La NN femenino se ha mudado.
Tengo en mi mano un tubo de su sangre, y me decepciona que esté fría al tacto. Ha estado guardada por demasiado tiempo en el anaquel del flebotomista, y el calor corporal que este tubo poseyó alguna vez se ha irradiado a través del vidrio y se disipó en el aire. La sangre fría es algo muerto, sin poder y sin alma, y no me conmueve. Es en la etiqueta donde me concentro, un rectángulo blanco pegado al tubo de vidrio, impresa con el nombre de la paciente, su número de habitación y él número del hospital. Aunque el nombre dice «NN femenino», yo sé en realidad a quién pertenece esta sangre. Ya no está más en la unidad de terapia intensiva quirúrgica. Fue trasladada a la habitación 538 del pabellón quirúrgico.
Devuelvo el tubo al anaquel, donde descansa junto a otras dos docenas de tubos, sellados con tapas de goma azules y púrpuras y rojas y verdes; cada una indica un procedimiento distinto a realizar. Las tapas púrpura son para conteos de sangre; las azules, para pruebas de coagulación; las rojas para química y electrolitos. En algunos tubos de tapas rojas la sangre ya se congeló en columnas de gelatina oscura. Reviso entre la pila de órdenes de laboratorio y encuentro la ficha de la NN femenino. Esta mañana la doctora Cordell dejó indicados dos análisis: un conteo de sangre completo y electrolitos serosos. Reviso más concienzudamente las órdenes de laboratorio de anoche, y encuentro una copia en carbónico de otro pedido a nombre de la doctora Cordell.
«Estatuto de gases de sangre arterial, post extubación.
Dos litros de oxígeno por sonda nasogástrica».
Nina Peyton ha sido extubada. Respira por sus propios medios, inhalando aire sin asistencia mecánica, sin un tubo en su garganta.
Estoy sentado inmóvil en mi trabajo, pensando no en Nina Peyton, sino en Catherine Cordell. Ella piensa que ha ganado esta partida. Piensa que es la salvadora de Nina Peyton. Es tiempo de ponerla en su lugar. Es tiempo de que aprenda lo que es la humildad.
Levanto el teléfono y llamo a la cocina del hospital. Me contesta una mujer de tono apurado, con el sonido de bandejas entrechocándose como fondo. Falta poco para la hora de la cena, y no tiene tiempo que perder en conversaciones insustanciales.
– Hablo de Cinco Oeste -miento-. Creo que se pueden haber traspapelado las dietas de dos de nuestros pacientes. ¿Me podría decir qué dieta se le asignó a la habitación 538?
Se produce una pausa y ella escribe en su teclado y llama a información.
– Dieta de líquidos -contesta-. ¿Es correcto?
– Sí, es correcto. Gracias. -Cuelgo.
En el diario de esta mañana se dice que Nina Peyton permanece en estado comatoso y en condiciones críticas. No es verdad. Ella está despierta.
Catherine Cordell le salvó la vida, como sabía que lo haría.
Una flebotomista cruza por mi lugar de trabajo y coloca su bandeja llena de tubos de sangre sobre el mostrador. Nos sonreímos, como todos los días; dos amistosos colegas que necesariamente piensan lo mejor uno del otro. Ella es joven, con pechos firmes y altos, apretados como melones contra su uniforme blanco, y dientes blancos y parejos. Toma una nueva orden de laboratorio, la sacude y sale. Me pregunto si su sangre será salada.
Las máquinas zumban y gorgotean en una perpetua canción de cuna.
Voy a la computadora y abro la lista de pacientes de Cinco Oeste. Hay veinte habitaciones en ese pabellón, que está diseñado en forma de H, con la sala de enfermería ubicada en la barra horizontal de la H. Estudio la lista de pacientes, treinta y tres en total, considerando sus edades y diagnósticos. Me detengo en el nombre número veinte, de la habitación 521.
El señor Hermán Gwadowski, de sesenta y nueve años de edad. Médico a cargo: doctora Catherine Cordell. Diagnóstico: laparotomía de emergencia por traumatismo abdominal múltiple.
La habitación 521 está ubicada en el corredor paralelo al de Nina Peyton. Desde la 521 la habitación de Nina no se ve.
Hago un clic sobre el nombre del señor Gwadowski y accedo a su historia clínica. Está en el hospital desde hace dos semanas y su historia clínica se extiende página tras página en la pantalla. Puedo visualizar sus brazos, las venas como una autopista de pinchazos de aguja y moretones. A juzgar por el nivel de azúcar en la sangre, veo que es diabético. El alto índice de glóbulos blancos señala alguna clase de infección. Noto también que hay cultivos adheridos a una muestra que se le tomó de una herida del pie. La diabetes ha afectado la circulación de sus miembros, y la carne de sus piernas comenzó a necrosar. Veo también un cultivo adherido a una muestra hecha en el área de la línea venosa central.
Me concentro en sus electrolitos. Los niveles de potasio han subido en forma ininterrumpida: 4,5 dos semanas atrás, 4,8 la semana pasada, 5,1 ayer. Es viejo y sus ríñones de diabético luchan por excretar las toxinas cotidianas que se acumulan en su flujo sanguíneo. Tanto toxinas como potasio. No costará mucho colocarlo en el límite.
No conozco al señor Hermán Gwadowski, no al menos personalmente. Voy al anaquel de tubos de sangre que han sido depositados sobre el mostrador y miro las etiquetas. La serie pertenece al sector Cinco Este y Oeste, y hay veinticuatro tubos en las diversas ranuras. Encuentro un tubo de tapa roja de la habitación 521. Es la sangre del señor Gwadowski.
Levanto el tubo y lo giro lentamente para estudiarlo bajo la luz. No se ha coagulado, y el fluido interior se ve oscuro y ligeramente salobre, como si la aguja que pinchó la vena del señor Gwadowski en realidad hubiera dado con un pozo estancado. Destapo el tubo y huelo su contenido. Huelo la urea de un anciano, la dulzura espesa de la infección. Huelo un cuerpo que ya ha comenzado a descomponerse, aun cuando el cerebro continúe negándose a la idea de que el caparazón que lo rodea está muriendo.
Es de esta manera como conozco al señor Gwadowski.
No será una amistad muy larga.
Angela Robbins era una enfermera responsable y estaba irritada porque la dosis de antibióticos de las diez para el señor Gwadowski no había llegado todavía. Se acercó al empleado del pabellón Cinco Oeste y dijo:
– Todavía estoy esperando los medicamentos intravenosos del señor Gwadowski. ¿Puede volver a llamar a Farmacia?
– ¿Revisó la planilla de Farmacia? Llegó a las nueve.
– No había nada en ella para Gwadowski. Necesita su dosis intravenosa de Zosyn ahora mismo.
– Oh, acabo de recordarlo. -El empleado se levantó y se acercó a unos casilleros en el extremo opuesto del mostrador-. Lo trajo hace un rato un asistente de Cuatro Oeste.
– ¿Cuatro Oeste?
– Enviaron la bolsa al piso equivocado. -El empleado corroboró la etiqueta-. Gwadowski, 521A.
– Exacto -dijo Angela, tomando la pequeña bolsa.
En su camino de regreso a la habitación, leyó la etiqueta, confirmando el nombre del paciente, la orden del médico, y la dosis de Zosyn que había sido agregada a la bolsa de solución salina. Todo estaba en orden. Hace dieciocho años, cuando Angela había comenzado a trabajar como enfermera novata, cualquier enfermera registrada podía entrar tranquilamente en el pabellón de suministros, tomar una bolsa de fluido intravenoso y agregar los medicamentos necesarios. Un par de errores cometidos por enfermeras apuradas y unas pocas demandas muy publicitadas habían cambiado todo eso. Ahora hasta una sencilla bolsa de solución salina intravenosa con añadido de potasio tenía que venir de la farmacia del hospital. Era una instancia burocrática más, un nuevo eslabón en la complicada maquinaria de la atención sanitaria, y Angela lo lamentaba. Había causado que se demorara una hora la llegada de esta bolsa de solución salina.
Conectó el entubado intravenoso del señor Gwadowski a la nueva bolsa y la colgó de la barra. A lo largo de la operación, el señor Gwadowski permaneció impávido. Estaba en coma desde hacía dos semanas, y ya exudaba el olor de la muerte. Angela había sido enfermera por bastante tiempo como para reconocer ese hedor, semejante al sudor ácido; ése era el preludio al tránsito final. Cada vez que lo detectaba, solía murmurar a las otras enfermeras: «Éste no va a lograrlo». Eso era lo que pensaba ahora, mientras abría el flujo de la sonda y chequeaba los signos vitales del paciente. «Éste no va a lograrlo». Con todo, realizaba sus tareas con el mismo cuidado que le daría a cualquier otro paciente.
Era tiempo de someterlo a un baño de esponja. Acercó una palangana con agua caliente hasta la cama, mojó un lienzo, y comenzó a fregar la cara del señor Gwadowski. Permanecía con la boca abierta, la lengua seca y arrugada. Si tan sólo le permitieran morir. Si tan sólo lo liberaran de este infierno. Pero el hijo no permitiría ni siquiera un cambio en el protocolo, y así el pobre viejo continuaba viviendo, si es que a eso se le podía llamar vida; su corazón continuaba latiendo en esa descompuesta coraza que era su cuerpo.
Abrió la bata que llevaban los pacientes del hospital y corroboró el sitio donde entraba la línea intravenosa central. La marca se veía ligeramente roja, lo que la preocupó. Ya no tenían lugar en el brazo por dónde canalizarlo. Este lugar era ahora la única vía de acceso, y Angela siempre tenía el cuidado de mantener la herida limpia y con tela adhesiva nueva. Tras el baño en la cama, debía cambiarlo de ropa.
Le secó el pecho, deslizando el paño mojado por los surcos de las costillas. Podía inferir que nunca había sido un hombre musculoso, y lo que quedaba de su pecho era apenas un pergamino extendido sobre los huesos.
Escuchó pasos, y no le alegró ver al hijo del señor Gwadowski entrar en la habitación. Con una rápida mirada la puso a la defensiva. Así era este hombre; siempre señalaba los errores y descuidos en los demás. Solía hacerlo con su hermana. Una vez Angela los había escuchado discutir, y tuvo que reprimirse para no salir en defensa de la hermana. A fin de cuentas, a Angela no le correspondía decir a este tipo lo que ella pensaba de sus amenazas. Pero tampoco consideraba correcto manifestarse demasiado amistosa con él. De modo que se limitó a mover la cabeza, y continuó con su baño de esponja.
– ¿Cómo está? -preguntó Ivan Gwadowksi.
– No hubo cambios. -Su voz era fría e impersonal. Hubiera deseado que se retirara, que terminara con su pequeña ceremonia de fingida preocupación, y que la dejara hacer tranquila su trabajo. Era lo suficientemente perceptiva como para entender que el amor constituía un aspecto ínfimo de la causa de su presencia allí. Había asumido esta responsabilidad porque era lo que estaba acostumbrado a hacer, y porque no delegaría el control en nadie. Ni siquiera en la Muerte.
– ¿Ha venido a verlo la doctora?
– La doctora Cordell viene todas las mañanas.
– ¿Y qué dice ella del hecho de que siga en coma?
Angela devolvió el paño a la palangana y se irguió para mirarlo.
– No creo que haya mucho que decir, señor Gwadowski.
– ¿Cuánto tiempo estará así?
– El tiempo que usted permita que esté así.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– ¿No sería más humano dejarlo morir?
Ivan Gwadowski la miró fijo.
– Sí, eso facilita la vida de todos, ¿no es así? Y deja libre otra cama de hospital.
– Eso no fue lo que dije.
– Sé cómo funcionan los hospitales hoy en día. El paciente permanece mucho tiempo, y ustedes corren con los gastos.
– Yo sólo hablaba de lo que es mejor para su padre.
– Lo mejor sería que el hospital hiciera su trabajo.
Antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse, Angela se dio vuelta y tomó el paño de la palangana. Lo volvió a sacar con manos temblorosas. «No discutas con él. Sólo haz tu trabajo. Es la clase de hombre que se toma todo a pecho».
Colocó el paño empapado sobre el abdomen del paciente. Sólo entonces advirtió que el anciano no respiraba.
Al instante Angela palpó el cuello en busca del pulso.
– ¿Qué pasa? -preguntó el hijo-. ¿Está bien?
Ella no contestó. Empujándolo, salió corriendo al pasillo.
– ¡Código azul! -gritó-. ¡Código azul para la habitación 521!
Catherine salió a toda velocidad de la habitación de Nina Peyton y rodeó el extremo del corredor, hacia el siguiente pasillo. El personal ya se había reunido en la habitación 521 y se amontonaba en el pasillo, donde un grupo de estudiantes de medicina con los ojos muy abiertos estiraban sus cuellos para ver la acción.
Catherine se abrió paso a empujones dentro de la habitación y exclamó, por encima del caos:
– ¿Qué sucedió?
Angela, la enfermera del señor Gwadowski, dijo:
– ¡Dejó de respirar! No tiene pulso.
Catherine consiguió acercarse hasta la cama y vio que otra enfermera ya le había colocado una máscara sobre la cara y bombeaba oxígeno a sus pulmones. Un residente tenía sus manos sobre el pecho, y con cada compresión contra el esternón, mandaba sangre desde el corazón, forzándola a través de venas y arterias. Alimentando los órganos, alimentando el cerebro.
– ¡Electrodos de electrocardiograma en su lugar! -señaló alguien.
La mirada de Catherine voló hacia el monitor. La línea mostraba una fibrilación ventricular. Las cámaras del corazón ya no se contraían. En cambio los músculos individuales temblaban, y el corazón se había convertido en una bolsa flaccida.
– ¿Las paletas están cargadas? -dijo Catherine.
– Cien joules.
– ¡Adelante!
La enfermera colocó las paletas de desfibrilación sobre el pecho y gritó:
– ¡Todos atrás!
Las paletas realizaron la descarga, enviando un sacudón eléctrico al corazón. El pecho del hombre saltó del colchón como un gato sobre una parrilla.
– ¡Continúa en fibrilación ventricular!
– Un miligramo de epinefrina intravenosa, luego haremos otra descarga de cien -dijo Catherine.
El glóbulo de epinefrina se deslizó a través de la línea central.
– ¡Atrás!
Una nueva descarga de las paletas, un nuevo salto del pecho.
En el monitor, la línea de electrocardiograma se elevó bruscamente, y luego volvió a una temblequeante raya. Los últimos estertores de un corazón agonizante.
Catherine observó al paciente y pensó: «¿Cómo puedo revivir esta montaña de huesos marchitos?»
– ¿Quiere… seguir insistiendo? -preguntó un residente, jadeando mientras comprimía. Una gota de sudor se deslizó brillante por su mejilla.
«No quiero resucitarlo en absoluto», pensó, y estaba a punto de darlo por terminado cuando Angela le susurró al oído:
– El hijo está aquí. Está mirando.
Catherine le lanzó una mirada a Ivan Gwadowski, parado junto a la puerta. Ahora no tenía opción. Por algo menos que este esfuerzo, el hijo se aseguraría de que lo pagara con el infierno.
En el monitor, la línea trazaba la superficie de un mar agitado por la tormenta.
– Vamos una vez más -dijo Catherine-. Doscientos joules esta vez. Que traigan sangre para el código de litio.
Escuchó el reverbero metálico del cajón del equipo de resucitación al abrirse. Aparecieron tubos de sangre y una jeringa.
– ¡No puedo encontrar la vena!
– Utilice la línea central.
– ¡Háganse a un lado!
Todos se alejaron mientras las paletas descargaban.
Catherine observó el monitor, con la esperanza de que la descarga haría reaccionar al corazón. Por el contrario, la línea bajó a unas olitas apenas perceptibles.
Un nuevo glóbulo de epinefrina atravesó la línea central.
El residente, colorado y transpirado, reanudó la compresión sobre el pecho. Un nuevo par de manos tomó la bolsa y comenzó a mandar aire a los pulmones, pero era como tratar de insuflar vida a una vaina seca. Catherine ya podía percibir el cambio de voces a su alrededor, el tono de urgencia aplacado, las palabras secas y automáticas. Ahora era meramente un ejercicio, destinado a una inevitable derrota. Miró alrededor del cuarto, y a más de una docena de personas amontonadas alrededor de la cama, y vio que la decisión a tomar era obvia para todos. Tan sólo esperaban su palabra.
Ella la pronunció.
– Llamemos al encargado del protocolo -dijo-. Once horas trece minutos.
En silencio, todos se alejaron, mirando calladamente el objeto de su derrota, Herman Gwadowski, que yacía enfriándose entre una maraña de cables y sondas. Una enfermera apagó el monitor del electrocardiograma y el osciloscopio quedó en blanco.
– ¿Por qué no le ponen un marcapasos?
Catherine, a punto de firmar la hoja del protocolo, se dio vuelta y vio que el hijo del paciente había ingresado en la habitación.
– No queda nada por hacer -dijo-. Lo siento. No logramos hacer que su corazón volviera a latir.
– ¿No se usan los marcapasos para eso?
– Hicimos todo lo que pudimos.
– Todo lo que hicieron fue darle electricidad.
«¿Todo?» Miró alrededor de la habitación, la evidencia de sus esfuerzos, las jeringas usadas, los frascos de remedios y los envoltorios abiertos. Los despojos médicos que quedaban después de cada batalla. Todos en la habitación miraban, observando cómo manejaría esto Catherine.
Ella dejó caer la planilla sobre la que había estado escribiendo, los labios ya moldeados por palabras de ira. Nunca tuvo oportunidad de pronunciarlas. En cambio se abalanzó hacia la puerta.
En algún lugar del pabellón una mujer estaba gritando.
En un instante Catherine salió de la habitación, con las enfermeras tras ella. A toda carrera dobló la curva y localizó a una asistente parada en el corredor, sollozando y apuntando hacia la habitación de Nina. La silla fuera de la habitación estaba vacía.
«Allí debería haber un policía. ¿Dónde está?»
Catherine abrió la puerta de un empujón y se quedó helada.
La sangre fue lo primero que vio; luminosas cintas que bajaban en arroyos por la pared. Luego miró a la paciente, despatarrada boca abajo en el piso. Nina había caído a medio camino entre la pared y la puerta, como si se las hubiera arreglado para tambalearse un par de pasos antes de caer. Sus vías intravenosas estaban desconectadas y un río de solución salina brotaba por el tubo abierto y caía al piso, donde se acumulaba un charco próximo a una acumulación de sangre mucho mayor.
«Estuvo aquí. El Cirujano estuvo aquí».
Aunque la fuerza de su instinto le gritaba que se alejara, que volara de allí, se obligó a dar un paso adelante, a caer de rodillas junto a Nina. La sangre empapaba sus pantalones de hospital, y todavía estaba caliente. Dio vuelta el cuerpo boca arriba.
Con una sola mirada a la cara blanca, a los ojos fijos, supo que Nina ya había muerto. «Apenas unos minutos atrás escuché tu corazón latiendo».
Emergiendo lentamente de su estupor, Catherine levantó la vista y vio un círculo de caras asustadas.
– El policía -exclamó-. ¿Dónde está el policía?
– No lo sabemos.
Se incorporó con dificultad, y todos se hicieron a un lado para dejarla pasar. Ignorando el hecho de que estaba rastreando una línea de sangre, salió fuera de la habitación, la mirada perdiéndose frenética a un lado y otro del corredor.
– ¡Oh, Dios mío! -gritó una enfermera.
En el extremo del corredor, una oscura línea avanzaba lentamente por el piso. Sangre. Brotaba por debajo de la puerta de la sala de abastecimiento.