Aquella tarde, Ammu se sintió llevar, como si la auparan, por un sueño en el que un hombre alegre con un solo brazo la abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite. Le faltaba el otro brazo para poder luchar contra las sombras que se retorcían a su alrededor en el suelo.
Sombras que sólo él podía ver.
Las cadenas de músculos de su estómago se elevaban bajo la piel como las divisiones de una tableta de chocolate.
La abrazaba con fuerza a la luz de una lámpara de aceite y brillaba como si lo hubieran lustrado con una cera para cuerpos de gran calidad.
No podía hacer dos cosas a la vez.
Si la abrazaba, no podía besarla. Si la besaba, no podía mirarla. Si la miraba, no podía sentirla.
Ella hubiera podido acariciar su cuerpo ligeramente con los dedos y sentir cómo se le erizaba la piel. Hubiera podido deslizar sus dedos hasta la base de aquel estómago plano. Hubiera podido pasarlos de un modo despreocupado por encima de aquellas cadenas de chocolate barnizado. Y haber dejado una estela de bultitos erizados sobre su cuerpo, como una tiza sobre la pizarra, como un soplo de brisa sobre los arrozales, como la estela de un reactor sobre un cielo azul de iglesia. Hubiera podido hacerlo sin dificultad, pero no lo hizo. Él, a su vez, hubiera podido tocarla, pero no lo hizo. Porque en la penumbra que había más allá de la lámpara de aceite, entre las sombras, se veían sillas plegables de metal colocadas en círculo, y en ellas estaban sentadas personas que llevaban gafas oscuras de montura puntiaguda con falsos brillantitos incrustados y los observaban. Todas sostenían un reluciente violín bajo el mentón y sus arcos estaban inclinados en idéntico ángulo. Todas tenían las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha, y todas balanceaban la pierna izquierda.
Algunas tenían periódicos. Otras, no. Algunas hacían pompas de saliva. Otras, no. Pero todas tenían el reflejo centelleante de una lámpara de aceite en los cristales de sus gafas.
Más allá del círculo de sillas plegables había una playa con la arena plagada de pedazos de botellas azules rotas. Las olas silenciosas traían más botellas azules, las cuales se rompían y ocupaban el lugar de los añicos de las anteriores, que eran arrastradas mar adentro por la ola en retirada. Se oía el ruido áspero de los vidrios al entrechocar. Sobre una roca, en medio del mar y envuelta por una luz púrpura, había una mecedora de caoba y mimbre, destrozada.
El mar era negro. La espuma, de color verde vómito.
Los peces se alimentaban de vidrios rotos.
Los codos de la noche se apoyaban sobre el agua, y las estrellas fugaces rebotaban en ella y se disolvían en miríadas de fragmentos.
Las mariposas nocturnas iluminaban el cielo. No había luna.
El podía nadar con un solo brazo. Ella nadaba con los dos.
La piel de él estaba salada. La de ella, también.
El no dejaba huellas en la arena, ni ondas en el agua, ni imágenes en los espejos.
Ella hubiera podido acariciarlo con los dedos, pero no lo hizo. Simplemente, permanecieron de pie, juntos.
Quietos.
Piel contra piel.
Una brisa oscura y polvorienta le levantó el pelo a ella y lo extendió como un chal rizado por encima del hombro sin brazo de él, un hombro que terminaba abruptamente, como un acantilado.
Apareció una vaca roja y flaca, con una pelvis prominente, y echó a nadar en línea recta mar adentro, sin mojarse los cuernos, sin mirar atrás.
En su sueño, Ammu voló sobre unas alas pesadas y temblorosas y se detuvo a descansar, acurrucada bajo la piel de aquel sueño.
En la mejilla tenía las marcas de las rosas bordadas con punto de cruz en la colcha azul.
Sentía los rostros de sus hijos suspendidos por encima de su sueño como dos lunas preocupadas y oscuras, a la espera de que los dejase entrar.
– ¿Crees que se está muriendo? oyó que Rahel le susurraba a Estha.
– Es una pesadilla -respondió Estha el Preciso-. Siempre sueña mucho.
Si la tocaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar.
¿Quién era el hombre con un solo brazo? ¿Quién podía ser? ¿El Dios de la Pérdida? ¿El Dios de las Pequeñas Cosas? ¿El Dios de la Piel Erizada y las Sonrisas Prontas? ¿El de los Olores Metálicos, como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el de las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos?
– ¿La despertamos? -preguntó Estha.
Por entre las cortinas se filtraba la luz del final de la tarde e iluminaba la radio con forma de mandarina que Ammu siempre llevaba consigo cuando iba al río. (También tenía forma de mandarina la Cosa que Estha llevaba en su Otra Mano pegajosa cuando fueron a ver Sonrisas y lágrimas.)
Brillantes rayos de sol caían sobre el pelo enmarañado de Ammu y lo hacían resplandecer. Esperó bajo la piel del sueño, pues no quería dejar entrar a sus hijos.
– Ammu dice que no hay que despertar a la gente con brusquedad cuando sueñan -dijo Rahel-. Dice que puede darles un Ataque al Corazón.
Ambos decidieron que lo mejor sería molestarla discretamente, ya que no era conveniente despertarla con brusquedad. Así que abrieron cajones, se aclararon la garganta, susurraron en alto y tararearon una cancioncilla. Movieron algunos zapatos y descubrieron que una de las puertas del armario rechinaba.
Ammu, que descansaba bajo la piel del sueño, los observaba con un amor tan intenso que casi le dolía.
El hombre con un solo brazo apagó su lámpara y se alejó por la playa cubierta de trozos de vidrio hasta perderse entre las sombras que sólo él podía ver.
No dejó huellas en la orilla.
Se plegaron las sillas plegables. Se alisó el mar negro. Se allanaron las arrugadas olas. Se volvió a embotellar la espuma. Se tapó la botella con un corcho.
La noche se pospuso hasta nuevo aviso.
Ammu abrió los ojos.
Había hecho un largo viaje desde el abrazo del hombre con un solo brazo hasta llegar a sus gemelos heterocigóticos no idénticos.
– Tenías una pesadilla -le informó su hija.
– No era una pesadilla -dijo Ammu-. Era un sueño.
– Estha creía que te estabas muriendo.
– Parecías muy triste -dijo Estha.
– Me sentía feliz -dijo Ammu, y se dio cuenta de que sí, había sido feliz.
– Ammu, si eres feliz en un sueño, ¿cuenta? -preguntó Estha.
– ¿Que si cuenta qué?
– La felicidad. ¿Cuenta?
Sabía perfectamente a lo que se refería aquel hijo suyo con el tupé deshecho.
Porque la verdad es que sólo cuenta lo que cuenta.
La sabiduría simple e inquebrantable de los niños.
Si comes pescado en un sueño, ¿cuenta? ¿Quiere decir que has comido pescado?
El hombre alegre que no dejaba huellas, ¿contaba?
Ammu buscó a tientas su radio de mandarina y la encendió. Estaba sonando una canción de una película llamada Chemmeen.
Era la historia de una chica pobre a la que obligan a casarse con un pescador de una playa cercana, aunque está enamorada de otro. Cuando el pescador se entera de que su flamante esposa ama a otro hombre, se hace a la mar en su barquita a pesar de saber que se avecina una tormenta. Está oscuro y se levanta viento. Se forma un remolino en el mar. Se oye una música de tormenta y el pescador se ahoga, succionado hacia el fondo del mar por el remolino.
Los amantes acuerdan suicidarse y, a la mañana siguiente, se encuentran sus cuerpos abrazados, arrastrados por las olas a la orilla. Así que todos mueren: el pescador, su mujer, el amante de ésta y un tiburón, que no forma parte de la historia, pero muere de todos modos. El mar los reclama a todos.
En la oscuridad azul, bordada con punto de cruz y surcada de encajes de luz, Ammu, con rosas de punto de cruz sobre la somnolienta mejilla, y sus gemelos (uno a cada lado) cantaban bajito al compás de la música de la radio de mandarina. Era la canción que las pescadoras le cantaban a la novia joven y triste mientras le trenzaban el pelo y la preparaban para casarse con un hombre al que no amaba.
Pandoru mukkuvan muthinu poyi,
(Un pescador se hizo a la mar,)
padinjaran kattathu mungi poyi,
(y el viento del oeste se levantó y se tragó su barca,)
Un vestido de Hada de Aeropuerto estaba de pie sobre el suelo, sostenido sólo por sus volantes y su propia rigidez. Fuera, en el mittam, los rígidos saris yacían en fila al sol poniéndose aún más rígidos. Color hueso y oro. Las arrugas almidonadas se llenaban de piedrecitas, así que siempre había que sacudirlos antes de doblarlos y llevarlos a planchar.
A rayathi pennu pizhachu poyi,
(En la orilla, su mujer fue por mal camino,)
En Ettumanoor decidieron cremar in situ al elefante electrocutado (que no era Kochu Thomban). Hicieron una pira gigante en la carretera. Los técnicos del municipio correspondiente le cortaron los colmillos y los distribuyeron de forma extraoficial. Y desigual. Sobre el elefante se vertieron ochenta latas de grasa de búfalo para alimentar el fuego. El humo ascendió en densas volutas que formaron complicados dibujos sobre el cielo. La gente, que se apiñaba alrededor del elefante guardando una distancia prudencial, trataba de descubrir el significado de aquellos dibujos.
Había montones de moscas.
Avaney kadalamma kondu poyi.
(Así que el océano se alzó y se lo llevó.)
Algunos milanos se posaron en los árboles próximos para supervisar la supervisión de los últimos ritos del elefante muerto. Esperaban, y no sin razón, hacerse con los restos de las entrañas gigantes. Quizá una vesícula biliar enorme. O un gigantesco bazo carbonizado.
No quedaron desilusionados. Pero tampoco totalmente satisfechos.
Ammu notó que sus dos hijos estaban cubiertos de un polvillo muy fino. Como dos trozos de tarta no idénticos cubiertos por una capa de azúcar. Entre los negros rizos de Rahel se había instalado uno de color rubio. Un rizo del patio trasero de Velutha. Ammu se lo quitó. -Ya os he dicho que no quiero que vayáis a su casa -les dijo-. Lo único que traerá son problemas.
No dijo qué clase de problemas. No lo sabía.
Sabía que, al no mencionar su nombre, lo había atraído, de algún modo, hacia la intimidad arrugada y despeinada de aquella tarde azul, bordada con punto de cruz, y de aquella canción que salía de la radio de mandarina. Al no mencionar su nombre, sintió que se había fraguado un pacto entre su Sueño y el Mundo. Y que las comadronas de aquel pacto eran, o serían, sus gemelos heterocigóticos cubiertos de serrín.
Sabía quién era él: el Dios de la Pérdida, el Dios de las Pequeñas Cosas. Por supuesto que lo sabía.
Apagó la radio de mandarina. En el silencio de la tarde (surcado de encajes de luz) sintió a sus hijos acurrucarse junto a su calor. A su olor. Le cogieron el cabello y se cubrieron con él las cabecitas. Sentían como si ella se hubiera ido muy lejos mientras dormía. Ahora la conjuraban a volver apoyando las palmas de sus manilas contra la piel desnuda de su vientre. Entre la combinación y la blusa. Les encantaba comprobar que el color moreno de sus manitas era exactamente igual que el de la piel del vientre de su madre.
– Mira, Estha -dijo Rahel señalando la suave línea que bajaba desde el ombligo de Ammu.
– Aquí es donde te dábamos pataditas.
Estha recorrió con el dedo una ondulante estría plateada.
– ¿Fue en el autobús, Ammu?
– ¿En la carretera llena de curvas de la plantación?
– ¿Cuando Baba tuvo que sujetarte la barriga?
– ¿Tuvisteis que comprar billete?
– ¿Te hicimos daño?
Y después, como aquel que no quiere la cosa, Rahel preguntó:
– ¿Crees que habrá perdido nuestra dirección?
Sólo un indicio de pausa en el ritmo de la respiración de Ammu hizo que Estha tocara el dedo medio de Rahel con el suyo. Y dedo medio contra dedo medio, sobre el vientre de su hermosa madre, abandonaron el cariz que estaba tomando aquel interrogatorio.
– Esa patada es de Estha y ésa es mía… -dijo Rahel-. Y ésa es de Estha y ésa es mía.
Entre ambos se repartieron las siete estrías plateadas de su madre. Después Rahel puso la boca sobre el vientre de Ammu y chupó, succionó la carne suave y retiró la cabeza para observar, admirada, el óvalo brillante de saliva y la leve marca roja de los dientes sobre la piel de su madre.
Ammu se quedó pensando en la transparencia de aquel beso. Era un beso claro como el cristal. Sin empañar por la pasión ni el deseo, esa pareja de sentimientos que, como perros dormidos, aguardan dentro de todos los niños hasta que se hagan mayores. Era un beso que no exigía otro a cambio.
No era un beso turbio lleno de preguntas que exigían respuestas. Como los besos de los hombres alegres con un solo brazo en los sueños.
Ammu se cansó del jugueteo de los niños y de que la manipulasen como si fuese de su propiedad. Quería recuperar su cuerpo. Le pertenecía. Apartó a sus hijos igual que una perra aparta a sus cachorros cuando ya está harta. Se sentó en la cama y se recogió el pelo sujetándolo con un nudo sobre la nuca. Después bajó las piernas de la cama, fue hacia la ventana y descorrió las cortinas.
La luz sesgada de la tarde inundó la habitación e iluminó a dos niños sobre la cama.
Los gemelos oyeron girar la llave de la puerta del baño de Ammu.
Clic.
Ammu se miró en el largo espejo de la puerta del cuarto de baño y vio reflejado el espectro de su futuro que se burlaba de ella. Avinagrado. Gris. Legañoso. Rosas de punto de cruz marcadas sobre una mejilla hundida y fláccida. Pechos marchitos que colgaban como pesados calcetines. El vello blanco del pubis, seco como un hueso entre las piernas. Ralo. Frágil como un helecho pisoteado.
La piel escamándose y deshaciéndose como la nieve.
Ammu se estremeció.
Con esa sensación de frío, en medio de una tarde calurosa, de que la vida ya ha sido vivida. De que su copa estaba llena de polvo. De que el aire, el cielo, los árboles, el sol, la lluvia, la luz y la oscuridad, todo, se estaba convirtiendo, lentamente, en arena. Que la arena le llenaría la nariz, los pulmones, la boca. La arrastraría hacia abajo y dejaría un remolino en la superficie como el que dejan los cangrejos cuando se hunden escarbando en la playa.
Ammu se desnudó y se colocó un cepillo de dientes rojo debajo de un pecho para ver si se sostenía. Se cayó. Allí donde tocara, su piel era tersa y suave. Bajo sus manos, los pezones se arrugaron y reaccionaron ante la presión como almendras oscuras que estiraran la piel tersa de los pechos. La delgada línea que partía del ombligo descendía atravesando la suave curva de la base del vientre hasta llegar al oscuro triángulo. Como una flecha que guiara a un viajero perdido. A un amante inexperto.
Se soltó el pelo y se volvió para ver cuan largo lo tenía. Le cayó en ondas, rizos y mechones desordenados (suaves en la parte de abajo, más ásperos en la de arriba) hasta justo por debajo del punto en que la cintura, pequeña y muy marcada, comenzaba a curvarse hacia las caderas. En el baño hacía calor. Unas gotitas de sudor le salpicaron la piel como diamantes. Después comenzaron a resbalar. El sudor le corrió por la columna. Miró con ojos críticos su trasero amplio y redondo. No era grande en sí. No era grande per se (como hubiera dicho, sin duda, Chacko el de Oxford). Parecía grande porque el resto de su cuerpo era muy delgado. Parecía pertenecer a otro cuerpo más voluptuoso.
Tenía que admitir que cada una de sus nalgas podría sostener, sin ningún problema, un cepillo de dientes. Quizá dos. Se rió en alto ante la idea de pasearse desnuda por Ayemenem con una serie de cepillos de dientes de todos los colores asomándole de cada nalga. Se calló de golpe. Le pareció percibir que un indicio de locura se había escapado de su botella y daba brincos triunfales alrededor del cuarto de baño.
A Ammu le preocupaba la locura.
Mammachi decía que corría por las venas de la familia. Que atacaba a sus miembros de repente y los cogía desprevenidos. Como a Pathil Ammai, que a los sesenta y cinco años empezó a quitarse la ropa y a correr desnuda por la orilla del río, cantando a los peces. O a Thampi Chachen, que todas las mañanas revolvía sus heces con una aguja de hacer calceta buscando un diente de oro que se había tragado hacía años. O Akdoctor Muthachen, al que tuvieron que sacar de su propia boda metido en un saco. ¿Dirían las futuras generaciones: «O a Ammu, Ammu Ipe. Se casó con un bengalí. Se volvió loca. Murió joven. En una pensión de mala muerte, no sé dónde»
Chacko decía que el alto índice de locura entre los cristianos sirios era el precio que pagaban por la endogamia. Mammachi decía que no.
Ammu se levantó la pesada mata de pelo, se envolvió la cara con ella y escudriñó el sendero de la Vejez y la Muerte a través de sus mechones. Como un verdugo medieval que escudriñara a su víctima desde los agujeros torcidos y abiertos en su capucha negra y picuda. Un verdugo delgado y desnudo, con pezones oscuros, al que se le formaban unos hoyuelos profundos cuando sonreía. Con siete estrías plateadas que le dejaron sus gemelos heterocigóticos, nacidos a la luz de las velas mientras llegaba la noticia de que habían perdido la guerra.
A Ammu lo que hubiera al final de su camino la asustaba menos que la naturaleza del camino en sí. Un camino sin mojones que señalaran su avance. Ni árboles a los lados. Ni sombras moteadas que tamizaran el recorrido. Ni nieblas que lo cubrieran. Ni pájaros que lo sobrevolaran en círculos. Ni recodos, ni vueltas, ni curvas pronunciadas que dificultaran, aunque fuera durante un instante, su clara visión del final. Aquello llenaba a Ammu de un enorme pavor, porque no era de esas mujeres que quieren saber cuál será su futuro. Le daba demasiado miedo. Así que, si le hubieran concedido un pequeño deseo, tal vez hubiera pedido No Saber. No saber qué era lo que le depararía cada día. No saber dónde estaría el próximo mes, el próximo año. Dentro de diez años. No saber qué dirección tomaría su camino ni qué era lo que había más allá de la curva. Pero Ammu lo sabía. O creía saberlo, lo cual era igual de malo (porque si has comido pescado en un sueño, quiere decir que has comido pescado). Y lo que Ammu sabía (o creía saber) olía a los vapores avinagrados y monótonos que salían de los depósitos de cemento de Conservas y Encurtidos Paraíso. Unos vapores que arrugaban la juventud y encurtían el futuro.
Encapuchada con su pelo, Ammu se apoyó contra su propia imagen en el espejo del baño e intentó llorar.
Por ella. Por el Dios de las Pequeñas Cosas.
Por las comadronas gemelas de su sueño, cubiertas por una capa de azúcar.
Aquella tarde (mientras en el cuarto de baño las Parcas conspiraban para alterar de forma horrible el curso del camino de su misteriosa madre, mientras una barca les esperaba en el patio trasero de Velutha y mientras un murciélago bebé esperaba el momento de nacer en una iglesia amarilla), en el dormitorio de su madre, Estha hacía el pino sobre el trasero de Rahel.
Aquel dormitorio con cortinas azules y avispas amarillas que chocaban contra los cristales de las ventanas. El dormitorio cuyas paredes pronto conocerían secretos terribles.
El dormitorio donde encerrarían a Ammu y donde luego se encerraría por propia voluntad. Cuya puerta Chacko, enloquecido de dolor, tiraría abajo cuatro días después del entierro de Sophie Mol.
– ¡Vete de mi casa antes de que te rompa todos los huesos del cuerpo!
Mi casa, mis piñas, mis conservas.
Después de aquello, Rahel soñó el mismo sueño durante años: un hombre gordo y sin rostro estaba arrodillado junto al cadáver de una mujer. Le arrancaba el pelo. Le rompía todos los huesos del cuerpo, hasta los más pequeños. Los huesecillos de los dedos y los de las orejas. Como si fueran ramitas. Cric, crac, hacían al romperse. Como un pianista que rompiera las teclas del piano. Incluso las negras. Y Rahel (aunque años más tarde, en el Crematorio Eléctrico, aprovechase el sudor de su mano para soltarse de la de Chacko) los quería a los dos. Al pianista y al piano.
Al asesino y al cadáver.
Y mientras la puerta era abatida lentamente, Ammu, para controlar el temblor de sus manos, cosía los extremos de las cintas de Rahel, que no necesitaban dobladillo.
– Prometedme que siempre os querréis el uno al otro -les dijo a sus hijos mientras los atraía hacia ella.
– Te lo prometemos -dijeron Rahel y Estha, sin hallar las palabras con las que explicarle que, para ellos, no había Uno ni Otro.
Dos piedras gemelas y su madre. Dos piedras ofuscadas. Lo que habían hecho regresaría un día para dejarlos vacíos. Pero eso sería Luego.
Luego. Una campana de sonido profundo dentro de un pozo cubierto de musgo. Temblorosa y peluda como las patitas de una mariposa nocturna.
En aquel momento todo era incoherencia. Como si el significado hubiera abandonado las cosas dejándolas fragmentadas. Desconectadas. El destello de la aguja de Ammu. El color de una cinta. La arruga de la colcha bordada con punto de cruz. Una puerta que se rompía lentamente. Cosas aisladas que no significaban nada. Como si la inteligencia que descodifica los diseños ocultos de la vida (que conecta las reflexiones con las imágenes, los destellos con la luz, las arrugas con las telas, las agujas con el hilo, las paredes con las habitaciones, el amor con el miedo con la furia con el remordimiento) se hubiera perdido súbitamente.
– ¡Haz las maletas y márchate! -dijo Chacko, de pie sobre los restos de la puerta. Levantándose amenazador por encima de ellos. Con el pomo cromado en la mano. Con una calma repentina y extraña. Sorprendido ante su propia fuerza. Ante la enormidad de su terrible dolor.
Rojo era el color de la puerta destrozada.
Ammu, tranquila por fuera y temblando por dentro, no levantó los ojos de su innecesaria labor de costura. La lata con cintas de colores estaba abierta sobre su regazo, en aquel dormitorio donde había perdido todos sus derechos.
La misma habitación donde (después de que la Experta en Gemelos de Hyderabad respondiera), Ammu prepararía el pequeño baúl y el bolso de viaje color caqui de Estha: doce camisetas de algodón sin mangas, doce camisetas de algodón de manga corta. Mira, Estha, todas están marcadas con tu nombre. Sus calcetines. Sus estrechos pantalones. Sus camisas de cuello puntiagudo. Sus zapatos beige puntiagudos (desde donde le había subido la Sensación de Rabia). Sus discos de Elvis. Sus tabletas de calcio y el jarabe Vydalin. Su Jirafa de Regalo (que venía con el Vydalin). Sus Libros del Saber, volúmenes 1 al 4. No, cariño, allí no habrá un río donde puedas pescar. Su Biblia de cuero blanco que se cerraba con una cremallera cuyo cierre era un gemelo de amatista del Entomólogo Imperial. Su taza. Su jabón. Su Regalo de Cumpleaños por Adelantado que no tenía que abrir. Cuarenta sobres con sellos y papel de carta para que escribiera. Mira, Estha, he escrito nuestra dirección en todos los sobres. Lo único que tienes que hacer es meter la carta dentro y cerrarlos. Prueba, a ver si puedes hacerlo tú sólito. Y Estha cerró el sobre con cuidado siguiendo la línea punteada que decía cerrar aquí, y después miró a Ammu con una sonrisa que le partió el corazón.
¿Me prometes que escribirás? ¿Incluso aunque no tengas nada que contar?
Te lo prometo, dijo Estha, sin ser realmente consciente de la situación. El borde cortante de sus aprensiones se había embotado ante aquel repentino alud de posesiones terrenales. Eran suyas. Y estaban marcadas con su nombre. Las iban a poner dentro del baúl (con su nombre grabado en él) que se encontraba abierto sobre el suelo del dormitorio.
La habitación a la que, años más tarde, regresaría Rahel y en la que observaría cómo se bañaba un extraño silencioso. Y cómo lavaba su ropa con jabón azul brillante que se fragmentaba.
Con un cuerpo color miel y músculos firmes. Con secretos marinos en los ojos. Y una gota de lluvia plateada en la oreja.
Esthapappychachen Kuttappen Peter Mon.