La casa de Ayemenem era una antigua mansión, noble y señorial, que mantenía las distancias. Como si no tuviera nada que ver con la gente que vivía en ella. Como un viejo de ojos legañosos que contempla los juegos de los niños y lo único que ve en la euforia de sus gritos y en su entusiasta entrega a la vida es la fugacidad.
El pronunciado tejado de tejas se había ido oscureciendo y cubriendo de musgo por las lluvias y el paso del tiempo. Los marcos triangulares de madera encajados en los gabletes tenían intrincadas tallas, y la luz que se filtraba a través de ellos y formaba dibujos sobre el suelo estaba llena de secretos. Lobos, flores, iguanas. Formas que cambiaban a medida que el sol se movía por el cielo. Y morían puntualmente al anochecer.
Las puertas no constaban de dos, sino de cuatro paneles de madera de teca. De tal modo que, en los viejos tiempos, las damas podían mantener cerrada la mitad inferior, apoyar los codos en ella como en un alféizar y regatear con los vendedores que llegaban a la casa, sin mostrarse de cintura para abajo. En teoría, podían comprar alfombras o pulseras con el pecho cubierto y el trasero al aire. En teoría.
Nueve empinados escalones unían el camino para coches con la galería delantera de la casa. Aquella elevación le otorgaba la dignidad de un escenario, y todo lo que allí pasaba adquiría el aura y la importancia de una representación teatral. Desde la galería se dominaban el jardín ornamental de Bebé Kochamma y el camino de gravilla para coches que lo rodeaba serpenteando cuesta arriba hasta acabar al pie de la pequeña colina sobre la que se alzaba la casa.
Era una galería muy ancha, fresca incluso al mediodía, cuando el sol estaba más abrasador.
Cuando se hizo el suelo de cemento rojo, se le echó dentro la clara de casi novecientos huevos. Eso le daba un brillo intenso.
Debajo de la cabeza de bisonte disecada, con ojos como botones, que tenía los retratos de su suegro y su suegra a ambos lados, estaba sentada Mammachi en una silla baja de mimbre y junto a una mesa de mimbre sobre la que había un florero verde donde se inclinaba un único tallo de orquídeas de color púrpura.
La tarde era tranquila y calurosa. El Aire esperaba detenido.
Mammachi sostenía un reluciente violín bajo el mentón. Llevaba unas gafas de sol oscuras estilo años cincuenta, de montura negra y extremos puntiagudos con falsos brillantitos incrustados. Vestía un sari almidonado y perfumado de color hueso y oro. Los pendientes de diamantes brillaban en sus orejas como candelabros diminutos. Los anillos de rubíes le iban grandes. Tenía un cutis fino y pálido, arrugado como la película de nata que se forma en la leche al enfriarse y salpicado de minúsculos lunares rojos. Era preciosa. Anciana, majestuosa, fuera de lo común.
Una Madre Viuda y Ciega con un violín.
Cuando era más joven, con habilidad y previsión, Mammachi había ido guardando todo el pelo que se le caía en una bolsita bordada que atesoraba en su tocador. Cuando reunió una cantidad suficiente, hizo con él un moño rodeado de una redecilla que guardaba bajo llave en un armario junto a sus joyas. Cuando se hizo mayor y su cabellera empezó a ser menos abundante y plateada, se ponía el moño negro azabache prendido a su cabecita blanca, para darle más volumen. A su modo de ver, aquello era perfectamente aceptable, ya que todo el pelo era suyo. Por la noche, cuando se quitaba el moho, dejaba que sus nietos le hicieran una trenza con el poco pelo que le quedaba en la cabeza, hasta convertirlo en una cola de rata gris, aceitada y sujeta con una goma en la punta. Uno le trenzaba el pelo mientras el otro contaba sus incontables lunares. Por turnos.
En el cuero cabelludo, cuidadosamente ocultas bajo la escasa cabellera, Mammachi tenía protuberancias con forma de media luna. Cicatrices de antiguas palizas de un antiguo matrimonio. Cicatrices del florero de latón.
Tocaba el Lentement: un movimiento de la suite en re de la Música acuática de Haendel. Detrás de las puntiagudas gafas oscuras, tenía cerrados los ojos, ya inservibles, pero podía ver cómo la música abandonaba su violín y se elevaba igual que humo hacia la tarde.
Por dentro, su cabeza era como una habitación con cortinas oscuras corridas en un día luminoso.
Mientras tocaba, su mente retrocedió hacia la época de su primera partida de botes de encurtidos profesionales. ¡Qué hermosos le habían parecido! Tenía los botes, precintados, sobre una mesa cerca de la cabecera de su cama, para poderlos tocar nada más despertarse por la mañana. Se había acostado temprano, y se despertó poco después de la medianoche. Los buscó a tientas y, al tocarlos, sus ansiosos dedos quedaron recubiertos de una película de aceite. Los botes de encurtidos nadaban en un charco de aceite. Había aceite por todas partes. En un círculo debajo del termo. Debajo de la Biblia. Cubría toda su mesilla de noche. Los mangos habían absorbido el aceite y se habían hinchado, y los botes se salían.
Mammachi consultó el libro que Chacko le había comprado, La elaboración de conservas caseras, pero no ofrecía ninguna solución. Entonces dictó una carta para el cuñado de Annamma Chandy, que era el director regional de Encurtidos Padma en Bombay. Éste le recomendó que aumentara la proporción del conservante que utilizaba y de la sal. Aquello mejoró algo las cosas, pero no solucionó el problema totalmente. Incluso entonces, al cabo de tantos años, los botes de encurtidos de Conservas y Encurtidos Paraíso perdían un poco de aceite. Era casi imperceptible, pero goteaban y, tras viajes largos, las etiquetas se ponían aceitosas y transparentes. Y, en cuanto a su contenido, continuaba siendo un poquito demasiado salado.
Mammachi se preguntó si alguna vez conseguiría dominar el arte de la perfecta conservación, y si a Sophie Mol le gustaría el zumo de uva frío. Un vaso de zumo color púrpura.
Entonces pensó en Margaret Kochamma, y las notas líquidas y lánguidas de la música de Haendel se tornaron agudas y furiosas.
Mammachi nunca había visto a Margaret Kochamma, pero, de todos modos, la odiaba. La hija de un tendero era la denominación con que Margaret Kochamma estaba etiquetada en la cabeza de Mammachi. Así estaba organizado su mundo. Si la invitaban a una boda en Kottayam, se pasaba todo el tiempo cotilleando con quienquiera que la acompañase: «El abuelo materno de la novia era el carpintero de mi padre. ¿Kunjukutty Eapen? La hermana de su bisabuela no era más que una comadrona de Trivandrum. La familia de mi marido era dueña de estos terrenos».
Claro que Mammachi habría odiado a Margaret Kochamma incluso aunque hubiera sido la heredera del trono de Inglaterra. A Mammachi no sólo le disgustaba su origen plebeyo. La odiaba porque era la mujer de Chacko. La odiaba porque lo había abandonado. Pero la habría odiado aún más si hubiera seguido casada con él.
El día en que Chacko impidió que Pappachi le pegase (y en que Pappachi hizo trizas su mecedora para desfogarse), Mammachi metió todos sus sentimientos de esposa en una maleta y se la encomendó a Chacko para que la cuidara. De ahí en adelante se convirtió en el depositario de todos sus sentimientos de mujer. En su Hombre. Su único Amor.
Estaba al tanto de sus relaciones libertinas con las mujeres de la fábrica, pero ya no se sentía herida por ello. Cuando Bebé Kochamma sacó el tema a relucir, Mammachi se puso tensa y se le crisparon los labios.
– Es lógico que un Hombre tenga sus Necesidades -dijo con severidad.
Lo sorprendente es que Bebé Kochamma aceptó aquella explicación, y la noción enigmática e íntimamente emocionante de que los Hombres tenían sus Necesidades adquirió una carta de naturaleza implícita dentro de la casa de Ayemenem. Ni Mammachi ni Bebé Kochamma vieron ninguna contradicción entre la mente comunista de Chacko y su libido feudal. Lo único que las preocupaba eran los naxalitas, porque se decía que habían obligado a hombres de Buenas Familias a casarse con sirvientas a las que habían dejado embarazadas. Por supuesto, no tenían ni la más remota sospecha de que cuando se disparase el misil (el que aniquilaría para siempre el Buen Nombre de su familia), provendría de donde menos lo podían esperar.
Mammachi mandó construir una entrada independiente para el dormitorio de Chacko, que estaba en el extremo oriental de la casa, a fin de que quienes satisfacían sus «necesidades» no tuvieran que cruzar la mansión. Mammachi les daba dinero a escondidas para tenerlas contentas. Ellas lo aceptaban porque lo necesitaban. Tenían hijos pequeños y padres mayores. O maridos que se gastaban su salario en los tenderetes donde vendían vino de palma. Aquel arreglo convenía a Mammachi porque, según su modo de ver, el pagar hacía que las cosas quedaran claras. Separaba el sexo del amor y las Necesidades de los Sentimientos.
Sin embargo, Margaret Kochamma era harina de otro costal. Dado que no tenía medios para averiguarlo (aunque le ordenó a Kochu María que examinara las sábanas para ver si encontraba manchas), a Mammachi sólo le cabía esperar que no intentara reanudar sus relaciones sexuales con Chacko. Mientras Margaret Kochamma estuvo en Ayemenem, Mammachi logró contener algo sus incontenibles sentimientos deslizando dinero dentro de los bolsillos de los vestidos que Margaret Kochamma dejaba en el cesto de la ropa sucia. La interesada nunca devolvió el dinero, simplemente, porque no llegaba a sus manos. Aniyan, el dhobi, se encargaba de vaciar cada día sus bolsillos. Mammachi lo sabía, pero prefería interpretar el silencio de Margaret Kochamma como una aceptación tácita de un pago a cambio de los favores que imaginaba que le brindaba a su hijo.
Así que Mammachi tenía la satisfacción de poder considerar a Margaret Kochamma como otra puta más, Aniyan, el dhobi, estaba contento con su propina diaria y, por supuesto, Margaret Kochamma permanecía felizmente ajena a todo el tinglado.
Encaramado en lo más alto del pozo, un sucio cuclillo gritaba uuuop, uuuop y agitaba las alas de color rojo oxidado.
Un cuervo robó un trozo de jabón que le llenó el pico de espuma.
En la cocina, oscura y llena de humo, la diminuta Kochu María estaba de puntillas decorando la tarta de dos pisos que ponía bienvenida a casa, querida sophie mol. Aunque en aquella época la mayoría de las mujeres cristianas sirias ya usaban saris, Kochu María todavía llevaba inmaculados chattas blancos de manga corta y escote en uve y mundus blancos que se recogía a la espalda formando una especie de crujiente abanico que le caía sobre el trasero. El abanico de Kochu María quedaba medio oculto por el delantal de criada de cuadritos azules y blancos y con volantes, que, por más que resultaba absurdo y fuera de lugar, Mammachi insistía en que llevase dentro de la casa.
Tenía unos antebrazos cortos y regordetes, los dedos de las manos como salchichas y una nariz carnosa y ancha, de aletas desparramadas. Unos pliegues muy marcados unían su nariz con los dos lados de la barbilla y separaban esa parte de la cara del resto, como si fuera un hocico. Tenía la cabeza demasiado grande para su cuerpo. Parecía un feto embotellado que se hubiera escapado de su frasco de formaldehído de algún laboratorio de biología y hubiera ido desarrugándose y engordando con el paso de los años.
Guardaba el dinero en el corpiño, que se ajustaba mucho para aplastar sus poco cristianos pechos, por lo que siempre estaba húmedo. Llevaba pendientes de oro, gruesos y pesados, de estilo kunukku. Tenía los agujeros de las orejas tan dados, que los lóbulos le colgaban como pesados lazos a los lados del cuello, y los pendientes parecían sentarse en ellos como niños llenos de júbilo en un tiovivo (aunque, por descontado, no giraban). El lóbulo de la oreja derecha se le había rasgado una vez, y el doctor Verghese Verghese tuvo que cosérselo. Kochu María no podía dejar de usar sus pendientes de estilo kunukku porque, si lo hacía, ¿cómo iba a saber la gente que, a pesar de su modesto trabajo de cocinera (setenta y cinco rupias al mes), era una cristiana siria de la Iglesia de Mar Thoma? No una pelaya, ni una pulaya, ni una paraván. Sino una cristiana de casta alta, Tocable (en la que el cristianismo se había filtrado igual que rezuma el té de una bolsita). El coserse los lóbulos rasgados de las orejas era una opción mejor, muchísimo mejor.
Kochu María todavía no había descubierto a la adicta televisiva que esperaba agazapada en su interior. La adicta a Hulk Hogan. Ni siquiera había visto un televisor hasta entonces. No habría creído que la televisión existiera. Si alguien le hubiera asegurado que existía, habría dado por supuesto que le tomaban el pelo. Kochu María desconfiaba de las versiones del mundo exterior que le daban otras personas. La mayoría de las veces las tomaba como una afrenta deliberada a su falta de cultura y (en otras épocas) a su credulidad. Para entonces, empeñada en cambiar por completo su naturaleza innata, Kochu María había adoptado la táctica de no creer casi nunca nada de lo que dijera nadie. Pocos meses antes, en julio, cuando Rahel le contó que un astronauta estadounidense llamado Neil Armstrong había andado por la Luna, se rió sarcástocamente y dijo que un acróbata malayali llamado O. Muthachen había dado volteretas en el Sol. Con lápices en la nariz. Estaba dispuesta a aceptar que los americanos existían aunque nunca hubiese visto a ninguno. Hasta estaba dispuesta a creer que alguien pudiera llevar un nombre tan absurdo como Neil Armstrong. Pero ¿lo del paseo por la Luna? ¡No, señor! Ni tampoco se creyó las fotografías grises y poco nítidas que aparecieron en el Malayala Manorama, que ella no podía leer.
Seguía convencida de que, cuando Estha dijo «Et tu, Kochu María?», la estaba insultando en inglés. Creía que quería decir algo así como Kochu María, enana negra y fea. Así que aguardaba su oportunidad y esperaba encontrar el momento adecuado para quejarse de él.
Acabó de decorar la alta tarta. Después inclinó la cabeza hacia atrás y apretó la manga para vaciar el resto en su boca. Interminables espirales de pasta de chocolate cayeron sobre su lengua rosada. Cuando Mammachi la llamó desde la galería («Kochu Mariye! ¡Ya oigo el coche!»), tenía la boca llena de pasta y no pudo contestar. Cuando acabó, se pasó la lengua por los dientes y después hizo una serie de ruidos chasqueándola contra el paladar, como si acabara de tragarse algo ácido.
El ruido lejano del coche azul cielo (que ya había pasado por delante de la parada de autobús, por delante de la escuela, por delante de la amarilla iglesia y ahora subía por la carretera llena de baches entre los árboles del caucho) hizo que un murmullo recorriera las instalaciones sucias de hollín y mal iluminadas de Conservas y Encurtidos Paraíso.
Todo el proceso de la conservación (triturar, cortar, hervir y revolver, rallar, salar, secar, pesar y embotellar herméticamente) se detuvo.
«Chacko Saar vannu» decía el murmullo volador. Se dejaron a un lado los cuchillos de picar. Las verduras quedaron abandonadas, a medio cortar, sobre enormes bandejas de acero. Así como las calabazas amargas destripadas y las pinas a medio pelar. Se quitaron los dediles de goma de colores (muy brillantes, como gruesos y alegres condones). Se lavaron las manos llenas de vinagre y se las secaron en los delantales azul cobalto. Se recapturaron los mechones de pelo que se habían escapado y se los volvieron a colocar bajo los pañuelos blancos. Se desenrollaron los mundus arremangados debajo de los delantales. Las puertas de tela metálica de la fábrica, con muelles en las bisagras, se cerraron solas con gran estrépito.
Y a un lado del camino de entrada para coches, junto al viejo pozo, a la sombra de un frondoso árbol, un ejército silencioso de delantales azules se reunió para observar en medio del calor verdoso.
Delantales azules y pañuelos blancos en la cabeza, como una masa de alegres banderas blancas y azules.
Achoo, José, Yako, Anian, Elayan, Kuttan, Vijayan, Vawa, Joy, Sumathi, Animal, Annamma, Kanakamma, Latha, Sushila, Vija-yamma, Jollykutty, Mollykutty, Luckykutty y Beena Mol (chicas con nombres de autobús). Las anteriores muestras de descontento habían quedado amortiguadas bajo una gruesa capa de lealtad.
El Plymouth azul cielo cruzó la puerta del jardín e hizo crujir el camino de gravilla; al pasar aplastó pequeñas conchas y destrozó diminutos guijarros rojos y amarillos. Los niños salieron a trompicones del coche.
Fuentes desmoronadas.
Tupés aplastados.
Pantalones amarillos acampanados muy arrugados y un bolsito a la última moda Made-in-England que a su dueña le gustaba mucho. Con una mezcla de sueño y mareo a causa del cambio de horario. Después salieron los adultos con los tobillos hinchados. Entumecidos de tanto estar sentados.
– ¿Ya habéis llegado? -preguntó Mammachi, que dirigió sus gafas oscuras puntiagudas hacia los nuevos sonidos: gente que se apeaba de un automóvil, puertas de coche que se cerraban de un portazo. Bajó su violín.
– ¡Mammachi! -dijo Rahel a su preciosa abuela ciega-. ¡Estha vomitó! ¡A la mitad de Sonrisas y lágrimas! Y…
Ammu tocó a su hija suavemente en el hombro. Y su toque quería decir ¡Chissst…! Rahel miró a su alrededor y vio que estaba dentro de una representación teatral. Y que a ella le había tocado un papel muy pequeño.
Sólo hacía de paisaje. O de flor, tal vez. O de árbol.
Una cara en medio de la multitud. Una figurante.
Nadie le dijo hola a Rahel. Ni siquiera el Ejército Azul en medio del calor verdoso.
– ¿Dónde está? -preguntó Mammachi a los sonidos provenientes del coche-. ¿Dónde está mi Sophie Mol? Ven aquí y deja que te vea.
Mientras hablaba, la Melodía Suspendida que flotaba alrededor de ella como la reluciente sombrilla de un elefante sagrado de un templo se desmoronó y cayó suavemente, como el polvo.
Chacko, con su traje de Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro hombre del pueblo? y su bien alimentada corbata, condujo triunfalmente a Margaret Kochamma y a Sophie Mol, mientras ascendían los nueve escalones rojos, como si fueran un par de trofeos de tenis que acabara de ganar.
Y, una vez más, sólo se dijeron Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas permanecieron dentro, sin decirse.
– ¡Hola, Mammachi! -dijo Margaret Kochamma con su voz amable de maestra de escuela (que a veces daba bofetadas)-. Gracias por invitarnos. Teníamos tanta necesidad de alejarnos de todo aquello.
Mammachi percibió un tufillo a perfume barato con un toque agriado por el sudor aeronáutico. (Tenía un frasco de Dior, en su suave estuche de cuero verde, guardado bajo llave en su caja fuerte.)
Margaret Kochamma estrechó la mano de Mammachi. Los dedos eran suaves; los anillos de rubíes, duros.
– ¡Hola, Margaret! -dijo Mammachi (ni grosera, ni cortés), con las gafas oscuras todavía puestas-. Bienvenida a Ayemenem. Siento no poder verte. Como ya debes de saber, estoy casi ciega.
Hablaba lentamente y con sumo cuidado.
– No se preocupe -dijo Margaret Kochamma-. De todos modos, estoy segura de que tengo un aspecto horrible.
Soltó una risilla insegura, no demasiado convencida de que aquella fuese la respuesta correcta.
– Estás equivocada -dijo Chacko. Se volvió hacia Mammachi con una sonrisa de orgullo en los labios que su madre no podía ver-. Está preciosa, como siempre.
– Sentí mucho lo de… Joe -dijo Mammachi. Aunque sonó a que lo sentía sólo un poquito. No mucho.
Se hizo un corto silencio de Tristeza-Por-Lo-De-Joe.
– ¿Dónde está mi Sophie Mol? -dijo Mammachi-. Ven aquí y deja que tu abuela te vea.
Sophie Mol fue conducida hasta Mammachi, que levantó las gafas oscuras y se las colocó sobre la cabeza. Parecían los rasgados ojos de un gato que miraran de hito en hito la cabeza del aburrido bisonte. Éste dijo: «Ato. Rotundamente, No». En el lenguaje de los Bisontes Aburridos.
Ya incluso antes del trasplante de córnea, Mammachi sólo podía distinguir luces y sombras. Si alguien se paraba en la puerta, se daba cuenta de que había alguien allí. Pero no sabía quién era. Sólo podía leer un cheque, un recibo o un billete si se lo arrimaba tanto a los ojos que lo tocaba con las pestañas. Después lo mantenía fijo y movía los ojos en sentido horizontal. Arrastrándolos de una palabra a otra.
La que hacía de Figurante (con su traje de hada) vio cómo Mammachi arrimaba a Sophie Mol a sus ojos para mirarla. Para leerla como si fuera un cheque. Para comprobarla como a un billete. Mammachi (con el ojo por el que veía mejor) vio un pelo castaño cobrizo (mmm… mmm… casi rubio), la curva de dos mejillas redondas y pecosas (mmm… casi sonrosadas), unos ojos azules, de un azul grisáceo.
– La nariz de Pappachi -dijo Mammachi-. Dime, ¿eres una niña guapa? -le preguntó a Sophie Mol.
– Sí -dijo Sophie Mol.
– ¿Y alta?
– Soy alta para mi edad -dijo Sophie Mol.
– Muy alta -corroboró Bebé Kochamma-. Mucho más alta que Estha.
– Es que ella es mayor -dijo Ammu.
– Aun así… -dijo Bebé Kochamma.
Un poco más allá, Velutha subía por el atajo a través de los árboles del caucho. Con el torso desnudo. Llevaba un rollo de hilo eléctrico colgado de un hombro. Llevaba puesto su mundu estampado en azul oscuro y negro enrollado muy flojo por encima de las rodillas. Y en la espalda, la hoja de la buena suerte del árbol de las marcas de nacimiento (que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo). Su hoja otoñal en la noche.
Rahel lo vio antes de que emergiera entre los árboles y saliera al camino de entrada a la casa, y abandonó la representación para ir hacia él.
Ammu la vio irse.
Vio cómo realizaban su complicado Saludo Oficial fuera del escenario. Velutha hacía una reverencia, como le habían enseñado, estirando el mundu por los costados como si fuera una falda, igual que la lechera inglesa en El desayuno del rey. Rahel saludaba inclinando la cabeza (y decía «Saludo»). Y después enganchaban los meñiques y se daban la mano seriamente con aire de banqueros en una convención.
Bajo la moteada luz del sol que se filtraba a través de los árboles de color verde oscuro, Ammu vio cómo Velutha levantaba a su hija sin ningún esfuerzo, como si fuese una niña inflable, hecha de aire. También vio la expresión de enorme placer de la niña voladora mientras la lanzaba al aire para volverla a atrapar con los brazos.
Vio cómo las cadenas de músculos del estómago de Velutha se le marcaban y elevaban bajo la piel como las divisiones de una tableta de chocolate. Le sorprendió ver cómo había cambiado aquel cuerpo, tan silenciosamente, pasando de ser el de un jovencito de músculos planos al de un hombre. Moldeado y fuerte. El cuerpo de un nadador. El cuerpo de un carpintero-nadador. Lustrado con una cera para cuerpos de gran calidad.
Tenía los pómulos anchos y una sonrisa blanca y pronta.
Fue la sonrisa la que hizo que Ammu se acordara de Velutha cuando era pequeño. Cuando ayudaba a Vellya Paapen a contar cocos y le traía regalitos que había hecho para ella y se los ofrecía sobre la palma de la mano abierta para que pudiera cogerlos sin tener que tocarlo. Barcas, cajas, molinitos. Y la llamaba Ammukutty. Pequeña Ammu. Aunque era mayor que él. Mientras lo observaba en aquel momento, no pudo evitar pensar el poco parecido que guardaba aquel hombre con el niño que había sido. La sonrisa era el único equipaje que había llevado consigo desde la niñez hasta la edad adulta.
De pronto, Ammu deseó que hubiera sido él a quien Rahel vio en la manifestación. Deseó que hubiera sido él quien levantara aquella bandera y aquel brazo nudoso lleno de ira. Deseó que bajo su cuidada máscara de alegría albergara una ira latente, llena de vida, hacia el mundo petulante y ordenado contra el que ella protestaba con tanta furia.
Deseó que hubiera sido él.
Le sorprendió la confianza física que su hija demostraba sentir con él. Estaba sorprendida de que su hija pareciera tener un sub-mundo que la excluyera a ella por completo. Un mundo táctil de risas y sonrisas del que ella, su madre, no formaba parte. Ammu se dio cuenta de que en sus pensamientos había un ligero matiz, delicado y morado, de envidia. Prefirió no pensar a quién envidiaba. Si al hombre o a su propia hija. O, simplemente, a aquel mundo de dedos entrelazados y súbitas sonrisas.
El hombre que estaba de pie bajo la sombra de los árboles del caucho, con lunares de luz solar bailándole por todo el cuerpo, sosteniendo a su hija en brazos, levantó la mirada y se encontró con la de Ammu. Siglos enteros quedaron plegados como un acordeón en un momento único y fugaz. La Historia fue cogida a contrapelo, desprevenida. Despojada de su piel como una vieja serpiente. Sus marcas, sus cicatrices, sus heridas de antiguas guerras y los días en que tenían que retroceder de rodillas, todo, cayó al suelo. Al desaparecer dejó un aura, un resplandor palpable que era tan fácil de ver como el agua en un río o el sol en el cielo. Tan fácil de sentir como el calor en un día caluroso, o el tirón de un pez en un sedal tenso. Tan obvio que nadie se dio cuenta.
En aquel breve instante, Velutha levantó la mirada y vio cosas que no había visto antes. Cosas que habían estado más allá de los límites hasta entonces, ocultas por las anteojeras de la historia.
Cosas sencillas.
Como, por ejemplo, que la madre de Rahel era una mujer.
Que se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía y que se le quedaban marcados mucho tiempo después de que la sonrisa abandonara sus ojos. Vio que sus brazos morenos eran redondos, firmes y perfectos. Que le brillaban los hombros, pero que los ojos estaban en otro lugar. Vio que cuando le diera regalos ya no tendría que ofrecérselos sobre la palma de la mano abierta para que no tuviera que tocarlo. Sus barcas y sus cajas y sus molinitos. También vio que él no era necesariamente el único dador de regalos. Que ella también tenía regalos que ofrecerle.
Aquel conocimiento lo traspasó limpiamente, como la hoja afilada de un cuchillo. Fría y caliente al mismo tiempo. Duró sólo un instante.
Ammu se dio cuenta de que él se había dado cuenta. Miró hacia otro lado. El también. Los demonios históricos retornaron para reclamarlos. Para envolverlos nuevamente en la piel vieja y llena de cicatrices y arrastrarlos otra vez hacia donde realmente vivían. Donde las Leyes del Amor establecían a quién debía quererse y cómo. Y cuánto.
Ammu se dirigió hacia la galería, de regreso a la Representación. Temblaba.
Velutha bajó la mirada hacia la Embajadora I. Palo, que tenía en los brazos, y la dejó en el suelo. Él también temblaba.
– ¡Pero miradla! -dijo, señalando su ridículo vestido vaporoso-. ¡Qué guapa! ¿Te vas a casar?
Rahel arremetió contra las axilas de Velutha y comenzó a hacerle cosquillas despiadadamente. ¡Tiqui, tiqui, tiqui!
– Ayer te vi -dijo Rahel.
– ¿Dónde? -dijo Velutha en tono agudo y sorprendido.
– Eres un mentiroso -dijo Rahel. Un mentiroso y un falso. Te vi. Eras comunista y llevabas camisa y una bandera. Y, además, hiciste como que no me veías.
– Aiyyo kashtam -dijo Velutha-. ¿Crees que yo haría una cosa así? Dímelo tú, ¿crees que Velutha haría alguna vez una cosa así? Debe de haber sido un hermano gemelo que tengo y que perdí hace tiempo.
– ¿Qué hermano gemelo que perdiste hace tiempo?
– Urumban, tonta… El que vive en Kochi.
– ¿Qué Urumban? -Entonces vio el guiño-. ¡Mentiroso! ¡No tienes ningún hermano gemelo! ¡No era Urumban! ¡Eras tú!
Velutha se rió. Tenía una risa preciosa y, cuando se reía, se reía de verdad.
– No era yo -dijo-. Estaba en la cama, enfermo.
– ¿Ves? ¡Te estás riendo! -dijo Rahel-. Eso quiere decir que eras tú. Reírse quiere decir que «eras tú».
– ¡Eso será en inglés! -dijo Velutha-. En malayalam mi profesora siempre decía: «Reírse quiere decir que no era yo».
Rahel tardó un momento en descifrar aquello. Volvió a arremeter contra él otra vez. ¡Tiqui, tiqui, tiqui!
Todavía riéndose, Velutha miró hacia la Representación buscando a Sophie.
– ¿Dónde está nuestra querida Sophie Mol? Vamos a echarle un vistazo. ¿Te has acordado de traerla o te la has dejado por ahí?
– No mires hacia allí -dijo Rahel inmediatamente.
Se puso de pie sobre el murete de cemento que separaba los árboles del caucho del camino de entrada y le tapó los ojos a Velutha con las manos.
– ¿Por qué? -dijo Velutha.
– Porque no quiero.
– ¿Dónde está Estha Mon? -dijo Velutha, que llevaba a una embajadora (disfrazada de Insecto Palo disfrazado de Hada de Aeropuerto) colgando de la espalda con sus piernas enlazadas alrededor de la cintura, la cual le tapaba los ojos con sus manitas pegajosas-. No lo he visto.
– Ah, lo hemos vendido en Cochín -dijo Rahel displicente-. Por un saco de arroz y una linterna.
Las ásperas flores de encaje del almidonado vestido se clavaban en la espalda de Velutha. Flores de encaje y una hoja de la buena suerte florecían juntas sobre una espalda negra.
Pero cuando Rahel buscó a Estha en la Representación, vio que no estaba allí.
En el escenario de la Representación, Kochu María había hecho su entrada; parecía aún más pequeña detrás de la alta tarta.
– Aquí llega la tarta -le dijo a Mammachi alzando la voz.
Kochu María siempre alzaba la voz cuando se dirigía a Mammachi, porque daba por supuesto que la mala vista afectaba automáticamente a los demás sentidos.
– Kando, Kochu Mariye? -dijo Mammachi-. ¿Ves a nuestra querida Sophie Mol?
– Kandoo, Kochamma -dijo Kochu María en voz muy alta-. ¡Sí que la veo!
Le dirigió a Sophie una sonrisa amplísima. Tenía la misma estatura que ella. Era más baja que cristiana siria, a pesar de todos sus esfuerzos.
– Tiene el color de su madre -dijo Kochu María.
– Y la nariz de Pappachi -insistió Mammachi.
– ¡Eso no lo sé, pero es preciosa! -gritó Kochu María-. Sundarikutty! ¡Es como un angelito!
Los angelitos tenían el color de la arena de la playa y llevaban pantalones acampanados.
Los diablillos eran pardos como el barro y llevaban vestidos de Hadas de Aeropuerto y chichones en la frente que tal vez pudieran transformarse en cuernos. Y fuentes atadas con un «amor-en-To-kio». Y tenían la costumbre de leer al revés.
Y, si se los observaba detenidamente, podía verse a Satanás en sus ojos.
Kochu María le cogió las dos manos a Sophie, puso las palmas hacia arriba, se las llevó a la cara y aspiró profundamente.
– ¿Qué hace? -quiso saber Sophie cuando sus suaves manos londinenses fueron atrapadas por unas callosas manos de Ayemenem-. ¿Quién es y por qué me huele las manos?
– Es la cocinera -dijo Chacko-. Es su forma de besarte.
– ¿Besarme?
Sophie Mol no parecía muy convencida, aunque sí interesada.
– ¡Qué maravilla! -dijo Margaret Kochamma-. ¡Es como si la olfatease! ¿También se hacen eso los hombres y las mujeres unos a otros?
No había querido decirlo exactamente como sonó, y se puso muy colorada. Un agujero en el universo con forma de maestra de escuela avergonzada.
– ¡Ah, sí, continuamente! -dijo Ammu en tono un poco más sarcástico de lo que había pretendido-. Así es como hacemos a los niños aquí.
Chacko no le dio una bofetada.
Así que ella no se la devolvió.
Pero el Aire Detenido se puso furioso.
– Creo que le debes una disculpa a mi mujer, Ammu -dijo Chacko, con aires de amo protector (y esperando que Margaret Kochamma no dijera «¡Ex mujer, Chacko!» y le increpara con su rosa).
– ¡Ay, no! -dijo Margaret Kochamma-. ¡Ha sido culpa mía! No he querido decirlo exactamente como ha sonado… Lo que quise decir fue… quiero decir… que es fascinante pensar que…
– Fue una pregunta perfectamente razonable -dijo Chacko-. Y creo que Ammu debería disculparse.
– ¿Es que tenemos que comportarnos como una jodida tribu dejada de la mano de Dios a la que acaban de descubrir? -preguntó Ammu.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo Margaret Kochamma.
En la furiosa quietud de la Representación (con el Ejército Azul todavía observando en medio del calor verdoso) Ammu se dirigió al Plymouth con sus hombros lustrosos, sacó su maleta, cerró de un portazo y se alejó hacia su cuarto. Dejó a todo el mundo preguntándose dónde había aprendido a ser tan descarada.
Y, a decir verdad, no era ninguna tontería preguntárselo.
Porque Ammu no había recibido la clase de educación, ni había leído la clase de libros, ni había conocido a la clase de gente, que hubieran podido influir para que pensara como pensaba.
Simplemente, como algunos animales, había adquirido un reflejo condicionado.
De niña, había aprendido rápidamente a hacer caso omiso a los cuentos de Papá Oso y Mamá Osa que le daban a leer. En su versión, Papá Oso pegaba a Mamá Osa con floreros de latón y Mamá Osa aguantaba aquellas palizas con muda resignación.
A medida que iba creciendo, Ammu había visto cómo su padre tejía su espantosa tela de araña. Era encantador y cortés con los invitados, cortesía que rayaba casi en la adulación si resultaban ser blancos. Donaba dinero a orfanatos y leproserías. Se esforzaba por que su imagen pública fuera la de un hombre generoso, refinado y de principios elevados. Pero cuando estaba a solas con su mujer y sus hijos se convertía en un tirano desconfiado y monstruoso con una veta de astucia retorcida. Les pegaba, los humillaba y después les hacía sufrir la envidia de familiares y amigos por tener un marido y un padre tan maravilloso.
Ammu y su madre habían soportado frías noches de invierno en Delhi escondidas en el seto que había alrededor de su casa (para que la gente de Buena Familia no las viera) porque Pappachi había vuelto de mal humor del trabajo y les había pegado a Mammachi y a ella y después las había echado de casa.
Una de esas noches, Ammu, que tenía nueve años, estaba escondida con su madre en el seto y observaba en las ventanas iluminadas la atildada silueta de Pappachi, que iba de una habitación a otra. No contento con haber pegado a su mujer y a su hija (Chacko estaba fuera, en un colegio), arrancó cortinas, dio patadas a los muebles y destrozó una lámpara de mesa. Una hora después de que se apagaran las luces, la pequeña Ammu, desoyendo los atemorizados ruegos de Mammachi, entró sigilosamente en la casa por un hueco de ventilación para rescatar sus botas de goma nuevas, que eran lo que más le gustaba del mundo. Las metió en una bolsa de papel y, cuando cruzaba el salón de puntillas, de pronto, se encendieron las luces.
Pappachi había estado todo el tiempo sentado en su mecedora de caoba, meciéndose silenciosamente en la oscuridad. Cuando la atrapó, no dijo ni una sola palabra. Le pegó con su fusta con el mango de marfil (la misma que sostenía sobre las rodillas en aquella fotografía de estudio). Ammu no lloró. Cuando acabó de azotarla, le hizo traer las tijeras dentadas que Mammachi guardaba en su armario de costura. Mientras Ammu observaba, el Entomólogo Imperial cortó a tiras sus botas de goma nuevas con las tijeras dentadas de su madre. Las tiras de goma negra caían al suelo. Las tijeras tijereteaban. Ammu hizo caso omiso del rostro demacrado y muerto de miedo de su madre, que apareció al otro lado de la ventana. La destrucción total de las botas que tanto le gustaban duró diez minutos. Cuando la última tira de goma hubo caído, rizada, al suelo, su padre la miró con ojos fríos e inexpresivos y siguió meciéndose, meciéndose y meciéndose. Rodeado de un mar de retorcidas serpientes de goma.
Cuando se hizo mayor, Ammu aprendió a convivir con aquella crueldad fría y calculadora. Desarrolló un marcado sentido de la injusticia y esa veta tozuda y temeraria que caracteriza a aquellos de abajo que toda su vida han sido acosados por los de arriba. No hacía nada para evitar las discusiones y los enfrentamientos. De hecho, hasta podría decirse que los provocaba, e incluso que disfrutaba con ellos.
– ¿Se ha marchado? -le preguntó Mammachi al silencio que la rodeaba.
– Sí, se ha marchado -dijo Kochu María muy fuerte.
– ¿En la India se puede decir «jodida»? -preguntó Sophie Mol.
– ¿Quién ha dicho «jodida»? -preguntó Chacko.
– Ella. La tía Ammu. Dijo: «Una jodida tribu dejada de la mano de Dios».
– Kochu María, corta la tarta y sirve un trozo a cada uno -dijo Mammachi.
– Porque en Inglaterra no se puede -le dijo Sophie Mol a Chacko.
– ¿El qué? -dijo Chacko.
– Decir jodi… -dijo Sophie Mol.
Mammachi dirigió una mirada sin vida a la tarde resplandeciente.
– ¿Estáis todos ahí? -preguntó.
– Oower, Kochamma-dijo el Ejército Azul en medio del calor verdoso-. Estamos todos aquí.
Fuera de la Representación, Rahel le dijo a Velutha:
– Nosotros no estamos ahí, ¿verdad? Ni siquiera Actuamos. -Eso es Absolutamente Cierto -dijo Velutha-. Ni siquiera Actuamos. Pero me gustaría saber dónde está nuestro querido Esthappappychachen Kuttappen Peter Mon.
Y aquello se transformó en un delicioso baile estilo gnomo entre los árboles del caucho que los dejó sin aliento.
¡Ay Esthappappychachen Kuttappen Peter Mon!
¿Dónde, dónde te has metido, chicarrón?
Y el baile estilo gnomo fue cambiando hasta convertirse en el de la Pimpinela Escarlata.
Lo buscamos por aquí, lo buscamos por allá,
los franchutes se preguntan dónde está.
¿Está en el infierno? ¿Está en el Edén?
¿Ese engañoso y maldito Estha-Pen?
Kochu María cortó un pedacito y se lo ofreció a Mammachi para que lo catara y diera su aprobación.
– Dale un pedazo a cada uno -le dijo Mammachi a Kochu María a modo de aprobación, y tocó el pedazo suavemente con los dedos, llenos de anillos de rubíes, para comprobar que era lo suficientemente pequeño.
Kochu María cortó laboriosamente el resto de la tarta de un modo chapucero, respirando por la boca, como si estuviera trinchando un trozo de cordero asado. Colocó los trozos en una gran bandeja de plata. Mammachi tocó una melodía de ¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol! en su violín. Una melodía achocolatada y empalagosa. Pegajosa, melosa de tan dulce. Olas de chocolate sobre una playa de chocolate.
A la mitad de la melodía, Chacko alzó su voz por encima del sonido achocolatado.
– ¡Mamá! -dijo con la voz de leer en alto-. ¡Es suficiente! ¡Ya está bien de violín!
Mammachi dejó de tocar y miró en dirección a Chacko con el arco suspendido en el aire.
– ¿Suficiente? ¿Crees que ya es suficiente, Chacko?
– Más que suficiente -dijo Chacko.
– Suficiente, suficiente -murmuró Mammachi por lo bajo-. Creo que voy a dejar de tocar.
Lo dijo como si fuera una idea que se le acababa de ocurrir.
Guardó el violín en su caja negra con forma de violín. Se cerraba como una maleta. Y la música se cerró con ella.
Clic. Y clic.
Mammachi volvió a ponerse sus gafas oscuras. Y corrió las cortinas sobre el día caluroso.
Ammu salió de la casa y llamó a Rahel.
– ¡Rahel! ¡Después de comer la tarta quiero que entres a dormir la siesta!
A Rahel se le cayó el alma a los pies. Odiaba dormir la siesta.
Ammu volvió a entrar.
Velutha bajó a Rahel, que se quedó parada al borde de la entrada para coches sin ningún entusiasmo, en la periferia de la representación, con una siesta alzándose amenazadora en su horizonte.
– ¡Y, por favor, basta ya de tantas confianzas con ese hombre! -le dijo Bebé Kochamma a Rahel.
– ¿Tantas confianzas? -dijo Mammachi-. ¿Quién es, Chacko? ¿Quién está dando tantas confianzas?
– Rahel -dijo Bebé Kochamma.
– Pero ¿tantas confianzas a qué?
– A quién -corrigió Chacko a su madre.
– Está bien, ¿a quién le está dando tantas confianzas? -preguntó Mammachi.
– A tu adorado Velutha, ¿a quién va a ser? -dijo Bebé Kochamma, y luego, volviéndose hacia Chacko, añadió-: Pregúntale dónde estuvo ayer. Pongámosle el cascabel al gato de una vez por todas.
– Ahora no -dijo Chacko.
– ¿Qué es dar confianza? -le preguntó Sophie Mol a Margaret Kochamma, que no respondió.
– ¿Velutha? ¿Está ahí Velutha? ¿Estás ahí? le preguntó Mammachi a la tarde.
– Oower, Kochamma.
Velutha salió de entre los árboles y entró en la Representación.
– ¿Has descubierto lo que era? -preguntó Mammachi.
– Era la arandela de la válvula de fondo -dijo Velutha-. La he cambiado y ya funciona de nuevo.
– Entonces pon en marcha la bomba -dijo Mammachi-. El tanque está vacío.
– Ese hombre va a ser nuestra Némesis -dijo Bebé Kochamma. No es que fuera clarividente y hubiese tenido una visión profética repentina. Lo dijo sólo para crearle problemas. Nadie le prestó ni la más mínima atención-. ¡Ya veréis! -añadió con amargura.
– ¿La ves? -dijo Kochu María cuando se acercó a Rahel con la bandeja de la tarta. Se refería a Sophie Mol-. Cuando sea mayor, será nuestra Kochamma y nos aumentará el salario y nos dará saris de nilón por Navidad.
Kochu María coleccionaba saris, aunque nunca se había puesto ninguno ni era probable que lo hiciera.
– ¿Y a mí, qué? -dijo Rahel-. Para entonces estaré viviendo en África.
– ¿En África? -dijo Kochu María con tono burlón-. África está llena de negros feos y de mosquitos.
– Tú eres la única fea -dijo Rahel, y añadió en inglés-: ¡Enana tonta!
– ¿Qué has dicho? -dijo Kochu María en tono amenazador-. No me lo digas, ya lo sé. Te he oído. Se lo diré a Mammachi. ¡Ahora vas a ver!
Rahel pasó por delante de ella y se dirigió hacia el pozo donde solía haber hormigas para matar. Hormigas rojas, que soltaban un olor agrio, como de pedo, cuando las aplastabas. Kochu María la siguió con la bandeja de la tarta.
Rahel le dijo que no quería probar aquella tarta tonta.
– Kushumbi -dijo Kochu María-. La gente celosa se va derechita al infierno.
– ¿Y quién está celosa?
– No lo sé. ¿Tú qué crees? -dijo Kochu María con su delantal de volantes y su corazón avinagrado.
Rahel se puso sus gafas de sol y miró hacia la Representación. Todo estaba de un Color Furioso. Sophie Mol, de pie entre Margaret Kochamma y Chacko, tenía el aspecto de merecerse un bofetón. Rahel encontró una columna entera de jugosas hormigas. Iban camino de la iglesia. Todas vestidas de rojo. Tenían que ser exterminadas antes de llegar allí. Machacadas y trituradas con una piedra. Las hormigas apestosas no pueden entrar en la iglesia.
Las hormigas emitían un pequeñísimo crujido al expirar. Como un duende comiendo una tostada, o una galletita.
La Iglesia Hormigosa estaría vacía y el Obispo Hormigoso esperaría con su gracioso ropaje de Obispo Hormigoso, balanceando el incienso en un cacharro de plata. Y no llegaría nadie.
Después de esperar durante un periodo razonable de tiempo Hormigoso, frunciría graciosamente el Hormigoso ceño y sacudiría la cabeza tristemente. Miraría las brillantes vidrieras Hormigosas y, después de acabar de mirarlas, cerraría la iglesia con una llave enorme y la dejaría a oscuras. Después, volvería a su casa, con su mujer, y (si es que no estaba muerta) dormirían una Siesta Hormigosa.
Sophie Mol, ensombrerada, con pantalones acampanados y Querida de Antemano, se salió de la Representación para ver qué estaba haciendo Rahel detrás del pozo. Pero la Representación fue tras ella. Caminaba cuando ella caminaba, se detenía cuando ella se detenía. Sonrisas cariñosas la seguían. Kochu María apartó la bandeja de la tarta, que tapaba su sonrisa de adoración, con las comisuras de los labios hacia abajo, mientras Sophie se ponía de rodillas junto al lodazal del pozo (los bordes de los pantalones acampanados amarillos estaban ahora llenos de barro).
Sophie Mol inspeccionó, fría e impasible, aquellas olorosas mutilaciones. La piedra estaba recubierta de cadáveres rojos aplastados y de unas pocas patitas que apenas se agitaban.
Kochu María observaba con sus migas de tarta.
Las Sonrisas Cariñosas observaban cariñosamente.
Niñas Jugando.
Muy monas.
Una del color de la arena de la playa.
Otra de color pardo.
Una Querida.
Otra Querida un Poquito Menos.
– Vamos a dejar una viva para que se sienta sola -propuso Sophie Mol.
Rahel no le hizo caso y las mató a todas. Después salió corriendo con su vaporoso Vestido para ir al Aeropuerto con braguitas a juego (que ya no crujían) y gafas de sol que no hacían juego. Y desapareció en el calor verdoso.
Las Sonrisas Cariñosas quedaron posadas como un foco de luz sobre Sophie Mol, pensando, tal vez, que aquellas primitas tan monas estaban jugando al escondite, como suelen hacer las primitas monas.