Dio una vuelta alrededor de la manzana, y esta vez apenas notó el calor; tantos escalofríos le habían producido las imágenes de la cinta. Se sintió aliviado por el solo hecho de salir de la sala de conferencias, ahora íntimamente asociada con el horror. Savannah misma, con su aire almibarado y su suave luz verde, lo hacían sentir inquieto. La ciudad de Boston tenía ángulos agudos y voces irritantes, donde cada edificio, cada rostro con el entrecejo fruncido aparecía nítida y ásperamente en foco. En Boston sabías que estabas vivo sólo por estar tan irritado. Aquí, nada parecía enfocado. Veía a Savannah como a través de una gasa, una ciudad de sonrisas amables y voces adormiladas, y se preguntó cuál era la oscuridad que yacía oculta a la vista.
Cuando regresó al cuarto de la brigada, encontró a Singer escribiendo en una computadora portátil.
– Espéreme un minuto -dijo Singer mientras apretaba el botón del control ortográfico. Que Dios no permitiera ninguna palabra mal escrita en sus informes. Satisfecho, miró a Moore-. ¿Sí?
– ¿Encontró la libreta de direcciones de Capra alguna vez?
– ¿Qué libreta de direcciones?
– La mayoría de las personas tienen una agenda cerca del teléfono. Yo no vi ninguna en el video de su departamento, y tampoco la encontré en la lista de bienes que hizo usted
– Está hablando de dos años atrás. Si no estaba en nuestra lista, entonces na tenía ninguna.
– O fue sustraída de su departamento antes de que usted llegara allí.
– ¿Qué intenta averiguar? Pensé que había venido a estudiar la técnica de Capra, no a resolver el caso de nuevo.
– Me interesan los amigos de Capra. Todo el que lo conociera bien.
– Diablos, nadie lo conocía. Entrevistamos a los médicos y las enfermeras con quienes trabajaba. A la propietaria de su departamento, a los vecinos. Me fui manejando hasta Atlanta para hablar con su tía. Su único pariente vivo.
– Sí, leí las entrevistas.
– Entonces sabrá que los engañó a todos. Sigo escuchando los mismos comentarios: «¡Qué médico tan compasivo! Un muchacho tan educado». -Singer lanzó un bufido.
– No tenían idea de quién era Capra en realidad.
Singer giró nuevamente hacia su computadora portátil.
– Diablos, nadie llega a saber nunca quiénes son los monstruos.
Era el momento de ver la última cinta. Moore la había cortado justo en el final, porque no se había sentido preparado para enfrentarse con las imágenes. Se las había arreglado para observar las primeras con distanciamiento, tomando notas y estudiando los dormitorios de Lisa Fox, Jennifer Torregrossa y Ruth Voorhees. Había visto, una y otra vez, el patrón de manchas de sangre, los nudos de la cuerda de nailon alrededor de las muñecas de las víctimas, el barniz de la muerte en sus ojos. Podía mirar las cintas con un mínimo de emoción porque no conocía a estas mujeres, no tenía el eco de sus voces en la memoria. Estaba concentrado no en las víctimas, sino en la malévola presencia que había pasado por sus habitaciones. Sacó la cinta de la escena del crimen de Voorhees y la dejó sobre la mesa. De mala gana tomó la cinta que quedaba. En la etiqueta se leía la fecha, el número de caso, y las palabras: Casa de Catherine Cordell.
Pensó en pasarla de largo y esperar a la mañana siguiente, cuando estuviera más descansado. Eran ahora las nueve de la noche, y había estado en ese cuarto todo el día. Sostuvo la cinta, sopesando qué hacer.
Pasó un momento hasta que advirtió que Singer estaba de pie en el umbral, observándolo.
– Caramba, todavía aquí -dijo Singer.
– Tengo mucho que ver todavía.
– ¿Ya vio todas las cintas?
– Todas excepto ésta.
Singer echó una mirada a la etiqueta.
– Cordell.
– Sí.
– Adelante, véala. Tal vez yo pueda completar algunos detalles.
Moore la insertó en la ranura y apretó reproducir.
Se veía el frente de la casa de Catherine. Era de noche. La luz de la galería estaba encendida, y otro tanto las luces de adentro. En el audio escuchó al camarógrafo dar la fecha y la hora -dos de la mañana- y su nombre. Una vez más se trataba de Spiro Pataki, que por lo visto parecía ser el camarógrafo favorito de todos. Moore escuchó mucho ruido de fondo, voces y el aullido declinante de una sirena. Pataki llevó a cabo su recorrido habitual del lugar, y Moore vio una lúgubre reunión de vecinos curiosos que miraban la escena del crimen, sus rostros iluminados por las luces de varios patrulleros de policía estacionados en la calle. Esto lo sorprendió, considerando la hora de la noche en que había sido filmado. Debe de haber representado una considerable molestia despertar a tantos vecinos. Pataki se volvió hacia la casa y se acercó a la puerta principal.
– Disparos -dijo Singer-. Ése es el informe inicial que tenemos. La mujer de enfrente escuchó el primer disparo, luego una larga pausa, y por fin un segundo disparo. Llamó al nueve once. El primer oficial de la escena estaba allí a los siete minutos. La ambulancia fue llamada dos minutos después.
Moore recordaba a la mujer de enfrente, que lo había mirado desde la ventana.
– Leí la declaración de la vecina -dijo Moore-. Dijo que no vio salir a nadie por la puerta delantera de la casa.
– Es correcto. Sólo escuchó los dos balazos. Se levantó de la cama al primero y miró por la ventana. Luego, tal vez cinco minutos después, escuchó el segundo disparo.
«Cinco minutos, -pensó Moore-. ¿Cómo se justificaba ese lapso?»
En la pantalla, la cámara entraba por la puerta principal y ahora paseaba dentro de la casa. Moore vio un armario con la puerta abierta que revelaba unos pocos abrigos sobre perchas, un paraguas y una aspiradora. El visor saltó ahora, meciéndose alrededor para mostrar el living. Sobre la mesa ratona próxima al sillón había dos vasos, uno de ellos todavía lleno con algo que se veía como cerveza.
– Cordell lo invitó a pasar -dijo Singer-. Tomaron un par de tragos. Ella fue al baño, volvió, terminó su cerveza. En el lapso de una hora el Rohypnol hizo efecto.
El sillón era de color durazno, con un sutil diseño floral tejido en la tela. Moore no veía a Catherine como el tipo de mujer que compra telas floreadas, pero allí estaba. Flores en las cortinas, en los almohadones de las sillas. Color. En Savannah había vivido con mucho color. La imaginó sentada en ese sillón con Andrew Capra, escuchando con interés sus preocupaciones acerca del trabajo, mientras el Rohypnol pasaba lentamente de su estómago hacia la corriente sanguínea. Mientras las moléculas de la droga giraban en su camino hacia el cerebro. Mientras la voz de Capra comenzaba a desvanecerse.
Ahora avanzaban hacia la cocina, la cámara registrando con un movimiento panorámico la casa, cada cuarto tal como había sido encontrado a las dos de la mañana de ese sábado. En la pileta de la cocina vio un solo vaso de agua.
De repente Moore se inclinó hacia delante.
– Ese vaso… ¿Hicieron el ADN de la saliva?
– ¿Por qué deberíamos haberlo hecho?
– ¿No saben quién bebió de ahí?
– Sólo había dos personas en la casa cuando llegó el primer oficial. Capra y Cordell.
– Dos vasos fueron encontrados sobre la mesa del living. ¿Quién bebió de ese tercer vaso?
– Diablos, pudo haber estado en la pileta de la cocina todo el día. No era relevante para la situación que encontramos.
El camarógrafo terminó su recorrida de la cocina y ahora se encaminaba al pasillo.
Moore tomó el control remoto y apretó rebobinar. Retrocedió la cinta hasta el comienzo del segmento de la cocina.
– ¿Qué? -dijo Singer.
Moore no respondió. Se acercó aún más, observando las imágenes que la pantalla reproducía de nuevo. La heladera, salpicada con llamativos imanes con forma de frutas. Los frascos de harina y azúcar sobre la mesada de la cocina. La pileta, con ese único vaso de agua. Luego la cámara pasó por la puerta de la cocina, hacia el pasillo.
Moore volvió a apretar rebobinar.
– ¿Qué está buscando? -preguntó Singer.
La cinta volvió al vaso de agua. La cámara comenzó su paneo hacia el pasillo. Moore apretó pausa.
– Esto -dijo-. La puerta de la cocina. ¿Hacia dónde da?
– Eh… al patio de atrás. Da al patio de atrás.
– ¿Y qué hay tras el patio?
– Un patio adyacente. Otra fila de casas.
– ¿Habló con el propietario de ese patio adyacente? ¿Él o ella escucharon los disparos?
– ¿Qué diferencia hay?
Moore se levantó y se acercó al monitor.
– La puerta de la cocina -dijo, golpeando con un dedo la pantalla-. Allí hay un pasador. No está puesto.
Singer hizo una pausa.
– Pero la puerta estaba trabada. ¿Ve la posición del botón del picaporte?
– Correcto. Es la clase de botón que se puede apretar al salir, dejando trabada la puerta desde afuera.
– ¿Y lo que quiere decir es…?
– ¿Por qué ella habría apretado el botón sin colocar el pasador? Si una persona cierra las puertas por la noche lo hace todo al mismo tiempo. Oprimen el botón y colocan el pasador. Ella omitió el segundo paso.
– Quizá sólo se olvidó.
– Hubo tres asesinatos previos en Savannah. Ella estaba lo bastante preocupada como para tener un revólver bajo la cama. No creo que se haya olvidado. -Miró a Singer-. Tal vez alguien salió por esa puerta de la cocina.
– Sólo había dos personas en esa casa. Cordell y Capra.
Moore consideró lo que diría a continuación. Lo que tenía para ganar o perder si era perfectamente directo.
Para entonces Singer ya sabía a dónde se dirigía esta conversación.
– Usted quiere decir que Capra tenía un socio.
– Sí.
– Ésa es una conclusión grandiosa para sacar de una cadena sin pasar.
Moore tomó aire.
– Hay más aún. La noche en que Catherine Cordell fue atacada, escuchó otra voz en la casa. Un hombre que hablaba con Capra.
– Ella nunca me dijo eso.
– Surgió durante una sesión de hipnosis forense.
Singer explotó en una carcajada.
– ¿Se consiguió a un psíquico para respaldar esa versión? Porque, entonces, ahora sí que estoy convencido.
– Eso explica por qué el Cirujano sabe tanto sobre la técnica de Capra. Los dos hombres eran socios. Y el Cirujano está llevando adelante su legado, al punto de acosar a la única víctima sobreviviente.
– El mundo está lleno de mujeres. ¿Por qué concentrarse en ella?
– Negocios inconclusos.
– Sí, está bien, tengo una teoría mejor. -Singer se levantó de su silla-. Cordell se olvidó de pasar la cadena de la puerta de su cocina. Su muchacho en Boston está copiando lo que leyó en los diarios. Y su hipnotizador forense pescó un recuerdo falso. -Sacudiendo la cabeza, se dirigió hacia la puerta. Y agregó una sarcástica frase de despedida-: Avíseme cuando atrape al verdadero asesino.
Moore permitió que este intercambio lo fastidiara sólo por un momento. Entendía que Singer defendía su propio trabajo en el caso, y no lo podía culpar por ser escéptico. Comenzaba a preguntarse acerca de sus propios instintos. Había hecho todo ese viaje hasta Savannah para probar o refutar la teoría del socio, y hasta ahora, no tenía nada para respaldarla.
Concentró su atención en la pantalla de televisión y apretó reproducir.
La cámara abandonó la cocina y avanzó por el pasillo. Hizo una pausa para mirar dentro del baño: toallas rosadas, una cortina de baño llena de peces multicolores. Las manos de Moore transpiraban. Temía lo que venía a continuación, pero no podía quitar su mirada de la pantalla. La cámara se alejó del baño y continuó su camino por el pasillo, pasando por una acuarela enmarcada con peonías rosadas que colgaba de la pared. Sobre el piso de madera, unas huellas ensangrentadas habían sido borroneadas y arrastradas por los primeros oficiales de la escena del crimen, y más tarde por los frenéticos paramédicos. Lo que quedaba era una confusa abstracción en rojo. El marco de una puerta se elevaba más adelante, mientras la imagen saltaba a causa de una mano inestable.
Ahora la cámara se movió dentro del dormitorio.
Moore sintió que se le cerraba el estómago, no porque lo que viera fuese más chocante que otras escenas de crimen de las que había sido testigo. No, este horror era profundamente visceral porque conocía a la mujer y le preocupaba en lo más hondo lo que había sufrido allí. Había estudiado las fotos de ese dormitorio, pero no transmitían la misma sórdida cualidad que este video. Aun cuando Catherine no aparecía en este marco -para entonces había sido llevada al hospital- la evidencia de su trance le hablaba a gritos desde la pantalla de la televisión. Vio las cuerdas de nailon, que habían apresado sus muñecas y tobillos, todavía atadas a los cuatro postes de la cama. Vio los instrumentos quirúrgicos -un escalpelo y los retractores- abandonados sobre la mesa de luz. Vio todo esto y el impacto fue tan poderoso que de hecho saltó hacia atrás en su silla, como impelido por un golpe.
Cuando la lente de la cámara saltó, por fin, al cuerpo de Andrew Capra, que yacía en el piso, apenas sintió un aguijoneo de emoción; ya estaba insensibilizado por lo que acababa de ver segundos atrás. La herida abdominal de Capra había sangrado profusamente, y un enorme charco de sangre se había formado en su pecho. La segunda bala, dentro de su ojo, le había infligido la herida fatal. Recordó el lapso de cinco minutos entre ambos disparos. La imagen que veía reforzaba esos tiempos. A juzgar por la cantidad de sangre acumulada, Capra había yacido vivo y desangrándose al menos por unos minutos.
La cinta llegó a su fin.
Se quedó mirando la pantalla en blanco, luego se sacudió su parálisis y apagó la reproductora. Se sentía demasiado agotado como para levantarse de la silla. Cuando por fin lo hizo, fue sólo para escapar de ese lugar. Tomó la caja con los documentos fotocopiados de la investigación en Atlanta. Como estos papeles no eran origínales, sino copias de los documentos archivados en Atlanta, podría estudiarlos fuera de allí.
De regreso en el hotel se dio una ducha, comió una hamburguesa y unas papas fritas que le llevaron a su habitación, y se permitió una hora de televisión para descomprimir tensiones. Pero todo ese tiempo lo pasó cambiando de canales, mientras que su mano ardía por llamar a Catherine. Observar esa última cinta de la escena del crimen había refrescado en su memoria exactamente qué clase de monstruo era el que la acosaba, y no podía quedarse tranquilo.
Dos veces levantó el auricular y lo volvió a poner en su sitio. Lo levantó una vez más, y ahora sí sus dedos obedecieron su voluntad, marcando el número que conocía tan bien. Cuatro llamadas, y apareció el contestador de Catherine.
Colgó sin dejar mensaje.
Observó el teléfono, avergonzado por lo fácil que su resolución se había hecho polvo. Se había prometido aguantar, y había accedido a la exigencia de Marquette de mantener distancia de Catherine en tanto durara la investigación. «Cuando todo esto termine, de algún modo haré que las cosas se arreglen entre nosotros».
Miró la pila de documentos de Atlanta sobre el escritorio. Eran las once de la noche y ni siquiera había comenzado. Con un suspiro, abrió la primera carpeta de la caja de Atlanta.
El caso de Dora Ciccone, la primera víctima de Andrew Capra, no le parecía una lectura agradable. Conocía de antemano los detalles generales; habían sido resumidos en el informe final de Singer. Pero Moore no había leído los informes concretos de Atlanta, y ahora retrocedía en el tiempo, examinando las primeras obras de Andrew Capra. Allí era donde todo había comenzado. En Atlanta.
Leyó el informe inicial del crimen, luego avanzó a lo largo de las carpetas de interrogatorios. Leyó las declaraciones de los vecinos de Ciccone, desde el empleado del bar local donde fuera vista con vida por última vez, hasta la amiga que descubrió el cadáver. Había también una carpeta con una lista de sospechosos y sus fotografías; Capra no se contaba entre ellos.
Dora Ciccone era una estudiante graduada en Emory, de veintidós años. La noche de su muerte había sido vista en los alrededores cerca de la medianoche, bebiendo un margarita en la cantina. Cuarenta horas más tarde, su cuerpo había sido encontrado en su domicilio, desnudo y atado a la cama con cuerdas de nailon. El útero había sido extirpado, y le habían cortado la garganta.
Encontró la cronología establecida por la policía. Se trataba de un esbozo superficial en una escritura apenas legible, como si el detective de Atlanta lo hubiera hecho sólo para satisfacer un trámite burocrático. Casi podía oler la falla en esas páginas, podía leerla en los lazos achatados de la caligrafía del detective. Él mismo había experimentado esa pesada sensación que se genera en el pecho mientras se pasa la marca de las veinticuatro horas, luego la semana, luego el mes, sin que aparezcan pistas tangibles.
Eso era lo que tenía el detective de Atlanta: nada. El asesino de Dora Ciccone seguía siendo un individuo desconocido.
Abrió el informe de la autopsia.
La carnicería efectuada a Dora Ciccone no fue tan rápida ni tan habilidosa como el resto de los asesinatos de Capra. Los cortes desparejos indicaban que Capra carecía de la confianza para hacer un único corte limpio que atravesara el bajo vientre. En cambio había vacilado, su hoja había retrocedido, lacerando la piel. Una vez atravesada la capa de la piel, el procedimiento había degenerado en una serie de tajos de aficionado, y el filo se había desviado cortando tanto la vejiga como los intestinos mientras excavaba en busca de su premio. Allí, con su primera víctima, no se había utilizado sutura para ninguna de las arterias. La hemorragia era abundante, y Capra debía de haber trabajado a ciegas, con sus referencias anatómicas sumergidas en un charco carmesí cada vez más profundo.
Sólo el coup de grace fue ejecutado con maestría. Lo realizó con un único corte limpio, de izquierda a derecha, como si, con el hambre ahora saciada y el frenesí desvaneciéndose, hubiera finalmente recuperado el control para terminar el trabajo con fría eficacia.
Moore dejó a un lado el informe de la autopsia y confrontó los restos de su cena, sobre la bandeja corrida a un costado. De repente sintió una náusea, y llevó la bandeja hasta la puerta dejándola fuera, en el pasillo. Luego volvió al escritorio y abrió la siguiente carpeta, que contenía los informes de laboratorio.
La primera hoja era una imagen de microscopio: «Espermatozoides identificados en el examen vaginal de la víctima». Sabía que el análisis de ADN de este esperma había sido confirmado más tarde corno el de Capra. Antes de matar a Dora Ciccone, la había violado.
Moore pasó a la página siguiente, y encontró un conjunto de informes de Pelos y Fibras. La zona púbica de la víctima había sido peinada y los pelos examinados. Entre las muestras aparecía un vello púbico castaño rojizo que concordaba con el de Capra. Hojeó las demás páginas del informe de Pelos y Fibras, que examinaban diversos cabellos encontrados en la escena del crimen. La mayoría de las muestras eran de la propia víctima, tanto los vellos púbicos como los pelos rojizos. Había también un pelo corto y rubio en la frazada, identificado más tarde como no humano, según el complejo patrón estructural de la médula. Un agregado manuscrito indicaba: «La madre de la víctima posee un labrador. Pelos similares fueron encontrados en el asiento trasero del auto de la víctima».
Llegó a la última página de Pelos y Fibras y allí se detuvo. Era un análisis de otro pelo, esta vez humano pero nunca identificado. Había sido encontrado en la almohada. En cualquier casa podía encontrarse toda una variedad de pelos. Los humanos perdían docenas de pelos por día. Según lo fastidioso que fuera el dueño de casa, y de las veces que pasara la aspiradora, las frazadas y los sillones acumulaban un registro microscópico de cada visitante que hubiera pasado el tiempo más insignificante en la casa. Este único pelo, encontrado en la almohada, podría provenir de un amante, de un invitado o de un pariente. Pero no era de Andrew Capra.
– Un solo cabello humano de la cabeza, castaño claro, AO (curvado). Longitud: cinco centímetros. Fase telógena. Trichorrhexis invaginata visible. Origen no identificado.
Trichorrhexis invaginata. Pelo de bambú.
El Cirujano estaba allí.
Se recostó contra el respaldo, perplejo. Ese mismo día había leído el informe de laboratorio de Savannah sobre Fox, Voorhees, Torregrossa y Cordell. En ninguna de esas escenas del crimen se habían encontrado pelos con Trichorrhexis invaginata.
Pero el socio de Capra había estado allí todo el tiempo. Había permanecido invisible, sin dejar semen ni ADN a sus espaldas. La única evidencia de su presencia era este único cabello, y el recuerdo enterrado de su voz que conservaba Catherine.
«Su sociedad comenzó con el primer asesinato. En Atlanta».