Siete

– Está latiendo -dijo una enfermera.

Catherine, con la boca seca por el horror, miraba fijo al hombre que yacía sobre la mesa de traumatismos. Una barra de hierro de treinta centímetros sobresalía en forma vertical de su pecho. Un estudiante de medicina ya se había desmayado ante la visión, y las tres enfermeras observaban de pie con la boca abierta. La barra estaba clavada profundamente en el pecho del hombre, y palpitaba siguiendo el ritmo de su corazón.

– ¿Qué presión tenemos? -dijo Catherine.

Ante su voz todos reaccionaron y volvieron a la acción. La almohadilla del aparato de presión se hinchó, suspiró y volvió a bajar.

– Setenta sobre cuarenta. El pulso se mantiene en cincuenta.

– Abriendo al máximo las vías intravenosas.

– Abriendo la bandeja de punción de tórax.

– Que alguien traiga al doctor Falco de inmediato. Voy a necesitar ayuda. -Catherine se colocó un guardapolvos esterilizado y se calzó los guantes. Sus palmas ya estaban resbalosas por el sudor. El hecho de que la barra palpitara le indicaba que la punta había penetrado cerca del corazón o, más grave aún, que estaba dentro de él. Lo peor que podía hacerse era sacar la barra. Podía abrir un agujero por el cual se desangraría en cuestión de minutos.

El médico de la ambulancia había tomado la decisión correcta: le había aplicado una sonda intravenosa, había intubado a la víctima y lo había llevado a la sala de emergencias con la barra en su lugar. El resto le correspondía a ella.

Estaba a punto de tomar el escalpelo cuando la puerta se abrió de par en par. Al levantar la vista soltó un suspiro de alivio mientras Peter Falco se acercaba. Peter se detuvo con la mirada sobre el pecho del paciente y la barra que sobresalía del pecho como una estaca en el corazón de un vampiro.

– Bueno, esto es algo que no se ve todos los días -dijo.

– ¡La presión está bajando! -exclamó una enfermera.

– No hay tiempo para hacer un by-pass. Voy a comenzar -dijo Catherine.

– Ya estoy contigo. -Peter se dio vuelta y dijo, casi en un tono casual-: ¿Podrían alcanzarme un guardapolvos?

Catherine trazó velozmente una incisión anterolateral, que le permitiría una mejor exposición de los órganos vitales de la cavidad torácica. Se sentía más tranquila con la llegada de Peter. Era algo más que tener un par extra de manos expertas; era el propio Peter. La manera en que podía entrar en la sala y analizar la situación de un vistazo. El hecho de que nunca levantaba la voz en el quirófano, ni demostraba un solo indicio de pánico. Tenía cinco años más de experiencia que ella en cirugía, y era en casos horribles como éste en los que esa experiencia se ponía de manifiesto.

Tomó su lugar en la mesa frente a Catherine, y sus ojos azules seguían atentamente el camino de la incisión.

– ¿Ya nos estamos divirtiendo?

– Risas a granel.

Se concentró inmediatamente en su tarea, las manos trabajando en correspondencia con las de ella mientras abrían el pecho con un impulso brutal. Ya habían operado como equipo muchas veces, y sabían automáticamente lo que el otro necesitaba, de modo que podían anticiparse a los movimientos mutuos y así ganar tiempo.

– ¿Qué historia tenemos? -preguntó Peter. La sangre brotó y él aplicó con calma un hemostato sobre la hemorragia.

– Obrero de la construcción. Resbaló, cayó y se ensartó esta barra.

– Eso arruinará tu día. Retractor Burford, por favor.

– Burford.

– ¿Cómo andamos de sangre?

– Esperando el RH negativo -respondió una enfermera.

– ¿Se encuentra el doctor Murata en el hospital?

– Su equipo de by-pass está en camino.

– De modo que tenemos que ganar un poco de tiempo. ¿Qué ritmo tenemos?

– Taquicardia sinusal en uno cincuenta. Unas pocas contracciones ven-triculares prematuras.

– ¡La sistólica bajó a cincuenta!

Catherine lanzó una mirada a Peter.

– No vamos a llegar a hacerle el by-pass -dijo.

– Entonces veamos qué es lo que podemos hacer.

– Oh, Dios -dijo Catherine-. Es en el atrio.

La punta de la barra había perforado la pared del corazón, y con cada latido brotaba sangre fresca alrededor del extremo perforado. Un profundo charco se había acumulado en la cavidad torácica.

– Si la sacamos vamos a producir un verdadero chorro -dijo Peter.

– Ya se está desangrando alrededor.

– La sistólica apenas perceptible -dijo una enfermera.

– Está bien -dijo Peter. No había pánico en su voz. Ningún signo visible de temor. Se dirigió a una de las enfermeras-. ¿Podría conseguirme un catéter Foley francés de dieciséis con globo de treinta centímetros cúbicos?

– Pero… ¿Doctor Falco? ¿Dijo usted un Foley?

– Sí. Un catéter urinario.

– Y necesitaremos una jeringa con diez centímetros cúbicos de solución salina -dijo Catherine-. Colócate allí para comprimir.

Ella y Peter no necesitaban explicarse las cosas; ambos entendían cuál era el plan.

El catéter Foley, un tubo designado para insertar en la vejiga y extraer la orina, le fue entregado a Peter. Estaban a punto de darle un uso para el que no había sido creado.

Él miró a Catherine.

– ¿Estás lista?

– Hagámoslo.

Su pulso palpitaba más rápido mientras observaba a Peter tomar la barra de metal. Lo vio tirar suavemente y extraerla de la pared del corazón. Mientras emergía, la sangre explotó desde el sitio perforado. Al instante Catherine encajó la punta del catéter urinario en el agujero.

– ¡Infla el globo! -dijo Peter.

La enfermera clavó la jeringa, inyectando los diez centímetros cúbicos de solución salina en la bolsa junto a la punta del Foley.

Peter apretó el catéter, clavando el globo contra el interior de la pared del atrio. El borbotón de sangre se detuvo. Apenas se filtraba un hilo.

– ¿Signos vitales? -preguntó Catherine.

– La sistólica sigue en cincuenta. La sangre está aquí. Ya la estamos colgando.

Todavía con el corazón agitado, Catherine miró a Peter y vio que le guiñaba un ojo detrás de las antiparras protectoras.

– ¿No fue divertido? -dijo. Se inclinó para tomar las pinzas con la aguja cardíaca-. ¿Quieres tener el honor?

– ¿Cuánto apuestas?

Le pasó la empuñadura de la aguja. Ella debía coser los bordes de la perforación, luego quitar el Foley antes de cerrar el agujero por completo. Con cada puntada que daba, sentía la mirada aprobatoria de Peter. Sintió que su cara enrojecía con el rubor del éxito. Ya lo podía sentir en los huesos: este paciente viviría.

– Linda manera de comenzar el día, ¿verdad? -dijo él-. Abriendo pechos a desgarrones.

– Es un cumpleaños que nunca olvidaré.

– Mi oferta para esta noche sigue en pie. ¿Qué me dices?

– Tengo guardia.

– Haré que Ames te cubra. Vamos. Comida y baile.

– Pensé que la invitación era un vuelo en tu avioneta.

– Lo que tú quieras. Diablos, hagamos unos ricos sandwiches. Yo llevo el pan.

– ¡Ja! Siempre supe que eras un dilapidador.

– Catherine, hablo en serio.

Al notar el cambio en su voz, ella levantó los ojos y encontró su mirada atenta. De repente advirtió que toda la sala estaba en silencio, y que todos escuchaban, ansiosos por saber si la esquiva doctora Cordell sucumbiría finalmente a los atractivos del doctor Falco.

Dio otra puntada mientras pensaba en lo mucho que le agradaba Peter como colega, lo mucho que lo respetaba y que él la respetaba a ella. No quería que eso cambiara. No quería poner en peligro esa preciosa relación con un mal paso dado en la intimidad.

Pero, oh, cómo extrañaba los días en que podía disfrutar de una salida. Cuando una noche era algo que esperaba con ansiedad y no con espanto.

La sala seguía en silencio. A la espera.

Por último lo miró.

– Pasa a buscarme a las ocho.


Catherine se sirvió una copa de merlot y se paró junto a la ventana, sorbiendo el vino mientras miraba la noche. Podía escuchar risas y vio gente que pasaba caminando por la avenida Commonwealth. La popular calle Newbury estaba a tan sólo una cuadra de distancia, y un viernes de verano por la noche ese barrio de Back Bay era un imán para los turistas. Catherine había elegido vivir en Back Bay por esa razón; la aliviaba saber que había más gente alrededor, aunque se tratara de extraños. El sonido de la música y las risas significaban que no estaba sola, que no estaba aislada.

Sin embargo, allí estaba, detrás de sus ventanas selladas, tomando una solitaria copa de vino, tratando de convencerse de que estaba lista para unirse al mundo exterior.

«Un mundo que Andrew Capra me robó».

Apretó su mano sobre la ventana, los dedos arqueados contra el vidrio, como si quisiera abrirse camino a través de esa prisión estéril.

Vació la copa con precipitación y la dejó sobre el alféizar.

«No seguiré siendo una víctima, -pensó-. No dejaré que gane».

Fue a su dormitorio y revisó la ropa de su armario. Sacó un vestido de seda verde del placard y se lo puso. ¿Cuánto hacía que no se ponía ese vestido? No podía recordarlo.

Desde el cuarto de al lado le llegó el alegre anuncio de la computadora: «Tienes un correo electrónico». Ignoró el mensaje y fue al baño para maquillarse. «Camuflaje de guerra», pensó mientras se aplicaba rímel y se pasaba el lápiz labial. Una máscara de coraje que la ayudara a enfrentar al mundo. Cada pasada de rímel era una capa más de confianza. Vio en el espejo a una mujer apenas reconocible. Una mujer que no había visto en dos años.

– Bienvenida al mundo -murmuró con una sonrisa.

Apagó la luz del baño y volvió al living, adaptando sus pies a la tortura de los tacos altos. Peter estaba retrasado; ya eran las ocho y cuarto. Recordó el anuncio de «Tienes un correo electrónico» que había escuchado desde el dormitorio, y fue hacia la computadora para abrir el icono del correo.

Había un mensaje remitido por SawyDoc con el siguiente asunto: «Informe de laboratorio». Abrió el mensaje.

Doctora Cordell:

Envío adjuntas fotos de patología que le interesarán.

No llevaba firma.

Movió la flecha al cuadro de diálogo «bajar archivo», luego vaciló, con el dedo suspendido sobre el mouse. No reconocía al remitente, SawyDoc, y por lo general no descargaba archivos de extraños. Pero este mensaje estaba claramente relacionado con su trabajo, y había sido enviado a su nombre.

Apretó descargar archivo.

Una fotografía en color se materializó en la pantalla.

Sin respirar, saltó del asiento como si ésta le quemara, y la silla cayó al piso. Tropezó hacia atrás, las manos crispadas tapándose la boca.

Corrió hacia el teléfono.


Thomas Moore estaba de pie en la puerta, la mirada fija sobre su cara.

– ¿La foto todavía está en pantalla?

– No la he tocado.

Ella se hizo a un lado y él avanzó con su aire de trabajo, siempre en su papel de policía. Vio enseguida al hombre junto a la computadora.

– Éste es el doctor Peter Falco -dijo Catherine-. Mi socio en el trabajo.

– Doctor Falco -dijo Moore mientras ambos hombres se daban la mano.

– Catherine y yo planeábamos salir a comer afuera -dijo Peter-. Me demoré en el hospital. Llegué justo antes que usted y… -Hizo una pausa y miró a Catherine-. Supongo que se canceló la comida.

Ella asintió, muda y desmejorada.

Moore se sentó frente a la computadora. El protector de pantalla se había activado y unos llamativos peces tropicales nadaban atravesando el monitor. Movió el mouse.

Apareció la fotografía descargada.

Catherine se dio vuelta en el acto y se acercó a la ventana, donde permaneció abrazándose, tratando de bloquear la imagen que acababa de ver en el monitor. Podía escuchar a Moore escribiendo en el teclado tras ella. Lo oyó marcar un número en el teléfono y decir: «Acabo de reenviarte el archivo. ¿Lo tienes?».

La oscuridad bajo su ventana se había vuelto extrañamente silenciosa. «¿Ya es tan tarde?», se preguntó asombrada. Mirando la calle desierta allí abajo, apenas podía creer que sólo una hora atrás había estado preparada para disfrutar esa noche y volver al mundo.

Ahora sólo deseaba trabar las puertas y esconderse.

– ¿Quién carajo te enviaría una cosa así? -dijo Peter-. Es enfermo.

– Prefiero no hablar del tema -dijo.

– ¿Ya te habían mandado este tipo de material?

– No.

– ¿Entonces por qué está involucrada la policía?

– Por favor, basta, Peter. No tengo ganas de discutirlo.

Una pausa.

– Quieres decir que no tienes ganas de discutirlo conmigo.

– No ahora. No esta noche.

– ¿Pero hablarás de eso con la policía?

– Doctor Falco -dijo Moore-, en realidad sería mejor que se retirara ahora mismo.

– ¿Catherine? ¿Qué es lo que tú quieres?

Ella captó el tono herido en su voz, pero evitó mirarlo.

– Quisiera que te fueras. Por favor.

Él no contestó. Sólo cuando se cerró la puerta supo que Peter se había marchado.

Pasaron un largo rato en silencio.

– ¿No le contó nada sobre Savannah? -preguntó Moore.

– No. Nunca pude reunir el valor para contarle.

«La violación es un tema demasiado íntimo, demasiado vergonzoso para hablar. Incluso con alguien que se preocupa por ti».

– ¿Quién es la mujer de la fotografía? -preguntó.

– Esperaba que usted pudiera decírmelo.

Ella sacudió la cabeza.

– Tampoco sé quién lo envió.

La silla crujió cuando Moore se levantó. Ella sintió su mano sobre el hombro, su calor penetrando la seda verde. No se había cambiado de ropa, y todavía estaba vestida para salir, maquillada para la velada. La idea de salir a divertirse por la ciudad ahora le parecía lamentable. ¿En qué había estado pensando? ¿Que podría volver a ser como todo el mundo? ¿Que podría sentirse entera nuevamente?

– Catherine -dijo él-. Necesito que me hables acerca de esta foto.

Sus dedos se pusieron rígidos sobre el hombro, y ella pronto advirtió que la había llamado por su nombre de pila. Estaba muy cerca de ella, tan cerca que podía sentir cómo su aliento le calentaba el pelo, y sin embargo no se sintió amenazada. Si cualquier otro hombre la hubiera tocado se hubiera sentido invadida, pero Moore era genuinamente tranquilizador.

Ella asintió.

– Trataré.

Acercó otra silla y ambos se sentaron frente a la computadora. Ella se obligó a enfocar la vista en la fotografía. La mujer tenía pelo rizado, desplegado como tirabuzones sobre la almohada. Sus labios estaban sellados con una franja plateada de tela adhesiva, pero los ojos estaban abiertos y expectantes, las retinas coloradas por el flash de la cámara. La fotografía la mostraba de la cintura para arriba. Estaba atada a la cama, y desnuda.

– ¿La reconoces? -preguntó.

– No.

– ¿Hay algo en esta foto que te resulte familiar? ¿La habitación, los muebles?

– No, pero…

– ¿Qué?

– Él hizo lo mismo conmigo -susurró-. Andrew Capra me tomó fotos. Me ató a la cama… -Tragó saliva y sintió un baño de humillación, como si la intimidad de su propio cuerpo estuviera expuesta a la mirada severa de Moore. Se descubrió cruzándose de brazos para proteger sus pechos de cualquier futura violación.

– Este archivo fue enviado a las siete cincuenta y cinco de la tarde. Y el nombre del remitente, SawyDoc, ¿lo reconoces?

– No. -Se concentró nuevamente en la mujer, que miraba a la cámara con sus brillantes pupilas enrojecidas-. Está despierta. Sabe lo que él está a punto de hacerle. Él espera eso. Quiere que estemos despiertas, quiere sentir nuestro pánico. Tienes que estar despierta, o no lo disfrutará… -A pesar de que hablaba de Andrew Capra, de algún modo se había deslizado al tiempo presente, como si Capra siguiera con vida.

– ¿Cómo habrá descubierto tu dirección de correo electrónico?

– Ni siquiera sé quién es.

– Te envió esto a ti, Catherine. Sabe lo que te sucedió en Savannah. ¿Se te ocurre alguien que pueda haber hecho esto?

«Sólo una persona, -pensó-. Pero está muerto. Andrew Capra está muerto».

Sonó el celular de Moore. Ella casi saltó de la silla.

– Dios santo -dijo con el corazón agitado, mientras volvía a apoyarse contra el respaldo.

Moore abrió el celular.

– Sí, estoy con ella ahora… -Escuchó por un momento, y repentinamente miró a Catherine. La forma en que le clavaba los ojos la alarmó.

– ¿Qué sucede? -preguntó Catherine.

– Es la detective Rizzoli. Dice que rastreó el origen del correo electrónico.

– ¿Quién lo envió?

– Tú lo hiciste.

Podría haberle dado una cachetada en la cara. Sólo atinó a sacudir la cabeza, demasiado impactada para responder.

– El nombre SawyDoc fue creado esta tarde, utilizando tu cuenta de America Online -dijo.

– Pero yo tengo dos cuentas separadas. Una es para uso personal…

– ¿Y la otra?

– Para mis asuntos de trabajo, para utilizar cuando estoy… -Hizo una pausa- La oficina. Utilizó la computadora de mi oficina.

Moore levantó el celular hasta su oreja.

– ¿Escuchaste, Rizzoli? -Hubo un silencio y luego agregó-: Te encontraremos allí.


La detective Rizzoli los esperaba en la puerta del consultorio de Catherine. Un pequeño grupo se había reunido en el corredor: el guardia de seguridad del edificio, dos oficiales de policía y varios hombres de civil. «Detectives», asumió Catherine.

– Hemos registrado la oficina -dijo Rizzoli-. Se fue hace tiempo.

– ¿Entonces definitivamente estuvo aquí? -dijo Moore.

– Ambas computadoras están encendidas. El nombre SawyDoc todavía aparece en la pantalla de registro de America Online.

– ¿Cómo logró entrar?

– La puerta no presenta signos de haber sido forzada. Hay un servicio de limpieza contratado para estas oficinas, por lo que circulan varios juegos de llaves al mismo tiempo. Además están los empleados de este consultorio.

– Tenemos una empleada para dar los turnos, una recepcionista y dos asistentes -dijo Catherine.

– Más usted y el doctor Falco.

– Sí.

– Bien, eso suma seis llaves más que pudieron haberse perdido o prestado -fue la brusca reacción de Rizzoli. A Catherine no le agradaba esta mujer, y se preguntaba si el sentimiento sería mutuo.

Rizzoli apuntó en el consultorio.

– Está bien, vamos a recorrer los cuartos, doctora Cordell, para ver si falta algo. Asegúrese de no tocar nada, ¿puede ser? Ni la puerta, ni las computadoras. Estamos buscando huellas digitales.

Catherine miró a Moore, que pasó su reconfortante brazo por su hombro. Entraron en el consultorio.

Apenas paseó la vista por la sala de espera. Luego fue hacia el área de recepción, donde trabajaba el personal administrativo. La computadora destinada a los turnos estaba encendida. La disquetera estaba vacía; el intruso no había dejado disquetes tras él.

Con un bolígrafo, Moore movió el mouse de la computadora para desactivar el protector de pantalla, y apareció la pantalla de registro de AOL. «SawyDoc» todavía aparecía en la casilla «nombre seleccionado».

– ¿Hay algo en este cuarto que le parezca distinto? -preguntó Rizzoli.

Catherine movió la cabeza.

– Bien. Vamos a su oficina.

El corazón comenzó a acelerársele mientras caminaba por el pasillo y pasaba por las dos salas de consulta. Entró en su oficina. Instantáneamente su mirada apuntó al techo. Dio un paso atrás con la boca abierta, casi hasta chocar con Moore. Él la sostuvo en sus brazos para devolverle el equilibrio.

– Allí es donde lo encontramos -dijo Rizzoli apuntando al estetoscopio que colgaba justo sobre la luz del techo-. Colgado de allí. Me imagino que no es el lugar en donde lo dejó.

Catherine movió la cabeza. Con la voz casi extinguida por la conmoción, dijo:

– Ha estado antes aquí.

Rizzoli le lanzó una mirada aguda.

– ¿Cuándo?

– En los últimos días. Había cosas que faltaban. O que cambiaban de lugar.

– ¿Qué cosas?

– El estetoscopio. Mi uniforme

– Mira alrededor del cuarto -dijo Moore empujándola con suavidad-. ¿Hay algo más que haya cambiado?

Ella paseó la vista por los estantes de libros, por el escritorio y por el fichero. Era su espacio privado, y había dispuesto cada cosa que había allí. Sabía dónde debían estar, y dónde no.

– La computadora está encendida -dijo-. Siempre la apago cuando me voy.

Rizzoli movió el mouse, y la pantalla de AOL apareció con el apodo de Catherine, Ccord, en la casilla de registro.

– Así es como consiguió su dirección de correo electrónico -dijo Rizzoli-. Todo lo que tuvo que hacer fue encender la máquina.

Ella miró el teclado. «Has tocado estas teclas. Te has sentado en mi silla».

La voz de Moore la sobresaltó.

– ¿Falta algo? -preguntó-. Es posible que sea algo pequeño, algo muy personal.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es su patrón.

«Así fue con las otras mujeres, -pensó. -Las otras víctimas».

– Puede ser algo de ropa -dijo Moore-. Algo que sólo tú utilices. Una joya. Un peine, un llavero.

– Oh, Dios. -Se inclinó de golpe para abrir completamente el primer cajón del escritorio.

– ¡Doctora Cordell! -dijo Rizzoli-. Le dije que no tocara nada.

Pero Catherine ya había sumergido su mano en el cajón, revolviendo frenéticamente entre los lápices y las lapiceras.

– No está aquí.

– ¿Qué es lo que falta?

– Siempre guardo un juego de llaves extra en mi escritorio.

– ¿Qué llaves tiene en él?

– Una llave del auto. Otra de mi casillero del hospital… -Hizo una pausa, y sintió la garganta repentinamente seca-. Si ha revisado mi casillero durante el día, debe de haber tenido acceso a mi cartera. -Miró a Moore-. Y a las llaves de mi casa.


Los técnicos ya estaban aplicando polvo para huellas digitales cuando Moore volvió al consultorio.

– La pusiste en la cama, ¿verdad? -dijo Rizzoli.

– Dormirá en el cuarto de guardia. No quiero que regrese a su casa hasta que esté segura.

– ¿Vas a cambiar personalmente las cerraduras?

Moore frunció el entrecejo al leer su expresión. No le gustaba lo que veía en ella.

– ¿Tienes algún problema?

– Es una mujer atractiva.

«Sé a dónde apunta esto», pensó liberando un suspiro de cansancio.

– Un poco dañada. Un poco vulnerable -dijo Rizzoli-. ¡Dios!, hace que un tipo quiera ir corriendo a protegerla.

– ¿No es ése nuestro trabajo?

– ¿Y consiste solamente en eso?

– No voy a hablar de este tema -dijo, y salió del consultorio.

Rizzoli lo siguió hasta el corredor como un bulldog pisándole los talones.

– Está en el centro de este caso, Moore. No sabemos si nos está diciendo toda la verdad. Por favor, dime que no te estás enamorando de ella.

– No estoy enamorado.

– No soy ciega.

– ¿Y qué ves exactamente?

– Veo la forma en que la miras. Veo la forma en que ella te mira. Veo a un policía perdiendo objetividad. -Se detuvo-. Un policía que va a salir herido.

De haber levantado el tono de voz, de haberlo dicho con hostilidad, le hubiera respondido de la misma forma. Pero había pronunciado las últimas palabras con calma, y no podía juntar el suficiente despecho como para devolverle el comentario.

– No le diría esto a cualquiera -dijo Rizzoli-. Pero creo que eres un buen tipo. Si fueras Crowe, o cualquier otro imbécil, le diría «seguro, ve a que te arranquen el corazón, me importa una mierda». Pero no quiero ver que eso te suceda a ti.

Se miraron por un momento. Y Moore sintió una punzada de vergüenza al advertir que no podía ignorar las palabras directas de Rizzoli. No importaba lo mucho que admirara su mente ágil, su incesante voluntad de ganar, él siempre se enfocaría primero en su cara más que ordinaria y sus pantalones informes. En algún punto no era mejor que Darren Crowe, no era mejor que los idiotas que metían tampones en su botella de agua. No se merecía su admiración.

Escucharon el sonido de una garganta que se aclaraba, y se volvieron para ver al perito en escenas del crimen parado en la puerta.

– No hay huellas -dijo-. Espolvoreé ambas computadoras. Los teclados, los mouse, las disqueteras. Todo fue limpiado.

Sonó el celular de Rizzoli. Mientras lo abría murmuró:

– ¿Y qué esperábamos? No estamos buscando a un retardado.

– ¿Qué hay de las puertas? -preguntó Moore.

– Hay huellas parciales -dijo el perito-. Pero con todo el movimiento que probablemente entra y sale de aquí -pacientes, empleados-, no lograremos identificar nada.

– Moore -dijo Rizzoli cerrando el celular con un chasquido-. Vamos.

– ¿A dónde?

– A la oficina central. Brody dice que tiene que mostrarnos el milagro de los píxeles.


– Abro el archivo de imagen desde el programa Photoshop -dijo Sean Brody-. El archivo ocupa tres megabytes, lo que nos facilitará muchos detalles. Este tipo no se maneja con fotos borrosas. Mandó una imagen de calidad. Se pueden ver hasta las pestañas de la víctima.

A sus veintitrés años, Brody era el genio cibernético del Departamento de Policía de Boston. Un muchacho de cara pálida que ahora se encorvaba frente a la pantalla de la computadora, la mano prácticamente pegada al mouse. Moore, Rizzoli, Frost y Crowe estaban parados tras él, todos mirando por sobre su hombro al monitor. Brody tenía una risa irritante, igual a la de un chacal, y lanzaba pequeños grititos de entusiasmo mientras manipulaba la imagen en la pantalla.

– Ésta es la foto completa -dijo Brody-. Víctima atada a la cama, ojos abiertos, con poca resistencia al flash a juzgar por sus ojos rojos. Parece que tiene la boca tapada con tela adhesiva. Ahora vean, allí en el rincón izquierdo de la foto aparece el borde de una mesa de luz. Pueden ver un reloj despertador encima de dos libros. Aplico el zoom y… ¿Pueden decirme la hora?

– Dos y veinte -dijo Rizzoli.

– Exacto. Ahora la pregunta es si de la mañana o de la tarde. Vamos al extremo superior de la foto, donde se ve un rincón de la ventana. La cortina está corrida, pero pueden ver un intersticio aquí, donde los bordes de la tela no se juntan. No hay luz filtrándose. Si ese reloj estaba en hora, esta foto fue tomada a las dos y veinte de la mañana.

– Sí, pero, ¿de qué día? -dijo Rizzoli-. Pudo haber sido anoche o el año pasado. Maldición, ni siquiera sabemos si fue el Cirujano el que tomó esta foto.

Brody la miró ofendido.

– Todavía no terminé.

– Está bien, ¿qué más?

– Deslicemos un poco más la imagen. Observen la muñeca derecha de la mujer. Está tapada por la tela adhesiva. ¿Pero ven ese bulto oscuro allí? ¿Qué suponen que es eso? -Apuntó y apretó el botón del mouse. El detalle de la foto apareció amplificado.

– Todavía no nos indica nada -dijo Crowe.

– Vamos a acercarnos más aún. -Volvió a hacer clic con el mouse. El bulto oscuro adoptó una forma reconocible.

– Jesús -dijo Rizzoli-. Parece un caballito. ¡Es el brazalete de fantasía de Elena Ortiz!

Brody la miró con una mueca.

– ¿Soy bueno o no?

– Es él -dijo Rizzoli-. Es el Cirujano.

– Volvamos a la mesa de luz -dijo Moore.

Brody retrocedió a la pantalla completa y movió la flecha hacia el rincón inferior.

– ¿Qué quieres ver?

– Tenemos el reloj que nos indica las dos y veinte. Y luego están esos dos libros bajo el reloj. Vean sus lomos. El libro superior refleja la luz.

– Sí.

– Tiene un forro de plástico que lo protege.

– Sí… -dijo Brody, sin entender del todo a dónde apuntaba Moore.

– Amplía el lomo del libro superior -dijo Moore-. Fíjate si se puede leer el título del libro.

Brody apuntó y le dio un clic.

– Parecen dos palabras -dijo Rizzoli-. Veo la palabra «el».

Brody volvió a ampliar acercando el zoom.

– La segunda palabra comienza con una «g» -dijo Moore-. Y vean esto. -Dio unos golpecitos a la pantalla-. ¿Ven ese cuadradito en la base del lomo?

– ¡Ya sé a dónde quieres llegar! -dijo Rizzoli excitada-. El título. Vamos. Necesitamos el maldito título.

Brody apuntó y marcó un clic más.

Moore miró fijamente la pantalla, a la altura de la segunda palabra del lomo. Luego se volvió rápidamente en busca del teléfono.

– ¿Qué me perdí? -preguntó Crowe.

– El título del libro es El gorrión -dijo Moore, marcando el número de la operadora-. Y ese cuadradito en el lomo, apuesto a que es un número de catálogo.

– Es un libro de biblioteca -dijo Rizzoli.

Una voz apareció en la línea.

– Operadora.

– Habla el detective Moore, del Departamento de Policía de Boston. Necesito un contacto de emergencia con la Biblioteca Pública de Boston.


– Jesuítas en el espacio -dijo Frost desde el asiento de atrás-. De eso trata el libro.

Bajaban por la calle Center, Moore al volante, con las sirenas encendidas. Dos patrulleros iban delante de ellos.

– Mi mujer pertenece a un círculo de lectores, ¿saben? -dijo Frost-. Recuerdo que me habló de El gorrión.

– ¿Así que es ciencia ficción? -preguntó Rizzoli.

– No, es una de esas cosas de religión profunda. ¿Cuál es la naturaleza de Dios? Ese tipo de material.

– Entonces no necesito leerlo -dijo Rizzoli-. Conozco todas las respuestas. Soy católica.

Moore vio la calle que cortaba y dijo:

– Estamos cerca.

La dirección que buscaban era en Jamaica Plain, un barrio al oeste de Boston, situado entre Franklin Park y la zona limítrofe de Brookline. El nombre de la mujer era Nina Peyton. Una semana atrás se había llevado un ejemplar de El gorrión de la sede de Jamaica Plain. De todos los socios del área de Boston que habían sacado ejemplares del libro, Nina Peyton había sido la única en no atender el teléfono a las dos de la mañana.

– Aquí estamos -dijo Moore, mientras el patrullero que tenían delante doblaba por la calle Eliot. Lo siguió una cuadra más y frenó tras él.

Las luces del patrullero lanzaban surrealistas relámpagos azules hacia la noche mientras Moore, Rizzoli y Frost se acercaban a la galería principal de la casa. Una luz mortecina resplandecía dentro.

Moore miró a Frost, que asintió y rodeó la casa hasta la puerta trasera.

Rizzoli golpeó la puerta principal mientras gritaba:

– ¡Policía!

Esperaron unos segundos.

Rizzoli volvió a golpear, esta vez más fuerte.

– Señorita Peyton, es la policía. ¡Abra la puerta!

Se produjo otra pausa de tres segundos. De repente la voz de Frost chilló en sus radios.

– Hay un panel de vidrio roto en esta ventana.

Moore y Rizzoli intercambiaron miradas, y sin decir una palabra tomaron la decisión.

Con la culata de su linterna, Moore rompió el panel de vidrio próximo a la puerta principal, metió el brazo dentro y destrabó el pasador de la puerta. Rizzoli fue la primera en entrar en la casa, moviéndose casi a gatas, el arma trazando un arco. Moore iba tras ella, con la adrenalina al máximo mientras registraba una rápida sucesión de imágenes. Piso de madera. Un ropero abierto. Cocina al frente, living a la derecha. Una sola lámpara brillaba sobre una mesita.

– El dormitorio -dijo Rizzoli.

– Vamos.

Llegaron al pasillo, Rizzoli delante, su cabeza moviéndose a izquierda y derecha mientras pasaban por el baño y un cuarto de huéspedes, ambos vacíos. La puerta al final del pasillo estaba apenas entreabierta; no podían ver más allá, en la oscuridad que había detrás.

Con las manos húmedas sosteniendo el arma y el corazón desbocado, Moore se plantó contra la puerta. Le aplicó una ligera patada con el pie.

El olor de la sangre, caliente y espeso, lo cubrió por completo. Encontró el interruptor de la luz y lo encendió. Antes incluso de que la imagen golpeara sus retinas, supo lo que vería. Sin embargo, no estaba totalmente preparado para el horror.

El abdomen de la mujer estaba completamente abierto. Jirones de visceras sobresalían por la incisión, y colgaban como grotescas guirnaldas a un lado de la cama. La sangre brotaba del cuello abierto y se acumulaba en un charco extenso en el piso.

A Moore le llevó una eternidad procesar lo que estaba viendo. Sólo entonces, mientras registraba todos los detalles, comprendió su significado. La sangre, todavía fresca, continuaba derramándose. La ausencia de rociado arterial en la pared. El charco creciente de sangre oscura, casi negra.

De inmediato cruzó el cuarto hacia el cuerpo, pisando con sus zapatos el centro de la sangre.

– ¡Moore! -gritó Rizzoli-. ¡Estás contaminando la escena!

Apretó sus dedos contra el lado intacto del cuello de la víctima.

El cadáver abrió los ojos.

«Dios santo. Está viva».

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