Veintitrés

– Va a mantenerla con vida por un tiempo -dijo el doctor Zucker-. De la misma forma en que mantuvo a Nina Peyton viva por un día entero. Ahora tiene la situación bajo su absoluto control. Puede tomarse todo el tiempo que quiera.

Rizzoli sintió un escalofrío mientras consideraba lo que eso significaba, «todo el tiempo que quiera». Consideró cuántas terminaciones nerviosas sensibles poseía el cuerpo humano, y se preguntó cuánto dolor puede soportarse antes de que la muerte muestre su compasión. Recorrió con la mirada la sala de conferencias, y vio que Moore dejaba caer la cabeza entre sus manos. Se veía enfermo, agotado. Era pasada la medianoche, y los desconcertados rostros que veía alrededor de la mesa de conferencias estaban pálidos. Rizzoli estaba parada fuera de ese círculo, con la espalda contra la pared. La mujer invisible, a la que nadie reconocía; la dejaban escuchar, pero no participar. Restringida a efectuar únicamente tareas administrativas, privada de su arma de servicio, ahora era poco más que una observadora en un caso que conocía mejor que cualquiera de los que estaban sentados a la mesa.

La mirada de Moore voló en dirección a ella, pero miraba a través de ella, no a ella. Como si no quisiera mirarla.

El doctor Zucker resumía todo lo que sabían sobre Warren Hoyt. El Cirujano.

– Ha estado trabajando para esta meta exclusiva por largo tiempo -dijo Zucker-. Ahora que la ha alcanzado, va a prolongar el placer todo lo posible.

– ¿Entonces Cordell fue siempre su meta? -dijo Frost-. ¿Las otras víctimas sólo fueron un ejercicio?

– No, también le brindaron placer. Lo mantuvieron controlado, ayudándolo a liberar la tensión sexual mientras trabajaba en la conquista de su premio. En cualquier cacería, la excitación del depredador es más intensa cuanto más dificultosa es la presa. Y Cordell probablemente no era una mujer fácil de atrapar. Siempre estaba alerta, siempre era cuidadosa con la seguridad. Se atrincheraba detrás de cerraduras y sistemas de alarma. Evitaba las relaciones íntimas. Pocas veces salía por la noche, salvo para trabajar en el hospital. Era la presa más desafiante que persiguió, y la que más deseaba. Hizo aún más difícil la cacería haciéndole saber que ella era la presa. Utilizó el terror como parte del juego. Quería que ella lo sintiera acercándose. Las otras mujeres sólo constituyeron una fachada. Cordell era el acontecimiento principal.

– Es -dijo Moore con la voz tensa de furia-. No está muerta todavía.

La sala de pronto quedó en silencio, con todos los ojos puestos en Moore.

Zucker asintió, con su calma gélida intacta.

– Gracias por corregirme.

Marquette dijo:

– ¿Ha leído los reportes de su trayectoria?

– Sí -dijo Zucker-. Warren era hijo único. Aparentemente un niño adorado, nacido en Houston. El padre era científico espacial; y no bromeo. Su madre provenía de una antigua familia dedicada al petróleo. Ambos están muertos ahora. De modo que Warren fue bendecido con estos inteligentes genes y el dinero de la familia. No hay registros de conducta criminal durante su niñez. No hay arrestos ni multas de tránsito, nada que resaltara demasiado. Salvo por ese único incidente en la Facultad de Medicina, en el laboratorio de anatomía, no encontré otros signos de advertencia. No hay pistas que me digan que estaba destinado a ser un depredador. En todos los sentidos era un muchacho perfectamente normal. Amable y confiable.

– Promedio -dijo Moore en voz baja-. Común.

Zucker asintió.

– Éste es un muchacho que nunca llamó la atención, que nunca alarmó a nadie. Es el más temible asesino de todos, porque no hay patología, ni diagnóstico psiquiátrico. Él es como Ted Bundy. Inteligente, organizado, y en la superficie, bastante funcional. Pero tiene una peculiaridad personal: disfruta torturando mujeres. Es alguien con quien uno podría trabajar todos los días. Y nunca sospecharíamos nada cuando nos mira a los ojos, sonriéndonos, mientras piensa en alguna forma nueva y creativa para arrancarnos las tripas.

Temblando ante el siseo de la voz de Zucker, Rizzoli miró alrededor de la sala. «Lo que dice es verdad. Veo a Barry Frost todos los días. Parece ser un tipo agradable. Felizmente casado. Nunca una actitud desagradable. Pero no tengo idea de lo que está pensando en realidad».

Frost captó su mirada, y se ruborizó.

Zucker continuó.

– Tras el incidente en la Facultad de Medicina, Hoyt fue forzado a retirarse. Ingresó en una programa de entrenamiento de técnica médica, y siguió a Andrew Capra hasta Savannah. Según parece, su sociedad se prolongó por varios años. Los registros de las aerolíneas y las tarjetas de crédito indican que viajaron juntos en varias oportunidades. A Grecia e Italia. A México, donde ambos ofrecieron servicio voluntario en una clínica rural. Era la alianza de dos cazadores. Hermanos de sangre que compartían las mismas fantasías violentas.

– La sutura catgut -dijo Rizzoli.

Zucker le devolvió una mirada intrigada.

– ¿Cómo?

– En los países del Tercer Mundo, todavía se utiliza sutura catgut en cirugía. Así es como consiguió su reserva.

Marquette asintió.

– Puede que ella tenga razón.

«Tengo razón», dijo Rizzoli, aguijoneada por el resentimiento.

– Cuando Cordell mató a Andrew Capra -dijo Zucker-, ella destruyó al equipo asesino perfecto. Borró a la única persona de la que Hoyt se sentía cerca. Y es por eso que ella se convirtió en su principal meta. En su principal víctima.

– Si Hoyt estaba en la casa la noche en que Capra murió, ¿por qué no la mató en ese momento? -preguntó Marquette.

– No lo sé. Hay muchas cosas de esa noche en Savannah que sólo Hoyt sabe. Lo que nosotros sí sabemos es que se mudó a Boston hace dos años, al poco tiempo que Catherine Cordell vino para aquí. Al año, Diana Sterling aparecía muerta.

Por fin Moore habló con una voz poseída.

– ¿Cómo lo encontraremos?

– Podemos mantener su departamento bajo vigilancia, pero no creo que regrese allí pronto. No es su guarida. No es allí donde se deja llevar por sus fantasías. -Zucker se recostó contra el respaldo, con la mirada perdida. Tratando de encontrar las palabras e imágenes para lo que sabía de Warren Hoyt-. Su verdadera guarida debe de ser un lugar que mantiene al margen de su vida cotidiana. Un lugar al que se retira en el anonimato, posiblemente bastante alejado de su departamento. Puede ser que no esté alquilado a su nombre.

– Si alquilas un lugar, tienes que pagar por él -dijo Frost-. Podemos rastrear el dinero.

Zucker asintió.

– Sabrán que es su guarida cuando la encuentren, porque allí estarán sus trofeos. Los recuerdos que tomó de sus asesinatos. Es posible que incluso haya preparado su cubil como un lugar para llevar eventualmente a sus víctimas. La última cámara de tortura. Es un lugar donde la privacidad debe estar asegurada, donde no será interrumpido. Un edificio apartado. O un apartamento que esté bien aislado de ruidos.

«Así nadie podrá escuchar a Cordell gritar», pensó Rizzoli.

– En este lugar puede convertirse en la criatura que realmente es. Puede sentirse relajado y desinhibido. Nunca dejó semen en ninguna de las escenas del crimen, lo que me indica que tiene la capacidad de retrasar su gratificación sexual hasta que está en un lugar seguro. Su guarida parece ser ese lugar. Probablemente la visita de tanto en tanto, para volver a experimentar el estremecimiento de la carnicería. Para mantenerse controlado entre un asesinato y otro. -Zucker miró alrededor de la sala-. Allí es donde llevó a Catherine Cordell.


Los griegos lo llaman dere, lo que señala la parte delantera del cuello, o la garganta, y es la parte más hermosa y más vulnerable de la anatomía de una mujer. En la garganta laten la vida y el aliento, y bajo la lechosa piel blanca de Ifigenia, las venas azules deben de haber palpitado presionadas por la punta del cuchillo de su padre. ¿Acaso Agamenón se habrá detenido a admirar las delicadas líneas del cuello de su hija mientras Ifigenia yacía sobre el altar? ¿O por el contrario estudió los puntos posibles para elegir el mejor donde su filo debía penetrar la piel? Si bien angustiado por el sacrificio, en el instante en que su cuchillo se hundió, ¿no habrá sentido apenas el levísimo hormigueo en sus entrañas, una vibración de placer sexual mientras hundía la hoja en su carne?

Hasta los antiguos griegos, con sus horrendas historias de padres que devoran a sus hijos o hijos que se acuestan con sus madres, no mencionan tales detalles de depravación. No necesitan hacerlo; es una de esas secretas verdades que todos comprendemos sin ayuda de palabras. De todos aquellos soldados que permanecían con expresiones pétreas y los corazones endurecidos frente a los gritos de una doncella, de aquellos que observaban a Ifigenia desnuda, y su cuello de cisne preparado para recibir el cuchillo, ¿cuántos soldados habrán sentido un inesperado calor placentero fluyendo entre sus entrañas? ¿Cuántos habrán sentido que su miembro se ponía duro? ¿Cuántos de ellos volverían a mirar el cuello de una mujer sin sentir la necesidad de cortarlo?


Su garganta es tan pálida como debe de haberlo sido la de Ifigenia. Se ha protegido del sol, como toda pelirroja debe hacerlo, y sólo aparecen unas cuantas pecas que arruinan la traslúcida cualidad de su piel de alabastro.En estos dos años, ha mantenido su cuello impecable para mí. Es un gesto que aprecio.

He esperado pacientemente a que recobrara el conocimiento. Sé que ahora ella está despierta y pendiente de mí, porque su pulso se ha acelerado. Toco su garganta, en el hueco justo encima del esternón, y ella aspira profundamente. No libera el aire mientras tanteo el costado de la garganta, siguiendo el curso de su arteria carótida. Su pulso aumenta, levantando la piel con temblores rítmicos. Siento la textura de su transpiración bajo mi dedo. Ha florecido como niebla sobre su piel, y su cara resplandece con su brillo. Mientras recorro con la mano el ángulo de su mandíbula, ella finalmente deja escapar el aliento; surge como un lloriqueo sofocado por la tela adhesiva que le tapa la boca. No es característico de mi Catherine ese lloriqueo. Las otras eran estúpidas gacelas, pero Catherine es una tigresa, la única que devolvió el golpe e hizo correr sangre.

Ella abre los ojos y me mira, y compruebo que finalmente entiende que he ganado. Ella, la más valiosa de todas, ha sido conquistada.

Despliego mis instrumentos. Hacen un placentero ruido metálico mientras los ordeno sobre la bandeja de metal junto a mi cama. La siento mirándome, y sé que su mirada es atraída por el agudo reflejo del acero inoxidable. Ella sabe para qué sirve cada uno, y por cierto ha utilizado muchos de esos instrumentos en varias ocasiones. El retractor es para separar los bordes de una incisión. El hemostato es para cerrar tejidos y vasos sanguíneos. Y el escalpelo, bueno, ambos sabemos para qué se utiliza un escalpelo.

Coloco la bandeja cerca de su cabeza, de modo que ella pueda ver, y contemplar, lo que viene a continuación. No tengo que decir una palabra; el resplandor de los instrumentos lo dice todo.

Toco su panza desnuda y los músculos abdominales se ponen tensos. Es una panza virginal, sin ninguna clase de cicatriz que arruine su plana superficie. La hoja cortará su piel como manteca.

Levanto el escalpelo, y aprieto su punta contra su abdomen. Ella toma una bocanada de aire y abre muy grandes los ojos.

Una vez vi la fotografía de una cebra en el momento en que los colmillos de un león se hundían en su garganta, y los ojos de la cebra se ponían en blanco a causa del terror mortal. Es una imagen que nunca olvidaré. Ésa es la mirada que veo ahora en los ojos de Catherine.


«Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios».

La respiración de Catherine rugía al entrar y salir de sus pulmones mientras sentía la punta del escalpelo cortando su piel. Empapada de sudor, cerró los ojos temiendo el dolor que estaba a punto de experimentar. Un sollozo le cerró la garganta, un clamor a los cielos pidiendo misericordia, al menos para una muerte rápida, pero no esto. No el corte de la carne.

Entonces el escalpelo se retiró.

Ella abrió los ojos y lo miró a la cara. Tan común, tan olvidable. Un hombre que ella habría visto docenas de veces, y que nunca había registrado. Sin embargo lo conocía. Había rondado por los bordes de su mundo, y él la había colocado en el centro luminoso de su propio universo, mientras él la rodeaba por fuera, invisible en la oscuridad.

«Y nunca supe que estaba allí».

Depositó el escalpelo sobre la bandeja. Y con una sonrisa dijo:

– No todavía.

Sólo cuando salió del cuarto ella comprendió que el tormento sería postergado, y dejó escapar un seco resoplido de alivio.

De modo que éste era su juego. Prolongar el terror, prolongar el placer. Por lo pronto la mantendría viva, dándole tiempo para contemplar lo que vendría después.

«Cada minuto viva es otro minuto para escapar».

El efecto del cloroformo se había disipado, y ella estaba totalmente alerta, con la mente a toda velocidad alimentada por el poderoso combustible del pánico. Yacía con las piernas extendidas sobre una cama con cabecera de hierro. Su ropa le había sido quitada; las muñecas y los tobillos estaban atados a los barrotes con tela adhesiva. Aunque forcejeó y tironeó de las ataduras hasta que sus músculos temblaron de fatiga, no pudo liberarse. Cuatro años atrás, en Savannah, Capra había utilizado cuerdas de nailon para atarle las muñecas, y ella se las había ingeniado para zafar una mano; el Cirujano no repetiría el mismo error.

Empapada de sudor, y demasiado cansada para seguir forcejeando, se concentró en lo que la rodeaba.

Una sola bombilla desnuda colgaba sobre la cama. El olor a tierra y a piedra húmeda le indicaron que estaba en un sótano. Al girar la cabeza pudo distinguir, justo encima del círculo de luz, la superficie cobriza de los cimientos de piedra.

Unos pasos resonaron arriba, y ella oyó el arrastrarse de las patas de una silla. Piso de madera. Una casa vieja. Arriba había un televisor encendido. Ella no podía recordar cómo había llegado hasta ese cuarto ni cuánto tiempo había viajado en auto. Debían estar a kilómetros de distancia de Boston, en un lugar donde a nadie se le ocurriría mirar.

El brillo de la bandeja atrajo su mirada. Ella miró fijo la disposición de los instrumentos, prolijamente colocados para el procedimiento a punto de llevarse a cabo. Infinidad de veces ella misma había manipulado esos instrumentos, considerándolos herramientas de curación. Con escalpelos y pinzas había extirpado tumores y balas, había restañado hemorragias de arterias cortadas y había drenado cavidades torácicas sumergidas en la sangre. Ahora observaba, aturdida, las herramientas que había utilizado para salvar vidas, y vio los instrumentos de su propia muerte. Los había dejado cerca de la cama, para que ella pudiera estudiarlos, y contemplar el filo de navaja del escalpelo, los dientes de acero de los hemostatos.

«No te dejes llevar por el pánico. Piensa. Piensa».

Cerró los ojos. El miedo era como algo vivo que cerraba sus tentáculos alrededor de su cuello.

«Ya lo venciste una vez. Puedes volver a hacerlo».

Sintió que una gota de transpiración se deslizaba por su pecho, hacia el colchón húmedo de sudor. Había una salida. Tenía que haber una salida, una manera de contraatacar. La otra alternativa era demasiado terrible de considerar.

Abrió los ojos y miró con atención la bombilla encima de ella y concentró su mente aguda como una hoja de escalpelo en qué hacer a continuación.

Recordaba lo que Moore le había dicho: que el Cirujano se alimentaba con el terror. Que atacaba a mujeres dañadas, a mujeres que habían sido víctimas.

Mujeres ante quienes se sentía superior.

«No me matará hasta que me haya conquistado».

Aspiró una profunda bocanada de aire, comprendiendo ahora qué clase de juego era el que había que jugar.

«Lucha contra el miedo. Asume la furia. Demuéstrale que no importa lo que te haga, tú no puedes ser vencida».

«Ni siquiera en la muerte».

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