Como médica, Catherine Cordell había visto la muerte tantas veces que su rostro le resultaba familiar. Había mirado la cara de un paciente y observado su vida apagándose en sus ojos, volviéndolos vacíos y vidriosos. Había visto la piel palidecer hasta el gris, el alma en retirada, escurriéndose como la sangre. La práctica de la medicina es tanto sobre la muerte como sobre la vida, y Catherine hacía tiempo que había conocido a la muerte en los restos de un paciente que comenzaba a enfriarse. No les tenía miedo a los cadáveres.
Sin embargo, cuando Moore dobló en la calle Albany y ella vio el bien mantenido edificio de ladrillos de la Oficina Forense, sus manos comenzaron a transpirar.
Él estacionó en un predio detrás del edificio, cercano a una camioneta blanca con las palabras «Estado de Massachusetts, Oficina Forense» impresas en un costado. Ella no quería bajar del auto, y sólo cuando Moore lo rodeó para abrirle la puerta, finalmente salió.
– ¿Estás preparada para esto? -preguntó.
– No es lo que más deseo -admitió-. Pero terminemos con el asunto.
Aunque había presenciado docenas de autopsias, no estaba del todo preparada para el olor de la sangre y los intestinos puncionados que la asaltó mientras se acercaban al laboratorio. Por primera vez en su carrera como médica, pensó que se descompondría ante la visión del cuerpo.
Un hombre mayor, con los ojos protegidos por una antiparra plástica, se volvió para mirarlos. Ella reconoció al médico forense, el doctor Tierney Ashford, a quien había visto en una conferencia de patología forense seis meses atrás. Las fallas de un médico cirujano eran a menudo temas que terminaban sobre la mesa de autopsias del doctor Tierney, y ella había hablado con él por última vez hacía un mes, en relación con las perturbadoras circunstancias que habían rodeado la muerte de un niño con el bazo roto. La amable sonrisa del doctor Tierney contrastaba en forma notable con los guantes estriados de sangre que llevaba puestos.
– ¡Doctora Cordell! Es bueno volver a verla. -Hizo una pausa, como si la ironía de esa declaración lo hubiera impactado-. Aunque hubiera sido mejor en otras circunstancias.
– Ya comenzó a cortar -observó Moore desconcertado.
– El teniente Marquette quiere respuestas inmediatas -dijo Tierney-. Cuando los policías disparan, la prensa se les prende de la garganta.
– Pero yo llamé precisamente para concertar esta visita.
– La doctora Cordell ya ha visto otras autopsias. Esto no es nada nuevo para ella. Sólo déjenme terminar con esta escisión y ella podrá echarle un vistazo a la cara.
Tierney concentró su atención en el abdomen. Terminó de separar con el escalpelo el intestino delgado y lo depositó en un recipiente de acero. Luego se apartó de la mesa y le hizo a Moore un gesto de asentimiento.
– Adelante.
Moore tocó el brazo de Catherine. Ella se acercó a duras penas al cadáver. Al principio se concentró en la incisión abierta. Un abdomen abierto era territorio conocido, los órganos como marcas impersonales, fragmentos de tejido que podían pertenecer a cualquier extraño. Los órganos no implicaban significación emocional alguna, no portaban el sello personal de la identidad. Ella podía estudiarlos con el ojo frío de una profesional, y así lo hizo, notando que el estómago, el páncreas y el hígado estaban en su lugar, a la espera de ser removidos en un solo bloque. La incisión en Y, extendida desde el cuello hasta el pubis, revelaba a la vez el pecho y la cavidad abdominal. El corazón y los pulmones ya habían sido extirpados, dejando el tórax como un recipiente vacío. Sobre la pared del pecho se hacían visibles dos agujeros de bala, uno que entraba justo arriba de la tetilla izquierda, el otro unas pocas costillas más abajo. Ambas balas debían de haber penetrado por el tórax, perforando tanto el corazón como el pulmón. En el abdomen superior izquierdo aparecía incluso una tercera herida que llegaba directo hacia donde debería haber estado el bazo. Otra herida catastrófica. Quienquiera que le hubiera disparado a Pacheco pretendía matarlo.
– ¿Catherine? -dijo Moore, y ella advirtió que había estado callada por demasiado tiempo.
Respiró profundo, inhalando el olor de la sangre y de la carne helada. Ya estaba al tanto de la patología interna de Karl Pacheco; era el momento de enfrentar su cara.
Ella vio el pelo negro. Una cara delgada, la nariz afilada como una hoja de cuchillo. Músculos de la mandíbula flácidos, la boca abierta. Dientes parejos. Por último miró los ojos. Moore no le había contado casi nada sobre este hombre, a excepción de cómo se llamaba y el hecho de que había sido muerto por la policía mientras se resistía al arresto. «¿Eres el Cirujano?», pensó.
Los ojos, con las córneas nubladas por la muerte, no revolvieron ningún recuerdo. Ella estudió su cara, tratando de percibir algún trazo de maldad todavía agazapado en el cuerpo de Karl Pacheco, pero no sintió nada. Este envase mortal estaba vacío, y no quedaba en él ningún trazo de su antiguo ocupante. Ella dijo:
– No conozco a este hombre. -Y caminó fuera de la sala.
Lo esperaba parada junto a su auto cuando Moore salió del edificio. Sus pulmones se habían ensuciado con el aire hediondo de la sala de autopsias, y ahora tomaba bocanadas de aire tórrido y caliente como si quisiera limpiarse la contaminación. Aunque estaba sudando, el frío del aire acondicionado del edificio se había instalado en sus huesos hasta la médula.
– ¿Quién era Karl Pacheco? -preguntó.
Él miró en dirección al Centro Médico Pilgrim, escuchando el lamento de una ambulancia que se aproximaba.
– Un depredador sexual -dijo-. Un hombre que cazaba mujeres.
– ¿Era el Cirujano?
Moore suspiró.
– Parece que no.
– Pero pensaste que podía serlo.
– El ADN lo asociaba con Nina Peyton. Hace dos meses la atacó sexualmente. Pero no tenemos evidencias que lo conecten con Elena Ortiz o con Diana Sterling. Nada que lo relacione con las vidas de estas mujeres.
– O con la mía.
– ¿Estás segura de no haberlo visto antes?
– De lo único que estoy segura es de no recordarlo.
El sol había calentado el auto a temperatura de horno, y se quedaron con las puertas abiertas, esperando que el interior se templara. Mirando a Moore por sobre el techo del auto, ella notó lo cansado que estaba. Su camisa ya tenía manchones de sudor. Una buena manera de pasar su tarde de sábado, llevando en auto a un testigo a la morgue. En muchos sentidos, los policías y los médicos llevaban vidas similares. Trabajaban largas horas, en empleos en los que no existía el silbato de las cinco de la tarde. Veían a la humanidad en sus horas más oscuras y dolorosas. Presenciaban pesadillas, y aprendían a vivir con esas imágenes.
«¿Y qué imágenes tendrá él?, -se preguntó mientras la llevaba a su casa-. ¿Cuántas caras de víctimas, cuántas escenas de asesinatos estarán almacenadas como fotografías en su cabeza?» Ella era tan sólo un elemento de su caso, y se preguntaba por todas las otras mujeres, vivas o muertas, que habrían llamado su atención.
Detuvo el auto frente a su edificio y apagó el motor. Ella levantó la vista hasta la ventana de su apartamento y pareció reacia a salir del vehículo. A abandonar su compañía. Habían pasado tanto tiempo juntos en los últimos días que se había acostumbrado a apoyarse en su fortaleza y en su bondad. De haberse conocido en circunstancias más felices, tan sólo su aspecto atractivo le hubiera resultado llamativo. Ahora lo que más le importaba no era su atractivo, ni siquiera su inteligencia, sino lo que había en su corazón. Era un hombre en quien podía confiar.
Consideró sus próximas palabras, y hacia dónde podían dirigirla esas palabras. Y decidió que no le importaban un comino las consecuencias.
Dócilmente preguntó:
– ¿Quieres pasar a tomar un trago?
Él no contestó de inmediato, y ella sintió que su cara enrojecía mientras su silencio asumía una significación intolerable. Él luchaba por tomar una decisión; él también entendía lo que estaba sucediendo entre ellos dos, y no sabía bien qué hacer al respecto. Cuando finalmente la miró y dijo «Sí, quisiera pasar», ambos sabían que era algo más que un trago lo que tenían en mente.
Caminaron hasta la puerta de la recepción y él pasó su brazo alrededor de Catherine. Esa mano apoyada casualmente sobre su hombro era algo más que un gesto de protección, pero el calor de su tacto, y la respuesta de ella a éste, la hicieron confundirse al pulsar la clave de seguridad. La anticipación la volvía lenta y torpe. Escaleras arriba, destrabó las cerraduras de la puerta de su departamento con manos temblorosas, y finalmente entraron en la deliciosa atmósfera templada de su casa. Moore sólo se detuvo lo suficiente para cerrar la puerta y girar los cerrojos.
Y luego la tomó en sus brazos.
Había pasado mucho tiempo desde que ella se dejara abrazar. Alguna vez la sola idea de las manos de un hombre sobre su cuerpo la había llenado de pánico. Pero en el abrazo de Moore, el pánico era lo último que se le podía cruzar por la cabeza. Respondió a sus besos con una necesidad que los sorprendió a ambos. Privada de amor por tanto tiempo, había perdido todo sentido de ansia. Únicamente ahora, mientras cada parte de sí volvía a la vida, recordó cómo se sentía el deseo, y sus labios buscaron los de él con la avidez de una mujer hambrienta. Fue ella quien lo arrastró por el pasillo hacia el dormitorio, besándolo por el camino. Fue ella quien le desabrochó la camisa y la hebilla del cinturón. Él supo, supo de alguna manera que no podía ser un agresor que la asustara. Que para esto, para su primera vez, ella debía dirigir los movimientos. Pero no pudo disimular su erección, y ella la sintió mientras bajaba el cierre, mientras sus pantalones caían al piso.
Él dirigió sus manos hacia los botones de su blusa y se detuvo, buscando su mirada. La forma en que lo miró, el sonido de su respiración agitada, no le dejaron dudas de que era esto lo que ella quería. La blusa se abrió lentamente, y se deslizó sobre sus hombros. El corpiño cayó al piso en un susurro. Lo hizo con la mayor delicadeza, no arrancándole sus defensas, sino como una liberación bienvenida. Una liberación. Ella cerró los ojos y suspiró de placer mientras él se inclinaba para besarle el pecho. No era un ataque, sino un acto de adoración.
Y así, por primera vez en dos años, Catherine permitió que un hombre le hiciera el amor. No hubo pensamientos sobre Andrew Capra mientras ella y Moore yacían juntos en la cama. No hubo ramalazos de pánico ni los temibles recuerdos retornaron mientras se quitaban lo que les quedaba de ropa, mientras el peso de él la apretaba contra el colchón. Lo que otro hombre le había hecho era un acto tan brutal que no podía conectarse con este momento ni con este cuerpo que la habitaba. La violencia no es sexo, y el sexo no es amor. Amor era lo que ella sentía ahora mientras Moore penetraba en ella, sosteniendo su cara entre las manos, mirándola a los ojos. Había olvidado el placer que puede ofrecer un hombre, y se perdió en el instante, experimentando un gozo tal que le hizo pensar que lo hacía por primera vez.
Estaba oscuro cuando ella despertó en sus brazos. Lo sintió moverse, y lo escuchó preguntarle:
– ¿Qué hora es?
– Ocho y cuarto.
– ¡Dios! -Lanzó una risa de asombro y giró sobre su espalda-. No puedo creer que hayamos dormido toda la tarde. Supongo que me puse al día con el sueño.
– No has estado durmiendo demasiado, por otra parte.
– ¿Quién necesita dormir?
– Hablas como un médico.
– Algo que tenemos en común -dijo, y su mano recorrió lentamente su cuerpo-. Ambos hemos estado privados por mucho tiempo…
Se quedaron inmóviles por un momento. Luego él preguntó en voz baja:
– ¿Cómo estuvo?
– ¿Quieres saber lo buen amante que eres?
– No. Quiero saber cómo te resultó a ti. El hecho de que te tocara.
Ella sonrió.
– Fue bueno.
– ¿No hice nada malo? ¿Te asusté?
– Me has hecho sentir segura. Eso es lo que más necesito. Sentirme segura. Creo que eres el único hombre que ha logrado entender eso. El único hombre en el que siento que puedo confiar.
– Algunos hombres son confiables.
– Sí, pero, ¿quiénes? Nunca lo sé.
– Nunca lo sabes hasta que se presenta la ocasión. Será el que aparezca ante tus narices.
– Entonces creo que nunca lo encontraré. He escuchado decir a otras mujeres que apenas le dices a un hombre lo que te pasó, apenas utilizas la palabra violación, los hombres se alejan. Como si fuésemos productos fallados. Los hombres no quieren oír hablar de eso. Prefieren el silencio a la confesión. Pero el silencio se extiende. Lo abarca todo, hasta que no puedes hablar de nada. Todo en la vida se convierte en un tema tabú.
– Nadie puede vivir de esa manera.
– Es la única forma en que las demás personas pueden tolerar estar cerca de nosotras. Si mantenemos el silencio. Pero incluso aunque no hable de ello, está allí.
Él la besó, y ese acto sencillo fue más íntimo que cualquier acto de amor, porque llegaba tras la confesión.
– ¿Te quedarás conmigo esta noche? -susurró.
Sintió su aliento cálido sobre su pelo.
– Si me dejas invitarte a cenar.
– Oh, me olvidé por completo de la comida.
– Es la diferencia entre hombre y mujer. Un hombre nunca se olvida de comer.
Sonriendo, ella se sentó.
– Tú prepara los tragos, entonces. Yo te alimentaré.
Él mezcló dos martínis, y dieron unos sorbos mientras ella armaba una ensalada y colocaba unos bifes sobre la plancha. «Comida masculina», pensó divertida. Carne roja para el nuevo hombre en su vida. El acto de cocinar nunca le había parecido tan placentero como esta noche, con Moore sonriendo mientras le alcanzaba el salero y el pimentero, su cabeza zumbando con el alcohol. Tampoco podía recordar la última vez que la comida le había sabido tan buena. Era como si acabara de emerger de una botella sellada y experimentara la vibración de los sabores y olores por primera vez.
Comieron en la mesa de la cocina y tomaron vino. Su cocina, con los azulejos blancos y los aparadores blancos, de repente pareció iluminarse con nuevos colores. El rubí del vino, la crocante lechuga verde, las servilletas de tela azul cuadriculada. Y Moore sentado frente a ella. Alguna vez había pensado en él como alguien incoloro, como otro de los hombres sin rasgos que pasaban de largo por una calle de la ciudad, meros trazos de pincel sobre una tela plana. Sólo ahora lo veía en su totalidad, con la cálida aspereza de su piel, la red de arrugas risueñas alrededor de sus ojos. Todas las encantadoras imperfecciones de una cara bien curtida.
«Tenemos toda la noche», pensó, y la expectativa de lo que tenían por delante atrajo una sonrisa a sus labios. Se levantó y extendió una mano hacia él.
El doctor Zucker detuvo la cinta de video de la sesión del doctor Polochek y se volvió hacia Moore y Marquette.
– Puede ser un recuerdo falso. Cordell creó una segunda voz que no existe. Vean, ése es el problema con la hipnosis. La memoria es algo fluido. Puede ser alterada y reescrita para encajar con ciertas expectativas. Ella acudió a esa sesión creyendo que Capra tenía un socio. Y en el acto aparece ese recuerdo. Una segunda voz. Otro hombre en la casa. -Zucker sacudió la cabeza-. No es confiable.
– No es sólo su memoria la que sustenta la posibilidad de un segundo individuo -dijo Moore-. Nuestro sospechoso envió pelos que sólo pudieron haber sido recogidos en Savannah.
– Ella dice que el pelo fue recogido en Savannah -señaló Marquette.
– ¿Tú tampoco le crees?
– El teniente señala un punto válido -dijo Zucker-. Esta vez nos enfrentamos a una mujer emocionalmente frágil. Incluso a dos años del ataque, puede no estar del todo estable.
– Es una cirujana.
– Sí, y funciona bien en su lugar de trabajo. Pero está lastimada. Tú lo sabes. El ataque dejó su huella.
Moore se mantuvo en silencio, pensando en el primer día que conoció a Catherine. Lo preciso de sus movimientos, siempre controlados. Una persona distinta de la chica despreocupada que apareció durante la sesión de hipnosis, la joven Catherine calentándose al sol en la cabaña de sus abuelos. Y la noche anterior, esa gozosa y joven Catherine había resurgido entre sus brazos. Había estado allí todo el tiempo, atrapada en esa quebradiza cascara, esperando a que la liberaran.
– ¿Entonces qué hacemos con esta sesión de hipnosis? -preguntó Marquette.
– No digo que ella no lo crea -dijo Zucker-. Que no lo recuerde vividamente. Es como decirle a un niño que hay un elefante en el patio de atrás. Tras un rato, el chico lo cree con tanta intensidad que puede describir la trompa del elefante, los fardos de paja que come. El colmillo roto. La memoria se vuelve realidad. Aun si nunca sucedió.
– No podemos descartar totalmente ese recuerdo -dijo Moore-. Puedo creer que Cordell no sea confiable, pero es ella el centro de interés de nuestro asesino. Lo que comenzó Capra, sus acosos, sus asesinatos, no se ha detenido. La ha perseguido hasta aquí.
– ¿Un imitador? -dijo Marquette.
– O un socio -dijo Moore-. Hay antecedentes.
Zucker asintió.
– Las sociedades de asesinos no son para nada inusuales. Pensamos en los asesinos seriales como lobos solitarios, pero cerca de un cuarto de los asesinatos seriales se llevan a cabo entre socios. Henry Lee Lucas tenía uno. Kenneth Bianchi tenía el suyo. Eso les facilita mucho las cosas. El secuestro, el control. La cacería cooperativa; en suma, lo que asegura el éxito de la empresa.
– Los lobos cazan en manada -dijo Moore-. Tal vez Capra lo hizo así.
Marquette tomó el control remoto de la reproductora de video, apretó rebobinar, y luego reproducir. Sobre la pantalla de televisión, Catherine aparecía sentada con los ojos cerrados y los brazos colgando.
¿Quién dice esas palabras, Catherine? ¿Quién dice «es mi turno, Capra»?
No lo sé. No conozco su voz.
Marquette apretó pausa y la cara de Catherine quedó congelada sobre la pantalla. Miró a Moore.
– Hace más de dos años que fue atacada en Savannah. Si él era socio de Capra, ¿por qué esperó tanto para volver por ella? ¿Por qué está sucediendo ahora?
Moore asintió.
– Me pregunto lo mismo. Creo que sé la respuesta. -Abrió la carpeta que había llevado para la reunión y sacó una hoja arrancada del Boston Globe-. Esto apareció diecisiete días antes del asesinato de Elena Ortiz. Es un artículo acerca de mujeres cirujanas en Boston. Un tercio de él está dedicado a Cordell. A su éxito. A sus logros. Además hay una foto suya en colores. -Le alcanzó la hoja a Zucker.
– Esto es interesante -dijo Zucker-. ¿Qué es lo que ve cuando mira esta foto, detective Moore?
– Una mujer atractiva.
– ¿Y además de eso? ¿Qué le dicen su postura, su expresión?
– Me hablan de confianza. -Moore hizo una pausa-. Y de distancia.
– Eso es lo que yo también veo. Una mujer en la cima de su juego. Una mujer intocable. Los brazos cruzados, el mentón en alto. Fuera del alcance de la mayoría de los mortales.
– ¿Adónde quiere llegar con eso? -preguntó Marquette.
– Piensen en lo que produce eso en nuestro asesino. Mujeres dañadas, contaminadas por la violación. Mujeres simbólicamente destruidas. Y aquí aparece Catherine Cordell, la mujer que mató a su socio, Andrew Capra. Ella no parece lastimada. No se ve como una víctima. No, en esta foto aparece como una conquistadora. ¿Qué piensan que habrá sentido cuando vio esta foto? -Zucker miró a Moore.
– Enojo.
– No sólo enojo, detective. Furia desatada, descontrolada. Cuando dejó Savannah, la siguió hasta Boston, pero no puede acceder a su casa porque ella está protegida. De modo que se toma su tiempo, matando otros blancos. Probablemente se imagina a Cordell como una mujer traumada. Una criatura sobrehumana a la espera de ser cosechada como víctima. Entonces un día abre el diario, y se encuentra cara a cara no con la víctima, sino con esta puta conquistadora. -Zucker le devolvió el artículo a Moore-. Nuestro muchacho está tratando de bajarle los humos. Y utiliza el terror para eso.
– ¿Y cuál sería su meta final? -dijo Marquette.
– Reducirla a un nivel en el que pueda volver a manejarla. Sólo ataca a mujeres que actúan como víctimas. Mujeres que han sido tan humilladas y lastimadas que no le representan una amenaza. Y si de hecho Andrew Capra fue su socio, entonces nuestro asesino tiene una motivación más: venganza por lo que ella destruyó.
Marquette dijo:
– ¿Entonces a dónde vamos con esta teoría del socio oculto?
– Si Capra tenía un socio -dijo Moore-, entonces esto nos lleva de vuelta a Savannah. Aquí estamos con las manos vacías. Hasta ahora hemos realizado cerca de mil entrevistas, sin que apareciera ningún sospechoso viable. Creo que es momento de echar un vistazo a todos los que estuvieron asociados con Andrew Capra. Ver si alguno de esos nombres reaparece aquí en Boston. Frost ya está en el teléfono con el detective Singer, el que dirigió el caso en Savannah. Puede volar hasta allí y supervisar la evidencia.
– ¿Por qué Frost?
– ¿Por qué no?
Marquette miró a Zucker.
– ¿No estamos buscando una aguja en un pajar?
– A veces es posible encontrar una aguja en un pajar.
Marquette asintió.
– Está bien. Hagamos lo de Savannah.
Moore se levantó para retirarse pero se detuvo cuando Marquette dijo:
– ¿Puedes quedarte un minuto? Necesito hablar contigo. -Esperaron hasta que Zucker dejara la oficina, luego Marquette cerró la puerta y dijo-: No quiero que vaya el detective Frost.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Porque quiero que seas tú el que vaya a Savannah.
– Frost está listo para hacerlo. Ya lo preparé para eso.
– No se trata de Frost, se trata de ti. Necesitas alejarte un poco de este caso.
Moore se quedó callado; sabía a dónde se dirigía.
– Has estado pasando mucho tiempo con Catherine Cordell -dijo Marquette.
– Ella es la clave de la investigación.
– Demasiadas noches en compañía de ella. Estuviste con ella el martes a medianoche.
«Rizzoli. Rizzoli sabía eso».
– Y el sábado te quedaste con ella. ¿Qué es exactamente lo que está sucediendo?
Moore no dijo nada. ¿Qué podía decir?
«Sí, me pasé de la raya. Pero no puedo evitarlo».
Marquette se hundió en la silla con una mirada de profundo desencanto.
– No puedo creer que tenga que hablar de esto contigo. Contigo, de entre todas las personas. -Suspiró-. Llegó el momento de que te apartes. Pondremos a otra persona para que se haga cargo de ella.
– Pero ella confía en mí.
– ¿Eso es todo lo que hay entre ustedes dos, confianza? Lo que yo escuché va un poco más lejos que la confianza. No necesito aclararte lo inapropiado que es esto. Mira, ambos hemos visto suceder esto a otros policías. Nunca funciona. Tampoco funcionará ahora. Ahora mismo ella te necesita, y resulta que tú estás a mano. Ustedes se calientan y se ponen pesados por un par de semanas, por un mes. Luego ambos despiertan una mañana y ¡bam!, todo terminó. Y ella saldrá herida o tú saldrás herido. Y todos lamentarán que haya sucedido.
Marquette hizo una pausa, a la espera de su respuesta. Moore no tenía ninguna.
– Dejando de lado las cuestiones personales -continuó Marquette-, esto complica la investigación. Y es un jodido papelón para toda la unidad. -Agitó bruscamente su brazo en dirección a la puerta-. Ve a Savannah. Y mantente alejado de una puta vez de Cordell.
– Tengo que explicarle a ella que…
– Ni siquiera la llames. Nos ocuparemos de que reciba el mensaje. Asignaré a Crowe en tu lugar.
– No a Crowe -dijo Moore tajante.
– ¿A quién, entonces?
– A Frost. -Moore suspiró-. Que sea Frost.
– Está bien, Frost. Ahora ve a tomar el avión. Todo lo que necesitas para que las cosas se aplaquen es salir de la ciudad. Seguramente estás furioso conmigo ahora. Pero sabes que lo único que te estoy pidiendo es que hagas lo correcto.
Moore lo sabía, y le resultaba doloroso que se lo enfrentara a un espejo de su propio comportamiento. Lo que veía en ese espejo era a Santo Tomás el caído, impelido por sus propios deseos. Y la verdad lo llenaba de furor, porque no podía luchar contra ella. No lo podía negar. Se las arregló para sostener su silencio hasta salir de la oficina de Marquette, pero cuando vio a Rizzoli sentada a su escritorio, no pudo contener su ira por más tiempo.
– Felicitaciones -dijo-. Has conseguido lo que querías. Se siente bien hacer correr sangre, ¿no?
– ¿Te parece?
– Le contaste a Marquette.
– Ah, sí, si lo hice, no seré el primer policía que delata a su compañero.
Era una salida punzante, que obtuvo el efecto deseado. En un silencio glacial se dio vuelta y se alejó.
Al salir del edificio, se detuvo bajo la galería techada, desolado ante la idea de no ver a Catherine esa noche. Sin embargo, Marquette tenía razón; así era como debía ser. Como debería haber sido desde el principio: una cuidadosa distancia entre ambos, ignorando las fuerzas de atracción. Pero ella se sentía vulnerable, y él, con bastante necedad, se había dejado atraer por eso. Tras años de caminar por la vía estrecha y recta, se encontraba nuevamente en un terreno poco familiar, un lugar perturbador dominado no por la lógica, sino por la pasión. No se sentía cómodo en este nuevo mundo. Y tampoco sabía cómo encontrar la salida.
Catherine permaneció en el auto reuniendo valor para entrar en el One Schroeder Plaza. Toda esa tarde, a través de una sucesión de citas clínicas, había pronunciado las acostumbradas bromas mientras examinaba pacientes, consultaba a sus colegas y lidiaba con las enojosas pero insignificantes situaciones que surgían en el curso de un día de trabajo en su vida. Pero sus sonrisas habían sido huecas, y detrás de su máscara cordial acechaba una grieta por la que se colaba la desesperación. Moore no le devolvía los llamados, y no sabía por qué. Apenas una noche juntos y ya algo andaba mal entre los dos. Por fin bajó del auto y caminó hasta las oficinas del Departamento de Policía de Boston.
Aunque ya había estado una vez allí para la sesión con el doctor Polochek, el edificio le seguía dando la impresión de una fortaleza prohibida a la que ella no pertenecía. Esa impresión fue subrayada por un oficial vestido de civil que la miró desde detrás del mostrador de recepción.
– ¿Puedo ayudarla? -preguntó sin cordialidad ni antipatía.
– Busco al detective Thomas Moore, de Homicidios.
– Déjeme llamar arriba. ¿Su nombre, por favor?
– Catherine Cordell.
Mientras hacía el llamado, ella esperó en la recepción, sintiendo cómo la avasallaban tanto el mármol pulido como todos esos hombres uniformados o de civil que al pasar le lanzaban miradas curiosas. Éste era el universo de Moore, y ella era una extraña allí, aventurándose en un lugar donde hombres recios la observaban y las armas brillaban en sus fundas. De pronto supo que había cometido un error, que nunca debería haber ido hasta allí, y comenzó a caminar hacia la salida. Justo cuando cruzaba la puerta, una voz la llamó.
– ¿Doctora Cordell?
Ella se dio vuelta y reconoció al rubio de sonrisa suave y cara agradable que acababa de salir del ascensor. Era el detective Frost.
– ¿Por qué no subimos? -le dijo.
– Vengo a ver a Moore.
– Sí, lo sé. Por eso vine a recibirla. -Se dirigió hacia el ascensor-. ¿Subimos?
En el segundo piso la condujo hacia el pasillo, a la Unidad de Homicidios. Ella no había estado antes en este sector, y le sorprendió lo mucho que se parecía a cualquier oficina ajetreada, con sus computadoras y escritorios agrupados. Él le señaló una silla y ella se sentó. Sus ojos eran afables. Él podía sentir su incomodidad en ese lugar extraño, y trató de que se relajara.
– ¿Una taza de café? -preguntó.
– No, gracias.
– ¿Puedo traerle alguna otra cosa? ¿Una gaseosa? ¿Un vaso de agua?
– Estoy bien.
Él también tomó asiento.
– Entonces. ¿De qué quería hablar, doctora Cordell?
– Esperaba ver al detective Moore. Pasé toda la mañana en el quirófano, y pensé que tal vez había estado tratando de localizarme…
– En realidad… -Frost se detuvo, sin poder disimular su mirada de inquietud-. Le dejé un mensaje a su secretaria alrededor del mediodía. De ahora en adelante, tendrá que tratar conmigo sus preocupaciones. No con el detective Moore.
– Sí, recibí el mensaje. Sólo quería saber… -Se tragó las lágrimas-. Quería saber el porqué de este cambio.
– Es para… eh… ajustar la investigación.
– ¿Qué quiere decir?
– Necesitamos que Moore se concentre en otros aspectos del caso.
– ¿Quién lo decidió?
Frost se veía cada vez más incómodo.
– En realidad no lo sé, doctora Cordell.
– ¿Fue Moore?
Hubo otra pausa.
– No.
– Entonces no es que él no quiera verme más.
– Estoy seguro de que no es ése el caso.
No sabía si le decía la verdad o sencillamente trataba de calmarla. Notó que dos detectives del gabinete cercano la observaban, y se ruborizó con un repentino furor. ¿Acaso todos menos ella sabían la verdad? ¿Era lástima lo que veía en sus ojos? A lo largo de toda la mañana había paladeado los recuerdos de la noche pasada. Había esperado el llamado de Moore, anhelando oír su voz y confirmar que él pensaba en ella. Pero no había llamado.
Y por la tarde le habían pasado el mensaje de Frost de que en el futuro debía dirigir a él sus inquietudes.
Todo lo que pudo hacer fue mantener la cabeza en alto y contener las lágrimas mientras preguntaba:
– ¿Hay alguna razón por la que no pueda hablar con él?
– Temo que no está en la ciudad en este momento. Se marchó esta tarde.
– Ya veo. -Entendió, sin que se lo aclarara, que eso era todo lo que podía revelarle. No preguntó a dónde había partido Moore ni tampoco cómo localizarlo. Ya se había expuesto lo suficiente al acercarse hasta allí, y ahora el orgullo la dominaba. En estos últimos dos años, la poderosa energía del orgullo había constituido su fuente principal de fortaleza. La había mantenido en marcha, día tras día, dispuesta a rechazar el manto de víctima. Los que la veían de afuera sólo encontraban una fría competencia y distanciamiento afectivo, porque eso era todo lo que se permitía demostrar.
«Sólo Moore me vio como realmente soy. Lastimada y vulnerable. Y éste es el resultado. Es por eso que no debo volver a ser débil».
Cuando se levantó para marcharse, su columna estaba rígida, y su mi-rada fija. Al salir de la oficina, pasó por el escritorio de Moore. Lo supo al ver la placa con su nombre. Se detuvo lo suficiente como para concentrarse en la fotografía que había allí, de una mujer sonriente, con el sol en su cabellera.
Salió dejando atrás el mundo de Moore, y volvió destrozada al suyo.