Años más tarde, cuando Rahel regresó al río, éste la saludó con una sonrisa de calavera, agujeros donde hubo dientes y una mano levantada sin fuerza desde la cama de un hospital.
Dos cosas habían ocurrido.
El río había menguado. Y ella había crecido.
Río abajo se había construido una presa a cambio de los votos del lobby de los arroceros, que tenía mucha influencia. La presa regulaba la entrada de aguas saladas provenientes de las marismas que se abren al mar de Omán. Así que ahora tenían dos cosechas al año en vez de una sola. Más arroz por el precio de un río.
A pesar de que era junio y llovía, el río no era más que una cloaca caudalosa. Una estrecha cinta de agua espesa que lamía cansinamente los bancos de lodo de las dos orillas, tachonada con el ocasional brillo plateado de algún pez muerto. Estaba invadido por una maleza espesa cuyas raíces pardas y peludas se mecían como finos tentáculos bajo el agua. Por entre la maleza caminaban jácanas de alas de bronce. Con las patas separadas. Precavidas.
En otro tiempo el río tuvo el poder de provocar miedo. De cambiar vidas. Pero ahora le habían arrancado los dientes, se le había agotado el espíritu. No era más que una cinta verdusca, lenta y enfangada, que trasladaba desperdicios fétidos al mar. Por su superficie viscosa y cubierta de maleza cruzaban bolsas de plástico brillante empujadas por el viento como volanderas flores subtropicales.
Las gradas de piedra, que antaño llevaban a los bañistas directamente al agua y a los Pescadores a los peces, estaban ahora al descubierto y no llevaban a ninguna parte, como un monumento absurdo que no conmemorase nada. Entre las grietas se abrían camino los helechos.
Al otro lado del río los empinados bancos de lodo se convertían bruscamente en bajas paredes de barro que rodeaban míseras chabolas. Los niños se sentaban al borde, con el trasero colgando, y defecaban directamente en el lodo del lecho del río, que engullía sus excrementos con un sonido de chapoteo y succión. Los más pequeños dejaban resbalar churretes de color mostaza pared abajo. A veces, por la tarde, el río crecía para aceptar las ofrendas del día y arrastrarlas hasta el mar, dejando una estela de líneas ondulantes de espuma gruesa, de color blanco sucio. Río arriba, pulcras madres lavaban ropas y cacharros en aguas que salían sin depurar de las fábricas. La gente se bañaba. Torsos que parecían separados del resto del cuerpo se enjabonaban dispuestos en hilera, como bustos oscuros, sobre una estrecha cinta verdusca y ondulante.
En los días cálidos el olor a excrementos ascendía desde el río y se cernía sobre Ayemenem como un sombrero.
También a ese lado del río, tierra adentro, una cadena de hoteles de cinco estrellas había comprado el «corazón de las tinieblas».
Ya no podía llegarse a la Casa de la Historia (donde en otro tiempo susurraron antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras) desde el río. Le había vuelto la espalda a Ayemenem. Los clientes del hotel eran conducidos directamente hasta allí desde Cochín a través de las marismas. Llegaban en lanchas rápidas que abrían una uve de espuma en el agua y dejaban tras de sí una película irisada de gasolina.
La vista desde el hotel era preciosa, pero también allí el agua era espesa y estaba contaminada. Había carteles que decían, con una caligrafía muy elegante: prohibido bañarse. Construyeron un alto muro para que tapara la vista de las chabolas y evitara que invadieran la hacienda de Kari Saipu. En cuanto al mal olor, poco podía hacerse.
Pero tenían una piscina para nadar. Y japuta fresca con tandoori y crepés suzette en el menú.
Los árboles seguían siendo verdes y el cielo seguía siendo azul, lo cual tenía su importancia. Así que no se arredraron y comenzaron a promocionar su maloliente paraíso -el territorio de dios lo llamaban en sus folletos-, porque aquellos listos hoteleros sabían que el mal olor, como la pobreza, era una simple cuestión de costumbre. Una cuestión de disciplina. De rigor y aire acondicionado. Nada más.
La casa de Kari Saipu, renovada y pintada, se había convertido en la pieza central de un elaborado complejo, cruzado por canales artificiales y puentes para conectar unas zonas con otras. En el agua se balanceaban barquitas. La vieja casa colonial, con su amplia galería y sus columnas dóricas, estaba rodeada de casas de madera más pequeñas y aún más viejas casas solariegas- que la cadena hotelera había comprado a viejas familias y había trasladado al «corazón de las tinieblas». Juguetes con Historia para que jugaran dentro los turistas ricos. Como las gavillas en el sueño de José, o como una multitud de nativos anhelantes presentando peticiones a un magistrado inglés, las viejas casas se habían colocado alrededor de la Casa de la Historia en actitud respetuosa. El hotel se llamaba La Herencia.
A los del hotel les gustaba contarles a los clientes que la casa de madera más antigua, con su gran despensa hermética revestida con paneles, que podía almacenar suficiente arroz para alimentar a un ejército durante un año, había sido el hogar de los antepasados del camarada E. M. S. Namboodiripad, el «Mao Tse-tung de Kerala», según explicaban a los no iniciados. Los muebles y los adornos que habían llegado con la casa estaban expuestos. Un paraguas rojo, un sofá de mimbre, un arca de madera de las que se aportan en las dotes. Había unos carteles aclaratorios que decían: paraguas tradicional de kerala y arca de dote tradicional.
De modo que así estaban las cosas, la Historia y la Literatura habían sido reclutadas por el comercio. Kurtz y Karl Marx iban de la mano a dar la bienvenida a los clientes ricos al bajar del barco.
La casa del camarada Namboodiripad funcionaba como comedor del hotel; allí turistas semibronceados en traje de baño bebían a sorbitos agua de coco tierno (servida en el propio coco) y viejos comunistas, que en la actualidad trabajaban como porteadores de sonrisas vestidos con trajes regionales de colorines, se inclinaban ligeramente tras las bandejas con las bebidas.
Por las noches (para conseguir un Toque Regional) a los turistas se les ofrecían actuaciones abreviadas de kathakali («Que no requieran demasiada concentración», les decían los del hotel a los bailarines). De ese modo las viejas historias se veían empobrecidas y amputadas. Las seis horas de una obra clásica quedaban reducidas a una actuación de veinte minutos.
Las actuaciones se llevaban a cabo junto a la piscina. Mientras los percusionistas percutían y los bailarines bailaban, los clientes del hotel jugaban con sus niños en el agua. Mientras Kunti revelaba su secreto a Karna a la orilla del río, parejas de enamorados se ponían aceite bronceador unos a otros. Y mientras algunos padres jugaban con sus núbiles hijas adolescentes a juegos sexuales sublimados, Poothana daba de mamar al joven Krishna de su pecho emponzoñado y Bhima le arrancaba las entrañas a Dushasana y bañaba los cabellos de Draupadi en su sangre.
La galería trasera de la Casa de la Historia (adonde llegó un grupo de policías Tocables, donde estalló un pato inflable) había sido cerrada y convertida en la bien ventilada cocina del hotel. Ahora lo peor que podía encontrarse allí eran brochetas y natillas con caramelo. El Terror había pasado. Vencido por el olor a comida. Silenciado por el canturreo de los cocineros. Por el alegre repiqueteo del cuchillo al picar ajos y jengibre. Por el vaciado de vísceras de mamíferos pequeños, cerdos y cabritos. Por el troceado de la carne en dados. Por el sonido de quitarle las escamas al pescado.
Algo yacía enterrado en el suelo. Bajo la hierba. Bajo veintitrés años de lluvias de junio.
Una pequeña cosa olvidada.
Nada que nadie fuera a echar de menos.
Un reloj de plástico con la hora pintada.
Señalaba las dos menos diez.
Una pandilla de niños seguía a Rahel en su paseo.
– ¡Hola, hippie! -le dijeron con veinticinco años de retraso-. ¿Cómo te llamas?
Luego alguien le tiró una piedrecilla y la niñez de Rahel huyó, agitando sus delgados brazos.
En el camino de vuelta, deambulando alrededor de la casa de Ayemenem, Rahel fue a dar a la calle principal. También allí las casas habían brotado como hongos, pero el hecho de que estuvieran situadas bajo los árboles y de que los estrechos senderos que partían de la calle principal y conducían hasta ellas no fueran aptos para los vehículos a motor, era lo que daba a Ayemenem cierta semblanza de tranquilidad rural. Pero lo cierto era que había aumentado de población hasta alcanzar el tamaño de una pequeña ciudad. Tras la frágil fachada de verdor vivía una multitud que podía congregarse de manera casi instantánea. Para apalear a un conductor de autobús imprudente hasta matarlo. Para destrozar el parabrisas de un coche que se aventurara a circular cuando se celebraba un mitin de la Oposición. Para robarle a Bebé Kochamma la insulina importada y los bollos de crema que llegaban directamente desde la Mejor confitería de Kottayam.
El camarada K. N. M. Pillai estaba de pie en la parte exterior de la Imprenta La Buena Suerte, junto al murito medianero, hablando con un hombre que estaba al otro lado. El camarada Pillai tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se sujetaba posesivamente las axilas como si alguien se las hubiera pedido prestadas y acabara de negarse a dejárselas. El hombre que estaba al otro lado del murito hojeaba con aire de falso interés un montón de fotografías que estaban en un sobre de plástico. Las fotografías eran en su mayor parte retratos de Lenin, el hijo del camarada K. N. M. Pillai que vivía en Delhi y trabajaba -realizando los arreglos de pintura, fontanería y electricidad- para las embajadas de Holanda y Alemania. Para apaciguar cualquier temor que sus clientes pudieran albergar acerca de sus tendencias políticas, había alterado ligeramente su nombre. Ahora se llamaba Levin. P. Levin.
Rahel intentó pasar por delante sin que la vieran. Pero era absurdo imaginar que pudiera lograrlo.
– Aiyyo! ¡Rahel, chica! -dijo el camarada K. N. M. Pillai, que la reconoció al instante-. Orkunnilleyl ¿Y el camarada tío?
– Oower-contestó Rahel.
¿Se acordaba de él?
Por supuesto que se acordaba.
La pregunta y la respuesta no eran más que el preámbulo de buena educación para iniciar una charla. Ambos, ella y él, sabían que hay cosas que pueden olvidarse y otras que no, que quedan en los estantes polvorientos cual pájaros disecados con ojos siniestros que miran de soslayo.
– Bueno, bueno… -dijo el camarada Pillai-. Creo que ahora vives en América.
– No -dijo Rahel-. Vivo aquí.
– Claro, claro -dijo el camarada Pillai con tono impaciente-, pero cuando no vives aquí, vives en América, supongo.
El camarada Pillai abrió los brazos y dejó al descubierto sus tetillas, que miraron a Rahel como los ojos tristes de un San Bernardo por encima del murito medianero.
– ¿La reconoces? le preguntó el camarada Pillai al hombre que sostenía las fotografías señalando a Rahel con la barbilla.
El hombre no la había reconocido.
– Es la hija de la hija de Kochamma, la de Conservas y Encurtidos Paraíso -dijo el camarada Pillai.
El hombre puso cara de estar en la inopia. Evidentemente, era forastero. Y no comía conservas. El camarada Pillai intentó otro camino.
– ¿Recuerdas al Pequeño Bendecido? -le preguntó. El Patriarca de Antioquía apareció breves instantes en el cielo y saludó agitando su mano marchita.
Las cosas empezaron a encajar. El hombre que sostenía las fotografías asintió con entusiasmo.
– ¿Recuerdas al hijo del Pequeño Bendecido? Benaan John Ipe. El que estuvo en Delhi -dijo el camarada Pillai.
– Oower, oower, oower -dijo el hombre.
– Pues ésta es la hija de su hija. Vive en América.
El hombre que asentía asintió ahora con más vehemencia al establecer mentalmente quiénes eran los antepasados de Rahel.
– Oower, oower, oower. Y ahora vive en América, ¿verdad?
No era una pregunta. Era pura admiración.
Recordó vagamente un tufillo a escándalo. Había olvidado los detalles, pero recordaba que se trató de un asunto de sexo y muerte mezclados. Había salido en los periódicos. Tras un momento de silencio y otra tanda de gestos de asentimiento, el hombre le devolvió el sobre de las fotografías al camarada Pillai.
– Muy bien, camarada, he de marcharme.
Tenía que coger un autobús.
– Bueno… -La sonrisa del camarada Pillai se hizo más amplia al concentrar toda su atención en Rahel como un reflector. Tenía las encías de un color rosa extraordinario como recompensa a toda una vida de vegetarianismo a ultranza. Era de esos hombres de los que cuesta imaginar que alguna vez fueron niños. O bebés. Parecía como si hubiera nacido siendo ya un hombre de mediana edad. Con entradas en la frente.
– ¿Y tu marido? -quiso saber.
– No ha venido.
– ¿No tienes ninguna foto?
– No.
– ¿Y cómo se llama?
– Larry. Lawrence.
– Oower. Lawrence.
El camarada Pillai asintió como si estuviera de acuerdo. Como si, de haber podido elegir, se hubiera decidido justamente por ese nombre.
– ¿Descendencia?
– No.
– Tomáis precauciones, supongo. ¿O estás embarazada?
– No.
– Pues hay que tener un hijo. Niño o niña, lo que sea -dijo el camarada Pillai-. Dos ya es opcional.
– Estamos divorciados -dijo Rahel con la esperanza de que se quedara mudo de la impresión.
– ¿Di-vor-cia-dos? -Elevó el tono de voz con cada sílaba hasta llegar a un registro muy agudo. Y pronunció esa palabra como si se tratara de algo ominoso-. Eso es un gran infortunio -dijo, cuando se recobró, con una solemnidad nada propia de él-. Un gran infortunio.
El camarada Pillai pensó que tal vez aquella generación estuviese pagando las consecuencias de la decadencia burguesa de sus antepasados.
El uno, loco. La otra, divorciada. Probablemente estéril.
Tal vez aquélla fuese la verdadera revolución. Que la burguesía cristiana hubiera empezado a extinguirse.
El camarada Pillai bajó la voz como si hubiera gente escuchando, aunque no había nadie cerca.
– ¿Y tu hermano? -preguntó en un susurro confidencial-. ¿Qué tal está?
– Muy bien -dijo Rahel-. Está muy bien.
Muy bien. Delgado y del color de la miel. Se lava la ropa con jabón que se desmenuza.
– Aiyyo paavam! -susurró el camarada Pillai, y sus tetillas se pusieron mustias con simulada consternación-. ¡Pobrecillo!
Rahel se preguntó por qué le hacía preguntas tan íntimas si luego desechaba por completa sus respuestas. Era evidente que no esperaba que le dijera la verdad, pero ¿por qué no se molestaba al menos en fingir lo contrario?
– Lenin vive en Delhi -soltó por fin el camarada Pillai, incapaz de guardarse lo orgulloso que estaba-. Trabaja para varias embajadas. ¡Mira!
Le alargó el sobre de celofán a Rahel. La mayoría de las fotografías eran de Lenin y su familia. Su mujer, su niño, su nueva scooter Bajaj. Había una en que Lenin le estrechaba la mano a un hombre muy bien vestido, de piel muy rosada.
– Es el primer secretario del Partido Socialista Unificado de la República Democrática Alemana -dijo el camarada Pillai.
En las fotografías, Lenin y su mujer tenían aire de estar contentos. Como si tuvieran un frigorífico nuevo en el salón y hubieran dado la entrada para la compra de una vivienda de protección oficial.
Rahel recordó el incidente que había hecho que Lenin se convirtiera en alguien con identidad propia, el momento en que Estha y ella dejaron de verlo como un simple pliegue del sari de su madre. Estha y ella tenían cinco años, y Lenin unos tres o cuatro. Se encontraron en la clínica del doctor Verghese Verghese (el pediatra y manoseador de madres más importante de Kottayam). Rahel estaba con Ammu y Estha (que había insistido en ir con ellas). Lenin estaba con Kalyani, su madre. Tanto Rahel como Lenin tenían el mismo problema: un Cuerpo Extraño Alojado en la Nariz. Ahora parecía una coincidencia extraordinaria, pero en su momento no había tenido nada de insólito. Era curioso cómo podían encontrarse connotaciones políticas hasta en lo que los niños eligen para meterse en la nariz. Ella, nieta de un Entomólogo Imperial; él, hijo de un trabajador militante de base del Partido Comunista. Ella, una cuenta de cristal; él, un garbanzo verde.
La sala de espera estaba repleta.
Desde detrás de la cortina de la consulta del médico llegaba un murmullo de voces siniestras, interrumpido por los alaridos de niños salvajemente atacados. El sonido de algo de cristal al dar sobre algo metálico, y el susurro y el borboteo del agua hirviendo. Un niño jugaba con la placa de madera clavada en la pared (El doctor está. El doctor no está). Subía y bajaba la chapa de latón que lo indicaba. Un bebé febril hipaba en el regazo de su madre. El lento ventilador del techo cortaba el aire espeso y cargado de miedo y formaba con él una espiral infinita que serpenteaba lentamente hasta el suelo como una peladura de patata interminable.
Nadie leía las revistas.
Por debajo de la cortinilla que cubría el hueco de la puerta que daba directamente a la calle llegaba el incesante tris, tras de pies incorpóreos en chanclas. El ruidoso mundo despreocupado de los que no tenían Nada Alojado en la Nariz.
Ammu y Kalyani se intercambiaron los niños. Levantaron narices, echaron cabezas hacia atrás y las giraron hacia la luz por si una madre podía ver algo que se le hubiera escapado a la otra. Tras no haber conseguido ningún resultado, Lenin, vestido como si fuera un taxi -camisa amarilla y ceñidos pantalones cortos negros-, volvió al regazo de nilón de su madre (y a su paquete de chicles). Se sentó sobre las flores del sari y desde aquella posición de poder inexpugnable contempló la escena impasible. Se metió el dedo índice de la mano izquierda en el orificio de la nariz que no tenía taponado y respiró ruidosamente por la boca. Llevaba el pelo repeinado con aceite Ayurvedic, con la raya impecable. Los chicles eran para tenerlos hasta que lo viera el médico; sólo después podría consumirlos. Todo le parecía estupendo. Tal vez era aún un poco demasiado pequeño para saber que la Atmósfera de la Sala de Espera, más los Gritos de detrás de la cortina, hubieran debido dar como resultado lógico un Saludable Miedo al Dr. V. V.
Una rata de lomo peludo viajaba sin cesar de la consulta del médico a la parte baja del armario de la sala de espera.
Una enfermera aparecía y desaparecía detrás de la cortina a tiras de la puerta del médico blandiendo unas armas extrañas: un vial diminuto. Una lámina rectangular de cristal con sangre. Un tubo de ensayo con orina espumosa que miraba a contraluz. Una bandeja de acero inoxidable con agujas hervidas. Los pelos de sus piernas, semejantes a finos alambres, estaban enrollados y aplastados contra las medias blancas traslúcidas. Los tacones cuadrados de sus sandalias blancas estaban desgastados por la parte interior, lo que hacía que torciera los pies hacia dentro, uno contra otro. Unas horquillas negras relucientes, como culebras estiradas, sujetaban el almidonado gorro de enfermera a su pelo aceitado.
Parecía tener filtros contra las ratas en las gafas, porque no advertía la presencia del roedor de lomo peludo ni siquiera cuando pasaba a toda velocidad justo por delante de sus pies. Decía los nombres con voz grave, como de hombre: «A. Ninan… S. Kusumalatha… B. V. Roshini… N. Ambady», sin hacer caso del aire alarmado que bajaba en espiral.
Estha tenía los ojos como platos por el miedo. Estaba hipnotizado por el cartel de El dootor está, El doctor no está.
Rahel sintió que le subía una oleada de pánico.
– Ammu, vamos a probar otra vez.
Ammu le sujetó la nuca con una mano. Con el pulgar envuelto en el pañuelo taponó el agujero de la nariz en el que no tenía nada. Todos los ojos de la sala de espera estaban clavados en Rahel. Iba a ser la actuación estelar de su vida. Estha puso cara de estar también preparado a soplar por la nariz. Arrugó la frente e inspiró profundamente.
Rahel hizo acopio de todas sus fuerzas. ¡Por favor, Dios mío, por favor, haz que salga! Sopló desde las plantas de los pies y desde el fondo del corazón en el pañuelo de su madre.
Y, entre un torrente de mocos y alivio, la cosa emergió. Era una cuentita de cristal malva en un reluciente lecho de limo. Tan orgullosa como una perla en una ostra. Los niños se apiñaron alrededor para admirarla. El chiquillo que había estado jugando con el cartel miró con desdén.
– Yo también puedo hacer eso -proclamó.
– Inténtalo, y verás qué bofetada te doy -dijo su madre.
– Señorita Rahel -dijo en voz alta la enfermera mirando alrededor.
– Lo ha expulsado -le dijo Ammu a la enfermera-. Lo ha expulsado.
Y levantó como un trofeo el arrugado pañuelo. La enfermera no entendía a qué se refería.
– Todo solucionado, así que nos vamos -dijo Ammu-. Ha expulsado la cuenta.
– El siguiente -dijo la enfermera y entornó los ojos tras sus gafas con filtros contra ratas. (Cada loco con su tema, pensó para sus adentros)-. S. V. S. Kurup.
El chiquillo desdeñoso lanzó un alarido mientras su madre lo empujaba para que entrase en la consulta.
Rahel y Estha abandonaron la clínica con aire triunfal. El pequeño Lenin se quedó a la espera de que el doctor Verghese Verghese le introdujera fríos artilugios de acero en el orificio de la nariz y le metiera mano a su madre.
Así era Lenin, entonces.
Y ahora tenía una casa, y una scooter Bajaj, y mujer, y descendencia.
Rahel devolvió el sobre con las fotografías al camarada Pillai e intentó marcharse.
– Un minuto -dijo el camarada Pillai.
Era como un exhibicionista detrás de un seto. Seducía a la gente con sus tetillas y la forzaba a ver las fotos de su hijo. Fue pasando las fotografías del paquete (todo un recorrido gráfico por la vida de Lenin en un minuto) hasta llegar a la última.
– Orkunnundo?
Era una fotografía antigua, en blanco y negro. Una de las que había hecho Chacko con la cámara Rolleiflex que le trajo Margaret Kochamma como regalo de Navidad. En ella estaban los cuatro: Lenin, Estha, Sophie Mol y Rahel, de pie en la galería delantera de la casa de Ayemenem. Detrás de ellos, los adornos navideños de Bebé Kochamma colgaban del techo formando ondas. Una estrella de cartón pendía de una bombilla. Lenin, Estha y Rahel parecían animalillos amedrentados bajo la luz de los faros de un coche. Las rodillas, muy juntas; las sonrisas, congeladas en el rostro; los brazos, colgando a los lados del cuerpo como clavados con alfileres; el pecho, totalmente de frente al fotógrafo. Como si estar de lado fuera pecado.
Sólo Sophie Mol, con petulancia del Primer Mundo, se había preparado especialmente para la foto de su padre biológico. Se había levantado los párpados de tal modo que sus ojos parecían pétalos de carne surcados por venillas rosa (de color gris en la fotografía en blanco y negro). Se había colocado una dentadura postiza hecha con la peladura amarilla de una lima, a través de la cual sacaba la lengua, en cuya punta se había encajado el dedal de plata de Mammachi. (Lo había secuestrado el día de su llegada, y juró que durante las vacaciones sólo utilizaría como vaso aquel dedal.) Llevaba una vela encendida en cada mano y una pernera del pantalón vaquero acampanado subida para que se le viera la rodilla, blanca y huesuda, en la que había una cara pintada. Minutos antes de que les hicieran la fotografía había acabado de explicarles con mucha paciencia a Estha y Rahel (desechando cualquier evidencia de lo contrario, fotografías, recuerdos) que existían bastantes posibilidades de que fueran bastardos y lo que significaba bastardo. Lo cual había incluido una compleja, pero más bien inexacta, descripción de lo que eran las relaciones sexuales. «Mirad, lo que hacen es…»
Eso ocurrió pocos días antes de que muriera.
Sophie Mol.
Que bebía de un dedal.
Que daba volteretas en su ataúd.
Llegó en el vuelo Bombay-Cochín. Ensombrerada, acampanada y Querida desde el Principio.