La secretaria del Centro de Estudiantes de la Facultad de Medicina de Emory era una radiante rubia devenida en graciosa matrona sureña al estilo de Doris Day. Winnie Bliss mantenía una jarra de café caliente junto a los casilleros del correo de los estudiantes y un recipiente de vidrio con galletitas de manteca escocesas sobre su escritorio, y Moore pudo imaginarse que un estudiante de medicina tenso encontraría ese cuarto como un bienvenido refugio. Winnie había trabajado en esta oficina por veinte años, y como no tenía hijos propios, había concentrado su instinto maternal en los estudiantes que visitaban esta oficina todos los días para recoger su correo. Ella los alimentaba con galletitas, les pasaba datos sobre departamentos desocupados, y los aconsejaba en ocasión de algún romance fallido o de notas deficientes en los exámenes. Y cada año, para la graduación, derramaba lágrimas porque ciento diez de sus muchachos la abandonaban. Todo esto se lo relató a Moore con el suave acento de Georgia mientras le ofrecía galletitas y le servía café, y Moore le creía en todo. Winnie Bliss era una rosa sin espinas.
– No podía creerlo cuando la policía de Savannah me llamó hace dos años -dijo acomodándose con delicadeza en su silla-. Les dije que debía tratarse de un error. Vi a Andrew acercarse a esta oficina todos los días en busca de su correo, y era el chico más agradable que una imaginara. Amable, y nunca escapó de sus labios una mala palabra. Acostumbro mirar a la gente a los ojos, detective Moore, sólo para que sepan que los estoy viendo en serio. Y vi a un buen muchacho en los ojos de Andrew.
«Un indicio, -pensó Moore-, de lo fácil que somos engañados por el mal».
– Durante los cuatro años que Capra fue estudiante aquí, ¿no recuerda que tuviera alguna amistad cercana? -preguntó Moore.
– ¿Usted quiere decir algo así como una noviecita?
– Estoy más interesado en sus amistades masculinas. Hablé con la ex propietaria de aquí en Atlanta. Dice que había un hombre joven que visitaba a Capra ocasionalmente. Ella piensa que era otro estudiante de medicina.
Ella se levantó y se dirigió al fichero, de donde extrajo una impresión de computadora.
– Éste es el listado del año de Andrew. Había ciento diez estudiantes en su curso de primer año. Cerca de la mitad eran hombres.
– ¿Tenía algún amigo íntimo entre ellos?
Ella recorrió las tres páginas de nombres con la vista y negó con la cabeza.
– Lo siento. De esta lista no recuerdo con exactitud a nadie que fuera particularmente íntimo de él.
– ¿Usted quiere decir que no tenía amigos?
– Digo que no recuerdo a ningún amigo.
– ¿Puedo ver la lista?
Ella se la ofreció. Moore hojeó la página pero no vio ningún nombre que le sonara familiar salvo el de Capra.
– ¿Tiene idea de dónde viven ahora todos estos estudiantes?
– Sí. Actualizo sus direcciones de correo para el boletín de ex alumnos.
– ¿Vive alguno de ellos en el área de Boston?
– Déjeme corroborar. -Con un gesto suave se volvió hacia la computadora, y sus pulcras uñas rosadas apretaron las teclas. La inocencia de Winnie Bliss la hacía verse como una mujer de una época más antigua y galante, y a Moore le pareció anacrónico verla navegar entre sus archivos de computadora con tanta destreza.
– Sólo hay uno en Newton, Massachusetts. ¿Eso es cerca de Boston?
– Sí. -Moore se inclinó hacia delante, con el pulso repentinamente agitado-. ¿Cuál es su nombre?
– Es una mujer. Latisha Green. Una chica muy agradable. Solía traerme unas enormes bolsas de nueces. Por supuesto que era bastante malvado de su parte porque sabía que yo trataba de cuidar mi silueta, pero creo que le gustaba agasajar a la gente con comida. Era su manera de ser.
– ¿Estaba casada? ¿Tenía algún novio?
– Oh, tiene un marido maravilloso. El hombre más grande que vi en mi vida. Un metro noventa y ocho y esa hermosa piel negra.
– Negra -repitió.
– Sí. Hermosa como cuero charolado.
Moore suspiró y volvió a mirar la lista.
– ¿Y no hay nadie más de la clase de Capra que viva cerca de Boston, hasta donde recuerda?
– No de acuerdo con mi lista. -Se volvió hacia él-. Oh, parece desilusionado. -Lo dijo con una nota de sincera preocupación, como si se sintiera personalmente responsable por haberle fallado.
– Hoy no es mi día -admitió.
– Sírvase un caramelo.
– Gracias, pero no.
– ¿Usted también está cuidando la silueta?
– No tengo pasión por los dulces.
– Entonces usted definitivamente no es sureño, detective.
No pudo evitar reírse. Winnie Bliss, con sus grandes ojos y su voz delicada lo había cautivado, tal como cautivaría a cada estudiante, mujer o varón, que entraba en su oficina. Moore levantó la vista hacia la pared detrás de ella, de la que colgaba una serie de fotografías grupales.
– ¿Ésas son las promociones de la facultad de Medicina?
Ella se volvió hacia la pared.
– Mi marido las toma para cada graduación. No es algo fácil juntar a esa cantidad de estudiantes. Es como arrear gatos, como le gusta decir a mi marido. Pero siempre quiero esa foto, y lo obligo a tomarlas. ¿No le parece que son un grupo de gente maravillosa?
– ¿Cuál es la división de Andrew Capra?
– Le mostraré el anuario. Allí figuran con los nombres. -Se levantó y se acercó a un estante de libros protegido por puertas vidriadas. Con mucho cuidado retiró un volumen del estante, y pasó ligeramente la mano por la tapa, como para limpiarle el polvo-. Éste es el año en que se graduó Andrew. Tiene fotos de todos sus compañeros, y aclara dónde fueron aceptados para hacer sus residencias. -Hizo una pausa, luego le alcanzó el libro a Moore-. Es mi única copia. Así que por favor, ¿podría mirarla aquí solamente, sin sacarla de la oficina?
– Me sentaré en ese mismo rincón, para no molestarla. Así me tendrá a la vista. ¿Qué le parece?
– ¡No quise decir que no confío en usted!
– Bueno, no debería -dijo él guiñándole un ojo. Ella se sonrojó como una quinceañera.
Llevó el libro a un rincón de la oficina, donde la jarra de café y el plato con galletitas estaban colocados cerca de la reducida zona de espera. Se sentó en un gastado sillón y abrió el anuario estudiantil de la Facultad de Medicina de Emory. Llegó la hora del almuerzo, y una caravana de estudiantes de rostros juveniles con guardapolvos blancos comenzaron a aparecer para revisar su correo. ¿Desde cuándo los niños se convertían en médicos? No podía imaginarse sometiendo su cuerpo maduro al cuidado de esos muchachitos. Observó sus miradas curiosas, y escuchó a Winnie Bliss susurrar:
– Es un detective de homicidios de Boston.
Sí, ese viejo decrépito sentado en el rincón.
Moore se encorvó aún más en la silla y se concentró en las fotografías. Próxima a cada una aparecía el nombre del estudiante, su lugar de nacimiento, y la residencia para la cual él o ella habían sido aceptados. Cuando llegó a la foto de Capra se detuvo. Capra miraba directo a la cámara; era un joven sonriente con una mirada severa que no ocultaba nada. Eso era lo que Moore encontraba más escalofriante; que los depredadores caminan entre las presas sin ser identificados.
Junto a la foto de Capra aparecía el nombre de su programa de residencia. «Cirugía, Centro Médico Riverland, Savannah, Georgia».
Se preguntó quién más de la clase de Capra habría hecho la residencia en Savannah, quién más habría vivido en esa ciudad mientras Capra masacraba mujeres. Recorrió las páginas con rapidez, sobrevolando los listados, y encontró que otros tres estudiantes de medicina habían sido aceptados en los programas del área de Savannah. Dos de ellos eran mujeres; el tercero era un varón asiático.
Otro callejón sin salida.
Se recostó contra el respaldo, desconcertado. El libro quedó abierto sobre sus piernas, y vio que la fotografía del decano de la facultad de Medicina le sonreía. Bajo ella habían impreso el lema de la graduación: Para curar el mundo.
Hoy, ciento ocho jóvenes notables prestan el solemne juramento que corona una larga y dificultosa trayectoria. Este juramento, como médico y terapeuta, no habrá de ser tomado a la ligera, pues está destinado a prevalecer a lo largo de toda una vida…
Moore se incorporó y releyó el discurso del decano.
«Hoy, ciento ocho jóvenes notables…»
Se levantó y volvió al escritorio de Winnie.
– ¿Señora Bliss?
– ¿Sí, detective?
– ¿Usted dijo que en el curso de primer año de Andrew había ciento diez estudiantes?
– Admitimos ciento diez por año.
– Aquí, en el discurso del decano, dice que son ciento ocho graduados ¿Qué sucedió con los otros dos?
Winnie sacudió la cabeza con un gesto de pesar.
– Todavía no logro superar lo que le pasó a esa pobre chica.
– ¿A qué chica?
– Laura Hutchinson. Estaba trabajando en una clínica, en Haití. Era uno de nuestros cursos optativos. Las carreteras allí, bien, me dijeron que son espantosas. El auto cayó en un embalse y se dio vuelta encima de ella.
– Entonces fue un accidente.
– Ella viajaba en la parte trasera del auto. No la pudieron sacar hasta diez horas después.
– ¿Y qué hay del otro estudiante? Hay uno más que no se graduó con la promoción.
La mirada de Winnie cayó sobre su escritorio, y pudo notar que no se sentía cómoda al tratar el tema.
– ¿Señora Bliss?
– Sucede cada tanto -dijo ella-, que un estudiante abandona. Tratamos de ayudarlo para que se quedara en el programa, pero ya sabe, algunos tienen problemas con los materiales.
– Entonces este estudiante… ¿cómo se llamaba?
– Warren Hoyt.
– ¿Abandonó?
– Sí, podría decirse que abandonó.
– ¿Fue un problema académico?
– Bueno… -Ella miró alrededor, como si buscara ayuda sin encontrarla-. Tal vez debería hablar con uno de nuestros profesores, el doctor Kahn. Él podrá contestar a sus preguntas.
– ¿Usted no conoce la respuesta?
– Es un asunto… algo privado. El doctor Kahn debería ser el más indicado para responderle.
Moore miró su reloj. Pensaba tomar el avión de regreso a Savannah esa noche, pero no parecía que pudiera lograrlo.
– ¿Dónde puedo encontrar al doctor Kahn?
– En el laboratorio de anatomía.
Podía oler el formol en el corredor. Moore se detuvo frente a la puerta con el letrero anatomía, preparándose para lo que le esperaba. Aunque se consideraba preparado, cuando dio un paso dentro del laboratorio quedó pasmado por unos segundos ante lo que vio. Veintiocho mesas, dispuestas en cuatro hileras, ocupaban la longitud de la sala. Sobre las mesas había cadáveres en diversos estados de disección. A diferencia de los cuerpos que Moore estaba acostumbrado a ver en el laboratorio forense, estos cuerpos parecían artificiales, con la piel como vinilo, y los vasos expuestos embalsamados en brillantes colores rojos o azules. Hoy los estudiantes trabajaban con las cabezas, separando los músculos de la cara. Había cuatro estudiantes por cada cadáver, y la sala retumbaba de voces que leían en voz alta los textos de medicina, planteando preguntas u ofreciendo consejos. De no ser por los mortecinos cuerpos sobre las mesas, estos estudiantes podrían haber sido obreros de una fábrica, trabajando con partes mecánicas.
Una joven levantó la mirada con curiosidad hacia Moore, el extraño de traje que recorría su sala.
– ¿Está buscando a alguien? -preguntó con el escalpelo listo para cortar la mejilla de un cadáver.
– Al doctor Kahn.
– Está en la otra punta de la sala. ¿Ve a ese señor grande de barba blanca?
– Lo veo, gracias.
Siguió atravesando las hileras de mesas, con la mirada inexorablemente atraída hacia cada cadáver por el que pasaba. La mujer con los miembros arruinados como ramas marchitas sobre la superficie de acero. El negro con la piel abierta revelando el grueso músculo de su pierna. Al final de la hilera un grupo de estudiantes escuchaba con atención a una suerte de Papá Noel que señalaba las delicadas fibras del nervio facial.
– ¿Doctor Kahn?
El doctor Kahn alzó la vista, y toda su semejanza con Papá Noel se desvaneció. Este hombre tenía ojos intensos y oscuros, sin un trazo de humor.
– ¿Sí?
– Soy el detective Moore. La señora Bliss, del Centro de Estudiantes, me dijo que podía hablar con usted.
Kahn se enderezó, y Moore de pronto observó a un hombre gigantesco. El escalpelo se veía como un objeto incongruentemente delicado en su amplia palma. Depositó el instrumento y se quitó los guantes. Mientras se daba vuelta para lavarse las manos en la pileta, Moore vio que el pelo blanco del doctor Kahn estaba recogido en una cola de caballo.
– ¿De qué se trata todo esto? -preguntó Kahn mientras buscaba una toalla de papel.
– Tengo un par de preguntas para hacerle acerca de un estudiante que fue alumno suyo hace siete años. Warren Hoyt.
Kahn estaba de espaldas, pero Moore pudo ver que el brazo macizo y mojado se ponía rígido por encima de la pileta. Luego Kahn arrancó la toalla de papel de la caja y se secó las manos en silencio.
– ¿Usted lo recuerda? -preguntó Moore.
– Sí.
– ¿Lo recuerda bien?
– Fue un estudiante memorable.
– ¿Podría ser un poco más preciso?
– En realidad no. -Kahn lanzó el bollo de papel arrugado en el cesto.
– Esto es una investigación criminal, doctor Kahn.
Para entonces, varios estudiantes los miraban con curiosidad. La palabra criminal les había llamado la atención.
– Vamos a mi oficina.
Moore lo siguió al cuarto adyacente. Detrás de un tabique de vidrio tenían la visión del laboratorio y sus veintiocho mesas. Una población de cadáveres.
Kahn cerró la puerta y se volvió hacia él.
– ¿Por qué me pregunta sobre Warren? ¿Qué hizo?
– Nada que sepamos. Sólo necesito saber acerca de su relación con Andrew Capra.
– ¿Andrew Capra? -Kahn resopló-. Nuestro graduado más famoso. Ahora hay algo por lo que a las facultades de medicina les encanta ser populares. Por enseñar a los psicópatas cómo cortar en pedacitos.
– ¿Cree que Capra estaba loco?
– No estoy seguro de que haya un diagnóstico psiquiátrico para gente como Capra.
– ¿Cuál es la impresión que le producía, entonces?
– No vi nada fuera de lo común. Andrew me parecía una persona perfectamente normal.
Una descripción que parecía más escalofriante cada vez que Moore la escuchaba.
– ¿Y qué hay de Warren Hoyt?
– ¿Por qué me pregunta sobre Warren Hoyt?
– Necesito saber si él y Capra eran amigos.
Kahn reflexionó.
– No lo sé. No puedo hablarle de lo que sucede fuera del laboratorio. Todo lo que veo es lo que sucede en esa sala. Estudiantes que luchan por asimilar esas enormes cantidades de información en sus cerebros sobreexigidos. No todos ellos son capaces de manejar la tensión.
– ¿Fue eso lo que sucedió con Warren? ¿Es por eso que abandonó la carrera de medicina?
Kahn se inclinó hacia el tabique de vidrio y paseó la vista por el laboratorio de anatomía.
– ¿Alguna vez se preguntó de dónde vienen los cadáveres?
– ¿Perdón?
– ¿Cómo los consiguen las facultades de medicina? ¿Por qué terminan allí, arriba de esas mesas, para que los abran?
– Presumo que la gente donará sus propios cuerpos para la facultad.
– Exactamente. Cada uno de esos cadáveres fue un ser humano que tomó una decisión de profunda generosidad. Nos donaron sus cuerpos. En lugar de pasar la eternidad en algún féretro de palisandro, eligieron hacer algo útil con sus restos. Enseñan a nuestra próxima generación de terapeutas. No se puede hacer nada sin cadáveres reales. Los estudiantes necesitan ver en tres dimensiones todas las variables del cuerpo humano. Necesitan explorar con un escalpelo las ramificaciones de la arteria carótida, los músculos de la cara. Sí, se puede aprender algo de eso en la computadora, pero no es lo mismo que cortar la piel o que separar un nervio delicado en serio. Para eso se necesita un ser humano. Se necesita gente con la generosidad y el desprendimiento suficientes como para resignar la parte más personal de ellos mismos; sus propios cuerpos. Considero que todos los cadáveres que están extendidos allí deben de haber pertenecido a gente extraordinaria. Los trato como tales, y espero que mis estudiantes los honren del mismo modo. No hay bromas pesadas ni humor negro en esa sala. Están obligados a tratar los cuerpos, y cada parte de los cuerpos, con respeto. Cuando la disección ha terminado, los restos son cremados y dispuestos con dignidad. -Se dio vuelta para mirar a Moore-. Así son las cosas en mi laboratorio.
– ¿Y en qué se relaciona eso con Warren Hoyt?
– En todo.
– ¿También con su alejamiento de la carrera?
– Sí. -Volvió a enfrentarse a la ventana.
Moore esperó, con los ojos clavados en la amplia espalda del profesor, dándole tiempo a que encontrara las palabras exactas.
– La disección -dijo Kahn- es un proceso laborioso. Algunos estudiantes no pueden completar las tareas durante las horas programadas para cada clase. Algunos necesitan un tiempo extra para revisar una anatomía complicada. De modo que les permito el acceso al laboratorio a cualquier hora. Cada uno tiene la llave de este edificio, y pueden entrar a trabajar en medio de la noche si así lo necesitan. Algunos lo hacen.
– ¿Warren lo hizo?
Una pausa.
– Sí.
Una horrible sospecha comenzó a taladrar la cabeza de Moore.
Kahn se acercó al fichero, abrió un cajón, y comenzó a revolver entre su apretado contenido.
– Era un domingo. Yo había pasado el fin de semana fuera de la ciudad, y tenía que regresar esa noche a preparar una muestra para la clase del lunes. Usted sabe que estos chicos, muchos de ellos, diseccionan con torpeza, y hacen carne picada con sus muestras. De modo que siempre trato de tener una buena disección a mano, para mostrarles la anatomía que pueden haber dañado en sus propios cadáveres. Estábamos trabajando con el aparato reproductor, y ya habían comenzado a disecionar esos órganos. Recuerdo que era tarde cuando llegué en auto al campus, pasada la medianoche. Vi luces en las ventanas del laboratorio, y pensé que sería algún estudiante compulsivo, que estaba allí para ganarles de mano a sus compañeros. Entré en el edificio. Llegué al corredor. Abrí la puerta.
– Warren Hoyt estaba allí -aventuró Moore.
– Sí. -Kahn encontró lo que estaba buscando en el cajón del fichero. Sacó una carpeta y miró a Moore-. Cuando vi lo que estaba haciendo, yo… bueno, perdí el control. Lo agarré de la camisa y lo empujé contra la pileta. No fui amable, lo admito, pero estaba tan furioso que no pude controlarme. Con sólo pensarlo vuelvo a sentir la misma furia. -Dejó escapar un profundo suspiro, pero incluso ahora, a casi siete años de distancia, no podía recuperar la calma-. Una vez que… que terminé de gritarle… lo arrastré hasta aquí, hasta mi oficina. Lo obligué a sentarse y lo hice firmar una declaración en la que constaba que abandonaba efectivamente la facultad a las ocho de la mañana siguiente. No le pedí que aclarara el motivo, pero tenía que abandonar la facultad, o de otro modo adjuntaría un informe por escrito de lo que había visto en este laboratorio. Él accedió, desde luego. No tenía otra opción. Ni siquiera parecía perturbado por toda la escena. Eso fue lo que más me chocó de él; nada parecía perturbarlo. Podía asumirlo todo con calma y razonablemente. Pero así era Warren. Muy racional. Nunca se sobresaltaba por nada. Era casi… -Kahn hizo una pausa-. Mecánico.
– ¿Qué fue lo que vio? ¿Qué estaba haciendo en el laboratorio?
Kahn le alcanzó la carpeta a Moore.
– Todo figura aquí por escrito. Lo mantuve archivado todos estos años, sólo para el caso de que hubiera cualquier acción legal por parte de Warren. Ya sabe, los estudiantes pueden demandarlo a uno por cualquier cosa en estos días. Sí intentaba ser readmitido en esta facultad alguna vez, quería que hubiera una respuesta preparada.
Moore tomó la carpeta. Llevaba simplemente una etiqueta con el nombre «Hoyt, Warren». Adentro había tres páginas mecanografiadas.
– A Warren se le asignó un cadáver femenino -dijo Kahn-. Él y sus compañeros de laboratorio comenzaron una disección pélvica, exponiendo la vejiga y el útero. Los órganos no debían ser extirpados, sino sólo expuestos. Ese domingo por la noche, Warren vino aquí para terminar el trabajo. Pero lo que debería haber sido una cuidadosa disección se convirtió en una mutilación. Como si al tener el escalpelo en la mano hubiera perdido el control. No se limitó a exponer los órganos. Los arrancó del cuerpo. Primero cortó la vejiga y la dejó entre las piernas del cadáver. Luego extirpó el útero. Hizo esto último sin guantes, como si quisiera sentir los órganos sobre su propia piel. Y así es como lo encontré. En una mano sostenía el órgano sangrante. Y con la otra mano… -La voz de Kahn se apagó con un tono de asco.
Lo que Kahn no lograba pronunciar con sus propios labios aparecía impreso en la página que ahora leía Moore. Terminó la oración por él.
– Se estaba masturbando.
Kahn se acercó al escritorio y se hundió en la silla.
– Es por eso que no podía permitir que se graduara. Dios, ¿qué clase de médico hubiera sido? Si le hizo eso a un cadáver, ¿qué le hubiera hecho a un paciente vivo?
«Yo sé lo que les hace. He visto su obra con mis propios ojos».
Moore pasó las páginas del informe de Hoyt hasta llegar a la tercera, donde leyó el párrafo final del doctor Kahn:
El señor Hoyt accede voluntariamente a retirarse de esta facultad y su decisión se hará efectiva a las ocho de la mañana del día siguiente. A cambio mantendré la confidencialidad en lo que respecta a este incidente. Dado el daño efectuado al cadáver, sus compañeros de la mesa 19 en el laboratorio serán reasignados a otros equipos para esta fase de la disección.
«Compañeros de mesa».
Moore miró a Kahn.
– ¿Cuántos compañeros de mesa tenía Warren?
– Hay cuatro estudiantes por mesa.
– ¿Quiénes eran los otros tres estudiantes?
Kahn frunció el entrecejo.
– No lo recuerdo. Fue hace siete años.
– ¿No mantiene un registro de esas asignaciones?
– No. -Se detuvo-. Pero recuerdo a uno de sus compañeros. Una muchacha. -Giró en la silla para enfrentarse a la computadora y buscó los datos de inscripción de sus estudiantes. El listado de clase del primer año de Warren Hoyt apareció en la pantalla. Le llevó un momento a Kahn leer todos los nombres, y luego dijo:
– Aquí está. Emily Johnstone. La recuerdo.
– ¿Por qué?
– Bien, en primer lugar porque era una verdadera belleza. Tipo Meg Ryan. En segundo lugar porque una vez que se retiró Warren, ella quiso saber por qué. No me atreví a confesarle el motivo. De modo que ella insistió y me preguntó si tenía algo que ver con las mujeres. Según parece Warren había estado persiguiendo a Emily por el campus, y ella comenzaba a asustarse. No hace falta decir lo aliviada que se sintió cuando Warren dejó la facultad.
– ¿Piensa usted que recordará a los otros compañeros de laboratorio?
– Existe la posibilidad. -Kahn tomó el auricular y llamó al Centro de Estudiantes-. Hola, ¿Winnie? ¿Tienes a mano alguna dirección actualizada de Emily Johnstone? -Tomó un bolígrafo y anotó el número, luego colgó-. Está haciendo una práctica privada en Houston -dijo mientras volvía a marcar-. Son las once para ella, así que debería estar… Hola, ¿Emily? Habla la voz de tu pasado. El doctor Kahn, de Emory. Exacto. Laboratorio de anatomía. ¿Historia vieja, verdad?
Moore se inclinó hacia delante, mientras su pulso se aceleraba.
Cuando Kahn colgó y lo miró, Moore vio la respuesta en sus ojos.
– Ella recuerda a los otros dos compañeros de anatomía -dijo Kahn-. Una era una mujer llamada Barb Lippman. Y el otro…
– ¿Capra?
Kahn asintió.
– El cuarto compañero era Andrew Capra.