó al espantapájaros.

Moore sintió ahora el mismo impulso de trepar al árbol y arrancar ese musgo que se balanceaba.

En lugar de eso volvió a su auto y manejó de vuelta al hotel.


El detective Mark Singer colocó una caja de cartón sobre la mesa y se sacudió el polvo de las manos con un aplauso.

– Ésta es la última. Nos llevó todo el fin de semana ubicarlas, pero están todas aquí.

Moore consideró la docena de cajas de evidencia alineadas sobre ia mesa y dijo:

– Debería traer una bolsa de dormir y mudarme aquí.

Singer se rió.

– Seguramente, si es que espera estudiar cada pedazo de papel que hay dentro de esas cajas. Nada sale del edificio, ¿entendido? La fotocopiadora está al final del pasillo, sólo ingrese su nombre y el organismo donde trabaja. El baño está por allá. La mayor parte del tiempo encontrará roscas y café en el cuarto de la brigada. Si toma alguna rosca, el muchacho seguramente valorará que le deslice un par de monedas en el tarro. -Aunque se lo decía con una sonrisa, Moore entendió el mensaje subyacente en ese lento arrastrar sureño de palabras: «Tenemos nuestras reglas básicas, y hasta ustedes, los buenos muchachos de Boston, tienen que respetarlas».

A Catherine no le había gustado este policía, y Moore entendía por qué. Singer era más joven de lo que esperaba, aunque no llegaba a los cuarenta; un musculoso, competente por demás, que no recibiría críticas con demasiada simpatía. Sólo puede haber un perro líder por jauría, y por el momento, Moore dejó que Singer fuera ese perro.

– Estas cuatro cajas de acá son las carpetas de control de la investigación -dijo Singer-. Es posible que quiera empezar por ahí. Las carpetas con el índice de concordancias están en aquella caja; las carpetas con los archivos están en ésta. -Caminó a lo largo de la mesa, dando palmadas sobre las cajas a medida que hablaba-. Y ésta contiene las carpetas de Atlanta sobre Dora Ciccone. Son sólo fotocopias.

– ¿Los originales los tiene el Departamento de Policía de Atlanta?

Singer asintió.

– La primera víctima y la única que él mató allí.

– Ya que son fotocopias, ¿podría llevarme esa caja para estudiar el material en el hotel?

– Siempre que las traiga de vuelta. -Singer suspiró, mirando todas las cajas-. Sabe, no estoy seguro de qué es lo que usted cree que está buscan-do. Nunca hubo un caso más claro que éste. En todos sus detalles. Tenemos el ADN de Capra. Tenemos concordancia de fibras. Tenemos los tiempos. Capra vive en Atlanta, Dora Ciccone es asesinada en Atlanta. Él se muda a Savannah y nuestras damas comienzan a aparecer muertas. Siempre estaba en el lugar indicado a la hora indicada.

– Yo no cuestioné ni por un minuto que Capra fuese su hombre.

– ¿Entonces por qué ahora viene a desenterrar esto? Parte de este material tiene hasta tres o cuatro años de antigüedad.

Moore advirtió un tono defensivo en su voz, y supo que la clave con él sería la diplomacia. El mínimo indicio de que Singer había cometido errores durante la investigación de Capra, de que había pasado por alto el detalle vital de que Capra tenía un socio, y no habría esperanzas de cooperación por parte del Departamento de Policía de Savannah.

Moore eligió una respuesta que de ningún modo implicaba una acusación.

– Tenemos la teoría de que hay un imitador -dijo-. Nuestro asesino de Boston parece ser un admirador de Capra. Está reproduciendo sus crímenes con un nivel de detalle espeluznante.

– ¿Y cómo hizo para enterarse de los detalles?

– Pueden haberse tratado mientras Capra todavía estaba vivo.

Singer pareció relajarse. Incluso se rió.

– Un club de admiradores de enfermos hijos de puta, ¿no? Maravilloso.

– Y ya que nuestro asesino está íntimamente familiarizado con la obra de Capra, yo también necesito estarlo.

Singer señaló la mesa.

– Lo tiene todo a su disposición, entonces.

Una vez que Singer abandonó la sala, Moore revisó las etiquetas de las cajas de evidencia. Abrió una marcada: IC-1. Registros de control del Departamento de Investigaciones de Savannah. Adentro había tres carpetas acordeón con cada bolsillo agotando su capacidad. Y ésta era sólo una de las cuatro cajas IC. La primera carpeta acordeón contenía los informes ocasionales de tres ataques en Savannah, declaraciones de testigos y autorizaciones. La segunda carpeta acordeón guardaba las fichas de los sospechosos, notas sobre estadísticas criminales e informes de laboratorio. Tan sólo en esa primera caja había lo suficiente como para mantenerlo leyendo todo el día.

Y le quedaban aún once cajas.

Comenzó revisando el informe final de Singer. Una y otra vez se sorprendía por lo irrecusable que era la evidencia contra Andrew Capra. Había un total de cinco ataques documentados, cuatro de ellos fatales. La primera víctima era Dora Ciccone, asesinada en Atlanta. Un año más tarde, los asesinatos se reanudaban en Savannah. Tres mujeres en un año: Lisa Fox, Ruth Voorhees y Jennifer Torregrossa.

Los asesinatos terminaron cuando Capra fue muerto en el dormitorio de Catherine Cordell.

En cada caso se había encontrado esperma en la vulva de la víctima, y el ADN concordaba con el de Capra. Unos pelos encontrados en la escena del crimen de Fox y de Torregrossa concordaban con los de Capra. La primera víctima, Ciccone, fue asesinada en Atlanta el mismo año que Capra terminaba su último año de la Facultad de Medicina en la Universidad Emory de Atlanta.

Los asesinatos siguieron a Capra a Savannah.

Cada trazo de evidencia tejía un apretado patrón, y su material parecía indestructible. Pero Moore recordó que sólo estaba leyendo una síntesis del caso, que reunía todos los elementos que favorecían las conclusiones de Singer. Los detalles contradictorios debían de haber quedado fuera. Eran esos mismos detalles, las pequeñas pero significativas inconsistencias, las que esperaba descubrir en estas cajas de evidencia. Adentro de alguna de ellas, pensó, el Cirujano había dejado sus huellas.

Abrió la primera carpeta acordeón y comenzó a leer.

Cuando finalmente se levantó de su silla tres horas más tarde y estiró su espalda encorvada, ya era el mediodía y apenas comenzaba a escalar esa montaña de papel. Ni siquiera había captado un soplo del olor del Cirujano. Caminó alrededor de la mesa, mirando las etiquetas de las cajas que todavía no había abierto, y localizó una que decía: 12 Fox-Torregrossa-Voorhees-Cordell. Recortes de Diario-Videos-Misc.

Abrió la caja y encontró media docena de cintas de video encima de una gruesa pila de carpetas. Sacó un video rotulado: Casa de Capra. Estaba fechado el 16 de junio. El día posterior al ataque de Catherine.

Encontró a Singer en su escritorio, comiendo un sandwich. Uno especial con una abultada montaña de roast beef. El escritorio solo le decía bastante sobre Singer. Estaba ordenado a la enésima potencia; las pilas de papel alineadas con las esquinas perfectas. Un policía seguramente grandioso para los detalles pero con quien trabajar debía de ser un verdadero martirio.

– ¿Hay alguna reproductora de video que pueda utilizar? -dijo Moore.

– La tenemos bajo llave.

Moore esperó, sin molestarse en pronunciar su siguiente pedido a causa de su obviedad. Con un suspiro dramático, Singer buscó en su escritorio las llaves y se puso de pie.

– Supongo que la necesita ahora, ¿no es verdad?

En el cuarto de almacenamiento, Singer sacó el mueble con la reproductora y la televisión y la empujó hasta la sala en la que Moore estaba trabajando. Enchufó los cables y apretó los botones de encendido con un gruñido de satisfacción cada vez que algo funcionaba.

– Gracias -dijo Moore-. Es probable que la necesite por unos días.

– ¿Ya tenemos grandes revelaciones? -No había manera de confundirse acerca de la nota de sarcasmo en su voz.

– Apenas comienzo.

– Veo que tiene el video de Capra. -Singer sacudió la cabeza-. Hombre, sí que había cosas raras en esa pocilga.

– Pasé por esa dirección anoche. Ahora sólo hay un descampado.

– El edificio se quemó hace un año. Después de Capra, la propietaria no consiguió alquilar el departamento de arriba. Así que comenzó a cobrar las visitas, y aunque no lo crea hubo una buena cantidad de interesados. Ya sabe, los enfermos que siguen a Anne Rice y van a adorar la guarida de un monstruo. Diablos, hasta la propietaria misma era extraña.

– Necesitaría hablar con ella.

– No podrá a menos que sepa hablar con los muertos.

– ¿El incendio?

– ¡La criatura chamuscada! -Singer se rió-. El fumar es perjudicial para la salud. Seguro que ella lo comprobó.

Moore esperó a que Singer saliera. Luego insertó la cinta de la Casa de Capra en la ranura de la reproductora.

Las primeras imágenes eran del exterior, a la luz del día, tomadas desde el frente de la casa donde había vivido Capra. Moore reconoció el árbol con la mata de musgo. La casa en sí era poco agradable: una caja de dos pisos que necesitaba una mano de pintura. La voz invisible del camarógrafo daba la fecha, la hora y el lugar. Se identificó como el detective de Savannah Spiro Pataki. A juzgar por la cualidad de la luz, Moore adivinó que el video había sido tomado a primeras horas de la mañana. La cámara recorrió la calle, y vio pasar a un corredor que miró con curiosidad hacia la lente. El tránsito era pesado (¿la hora pico de la mañana?) y unos pocos vecinos estaban parados en la acera, mirando fijo al camarógrafo.

Ahora la lente volvía meciéndose a la casa y se acercaba a la puerta principal con los consabidos saltos de las cámaras manuales. Una vez dentro, el detective Pataki recorría brevemente el primer piso, donde vivía la propietaria, la señora Poole. Moore entrevió unas alfombras descoloridas, muebles oscuros, un cenicero rebasado de colillas. El hábito fatal de una futura criatura chamuscada. La cámara avanzó por unas escaleras estrechas, y a través de una puerta con una enorme cerradura que daba al departamento de Andrew Capra.

Moore sentía claustrofobia con sólo mirar. El segundo piso había sido dividido en dos cuartos chicos, y quienquiera que hubiese hecho ese arreglo debía de tener un acuerdo especial con la fábrica de paneles de madera. Todas y cada una de las paredes estaban cubiertas con paneles oscuros. La cámara avanzaba por un pasillo tan estrecho que ésta parecía abrirse paso dificultosamente a través de un túnel.

– Dormitorio a la derecha -dijo Pataki a la cámara, adelantando la lente por la puerta para captar una breve imagen de dos camas de una plaza prolijamente tendidas, una mesa de luz y una cómoda. Todo los muebles que cabían en esa borrosa cueva.

– Vamos hacia la parte de atrás de la sala -dijo Pataki mientras la cámara saltaba una vez más hacia el túnel. Emergió a un cuarto más amplio donde circulaban otras personas con aspecto sombrío. Moore divisó a Singer junto a un armario. Allí estaba la acción.

La cámara enfocó a Singer.

– Esta puerta estaba cerrada con candado -dijo Singer, apuntando al candado roto-. Tuvimos que hacer saltar las bisagras. Adentro encontramos esto. -Abrió la puerta del armario, y tiró de la cadenita de la luz.

La cámara se desenfocó por unos instantes, y luego volvió a ajustarse abruptamente, de modo que la imagen volvía a llenar la pantalla con sorprendente nitidez. Era una foto en blanco y negro de la cara de una mujer, los ojos muy abiertos y sin vida, el cuello cortado tan profundamente que el cartílago traqueal quedaba al descubierto.

– Creo que es Dora Ciccone -dijo Singer-. Está bien, ahora enfoca esto.

La cámara se movió a la derecha. Otra fotografía, otra mujer.

– Éstas parecen ser fotografías tomadas post mórtem a cada una de las cuatro víctimas. Creo que estamos viendo las imágenes de la muerte de Dora Ciccone, Lisa Fox, Ruth Voorhees y Jennifer Torregrossa.

Era la galería de fotos privada de Andrew Capra. Un retiro en el que podía revivir el placer de sus matanzas. Lo que Moore encontraba más perturbador que las imágenes mismas eran los espacios blancos que quedaban libres en la pared, y el pequeño paquete de tachuelas que descansaba sobre el estante. Había espacio de sobra para más cosas.

La cámara saltó de forma mareante fuera del armario, y volvió nuevamente al cuarto más grande. Pataki recorría lentamente el lugar, capturando con la cámara un sillón, un televisor, un escritorio y un teléfono. Estantes llenos de libros de medicina. La cámara continuaba su recorrida hasta llegar al lugar de la cocina. Enfocó la heladera. Moore se adelantó, con la garganta repentinamente seca. Ya sabía lo que contenía la heladera, pero de todos modos advirtió cómo se aceleraba su pulso, y el estómago se le revolvió de pánico mientras veía a Singer caminar hasta la heladera. Singer se detuvo y miró a la cámara.

– Esto es lo que encontré adentro -dijo, y abrió la puerta.

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