Veinticinco

Rizzoli estaba mirando una fila de tortas surtidas, y se preguntaba cuántas de esas cajas estarían infestadas con insectos. El almacén de Hobbs era esa clase de despensa oscura y rancia regenteada por sus dueños, si es que uno imaginaba a los dueños como un par de vejetes avaros que venden leche podrida a los niños del colegio. Dean Hobbs era un viejo yanqui con ojos de sospecha continua que se detenían a estudiar las monedas del cliente antes de aceptarlas como pago. Con un gruñido le devolvió dos centavos en calidad de vuelta, y luego cerró con un golpe la caja registradora.

– No llevo la cuenta de los que usan esa porquería de cajero automático -le dijo a Rizzoli-. El banco lo puso ahí para comodidad de mis clientes. No tengo nada que ver con él.

– El efectivo fue retirado en mayo. Doscientos dólares. Tengo una fotografía del hombre que…

– Como le dije a ese policía estatal, eso fue en mayo. Ahora estamos en agosto. ¿Usted cree que puedo recordar a un cliente por tanto tiempo?

– ¿La policía estatal estuvo aquí?

– Esta mañana, haciendo las mismas preguntas. ¿Ustedes los policías no se cuentan las novedades?

De modo que la transacción del cajero automático ya había sido rastreada, no por el Departamento de Policía de Boston sino por los estatales. Mierda, estaba perdiendo el tiempo allí.

La mirada del señor Hobbs se clavó instantáneamente en un adolescente que estudiaba la sección de golosinas.

– Eh, ¿vas a pagar por esa barra de chocolate?

– Ah… sí.

– Entonces quítatela del bolsillo, ¿entendido?

El chico colocó la barra de chocolate sobre el estante y salió del negocio.

Dean Hobbs refunfuñó.

– Ése siempre fue un problema.

– ¿Conoce a ese chico? -preguntó Rizzoli.

– Conozco a sus padres.

– ¿Y qué hay del resto de los clientes? ¿Conoce a la mayoría?

– ¿Echó una mirada por el pueblo?

– Una mirada rápida.

– Bien, una mirada rápida es todo lo que lleva conocer Lithia. Ciento veinte habitantes. No hay mucho para ver.

Rizzoli sacó la fotografía de Warren Hoyt. Era lo mejor que habían podido encontrar, una imagen de dos años de antigüedad tomada de su licencia de conducir. Miraba directo a la cámara; era un hombre de cara delgada con pelo corto y una extraña sonrisa común. A pesar de que Dean Hobbs ya la había visto, decidió mostrársela nuevamente.

– Su nombre es Warren Hoyt.

– Sí, ya la vi. La policía estatal me la mostró.

– ¿Lo reconoce?

– No lo reconocí esta mañana. No lo reconozco ahora.

– ¿Está seguro?

– ¿No le parece que sueno seguro?

Sí, le parecía. Sonaba como un hombre que nunca cambiaba de parecer respecto a nada.

Las campanas sonaron al abrirse la puerta, y entraron dos muchachas rubias con bronceado veraniego y largas piernas desnudas. Dean Hobbs se distrajo momentáneamente mientras ellas avanzaban con risitas reprimidas y se perdían en el lúgubre fondo del local.

– Seguramente habrán crecido -murmuró desconcertado.

– Señor Hobbs.

– ¿Eh?

– Si ve a este hombre de la foto quiero que me llame de inmediato. -Le dejó su tarjeta-. Me puede localizar las veinticuatro horas. En el localizador o el celular.

– Sí, sí.

Las chicas, que llevaban ahora una bolsa de papas fritas y un paquete de seis Pepsi Diet, se acercaron a la caja. Permanecieron allí en toda su magnífica ausencia de sostén, los pezones marcados contra las remeras sin mangas. Dean Hobbs les estaba echando una ojeada completa, y Rizzoli se preguntó si ya se habría olvidado de que ella todavía seguía allí.

«La historia de mi vida. Llegan las chicas lindas y yo me vuelvo invisible».

Abandonó el almacén y regresó al auto. Durante ese breve lapso el sol había recalentado el interior del auto, de modo que abrió la puerta y esperó a que el auto se aireara. Sobre la calle principal de Lithia no se movía nada. Vio una estación de servicio, una ferretería y un café, pero ninguna persona. El calor había recluido a todos en sus casas, y podía escuchar el chasquido de los equipos de aire acondicionado a lo largo de la calle. Aun en un pequeño pueblo norteamericano, ya nadie se sentaba en la puerta de su casa abanicándose. El milagro de la electricidad había convertido las galerías en algo irrelevante.

Oyó que la puerta del almacén se cerraba, y vio que las dos muchachas vagaban ociosamente bajo el sol, las únicas criaturas que se movían por allí. Mientras caminaban por la calle, Rizzoli vio una ventana donde se corrían las cortinas. La gente advertía las cosas en un pueblo chico. Por lo pronto notaban a las chicas bonitas.

¿Notarían si alguna hubiera desaparecido?

Cerró la puerta del auto y volvió al almacén.

El señor Hobbs estaba en la góndola de las verduras, enterrando astutamente las plantas de lechuga fresca en el fondo, y moviendo hacia delante las plantas marchitas.

– ¿Señor Hobbs?

Él se dio vuelta.

– ¿Usted de nuevo?

– Otra pregunta.

– No espere que tenga la respuesta.

– ¿Vive alguna mujer asiática en este pueblo?

Era una pregunta que no se imaginaba, y se limitó a mirarla con desconcierto.

– ¿Cómo?

– Una mujer china o japonesa. Tal vez aborigen.

– Tenemos un par de familias negras -aventuró, como si fuera lo mismo.

– Puede ser que haya una mujer desaparecida. Pelo largo negro, muy lacio, hasta los hombros.

– ¿Y dice que es oriental?

– O posiblemente aborigen.

Se rió.

– Diablos, no creo que sea ninguna de las dos cosas.

Rizzoli se puso en guardia. Él se había vuelto nuevamente hacia la góndola de verduras, y comenzó a alinear unos zapallitos pasados encima de los frescos.

– ¿Quién es ella, señor Hobbs?

– No es oriental, eso se lo puedo asegurar. Tampoco es india.

– ¿La conoce?

– La vi aquí una o dos veces. Alquila la vieja granja de los Sturdee en el verano. Una chica alta. No muy bonita.

«Claro, eso no le pasaría inadvertido».

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

El viejo se volvió y gritó:

– ¡Margaret!

La puerta de un cuarto trasero se abrió y apareció la señora Hobbs.

– ¿Qué?

– ¿No llevaste un pedido a lo de los Sturdee la semana pasada?

– Sí.

– ¿La chica que vive ahí estaba bien?

– Me pagó.

Rizzoli preguntó:

– ¿La volvió a ver desde entonces, señora Hobbs?

– No había motivo para que la viera.

– ¿Dónde queda la granja de los Sturdee?

– Camino a West Fork. Es la última de la carretera.

Rizzoli notó que su localizador sonaba.

– ¿Puedo utilizar su teléfono? -preguntó-. Mi celular acaba de quedarse sin baterías.

– ¿No es una llamada de larga distancia?

– Boston.

Él gruñó y volvió a acomodar los zapallitos.

– El teléfono público está afuera.

Reprimiendo sus maldiciones, Rizzoli volvió a salir al calor, encontró el teléfono público y metió unas monedas por la ranura.

– Detective Frost.

– Acabas de llamarme al localizador.

– ¿Rizzoli? ¿Qué estás haciendo al oeste de Massachusetts?

Para su desazón, advirtió que conocía su ubicación gracias al identificador de llamadas.

– Salí a manejar un rato.

– ¿Sigues trabajando en el caso, verdad?

– Estoy haciendo un par de preguntas. Nada importante.

– Mierda, si… -Frost bajó abruptamente el tono de voz-. Si Marquette se entera…

– No vas a contarle, ¿o sí?

– De ninguna manera. Pero tienes que regresar. Te está buscando y está furioso.

– Tengo que registrar un lugar más.

– Escucha, Rizzoli. Deja las cosas como están, o perderás la última oportunidad que tienes para permanecer en la unidad.

– ¿No te das cuenta? Ya perdí esa oportunidad. Ya estoy jodida. -Lim-piándose las lágrimas, se dio vuelta y miró con amargura la calle vacía, donde la tierra volaba como ceniza caliente-. Él es todo lo que tengo ahora. El Cirujano. No me queda nada si no lo atrapo.

– Los estatales ya estuvieron allí. Volvieron con las manos vacías.

– Lo sé.

– ¿Entonces qué estás haciendo allí?

– Estoy haciendo las preguntas que ellos no hicieron. -Colgó.

Luego se metió en el auto y salió a buscar a la mujer de pelo negro.

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