«Ahora está con ella», pensó.
Rizzoli movía el cuchillo con torpeza sobre la tabla, y los pedazos de cebolla cortada saltaban sobre la mesada y caían al piso. Desde el cuarto contiguo, donde estaban su padre y sus dos hermanos, le llegaba el bramido de la televisión. La televisión siempre bramaba en esta casa, lo que quería decir que todo el mundo debía vociferar por encima de ella. Si no gritabas en casa de Frank Rizzoli no eras comprendida, y algo tan normal como una conversación familiar sonaba como una discusión. Arrojó la cebolla cortada en un bol y comenzó con el ajo, los ojos ardiendo, su mente todavía envuelta alrededor de la perturbadora imagen de Moore y Catherine Cordell.
Tras la sesión con el doctor Polochek, Moore fue el encargado de llevar a Cordell a su casa. Rizzoli los observó alejarse caminando hacia el ascensor, vio cómo su brazo rodeaba el hombro de Cordell, en un gesto que se le antojó algo más que protector. Podía ver la forma en que miraba a Cordell, la expresión que acudía a su rostro, la chispa en sus ojos. Ya no era un policía protegiendo a un ciudadano; era un hombre enamorándose
Rizzoli separó los dientes de ajo, los machacó uno por uno con la parte plana de la hoja, y les quitó la cascara. El cuchillo caía con vehemencia contra la tabla y su madre, parada al lado del horno, la miraba sin decir nada.
«Ahora está con ella. En su casa. Tal vez en su cama».
Liberó algo de su aprisionada frustración aporreando los dientes de ajo, bang, bang, bang. No sabía por qué el pensamiento de Moore y Cordell juntos la perturbaba tanto. Tal vez porque había tan pocos santos en el mundo, tan poca gente que jugaba siguiendo estrictamente las reglas, y ella pensaba que Moore era uno de esos santos. Él le había devuelto la esperanza de que no toda la humanidad estaba estropeada, y ahora él mismo la desilusionaba. Tal vez era que veía todo esto como una amenaza para la investigación. Un hombre con intereses tan intensamente personales no puede pensar o actuar lógicamente.
«O tal vez es porque estás celosa de ella». Celosa de una mujer que puede hacerle dar vuelta la cabeza a un hombre con sólo mirarlo. Los hombres eran tan imbéciles ante las mujeres en problemas…
En el cuarto de al lado, su padre y sus hermanos festejaron ruidosamente algo que pasaba en la televisión. Ella anhelaba regresar a su tranquilo apartamento, y comenzó a formular excusas para irse más temprano. Pero como mínimo debía quedarse a cenar. Como su madre insistía en recordarle, Frank hijo no los visitaba a menudo, ¿y cómo Janie no iba a aprovechar para ver a su hermano? Tendría que sobrellevar una velada escuchando las historias de Frankie sobre el destacamento. Lo lamentable que eran los nuevos reclutas ese año, cómo la juventud de Norteamérica se estaba ablandando, y que tendría que patear unos cuantos traseros más para conseguir que esos muchachitos delicados sortearan la carrera de obstáculos. Mamá y papá sorbían sus palabras. Lo que más le fastidiaba era que su familia le preguntara tan poco sobre su trabajo. Hasta ahora en su carrera, Frankie, el soldado macho, sólo había jugado a la guerra. Ella veía batallas todos los días entre gente real y asesinos reales.
Frankie entró en la cocina con su actitud fanfarrona y tomó una lata de cerveza de la heladera.
– ¿Cuándo estará la comida? -preguntó, haciendo saltar la tapa de la lata. Comportándose como si ella fuera la mucama.
– Falta una hora -dijo su madre.
– Carajo, mamá. Ya son las siete y media. Me muero de hambre.
– No digas palabras feas, Frankie.
– Sabes -dijo Rizzoli-, comeríamos mucho más temprano si tuviéramos un poco de ayuda de los hombres.
– Puedo esperar -dijo Frankie, y volvió al cuarto de la televisión. Se detuvo en el umbral-. Casi me olvido. Tienes un mensaje.
– ¿Cómo?
– Sonó tu celular. Un tipo llamado Frosty.
– ¿Quieres decir Barry Frost?
– Sí, ése es su nombre. Quiere que lo llames.
– ¿A qué hora llamó?
– Estabas afuera acomodando los autos.
– ¿Eres estúpido, Frankie? ¡Eso fue hace una hora!
– Janie -dijo su madre.
Rizzoli se desató el delantal y lo arrojó sobre la mesada.
– ¡Es mi trabajo, mamá! ¿Por qué carajo nadie respeta eso? -Se apoderó del teléfono de la cocina y marcó el número del celular de Barry Frost.
Contestó al primer llamado.
– Soy yo -dijo-. Me acaban de decir que llamaste.
– Vas a perderte el espectáculo.
– ¿Qué?
– Encontramos un dato de ese ADN de Nina Peyton.
– ¿Te refieres al semen? ¿El ADN en el Sistema de índice de ADN?
– Concuerda con un sujeto llamado Karl Pacheco. Arrestado en 1997, con cargos de ataque sexual, pero luego absuelto. Alega que fue consensuado. El jurado le creyó.
– ¿Es el violador de Nina Peyton?
– Y tenemos el ADN para probarlo.
Pegó un puñetazo de triunfo en el aire.
– ¿Cuál es su dirección?
– 4578 de la avenida Columbus. Todo el equipo está allí.
– Voy en camino.
Ya corría a la puerta cuando su madre la llamó.
– ¡Janie! ¿No te quedas a comer?
– Tengo que irme, mamá.
– ¡Pero es la última noche de Frankie!
– Tenemos que arrestar a alguien.
– ¿No lo pueden hacer sin ti?
Rizzoli se detuvo, la mano sobre el picaporte, su paciencia bullendo peligrosamente y camino a la explosión. Y vio, con sorprendente claridad, que no importaba lo que lograra, o lo distinguida que fuera su carrera; un momento como éste representaría siempre su realidad: Janie, la hermana trivial. La nena.
Sin decir palabra, caminó hacia afuera y cerró con un portazo.
La avenida Columbus estaba en el extremo norte de Roxbury, justo en el centro del área de asesinatos del Cirujano. Hacia el sur se hallaba Jamaica Plain, la casa de Nina Peyton. Hacia el sudeste se hallaba el hogar de Elena Ortiz. Hacia el noreste estaba Back Bay, y las casas de Diana Sterling y de Catherine Cordell. Observando la calle bordeada de árboles, Rizzoli vio una fila de casas de ladrillos, un barrio habitado por estudiantes y personal de la cercana Northeastern University. Multitud de jóvenes muchachas.
Múltiples opciones de cacería.
Frente a ella, la luz del semáforo cambió a amarillo. Con la adrenalina brotando a chorros, apretó el acelerador y enfiló hacia la intersección. El honor de llevar a cabo este arresto sería suyo. Durante semanas, Rizzoli había vivido, respirado e incluso soñado con el Cirujano. Se había infiltrado en cada momento de su vida, tanto del sueño como de la vigilia. Nadie había trabajado tan duro para atraparlo. Y ahora ella se encontraba en una carrera para reclamar su premio.
A una cuadra de la casa de Karl Pacheco, frenó detrás de un patrullero. Otros cuatro vehículos estaban estacionados desordenadamente a lo largo de la calle.
«Demasiado tarde, -pensó, corriendo hacia el edificio-. Ya entraron».
Una vez dentro oyó fuertes pisadas y gritos de hombres cuyo eco resonaba en las escaleras. Siguió el sonido hasta el segundo piso y entró en el departamento de Karl Pacheco.
Allí se enfrentó con una escena de caos. La madera astillada de la puerta ensuciaba el umbral. Las sillas estaban dadas vuelta, una lámpara hecha añicos, como si unos toros salvajes hubieran pasado a toda carrera por el cuarto, dejando su huella de destrucción. El aire mismo estaba envenenado de testosterona, policías vengativos tras los pasos de un individuo que pocos días antes había masacrado a uno de los suyos.
Sobre el piso, un hombre yacía boca abajo. Negro; no era el Cirujano. Crowe mantenía su talón brutalmente presionado contra la nuca del negro.
– Te hice una pregunta, hijo de puta -aulló Crowe-. ¿Dónde está Pacheco?
El hombre gimoteó y cometió el error de tratar de levantar la cabeza. Crowe le clavó el talón con energía, golpeando el mentón del prisionero contra el piso. El hombre emitió un sonido de ahogo y comenzó a retorcerse.
– ¡Suéltalo! -gritó Rizzoli.
– ¡No se queda quieto!
– Libéralo y tal vez consiga hablarte. -Rizzoli empujó a Crowe a un lado. El prisionero giró sobre su espalda, boqueando como un pez sobre la orilla.
Crowe grito:
– ¿Dónde está Pacheco?
– No… No lo sé.
– ¡Estás en su apartamento!
– Se fue. Se fue.
– ¿Cuándo?
El hombre comenzó a toser en explosiones tan profundas y violentas que sonaban como si sus pulmones se estuvieran desgarrando. Los otros policías se habían reunido alrededor, observando con mal disimulado odio al prisionero tirado en el piso. El amigo de un asesino de policías.
Asqueada, Rizzoli se dirigió hacia el dormitorio. La puerta del armario estaba abierta de par en par y la ropa de las perchas había sido arrojada al piso. El registro había sido completo y brutal, todas las puertas abiertas, todo posible escondrijo expuesto. Se colocó un par de guantes y comenzó a revisar los cajones de la cómoda, palpando a través de bolsillos, buscando una libreta de direcciones, una agenda, cualquier cosa que le indicara que Pacheco podría haberse escapado.
Levantó la vista cuando Moore entró en la habitación.
– ¿Tú estabas a cargo de este desastre? -preguntó.
Él movió la cabeza.
– Marquette les dio el permiso. Teníamos información de que Pacheco estaba en el edificio.
– ¿Y dónde está, entonces?
Cerró el cajón con violencia y cruzó hasta la ventana del dormitorio. Estaba cerrada pero sin traba. La escalera de incendio estaba justo fuera. Abrió la ventana y sacó la cabeza. Un auto de la brigada estaba estacionado en el callejón de abajo, con la radio parloteando, y vio a un oficial apuntando con su linterna hacia un volquete.
Estaba a punto de meter la cabeza de nuevo dentro cuando sintió que algo caía sobre su nuca, y escuchó un desmayado crujido de grava que caía por la escalera de incendio. Azorada, miró hacia arriba. El cielo nocturno se veía blanqueado por las luces de la ciudad, y las estrellas eran apenas visibles. Observó por un momento, estudiando la línea del techo recortada contra ese anémico cielo negro, pero nada se movió.
Trepó fuera de la ventana hacia la escalera de incendio y comenzó a subir la escalera hasta el tercer piso. En el siguiente descanso se detuvo para revisar la ventana de arriba del departamento de Pacheco; habían colocado un mosquitero sobre el vidrio, y la ventana estaba a oscuras.
Volvió a mirar hacia arriba, hacia el techo. Aunque no vio nada, escuchó un sonido que venía de arriba; los pelos de la nuca comenzaban a erizársele.
– ¿Rizzoli? -llamó Moore desde la ventana. Ella no contestó, pero apuntó hacia el techo como muda señal de sus intenciones.
Se secó las palmas húmedas contra sus pantalones, y lentamente subió las escaleras que llevaban al techo. Se detuvo en el último peldaño, tomó una profunda bocanada de aire y, con extremo cuidado estiró la cabeza para mirar por encima del borde.
Bajo el cielo inmóvil, la terraza del edificio era una selva de sombras. Vio la figura de una mesa y sillas, una maraña de ramas arqueadas. Un jardín terraza. Se revolvió hasta treparse al borde, cayó ligeramente sobre los guijarros del asfalto, y tomó el arma. A los dos pasos su pie dio con un obstáculo, que rodó con estrépito. Aspiró el olor fuerte de unos geranios. Advirtió que estaba rodeada de plantas en macetas de terracota. Conformaban para sus pies una carrera de obstáculos.
A su izquierda algo se movió.
Se esforzó por distinguir una figura humana fuera de ese enredo de sombras. Luego lo vio a él, agazapado como un homúnculo negro.
Levantó el arma y ordenó:
– ¡Quieto!
No vio lo que él ya sostenía en la mano. Lo que estaba listo para arrojarle.
Apenas un segundo antes de que la pala de jardín le golpeara la cara, sintió que el aire se sacudía a su alrededor, como un viento maligno silbando en la oscuridad. El golpe resonó en su mejilla izquierda con tanta fuerza que vio una explosión de luces.
Cayó de rodillas, mientras una marea de dolor rugía en sus neuronas; un dolor tan terrible que le quitó la respiración.
– ¿Rizzoli? -Era Moore. Ni siquiera lo había oído subir a la terraza.
– Estoy bien. Estoy bien… -Bizqueó hacia donde estaba agazapada la figura. Se había ido-. Está aquí -susurró-. Quiero a ese hijo de puta.
Moore se abrió paso en la oscuridad. Ella se sostuvo la cabeza, a la espera de que el mareo pasara, maldiciendo su propia negligencia. Luchando por mantener la cabeza despejada, avanzó a los tropezones. La furia era un combustible potente; le brindó estabilidad a sus piernas y la ayudó a empuñar con más firmeza el arma.
Moore estaba a unos pocos metros a su derecha; apenas podía distinguir su silueta, esquivando mesas y sillas.
Se movió a la izquierda, rodeando la terraza en la dirección opuesta. Cada palpitación de su mejilla, cada atizadora puñalada de dolor, eran un recordatorio de que lo había echado a perder. «No esta vez». Su mirada se deslizó por entre las plumosas sombras de los árboles y los arbustos en macetas.
Un súbito chasquido la hizo girar a su derecha. Oyó unos pasos que corrían, vio una sombra moviéndose por la terraza, directo hacia ella.
Moore gritó:
– ¡Alto! ¡Policía!
El hombre seguía avanzando.
Rizzoli bajó hasta quedar en cuclillas, aferrando el arma. Los latidos en su mejilla crecían en estallidos de agonía. Toda la humillación que soportaba, las cotidianas burlas, los insultos, el interminable tormento que significaban los Darren Crowe del mundo, parecieron concentrarse en un único punto de furia.
«Esta vez eres mío, bastardo». Aun cuando el hombre se detuvo repentinamente frente a ella, aun cuando levantó los brazos hacia el cielo, la decisión fue irreversible.
Ella apretó el gatillo.
El hombre se encogió. Luego retrocedió con torpeza.
Ella disparó por segunda vez, por tercera vez, y cada descarga del arma significaba un placentero golpe contra su palma.
– ¡Rizzoli! ¡Cesa el fuego!
El grito de Moore terminó por penetrar el rugido que sentía en sus oídos. Se quedó rígida, todavía apuntando con el arma, los brazos tensos y doloridos.
El sujeto estaba en tierra, y no se movía. Ella se enderezó y caminó con lentitud hacia la forma contraída. Con cada paso que daba, aumentaba el horror de lo que había hecho.
Moore ya estaba arrodillado a un lado del hombre, controlando su pulso. Levantó la vista hacia ella, y aunque no pudo leer su expresión en aquella terraza oscura, supo que había una acusación en su mirada.
– Está muerto, Rizzoli.
– Tenía algo… en la mano.
– No había nada.
– Lo vi. ¡Sé que lo vi!
– Tenía las manos levantadas.
– Maldición, Moore. Fueron unos buenos disparos. Tienes que apoyarme en esto.
Nuevas voces irrumpieron de golpe mientras los policías trepaban y caían sobre la terraza para unirse a ellos. Moore y Rizzoli no volvieron a dirigirse la palabra.
Crowe dirigió la luz de su linterna al hombre. Rizzoli captó la pesadillesca mirada de unos ojos abiertos, una camisa ennegrecida por la sangre.
– ¡Eh! Es Pacheco -dijo Crowe-. ¿Quién lo bajó?
Rizzoli, con una voz carente de matices, dijo:
– Yo lo hice.
Alguien le dio una palmada en la espalda.
– ¡La muchacha policía se portó bien!
– Cierra la boca -dijo Rizzoli-. ¡Sólo cierra la boca! -Se alejó dando tumbos, bajó por la escalera de incendio y se retiró entumecida a su auto. Allí se quedó sentada, acurrucada tras el volante, mientras el pánico daba lugar a la náusea. Mentalmente seguía produciendo y reproduciendo la escena de la terraza. Lo que Pacheco había hecho, lo que ella había hecho. Lo vio nuevamente correr, apenas una sombra, revoloteando hacia ella. Lo vio detenerse. Sí, detenerse. Lo vio mirarla.
«Un arma. Jesús, por favor, que haya un arma».
Pero no había visto ninguna. Durante ese segundo antes de disparar, la imagen se había grabado en su cerebro. Un hombre, congelado. Un hombre con las manos en alto como señal de sumisión.
Alguien golpeó su ventanilla. Barry Frost. Ella bajó el vidrio.
– Marquette te está buscando -dijo.
– Está bien.
– ¿Pasa algo malo? Rizzoli, ¿te sientes bien?
– Siento como si un camión me hubiera pasado por la cara.
Frost se inclinó y le miró la mejilla hinchada.
– ¡Uau! Ese cretino realmente se la vio venir.
Eso era también lo que Rizzoli quería creer: que Pacheco merecía morir. Sí, lo merecía, y ella se estaba atormentando sin razón. ¿Acaso la evidencia no saltaba a la vista? Él la había atacado. Era un monstruo, y al haberle disparado, no hizo más que aplicar una ley rápida y barata. Elena Ortiz y Nina Peyton y Diana Sterling seguramente la aplaudirían. Nadie llora por la escoria del mundo.
Bajó del auto, sintiéndose mejor gracias a la simpatía de Frost. Caminó hacia el edificio y vio a Marquette parado sobre los escalones de la entrada. Hablaba con Moore.
Ambos se volvieron para enfrentarla mientras se acercaba. Notó que Moore eludía su mirada y la enfocaba en otra parte. Se veía descompuesto.
Marquette dijo:
– Necesito tu arma, Rizzoli.
– Disparé en defensa propia. El sospechoso me atacó.
– Lo entiendo. Pero conoces los procedimientos.
Ella miró a Moore. «Me gustabas. Confiaba en ti», dijo con la mirada. Aflojó la funda del revólver y se la dio a Marquette.
– ¿Quién es aquí el maldito enemigo? -dijo ella-. A veces me lo pregunto.
Y dándoles la espalda volvió al auto.
Mientras Moore revisaba el armario de Karl Pacheco pensó: «Esto está todo mal». En el piso había media docena de pares de zapatos talla cuarenta y cuatro, extra anchos. Sobre el estante había unos suéteres polvorientos, una caja de zapatos con baterías sulfatadas y cambio chico, y una montaña de revistas Penthouse.
Escuchó que se deslizaba un cajón y se volvió para ver a Frost, cuyas manos enguantadas revolvían en el cajón de las medias de Pacheco.
– ¿Hay algo? -preguntó Moore.
– No hay escalpelos ni cloroformo. Ni siquiera un rollo de tela adhesiva.
– ¡Ding, ding, ding! -anunció Crowe desde el baño, y se paseó agitando una bolsa de frascos de plástico que contenían un líquido marrón-. Desde la soleada ciudad de México, tierra de la plenitud farmacéutica.
– ¿Rohypnol? -preguntó Frost.
Moore echó una mirada a la etiqueta, impresa en castellano.
– Gama hidroxibutirato. El mismo efecto.
Crowe sacudió la bolsa.
– Lo que hay aquí dentro sirve al menos para cien violaciones. Pacheco debía tener un pito muy ocupado. -Se rió.
El sonido de la risa le resultó chirriante a Moore. Pensó en ese pito ocupado y el daño que había hecho, no sólo daño físico, sino destrucción espiritual. Las almas que había partido en dos. Recordó lo que le había dicho Catherine: que la vida de cada víctima de violación quedaba dividida en un antes y un después. Un ataque sexual convierte el mundo de una mujer en un paisaje sombrío y poco familiar en el que cada sonrisa, cada momento luminoso, está manchado por la desesperación. Semanas atrás, apenas hubiera registrado la risa de Crowe. Esta noche la escuchó demasiado bien, y reconoció su fealdad.
Fue hasta el living, donde el hombre negro era interrogado por el detective Sleeper.
– Le repito que sólo estábamos pasando el rato -dijo el hombre.
– ¿Se dedican a pasar el rato con seiscientos dólares en el bolsillo?
– Me gusta llevar efectivo, hombre.
– ¿Qué vino a comprar?
– Nada.
– ¿Cómo conoció a Pacheco?
– Lo conozco y punto.
– Oh, un verdadero amigo íntimo. ¿Qué vendía?
«Gamma hidroxibutirato, -pensó Moore-. La droga que utilizan para violar. Eso es lo que vino a comprar. Otro pito ocupado».
Salió a la noche y se sintió inmediatamente desorientado por las luces intermitentes de los patrulleros. El auto de Rizzoli había desaparecido. Clavó la mirada en el espacio vacío y la carga de lo que había hecho, de lo que se había sentido impelido a hacer, de pronto pesó tanto sobre sus hombros que no pudo moverse. Nunca a lo largo de su carrera se había visto enfrentado a una decisión tan terrible, y a pesar de sentir en su corazón que había tomado la decisión correcta, se sentía atormentado por ella. Trató de reconciliar su respeto por Rizzoli con lo que la había visto hacer en la terraza. Todavía no era tarde para retractarse de lo que le había dicho a Marquette. Estaba oscuro y era todo confuso en la terraza; tal vez Rizzoli pensó en serio que Pacheco empuñaba un arma. Tal vez había visto un gesto, un movimiento que a Moore se le había escapado. Pero por más que se esforzase, no podía recuperar ningún recuerdo que justificara sus acciones. No podía interpretar aquello de lo que había sido testigo más que como una ejecución a sangre fría.
Cuando la volvió a ver, ella estaba encorvada sobre su escritorio, apretando una bolsa de hielo contra su mejilla. Era pasada la medianoche, y él no estaba con ánimo de conversar. Pero ella levantó la vista al verlo pasar y su mirada lo dejó clavado en el lugar.
– ¿Qué le dijiste a Marquette? -preguntó.
– Lo que quería saber. Cómo terminó muerto Pacheco. No le mentí.
– Eres un hijo de puta.
– ¿Crees que tenía ganas de decirle la verdad?
– Tuviste la oportunidad de elegir.
– Tú también, allá arriba en la terraza. Elegiste la incorrecta.
– Y tú nunca eliges la opción incorrecta, ¿verdad? Tú nunca te equivocas.
– Si me equivoco, me hago cargo.
– Ah, sí. Maldito Santo Tomás.
Se acercó a su escritorio y la miró directo a los ojos.
– Eres uno de los mejores policías con los que he trabajado. Pero esta noche mataste a un hombre a sangre fría, y yo lo presencié.
– No tenías por qué verlo.
– Pero lo hice.
– ¿Qué es lo que realmente vimos allá arriba, Moore? Un montón de sombras, un montón de movimientos. La distancia entre la elección correcta y la elección incorrecta es así de corta. -Levantó dos dedos que casi se tocaban-. Y nos permitimos eso. Entre nosotros nos permitimos el beneficio de la duda.
– Yo hice el intento.
– No intentaste lo suficiente.
– No pienso mentir por otro policía. Aunque se trate de un amigo.
– Tratemos de recordar quiénes son aquí los chicos malos. No somos nosotros.
– Si comenzamos a mentir, ¿cómo trazamos la línea entre ellos y nosotros? ¿Dónde termina?
Ella se quitó la bolsa de hielo de la cara y señaló su mejilla. Uno de sus ojos estaba cerrado por la hinchazón y toda la parte izquierda de su cara crecía como un globo lívido. La apariencia brutal de su herida lo impactó.
– Esto es lo que me hizo Pacheco. No precisamente una palmadita amistosa, ¿no? Tú hablas de ellos y nosotros. ¿De qué lado estaba él? Le hice un favor al mundo al borrarlo del mapa. Nadie va a echar de menos al Cirujano.
– Karl Pacheco no era el Cirujano. Le disparaste al hombre equivocado.
Ella lo miró fijo, con su cara como un espeluznante Picasso medio grotesco, medio normal.
– ¡Tenemos una concordancia de ADN! Fue él quien…
– Quien violó a Nina Peyton, sí. Nada en él concuerda con el Cirujano.
Arrojó el informe de Pelos y Fibras sobre su escritorio.
– ¿Qué es esto?
– El análisis microscópico del pelo de la cabeza de Pacheco. Distinto color, distinto rizado, distinta densidad de cutícula en relación con el cabello encontrado en el borde de la herida de Elena Ortiz. No hay evidencia de pelo con formación en bambú.
Ella permaneció inmóvil, mirando el informe del laboratorio.
– No entiendo.
– Pacheco violó a Nina Peyton. Eso es todo lo que podemos decir con alguna certeza.
– Tanto Sterling como Ortiz fueron violadas…
– No podemos probar que Pacheco lo hizo. Ahora que está muerto, no lo sabremos nunca.
Ella volvió a mirarlo, y el lado sano de su cara se tensó de rabia.
– Tiene que haber sido él. Toma tres mujeres al azar en esta ciudad, ¿y cuáles son las probabilidades de que todas ellas hayan sido violadas? Eso es lo que el Cirujano se ingenió para hacer. Les dio a tres de tres. Si no es él el que las viola, ¿cómo sabe entonces a quién elegir, a quién masacrar? Si no era Pacheco, entonces es un amigo, un socio. Algún maldito buitre que se alimenta de la carroña que Pacheco deja a su paso. -Le devolvió bruscamente el informe-. Tal vez no le disparé al Cirujano. Pero el hombre al que le disparé era escoria. Todos parecen olvidar ese hecho. Pacheco era escoria. ¿No merezco una medalla? -Se levantó y golpeó violentamente la silla contra el escritorio-. Tareas administrativas. Marquette me convirtió en una secretaria ejecutiva de mierda. Muchas gracias.
La miró alejarse en silencio, y no pudo pensar en nada que decirle, nada que pudiera reparar la brecha que se abría entre ambos.
Se dirigió a su propia oficina y se hundió en la silla.
«Soy un dinosaurio, -pensó-, que se mueve pesadamente en un mundo donde los que dicen la verdad son despreciados».
Ahora no podía pensar en Rizzoli. El caso contra Pacheco se había desintegrado, y estaban de vuelta en cero, a la caza de un asesino sin nombre.
Tres mujeres violadas. Seguía volviendo a lo mismo. ¿Cómo hacía el Cirujano para encontrarlas? Sólo Nina Peyton había denunciado su violación a la policía. Elena Ortiz y Diana Sterling no lo hicieron. El suyo era un trauma privado, conocido sólo por los violadores, sus víctimas y los médicos profesionales que las habían tratado. Pero las tres mujeres habían buscado asistencia médica en lugares distintos: Sterling en el consultorio de una ginecóloga en Back Bay. Ortiz en la sala de emergencias del Centro Médico Pilgrim. Nina Peyton en la clínica para mujeres de Forest Hills. No había yuxtaposición de personal ni médicos o enfermeras o recepcionistas que hubieran podido estar en contacto con más de una de esas mujeres.
De algún modo el Cirujano sabía que esas mujeres habían sido dañadas, y le atraía su pánico. Los asesinos sexuales eligen a su presa entre los miembros más vulnerables de la sociedad. Buscan mujeres que puedan controlar, mujeres que puedan degradar, mujeres que no los amenacen. ¿Y quién es más frágil que una mujer que ha sido violada?
Mientras salía, se detuvo para mirar en la pared las fotos de Sterling, Ortiz y Peyton clavadas en ella. Tres mujeres. Tres violaciones.
«Y una cuarta». Catherine había sido violada en Savannah.
Parpadeó cuando la imagen de su cara repentinamente cruzó por su mente, una imagen que no podía evitar añadir a la galería de víctimas en la pared.
«De algún modo, todo se remonta a lo que sucedió esa noche en Savannah. Todo se remonta a Andrew Capra».