Veintidós

Catherine se detuvo frente a la puerta de la oficina de Peter. Él se sentó frente a su escritorio, sin notar que ella lo observaba, y comenzó a rasguñar una planilla con su pluma. Nunca antes se había tomado el tiempo suficiente para observarlo con detenimiento, y lo que veía ahora le produjo una tenue sonrisa en los labios. Trabajaba con una feroz concentración, la imagen misma del médico dedicado, salvo por un toque caprichoso: el avión de papel que se destacaba en el piso. Peter y sus tontas máquinas voladoras.

Ella golpeó en el marco de la puerta. Él levantó la vista por encima de los lentes, sorprendido de verla allí.

– ¿Puedo hablar contigo? -preguntó ella.

– Desde luego. Pasa.

Ella se sentó en una silla frente al escritorio. Él no dijo nada, sólo esperaba con paciencia a que hablara. Ella tenía la impresión de que, sin importar cuánto tiempo le tomara, él seguiría allí esperándola.

– Las cosas han estado… tensas entre nosotros -dijo.

Él asintió.

– Sé que te fastidia tanto como a mí. Y a mí me fastidia muchísimo porque siempre me gustaste, Peter. Puede no parecer así, pero lo es. -Tomó una bocanada de aire, esforzándose por encontrar las palabras indicadas-. Los problemas entre nosotros no tienen nada que ver contigo. Todo fue culpa mía. Hay tantas cosas que suceden en mi vida en este momento. Me resulta difícil de explicar.

– No tienes que hacerlo.

– Es sólo que veo que lo nuestro se está arruinando. No sólo nuestra sociedad, sino nuestra amistad. Es gracioso que nunca haya advertido que estaba allí, entre nosotros. Que no haya advertido lo mucho que significa para mí hasta que lo dejé estropearse. -Se puso de pie-. De todos modos lo siento. Eso es lo que vine a decirte. -Se dirigió a la puerta.

– Catherine -dijo con suavidad-. Sé lo que sucedió en Savannah.

Ella se dio vuelta y lo miró a los ojos. Él le sostuvo la mirada con firmeza.

– El detective Crowe me lo contó -dijo.

– ¿Cuándo?

– Hace un par de días, cuando hablé con él a raíz de la irrupción en nuestra oficina. Él supuso que ya lo sabía.

– No me dijiste nada.

– No era el mejor momento para sacarlo a relucir. Quería que te sintieras preparada para contarme. Sabía que necesitabas tiempo, y estaba deseoso de esperar tanto tiempo como te llevara a ti confiar en mí.

Ella resopló con energía.

– Está bien, entonces. Ahora conoces lo peor de mí.

– No, Catherine. -Se puso de pie para enfrentarla-. Conozco lo mejor de ti. Sé lo fuerte que eres, lo valiente que eres. Todo este tiempo no tenía idea de lo que estabas enfrentando. Podrías haberme contado. Podrías haber confiado en mí.

– Pensé que eso cambiaría todo entre nosotros.

– ¿Cómo pudiste pensar eso?

– No quiero que me tengas lástima. No quiero que nunca nadie me compadezca.

– ¿Te compadezca por qué? ¿Por luchar contra lo que te sucedió? ¿Por salir con vida de una situación francamente imposible? ¿Por qué carajo crees que te compadecería?

Ella despejó sus lágrimas con un pestañeo.

– Otros hombres lo harían.

– Entonces ellos no te conocen en realidad. No como yo te conozco. -Dio una vuelta alrededor del escritorio, de modo que ya no los separara-. ¿Recuerdas el día que nos conocimos?

– Cuando vine para la entrevista.

– ¿Qué recuerdas de ese momento?

Ella sacudió la cabeza con una expresión de asombro.

– Hablamos acerca de la práctica. Acerca de cómo encajaría yo aquí.

– De modo que lo recuerdas sólo como una reunión de trabajo.

– Eso es lo que era.

– Gracioso. Yo pienso en ella de un modo totalmente distinto. Apenas recuerdo algunas de las preguntas que te hice, o lo que tú me preguntaste. Lo que recuerdo es haber levantado la vista de mi escritorio y verte entrar en mi oficina. Y yo estaba impactado. No podía pensar en nada que decir sin que sonara estúpido o trillado, o sencillamente común. No quería ser común, no quería parecerlo frente a ti. Pensé: ésta es una mujer que lo tiene todo. Es perspicaz, es hermosa. Y está parada frente a mí.

– Oh, Dios. Estabas tan equivocado. No lo tenía todo. -Ella apartó sus lágrimas con más pestañeos-. Nunca lo tuve. Apenas trato de mantener funcionando un par de cosas…

Sin decir palabra él la tomó en sus brazos. Todo sucedió de forma tan natural, tan fácil, sin la incomodidad de un primer abrazo. Él simplemente la abrazaba, sin exigirle nada. Un amigo que consuela a otro amigo.

– Dime qué puedo hacer para ayudar -dijo-. Lo que sea.

Ella suspiró.

– Estoy tan cansada, Peter. ¿Podrías acompañarme a mi auto?

– ¿Eso es todo?

– Es lo que necesito en este momento. Alguien en quien confiar y que pueda acompañarme.

Él se hizo a un lado y le sonrió.

– Entonces soy definitivamente el hombre que necesitas.

El quinto piso del estacionamiento del hospital estaba vacío, y el concreto devolvía los ecos de sus pasos como el sonido de fantasmas que les pisaban los talones. De haber estado sola, hubiera tenido que mirar por encima del hombro durante todo el trayecto. Pero Peter estaba junto a ella, y no sentía miedo. Él la acompañó hasta su Mercedes. Permaneció a un costado mientras ella se sentaba al volante. Luego él cerró la puerta y le señaló la traba.

Con un gesto de asentimiento, ella apretó el botón para trabar las puertas y escuchó el clic tranquilizador una vez que todas las puertas estuvieron cerradas.

– Te llamaré más tarde -dijo.

Mientras manejaba hacia la salida, lo vio por el espejo retrovisor, con la mano levantada en un saludo. Luego desapareció de su vista cuando ella bajó por la rampa.

Se encontró sonriendo mientras manejaba de vuelta a su casa en Back Bay.

«Algunos hombres son verdaderamente confiables», le había dicho Moore.

«Sí, pero ¿cuáles?»

«Nunca lo sabes hasta que llega el momento. Será el que esté a tu lado cuando lo necesites».

Bien como amigo o como amante, Peter podría ser unos de esos hombres.

Bajando la velocidad en la avenida Commonwealth, dobló en la calle de su edificio y apretó el control remoto del estacionamiento. La puerta de seguridad se levantó con unas sacudidas y ella entró. Por el espejo retrovisor vio que la puerta se cerraba tras ella. Sólo entonces se dirigió al sector asignado a ella. La precaución era en ella una segunda naturaleza, y éstos eran rituales que nunca dejaba de llevar a cabo. Controló el ascensor antes de entrar. Miró a un lado y a otro del pasillo antes de salir del ascensor. Trabó la puerta con todas las cerraduras apenas entró en su departamento. Seguridad de fortaleza. Sólo entonces podía permitirse que los últimos restos de tensión se desvanecieran.

Parada frente a su ventana sorbía té helado y disfrutaba de la frescura de su departamento mientras miraba hacia abajo a la gente que pasaba por la calle, con el sudor brillando en sus frentes. Sólo había dormido tres horas en las últimas treinta y seis. «Me he ganado este momento de comodidad, -pensó mientras presionaba el vaso lleno de hielo contra su mejilla-. Me he ganado una noche para meterme temprano en la cama y no hacer nada de nada». Y no pensaría en Moore. No se permitiría sentir el dolor. No todavía.

Vació su vaso y acababa de depositarlo sobre la mesada de la cocina cuando sonó su localizador. Una llamada del hospital era lo último que quería tolerar en este momento. Cuando llamó a la operadora del Centro Médico Pilgrim, no pudo disimular la irritación de su tono de voz.

– Habla la doctora Cordell. Sé que acaban de llamarme al localizador, pero esta noche no estoy de guardia. De hecho, voy a desconectar el localizador ahora mismo.

– Lamento molestarla, doctora Cordell, pero recibimos una llamada del hijo de Herman Gwadowski. Insiste en encontrarse con usted esta tarde.

– Es imposible. Ya estoy en casa.

– Sí, le dije que usted se tomaría todo el fin de semana. Pero él dice que es su último día en la ciudad. Quiere verla antes de consultar con un abogado.

«¿Un abogado?»

Catherine se encorvó contra la mesada de la cocina. Dios, no tenía fuerzas para enfrentarse a algo así. No ahora. No cuando se sentía tan cansada que apenas podía pensar con propiedad.

– ¿Doctora Cordell?

– ¿El señor Gwadowski le dijo cuándo quería tener la reunión?

– Dice que la esperará en la cafetería del hospital hasta las seis.

– Gracias. -Catherine colgó, mirando como hipnotizada los mosaicos blancos del piso. ¡Qué meticulosa era ella con la limpieza de esos mosaicos! Pero no importaba lo duro que los fregara, o lo mucho que organizara cada aspecto de su vida, no podía anticiparse a los Ivan Gwadowski del mundo. Tomó su cartera y las llaves del auto, y una vez más abandonó el santuario de su departamento.

En el ascensor miró el reloj y se sintió alarmada al ver que eran ya las cinco y cuarenta y cinco. No llegaría a tiempo al hospital, y el señor Gwadowski asumiría que ella lo había dejado plantado. En el momento en que se deslizó dentro del Mercedes, tomó el teléfono del auto y llamó a la operadora del Pilgrim.

– Habla de nuevo la doctora Cordell. Necesito ubicar al señor Gwadowski para hacerle saber que llegaré tarde. ¿Sabe desde qué extensión estaba hablando?

– Déjeme revisar el registro de llamadas… Aquí está. No era una extensión del hospital.

– ¿Un celular, entonces?

Se produjo una pausa.

– Bueno, esto es extraño.

– ¿Qué sucede?

– Estaba hablando del número que usted está utilizando ahora.

Catherine se quedó quieta, con el miedo recorriendo su médula como un viento frío. «Mi auto. La llamada fue hecha desde mi auto».

– ¿Doctora Cordell?

Entonces lo vio por el espejo retrovisor, alzándose como una cobra. Ella tomó aire para gritar, y su garganta se quemó con los vapores del cloroformo.

El auricular cayó de su mano.


Jerry Sleeper lo esperaba en la acera, fuera del sector del aeropuerto donde se recogía el equipaje. Moore arrojó su maleta con ruedas en el asiento de atrás y se metió en el auto, cerrando la puerta con un golpe fuerte.

– ¿La encontraste? -fue lo primero que preguntó Moore.

– Todavía no -dijo Sleeper mientras se alejaba del cordón-. Su Mercedes desapareció, y no hay evidencias de ningún forcejeo en su departamento. Sea lo que fuese lo que sucedió, fue rápido, y dentro o cerca del vehículo. Peter Falco fue el último en verla, alrededor de las cinco y cuarto, en el estacionamiento del hospital. Cerca de media hora más tarde, la operadora del Pilgrim la llamó al localizador y habló con ella por teléfono. Cordell la llamó de vuelta desde su auto. La conversación se cortó en forma abrupta. La operadora alega que fue el hijo de Herman Gwadowski el que hizo la llamada original al localizador.

– ¿Está confirmado?

– Ivan Gwadowski estaba en un avión rumbo a California a las doce del mediodía. Él no hizo esa llamada.

No necesitaban aclarar quién había hecho la llamada al localizador. Ambos lo sabían. Moore, agitado, clavó los ojos en la hilera de luces de la calle, que se sucedían como una abigarrada y densa cinta de abalorios rojos contra el cielo negro de la noche.

«La tiene desde las seis de la tarde. ¿Qué le habrá hecho en estas cuatro horas?»

– Quiero ver dónde vive Warren Hoyt -dijo Moore.

– Vamos en dirección a su casa ahora. Sabemos que terminó su horario en el Laboratorio Interpath cerca de las siete de esta mañana. A las diez de la mañana llamó a su supervisor para decir que había tenido una emergencia familiar y que no estaría de vuelta en el laboratorio al menos por una semana. Nadie lo ha visto desde entonces. Ni en su departamento ni en el laboratorio.

– ¿Y la emergencia familiar?

– No tiene familia. Su única tía murió en febrero.

La hilera de luces de la calle se difuminó en un manchón rojo. Moore pestañeó, y dio vuelta la cara para que Sleeper no viera sus lágrimas.

Warren Hoyt vivía en el North End, un arcaico laberinto de calles estrechas y edificios de ladrillo rojo que constituía uno de los barrios más antiguos de Boston. Se lo consideraba una zona segura de la ciudad, gracias a los ojos atentos de la población italiana local, que poseía allí diversos negocios. Aquí, sobre una calle en la que tanto los turistas como los habitantes caminaban con poco miedo al crimen, había vivido un monstruo.

El departamento de Hoyt estaba en el tercer piso de una escalera de ladrillo. Horas antes, el equipo había registrado el lugar en busca de evidencia, y cuando Moore entró y vio los escasos muebles y los estantes casi vacíos, sintió que estaba parado en un cuarto al que ya le faltaba el alma de su morador. Ya no encontraría nada de aquel o aquello que fuese Warren Hoyt.

El doctor Zucker emergió del dormitorio y le dijo a Moore:

– Algo anda mal aquí.

– ¿Hoyt es nuestro hombre o no?

– No lo sé.

– ¿Qué es lo que tenemos? -Moore miró a Crowe, que los encontró en la puerta.

– Tenemos una concordancia con el talle de los zapatos. Cuarenta y uno, concuerda con las huellas en la escena del crimen de Ortiz. Tenemos varios cabellos de la almohada, cortos, castaño claro. También parece haber concordancia. Además encontramos un largo cabello negro en el piso del baño. La longitud de un cabello que llega hasta el hombro.

Moore frunció el entrecejo.

– ¿Había una mujer aquí?

– Tal vez una amiga.

– U otra víctima -dijo Zucker-. Alguien de quien todavía no hayamos tenido noticias.

– Hablé con la propietaria que vive en el piso de abajo -dijo Crowe-. Dice que vio a Hoyt por última vez esta mañana al volver de su trabajo. No tiene idea de dónde pueda estar ahora. Les apuesto a que adivinan lo que tenía para decir sobre él. «Buen inquilino. Un hombre tranquilo, nunca un problema».

Moore miró a Zucker.

– ¿Qué quisiste decir con eso de que algo anda mal aquí?

– No está el equipo que utiliza para asesinar. No hay herramientas. Su auto está estacionado enfrente y tampoco allí hay equipo o instrumentos. -Zucker señaló el living casi vacío-. Este departamento a duras penas parece habitado. Hay sólo unas pocas cosas en la heladera. En el baño hay jabón, cepillo de dientes y afeitadora. Es como un cuarto de hotel. Un lugar para dormir, nada más. No es donde mantiene vivas sus fantasías.

– Aquí es donde vive -dijo Crowe-. Su correo llega aquí. Su ropa está aquí.

– Pero en este lugar falta lo más importante de todo -dijo Zucker-. Sus trofeos. No hay trofeos aquí.

Una sensación de espanto había calado los huesos de Moore. Zucker tenía razón. El Cirujano había arrancado un trofeo anatómico de cada una de sus víctimas; debía de tenerlos a mano para recordarle sus asesinatos. Para mantenerlo aplacado entre una cacería y otra.

– Hay una parte del cuadro que no vemos -dijo Zucker. Se volvió hacia Moore-. Necesito ver dónde trabajaba Warren Hoyt. Necesito ver el laboratorio.


Barry Frost se sentó frente al teclado de la computadora y escribió el nombre de una paciente: Nina Peyton. Una nueva pantalla apareció llena de datos.

– Este archivo es su lugar de pesca -dijo Frost-. Aquí es donde encuentra a sus víctimas.

Moore observó el monitor, sorprendido por lo que veía. En el resto del laboratorio se escuchaba el zumbido de las máquinas y el sonido del teléfono; los técnicos médicos procesaban sus tubos de ensayo. Aquí, en este mundo aséptico de acero inoxidable y guardapolvos blancos, un mundo dedicado a la ciencia de la curación, el Cirujano acechaba tranquilamente en busca de su presa. Desde este archivo de computadora podía acceder a cada mujer cuya sangre o fluidos corporales habían sido procesados por el Laboratorio Interpath.

– Éste es el principal laboratorio de diagnóstico de la ciudad -dijo Frost-. Cualquier extracción de sangre ordenada por un médico o por alguna clínica de pacientes externos de Boston tiene muchas probabilidades de que venga a parar aquí para ser analizada,

«Justo aquí, a las manos de Warren Hoyt»

– Tenía la dirección de su casa -dijo Moore, revisando los datos de Nina Peyton-. El nombre de su empleador. Su edad y su estado civil…

– Y su diagnóstico -dijo Zucker, que señaló las dos palabras que aparecían en la pantalla: ataque sexual-. Esto es exactamente lo que busca el Cirujano. Es lo que lo excita. Las mujeres emocionalmente perturbadas. Mujeres marcadas por la violencia sexual.

Moore advirtió el timbre de excitación en la voz de Zucker. Era el juego que fascinaba a Zucker, la competencia de talentos. Por fin podía conocer los movimientos de su oponente, y podía apreciar el genio que se escondía tras ellos.

– Aquí estaba él -dijo Zucker-. Manipulando la sangre de todas ellas. Enterado de sus secretos más vergonzosos. -Se incorporó y echó una ojeada al laboratorio, como si lo viera por primera vez-. ¿Alguna vez se detuvo a pensar en todo lo que un laboratorio puede saber acerca de uno? -dijo-. Toda la información personal que uno da cuando extiende el brazo y deja que le claven una aguja en las venas. Nuestra sangre revela nuestros secretos más íntimos. ¿Estás muriendo de leucemia o de sida? ¿Fumaste un cigarrillo o tomaste un vaso de vino en las últimas horas? ¿Tomas Prozac porque estás deprimido, o Viagra porque no se te levanta? Él detentaba la información sobre la esencia misma de estas mujeres. Podía estudiar su sangre, tocarla, olerla. Y nadie se enteraba. Nadie supo que una parte de su propio cuerpo estaba en manos de un extraño.

– Las víctimas nunca lo conocieron -dijo Moore-. Nunca se lo cruzaron.

– Pero el Cirujano las conocía a ellas. Y en los términos más íntimos. -Los ojos de Zucker estaban encendidos por un aura febril-. El Cirujano no caza como cualquier asesino serial que haya conocido. Es único. Permanece oculto a la vista, porque elige a su presa sin que nadie lo vea. -Miró con incertidumbre las hileras de tubos sobre el mostrador-. Este laboratorio es su coto de caza. Así es como las encuentra. Por su sangre. Por su miedo.

Cuando Moore salió del centro médico, el aire de la noche parecía más fresco, más vivificante de lo que había sido las últimas semanas. A lo largo de la ciudad de Boston, muy pocas ventanas permanecerían abiertas; muy pocas mujeres quedarían a merced de un ataque.

«Pero esta noche el Cirujano no saldrá a cazar. Esta noche disfrutará de su última presa».

De pronto Moore se detuvo junto a su auto y se quedó allí, paralizado por la desesperación. Ahora mismo, tal vez, Warren Hoyt estaría manipulando el escalpelo. Ahora mismo…

Unos pasos se acercaron. Reunió la fuerza para levantar la cabeza, para ver al hombre parado a unos pocos pasos en las sombras.

– La atrapó, ¿no es verdad? -dijo Peter Falco.

Moore asintió.

– Dios, oh, Dios. -Falco elevó los ojos hacia el cielo nocturno con angustia. -La acompañé hasta su auto. Ella estaba justo a mi lado, y la dejé ir a su casa. La dejé ir sola…

– Estamos haciendo todo lo posible para encontrarla. -Era una frase trillada. Aun mientras la pronunciaba, Moore advirtió el vacío de sus propias palabras. Es lo que se dice cuando las cosas se han vuelto sombrías, cuando se sabe que los mejores esfuerzos seguramente terminarán en nada.

– ¿Y qué es lo que usted está haciendo?

– Sabemos quién es.

– Pero no saben a dónde la llevó.

– Llevará algo de tiempo rastrearlo.

– Dígame lo que puedo hacer. Lo que sea.

Moore luchó por mantener la calma en su voz, por ocultar sus propios temores, su propio pánico.

– Sé lo difícil que es mantenerse a un lado y dejar que los otros hagan el trabajo. Pero así es como hemos sido entrenados para hacer las cosas.

– Ah, sí, ustedes, los profesionales. ¿Entonces qué mierda es lo que salió mal?

Moore no tenía respuesta.

Consternado, Falco se acercó a Moore hasta quedar de pie bajo el foco del estacionamiento. La luz caía sobre su cara, arrasada por la preocupación.

– No sé qué habrá pasado entre ustedes dos -dijo-. Pero sí sé que ella confiaba en usted. Espero en nombre de Dios que eso signifique algo para usted. Espero que ella no sea tan sólo un caso más. Otro nombre para agregar a la lista.

– No lo es -dijo Moore.

Los hombres se miraron cara a cara, reconociendo en silencio lo que ambos sabían. Lo que ambos sentían.

– Me importa mucho más de lo que puede imaginar -dijo Moore.

Y Falco respondió en voz baja:

– A mí también.


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