Diez

Incluso en una noche de lunes, el Gramercy Pub era un lugar concurrido. Eran las siete de la tarde, y los ejecutivos solteros ya rondaban la ciudad listos para jugar. Y éste era su parque de diversiones.

Rizzoli se sentó en una mesa cerca de la entrada, y sentía bocanadas de aire urbano cada vez que se abría la puerta para dejar entrar a un nuevo clon de la revista GQ, o a otra Barbie oficinesca haciendo equilibrio sobre sus tacos de ocho centímetros. Rizzoli, con sus habituales trajes de pantalones flojos y sus zapatos chatos, se sentía como una chaperona de la secundaria. Vio entrar a dos mujeres, lustrosas como gatas, diseminando aromas mezclados de perfume. Rizzoli nunca se ponía perfume. Poseía un solo lápiz para pintarse los labios, olvidado en algún rincón del botiquín de su baño, junto con un rímel ya seco y una botella de base Dewy Satin. Había comprado el maquillaje cinco años atrás en una tienda de cosméticos del centro comercial, pensando que tal vez, con las herramientas de la ilusión indicadas, hasta ella podría verse como la chica de tapa, Elizabeth Hurley. La empleada la había llenado de cremas y polvos, había aplicado y desparramado, y cuando finalizó, le alcanzó triunfalmente el espejo a Rizzoli y le preguntó con una sonrisa: «¿Qué te parece tu nuevo aspecto?»

Lo que pensó Rizzoli mirando su propia imagen fue que odiaba a Elizabeth Hurley por dar a las mujeres una esperanza falsa. La cruda verdad era que algunas mujeres nunca serían bellas, y Rizzoli se contaba entre ellas.

De modo que se sentó pasando inadvertida y sorbió su ginger ale mientras observaba cómo el lugar se iba llenando de gente. Era una masa ruidosa, con mucha charla y entrechocar de hielo, las risas un poco demasiado crispadas, un poco demasiado forzadas.

Se levantó y avanzó hacia la barra. Una vez allí le mostró su placa al empleado de la barra.

– Tengo algunas preguntas -dijo. Él apenas miró la placa, luego abrió la caja registradora para despachar una bebida.

– Bien, dispara.

– ¿Recuerdas haber visto a esta mujer? -Rizzoli deslizó la foto de Nina Peyton sobre el mostrador.

– Ajá. No eres la primera policía que pregunta por ella. Otra mujer detective estuvo aquí hará un mes atrás, o algo así.

– ¿De la Unidad de Crímenes Sexuales?

– Supongo. Quería saber si vi a alguien tratando de levantar a esta mujer de la foto.

– ¿Y viste a alguien?

Él se encogió de hombros.

– Aquí todos hacen eso. No conservo un registro de cada uno.

– Pero recuerdas haber visto a esta mujer. Su nombre es Nina Peyton.

– La vi por aquí un par de veces, por lo general con una amiga. No sabía su nombre. Y no ha estado aquí por un tiempo.

– ¿Sabes por qué?

– No. -Tomó un repasador y comenzó a secar el mostrador; su atención ya se había desviado de ella.

– Te diré por qué -dijo Rizzoli alzando el tono de voz-. Porque algún hijo de puta decidió divertirse un rato. Y vino aquí a cazar una víctima. Miró alrededor, vio a Nina Peyton, y pensó: «Ahí hay una vagina». Seguramente no vio a un ser humano cuando la miró. Todo lo que vio fue algo que podía usar y tirar a la basura.

– Mira, no necesito que me cuentes eso.

– Sí, lo necesitas. Y tienes que escucharlo porque pasó justo delante de tus narices, y elegiste no verlo. Algún hijo de puta echa droga en la bebida de una mujer. Enseguida ella se siente mal y va tambaleando hacia el baño. El hijo de puta la toma del brazo y la conduce fuera. ¿Y no viste nada de eso?

– No -le respondió-. No lo vi.

El lugar había quedado en silencio. Vio que la gente la miraba. Sin agregar palabra se alejó bruscamente de la barra y volvió a su mesa.

Tras un momento, el zumbido de la conversación volvió a llenar el lugar.

Observó que el chico de la barra deslizaba dos whiskys en dirección a un hombre; el hombre tomó un vaso y se lo ofreció a una mujer. Vio las bebidas elevarse hacia los labios y las lenguas lamiendo la sal de los margaritas, vio las cabezas echarse atrás mientras el vodka y el tequila bajaban por sus gargantas.

Y vio hombres clavando sus ojos en mujeres. Sorbió su ginger ale y se sintió intoxicada, no de alcohol sino de rabia. Ella, una mujer solitaria sentada en un rincón, podía ver con sorprendente claridad lo que era ese lugar. Un coto de caza donde los depredadores y la presa se reunían.

Su localizador comenzó a sonar. Era Barry Frost.

– ¿Qué es todo ese escándalo? -preguntó Frost, apenas audible en el teléfono celular.

– Estoy en un bar. -Se volvió y miró con cólera a una mesa cercana donde estallaban las carcajadas-. ¿Qué cuentas?

– … médico de la calle Marlborough. Tengo la copia de su historia clínica.

– ¿La historia clínica de quién?

– De Diana Sterling.

Rizzoli se encorvó sobre la mesa de inmediato, con toda su atención enfocada en la débil voz de Frost.

– Repítemelo. ¿Quién es el médico y por qué Sterling fue a verlo?

– El médico es una médica. Doctora Bonnie Gillespie. Una ginecóloga de la calle Marlborough.

Otra ruidosa explosión de risas ahogó sus palabras. Rizzoli se tapó la oreja con la mano para escuchar mejor.

– ¿Por qué Sterling fue a verla? -gritó.

Pero ya sabía la respuesta; la podía ver frente a su cara mientras miraba la barra, donde dos hombres conversaban con una mujer como leones acechando a una cebra.

– Ataque sexual -dijo Frost-. Diana Sterling también fue violada.


– Las tres fueron víctimas de ataques sexuales -dijo Moore-. Pero ni Elena Ortiz ni Diana Sterling denunciaron los ataques. Nos enteramos de la violación de Sterling sólo por investigar todas las clínicas para mujeres y los ginecólogos locales, para saber si había sido tratada al respecto. Sterling nunca habló con sus padres acerca del ataque. Cuando los llamé esta mañana, se quedaron impactados con la noticia.

Era tan sólo media mañana, pero las caras alrededor de la sala de conferencias se veían agotadas. Estaban trabajando con déficit de sueño, y un día completo se extendía frente a ellos.

– ¿Entonces la única persona que sabía sobre la violación de Sterling era esta ginecóloga de la calle Marlborough? -dijo el teniente Marquette.

– La doctora Bonnie Gillespie. Fue la única consulta que hizo Diana Sterling. Fue a verla porque temía haber estado expuesta al sida.

– ¿Qué sabía la doctora Gillespie sobre la violación?

Frost, que había entrevistado a la médica, contestó esa pregunta. Abrió una carpeta que contenía la historia clínica de Diana Sterling.

– Aquí está lo que escribió la doctora Gillespie. «Mujer blanca de treinta años de edad pidió que se le hiciera un análisis de VIH. Sexo sin protección hace cinco días. Estatuto de VIH del compañero: desconocido. Cuando se le preguntó si su compañero pertenecía al grupo de alto riesgo, la paciente se puso incómoda y llorosa. Reveló que el acto sexual no había sido consensuado, y que desconocía el nombre del atacante. No desea denunciar el ataque. Rechaza derivación al consejo de violación». -Frost levantó la mirada. -Ésa es toda la información que la doctora Gillespie pudo obtener de ella. Le hizo un examen pélvico, análisis de sífilis, gonorrea y VIH, y le dijo a la paciente que volviera en dos semanas para un seguimiento del análisis de sangre para el VIH. La paciente nunca volvió. Porque estaba muerta.

– ¿Y la doctora Gillespie nunca llamó a la policía? ¿Ni siquiera después del asesinato?

– No sabía que su paciente estaba muerta. Nunca se enteró de las noticias.

– ¿Se le hizo un análisis de violación? ¿Recogió semen?

– No. La paciente… errr… -Frost se ruborizó avergonzado. Hasta un hombre casado como Frost encontraba difícil abordar ciertos tópicos-. Se duchó un par de veces, apenas después del ataque.

– ¿Puede culpársela? -dijo Rizzoli-. Mierda, yo me hubiera duchado con desinfectante.

– Tres víctimas de violación -dijo Marquette-. Esto no es una casualidad.

– Encuentren al violador -dijo Zucker-. Creo que con él atraparemos a nuestro asesino. ¿Cuál es el estado del ADN de Nina Peyton?

– Está en trámite -dijo Rizzoli-. El laboratorio tuvo la muestra de semen por cerca de dos meses, y no se hizo nada con ella. Así que los zarandeé un poco. Sólo crucemos los dedos para que nuestro asesino ya figure en Sistema de índice de ADN.

El sistema de índice combinado de ADN era la base de datos nacional de estructuras de ADN que poseía el FBI. El sistema aún estaba en pañales, y los perfiles genéticos de medio millón de convictos todavía no habían sido ingresados en el sistema. Las posibilidades de obtener un «acierto frío» -coincidencia con un ofensor conocido- eran débiles.

Marquette miró al doctor Zucker.

– Nuestro sospechoso primero atacó sexualmente a las víctimas. ¿Luego vuelve semanas más tarde para matarlas? ¿Eso tiene algún sentido?

– No tiene por qué tener sentido para nosotros -dijo Zucker-. Sólo para él. No es raro para un violador volver a atacar a su víctima por segunda vez. Hay allí un criterio de propiedad. Una relación, por patológica que sea, ya establecida.

Rizzoli bufó.

– ¿Llama a eso una relación?

– Entre el atacante y la víctima. Suena enfermo, pero así es. Está basada en el poder. Primero se lo quita a ella, la hace sentir menos que un ser humano. Ella es ahora un objeto. Él lo sabe y, lo que es más importante, ella lo sabe. Es el hecho de que se sienta dañada, humillada, lo que debe excitarlo lo bastante como para regresar. Primero, la marca con la violación. Luego vuelve para reclamar su definitiva posesión.

«Mujeres dañadas, -pensó Moore-. Ése es el eslabón común entre estas víctimas». De repente se le ocurrió que Catherine Cordell se encontraba también entre las dañadas.

– Nunca violó a Catherine Cordell -dijo Moore.

– Pero ella fue víctima de una violación.

– Su atacante está muerto desde hace dos años. ¿Cómo pudo el Cirujano identificarla como víctima? ¿Cómo llegó ella a aparecer en su radar? Ella nunca habla del ataque. Con nadie.

– Lo hace por computadora, ¿no es verdad? Esa sala de chat privado… -Zucker se detuvo.

– Jesús. ¿Acaso encuentra a sus víctimas por Internet?

– Ya exploramos esa posibilidad -dijo Moore-. Nina Peyton ni siquiera tenía computadora. Y Cordell nunca reveló su nombre a nadie en ese chat. De modo que volvemos a la primera pregunta: ¿por qué el Cirujano apunta a Cordell?

Zucker dijo:

– No parece obsesionado con ella. Se sale de su camino para burlarse de ella. Asume riesgos, como enviarle por correo electrónico esa foto de Nina Peyton. Y eso lo condujo a una desastrosa cadena de hechos. La foto atrajo en el acto a la policía hasta la puerta de Nina Peyton. Tuvo que huir sin completar el asesinato, no pudo alcanzar su satisfacción. Peor aún, dejó tras él una testigo. El peor error de todos.

– Eso no fue un error -dijo Rizzoli-. Esperaba que ella viviera.

La observación provocó una ronda de caras escépticas a su alrededor.

– ¿De qué otra manera se explica una cagada como ésta? -continuó-. Esa foto enviada a Cordell estaba destinada a nosotros. La envió y nos esperó. Esperó hasta que llegamos a la casa de la víctima. Sabía que estábamos en camino. Y luego llevó a cabo el trabajo de cortarle el cuello a medias, porque quería que la encontráramos viva.

– Sí, claro -respondió Crowe-. Todo era parte de su plan.

– ¿Y su razón para hacerlo? -le preguntó Zucker a Rizzoli.

– La razón está escrita en su cuerpo. Nina Peyton fue un ofrecimiento para Cordell. Un regalo destinado a cagarla de miedo.

Hubo una pausa.

– Si es así, entonces funcionó -dijo Moore-. Cordell está aterrorizada.

Zucker se reclinó en su asiento y consideró la teoría de Rizzoli.

– Son demasiados riesgos sólo por asustar a una mujer. Es un signo de megalomanía. Podría significar que está descompensado. Eso es lo que terminó por suceder con Jeffrey Dahmer y con Ted Bundy. Perdieron el control de sus fantasías. Se volvieron descuidados. Allí es cuando cometen errores.

Zucker se levantó para acercarse a la pizarra en la pared. Allí figuraban los nombres de tres víctimas. Bajo el nombre de Nina Peyton escribió un cuarto: Catherine Cordell.

– Ella no es una de las víctimas, no todavía. Pero de alguna forma él la ha identificado como un objeto de interés. ¿Cómo la eligió? -Zucker paseó la vista por la sala-. ¿Han entrevistado a sus compañeros? ¿Ninguno de ellos les hace sonar la alarma?

– Hemos eliminado a Kenneth Kimball, el médico de emergencias. Estaba de guardia la noche que Nina Peyton fue atacada. También entrevistamos a la mayor parte del equipo masculino de cirugía, así como a los residentes.

– ¿Qué hay del compañero de Cordell, el doctor Falco?

– El doctor Falco no ha sido eliminado.

Rizzoli había captado ahora la atención de Zucker, y él clavaba en ella unos ojos de extraña luminosidad. Los policías de la unidad la llamaban la mirada del psicoloco.

– Cuéntame más -dijo con tranquilidad.

– El doctor Falco impresiona mucho a través de sus títulos. Título terciario en la escuela de ingeniería aeronáutica. Doctor en medicina de Harvard. Residencia quirúrgica en el Peter Bent Brigham. Criado sólo por su madre, se abrió camino en el colegio y en la facultad de medicina. Vuela su propia avioneta. Además es un tipo atractivo. No es Mel Gibson, pero unas cuantas cabezas deben de darse vuelta para mirarlo.

Darren Crowe se rió.

– ¡Ja! Rizzoli considera a los sospechosos por su pinta. ¿Es así como lo hacen las mujeres policía?

Rizzoli le lanzó una mirada hostil.

– Lo que quiero decir -continuó- es que este tipo podría tener una docena de mujeres en la palma de la mano. Pero me enteré por las enfermeras de que la única mujer que le interesa es Cordell. No es ningún secreto que sigue haciéndole propuestas. Y ella sistemáticamente las rechaza. Tal vez está comenzando a enfadarse.

– El doctor Falco merece que se lo vigile -dijo Zucker-. Pero todavía no debemos achicar la lista. Sigamos con la doctora Cordell. ¿Existen otras razones por las cuales el Cirujano la haya escogido como víctima?

Era Moore quien le daba vueltas a esa pregunta en su mente.

– ¿Y si ella no fuera sólo una más en una cadena de presas? ¿Y si ella fue desde el principio el objeto de su atención? Cada uno de estos ataques ha sido una imitación de lo que se hizo con esas mujeres en Georgia. Lo que casi le sucede a Cordell. Nunca nos hemos preguntado por qué imita a Andrew Capra. Nunca nos hemos preguntado por qué apunta a la única sobreviviente de Capra. -Señaló la lista-. Estas otras mujeres, Sterling, Ortiz, Peyton… ¿qué pasaría si fueran sólo simulacros? ¿Sustitutos de su víctima principal?

– La teoría del blanco como represalia -dijo Zucker-. No puedes matar a la mujer que verdaderamente odias porque es demasiado poderosa. Demasiado intimidante. De modo que matas a un sustituto, una mujer que representa ese blanco.

– ¿Quieres decir que su verdadero blanco siempre fue Cordell? -preguntó Frost-. ¿Pero que le tiene miedo?

– Es la misma razón por la cual Edmund Kemper nunca mató a su madre hasta el final mismo de su ola de crímenes -dijo Zucker-. Ella había sido todo el tiempo el verdadero objetivo, la mujer que despreciaba. En su lugar descargó su furia sobre otras víctimas. Con cada ataque destruía simbólicamente a su madre una y otra vez. En realidad no podía matarla, no al principio, porque ella ejercía demasiada autoridad sobre él. En algún nivel le temía, pero con cada asesinato cobraba confianza. Poder. Y al final, alcanzó su meta. Aplastó el cráneo de su madre, la decapitó, la violó. Y como insulto final, le arrancó la laringe y la tiró a la basura. El verdadero objetivo de su furia finalmente estaba muerto. Fue entonces cuando concluyó la ola de crímenes. Fue entonces que Edmund Kemper finalmente se entregó.

Barry Frost, que era por lo general el primer policía en perder el control en un escenario criminal, se veía algo nauseoso ante la idea del final brutal de Kemper.

– Entonces estos tres primeros ataques -dijo- pueden ser la entrada en calor para el acontecimiento principal.

Zucker asintió.

– El asesinato de Catherine Cordell.


A Moore casi le dolió ver la sonrisa de Catherine Cordell mientras ingresaba en la sala de espera de la clínica para saludarlo, pues sabía que las preguntas que tenía que hacerle seguramente destruirían esa bienvenida. Observándola ahora, no vio una víctima, sino una mujer bella y cálida que tomó de inmediato sus manos en las de ella, y que parecía reacia a soltarlas.

– Espero que sea un horario conveniente para hablar -dijo.

– Siempre tengo tiempo para ti. -Una vez más esa sonrisa hechizadora-. ¿Quieres una taza de café?

– No, gracias. Estoy bien.

– Entonces vamos a mi oficina.

Se ubicó detrás de su escritorio y esperó con ansiedad las noticias que le traía. En los últimos días había aprendido a confiar en él, y su mirada ya era indefensa. Vulnerable. Había ganado su confianza como amigo, y ahora estaba a punto de. sacudirla.

– Está claro para todos -dijo- que el Cirujano apunta hacia ti.

Ella asintió.

– Lo que nos preguntamos es por qué. ¿Por qué imita los crímenes de Andrew Capra? ¿Por qué eres tú la que se ha convertido en el centro de su atención? ¿Conoces la respuesta para eso?

El asombro reverberaba en sus ojos.

– No tengo idea.

– Eso creímos.

– ¿Cómo podría saber lo que él piensa?

– Catherine, él puede acechar a cualquier otra mujer en Boston. Podría elegir a alguien que no está preparado, que no tiene idea de que está siendo acechado. Eso sería lo lógico, ir tras la víctima fácil. Tú eres la presa más difícil que podría elegir, porque ya estás en guardia contra el ataque. Y para colmo hace la cacería más difícil advirtiéndote. Burlándose. ¿Por qué?

La bienvenida se había disipado de sus ojos. De repente sus hombros se tensaron y sus manos se cerraron en puños sobre el escritorio.

– Lo único que puedo decirte es que no lo sé.

– Tú eres la única conexión física entre Andrew Capra y el Cirujano -dijo él-. La víctima en común. Es como si Capra estuviera vivo, retomando su obra donde la había dejado. Y donde la había dejado eres tú. La que logró escapar.

Ella clavó la vista en el escritorio, en las fichas tan pulcramente apiladas. En la receta que había estado escribiendo con letra apretada y precisa. Aunque estaba absolutamente quieta, los nudillos de sus manos sobresalían como nítido marfil.

– ¿Qué es lo que no me has contado acerca de Andrew Capra? -le preguntó con gentileza.

– No me he guardado nada.

– La noche en que te atacó, ¿por qué había ido a tu casa?

– ¿Esto te parece relevante?

– Eres la única víctima que Capra conocía. Las otras víctimas eran desconocidas, mujeres que levantaba en bares. Pero tú eras algo distinto. Él te eligió.

– Él estaba… debe de haber estado enojado conmigo.

– Fue a verte por un asunto del trabajo. Un error que había cometido. Eso es lo que le contaste al detective Singer.

Ella asintió.

– Fue algo más que un simple error. Era una serie de errores. Errores médicos. Y él seguía sin reconocer muestras de sangre anormales. Era un hábito de negligencia. Ese mismo día yo lo había enfrentado, en el hospital.

– ¿Qué le dijiste?

– Le dije que debía buscar otra especialidad. Porque no pensaba recomendarlo para el segundo año de residencia.

– ¿Te amenazó? ¿Manifestó su enojo?

– No. Eso fue lo extraño. Lo aceptó sin más. Y… me sonrió.

– ¿Te sonrió?

Ella asintió.

– Como si en realidad no le importara.

La imagen le dio a Moore un escalofrío. Ella no podía saber entonces que la sonrisa de Capra enmascaraba una furia insondable.

– Más tarde esa noche, en tu casa -dijo Moore-, cuando te atacó…

– Ya he contado lo sucedido. Está en mi declaración. Todo eso consta en mi declaración.

Moore hizo una pausa. A su pesar siguió insistiendo.

– Hay cosas que no le contaste a Singer. Cosas que dejaste afuera.

Ella levantó la cabeza, con las mejillas encendidas por la ira.

– ¡No dejé nada afuera!

Odiaba tener que perseguirla con más preguntas, pero no tenía otra opción.

– Revisé el informe de la autopsia de Capra -dijo él-. No coincide con la declaración que hiciste ante la policía de Savannah.

– Le dije al detective Singer exactamente lo que sucedió.

– Dijiste que yacías con el cuerpo atado a un costado de la cama. Revisaste bajo la cama en busca del revólver. Desde esa posición apuntaste a Capra y disparaste.

– Y es la verdad. Lo juro.

– De acuerdo con la autopsia, la bala subió por su abdomen y atravesó la espina torácica, dejándolo paralizado. Hasta aquí coincide con tu declaración.

– ¿Entonces por qué dices que miento?

Moore se detuvo una vez más, con el corazón casi dolorido por tener que presionarla más. Por tener que lastimarla más.

– Hay un problema con la segunda bala -dijo él-. Fue disparada de cerca, directo al ojo izquierdo. Pero tú estabas tirada en el piso.

– Debe de haberse inclinado hacia abajo, y ahí fue cuando disparé.

– ¿Debe de haberse inclinado?

– No lo sé. No recuerdo.

– ¿No recuerdas haber disparado la segunda bala?

– No. Sí…

– ¿Cuál es la verdad, Catherine? -Lo dijo con voz amable, pero no pudo suavizar el efecto de sus palabras.

Ella se miró los zapatos.

– No voy a aceptar este tipo de interrogatorio. Yo soy la víctima.

– Y yo estoy tratando de mantenerte con vida. Necesito saber la verdad.

– ¡Ya te he dicho la verdad! Ahora creo que es momento de que te retires. -Se cruzó hasta la puerta, la abrió de par en par, y le lanzó una mirada de dolor.

Peter Falco estaba parado fuera, la mano lista para golpear.

– ¿Estás bien, Catherine? -preguntó Peter.

– Todo está perfecto -contestó secamente.

Peter afiló su mirada sobre Moore.

– ¿Qué es esto? ¿Acoso policial?

– Le estaba haciendo un par de preguntas a la doctora Cordell. Eso es todo.

– No sonaba así desde el pasillo. -Peter miró a Catherine-. ¿Quieres que le muestre la salida?

– Puedo enfrentar esto sola.

– No tienes obligación de contestar más preguntas.

– Estoy bien al tanto de eso, gracias.

– Está bien. Pero si me necesitas, estaré afuera. -Peter le lanzó una última mirada de advertencia a Moore, luego se volvió y regresó a su oficina. Al final del pasillo, Helen y la empleada que concertaba los turnos miraban sorprendidas a Catherine. Algo aturdida, Catherine volvió a cerrar la puerta. Por un momento permaneció de espaldas a Moore. Luego enderezó la columna, y se volvió hacia él. Las preguntas seguirían allí en el caso de contestarle ahora o más tarde.

– No te he escamoteado nada -dijo ella-. Si no logro contarte todo lo que sucedió esa noche es porque no lo recuerdo.

– Entonces tu declaración a la policía de Savannah no es completamente cierta.

– Todavía estaba hospitalizada cuando declaré. El detective Singer me habló de lo que había sucedido, ayudándome a reunir las piezas. Le dije lo que consideré que era correcto en ese momento.

– Y ahora no estás tan segura.

Ella sacudió la cabeza.

– Es difícil determinar cuáles son los recuerdos verdaderos. Es mucho lo que no puedo recordar a causa de la droga que me dio Capra. El Rohypnol. De tanto en tanto me asalta un recuerdo. Algo que puede o no haber sido real.

– ¿Y todavía te asaltan esos recuerdos?

– Tuve uno anoche. Fue el primero en meses. Pensé que lo había superado. Pensé que se habían ido para siempre.

Caminó hasta la ventana y miró fuera. El panorama se veía oscurecido por la sombra de la torre de concreto. Su oficina daba al hospital, y podían verse, hilera tras hilera, las ventanas de las habitaciones de los enfermos. Un vistazo al mundo privado de los agonizantes y los moribundos.

– Dos años parece mucho tiempo -dijo-. Tiempo suficiente para olvidar. Pero en realidad, dos años no es nada. Nada. Después de esa noche, no pude regresar a mi casa, no pude pisar el lugar donde había sucedido todo. Mi padre tuvo que empacar mis cosas y llevarme a otra parte. Allí estaba, la jefa de residentes, acostumbrada a la visión de sangre y tripas. Pero tan sólo la idea de caminar por el pasillo y abrir la puerta de mi dormitorio hacía que quedara empapada de sudor frío. Mi padre trató de entender, pero él es un duro militar. No acepta la debilidad. Piensa en ella como en otra herida de guerra, una herida que cierra. Y después hay que seguir viviendo. Me dijo que lo madurara y que lo superara. -Sacudió la cabeza y se rió-. Que lo superara. Suena tan fácil. No tiene idea de lo difícil que me resultaba salir a la calle cada mañana. Caminar hasta el auto. Estar tan expuesta. Al poco tiempo dejé de hablarle, porque sabía que le disgustaba mi debilidad. Hace meses que no lo llamo…

»Me llevó dos años poder controlar finalmente mi temor. Llevar una vida razonablemente normal en la que no sienta que alguien va a saltar desde cada arbusto. Recuperé mi vida. -Se pasó la mano por los ojos, enjugándose rápida y furiosamente las lágrimas. Su voz se convirtió en un susurro-. Y ahora he vuelto a perderla.

Temblaba por el esfuerzo de no llorar, abrazándose, los dedos enterrados entre sus brazos como si luchara por controlarse. Moore se levantó de la silla y se acercó a ella. Se quedó de pie detrás, preguntándose qué pasaría si la tocaba. ¿Se haría a un lado? ¿El mero contacto con la mano de un hombre le resultaría repulsivo? La observaba impotente mientras ella se replegaba sobre sí misma, y se le ocurrió que caería abatida ante sus propios ojos.

Le tocó gentilmente un hombro. Ella no se sobresaltó, no se alejó. La hizo girar hacia él, rodeándola con los brazos, y la empujó contra su pecho. La profundidad de su dolor lo impactó. Podía sentir su cuerpo entero vibrando de dolor, del mismo modo en que una tormenta sacude un puente derruido. Aunque ella no emitía sonido alguno, él advirtió la forma temblorosa en que tomaba aire, los sollozos reprimidos. Apretó sus labios contra el pelo de Catherine. No lo podía evitar; las necesidades de Catherine despertaban algo muy profundo dentro de él. Tomó la cara de ella entre sus manos, le besó la frente, las cejas.

Ella estaba muy quieta entre sus brazos, y él pensó: he cruzado la raya. Rápidamente la soltó.

– Lo siento -dijo-. Esto no debería haber ocurrido.

– No. No debería.

– ¿Podrás olvidar lo que hice?

– ¿Tú podrás hacerlo? -le preguntó con dulzura.

– Sí. -Se compuso. Y repitió, con más firmeza, como queriendo convencerse a sí mismo-: Sí.

Ella bajó la vista hacia su mano, y él supo qué era lo que miraba. Su sortija matrimonial.

– Espero por el bien de tu mujer que puedas hacerlo -dijo ella. Su comentario estaba destinado a inspirarle culpa, y lo hizo.

Él miró la sortija, un sencillo aro de oro que había llevado por tanto tiempo que parecía pegado a su carne.

– Se llamaba Mary -dijo él. Sabía lo que Catherine pensaba: que estaba engañando a su mujer. Ahora sentía casi desesperadamente la necesidad de explicarse, de redimirse ante sus ojos-. Sucedió hace dos años. Una hemorragia cerebral. No la mató, no en ese momento. Durante seis meses mantuve la esperanza, creyendo que iba a despertar… -Sacudió la cabeza-. Los doctores lo llamaban estado vegetativo crónico. Dios, odio esa palabra, vegetativo. Como si ella fuera una planta o alguna clase de árbol. Una parodia de la mujer que había sido. Para el momento en que murió, no podía reconocerla. No pude reconocer nada de Mary en ella.

Su mano lo tomó por sorpresa, y esta vez fue él quien se sobresaltó ante su tacto. En silencio se enfrentaron uno al otro bajo la luz gris de la ventana, y él pensó: «Ni los besos, ni los abrazos podrían acercar tanto a dos personas como nosotros lo estamos ahora. El sentimiento más íntimo que pueden compartir dos personas no es el amor ni el deseo, sino el dolor».

El zumbido del intercomunicador rompió el hechizo. Catherine pestañeó, como si de repente recordara dónde se encontraba. Se inclinó sobre el escritorio y apretó el botón del intercomunicador.

– ¿Sí?

– Doctora Cordell, han llamado de la unidad quirúrgica de terapia intensiva. La necesitan allí arriba de inmediato.

Moore vio a través de la mirada de Catherine que el mismo pensamiento se les había ocurrido a ambos: «Algo ha sucedido con Nina Peyton».

– ¿Es acerca de la cama doce? -preguntó Catherine.

– Sí. La paciente acaba de despertar.

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