1. CONSERVAS Y ENCURTIDOS PARAÍSO

Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.

Las noches son claras, aunque cargadas de apatía y de indolente expectación.

Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.

Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenem. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de seres diminutos. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.

La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles. Pero fuera continuaba aparcado el Plymouth azul cielo, de alerones cromados, y, dentro, Bebé Kochamma seguía viva.

Era la tía abuela más joven de Rahel, la hermana menor de su abuelo. Su verdadero nombre era Navomi, Navomi Ipe, pero todos la llamaban Bebé. Se convirtió en Bebé Kochamma en cuanto fue lo bastante mayor para ser tía. Pero Rahel no había ido a verla. Ni la sobrina ni la tía abuela se engañaban al respecto. Rahel había ido a ver a su hermano, Estha. Eran gemelos bivitelinos. «Heterocigóticos», los llamaban los médicos. Nacidos de óvulos distintos, aunque fertilizados al mismo tiempo. Estha, Esthappen, era dieciocho minutos mayor.

Su parecido nunca fue muy grande. Así que ni siquiera cuando eran unos niños de bracitos delgados y pecho plano, tenían lombrices y llevaban tupés a lo Elvis Presley tuvieron que sufrir los típicos «¿Quién es quién?» y «¿Cuál es cuál?» por parte de parientes con exageradas sonrisas o de los obispos de la Iglesia ortodoxa siria que visitaban con frecuencia la casa de Ayemenem en busca de donativos.

La confusión yacía en un lugar más profundo, más secreto.

En aquellos primeros años amorfos en los que la memoria apenas se había iniciado, en los que la vida estaba llena de Comienzos y no tenía Finales, y Todo era Para Siempre, Esthappen y Rahel pensaban en sí mismos, juntos, como Yo, y por separado, individualmente, como Nosotros. Como si fuesen una extraña raza de gemelos siameses, separados físicamente pero con identidades conjuntas.

Ahora, al cabo de muchos años, a Rahel le viene a la memoria una noche en la que se despertó riéndose de un sueño divertidísimo que tenía Estha.

También guarda en la memoria otros recuerdos a los que no tiene derecho.

Recuerda, por ejemplo (aunque no estaba allí), lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le hizo a Estha en el Cine Abhilash. Recuerda el sabor de los bocadillos de tomate (los bocadillos de Estha, los que Estha comía) en el tren correo, rumbo a Madrás.

Y eso no son más que las pequeñas cosas.


En cualquier caso, ahora piensa en Estha y en ella como ésos, porque, al haberse separado, ninguno de los dos es ya lo que fueron o un día pensaron que serían.

Y nunca lo serán.

Ahora sus vidas tienen tamaño y forma. Estha tiene la suya y ella también.

Contornos, Bordes, Fronteras, Orillas y Límites han surgido como un equipo de gnomos en sus horizontes separados. Criaturas de corta estatura y largas sombras que patrullan el Borroso Confín. Se les han formado suaves medias lunas bajo los ojos y ya tienen la misma edad que Ammu cuando murió. Treinta y un años.

No son viejos.

Ni jóvenes.

Pero tienen ya una edad en que la muerte es un hecho posible.


Estuvieron a punto de nacer en un autobús. El coche en el que Baba, su padre, llevaba a Ammu, su madre, al hospital de Shillong, a dar a luz, se averió en la carretera, llena de curvas, de la plantación de té de Assam. Dejaron el coche abandonado y pararon un abarrotado autobús del servicio interurbano. Por esa misteriosa compasión de los muy pobres hacia los comparativamente adinerados, o tal vez sólo porque vieron el avanzado estado de Ammu, dos pasajeros sentados cedieron su sitio a la pareja y, durante el resto del trayecto, el padre de Estha y Rahel tuvo que ir sujetándole a su madre la barriga (con ellos dentro) para evitar que se bambolease. Eso fue antes de que se divorciaran y Ammu volviera a Kerala.

Estha decía que, si hubiesen nacido en aquel vehículo, habrían podido viajar gratis en autobús el resto de su vida. No estaba muy claro de dónde había sacado aquella información o cómo se había enterado de esas cosas, pero, durante años, los gemelos sintieron un leve rencor hacia sus padres por haberlos privado de viajar gratis en autobús el resto de sus días.

También creían que, si los atropellaban cruzando un paso de cebra, el gobierno les pagaría el entierro. Tenían la clara impresión de que ésa era la finalidad de los pasos de cebra. Entierros gratuitos. Claro que en Ayemenem no había pasos de cebra en los que pudieran ser atropellados, ni en Kottayam, que era la ciudad más cercana, pero habían visto algunos desde la ventanilla del coche cuando fueron a Cochín, que quedaba a dos horas por carretera.


El gobierno no pagó el entierro de Sophie Mol porque no la atropellaron en un paso de cebra. La ceremonia se celebró en Ayemenem, en la vieja iglesia, recién pintada. Era prima de Estha y Rahel, hija de su tío Chacko, y había ido a visitarlos desde Inglaterra. Estha y Rahel tenían siete años cuando murió Sophie Mol, que estaba a punto de cumplir los nueve. Le hicieron un ataúd de tamaño especial, para niños.

Forrado de raso.

Con asas de lustroso latón.

Yacía en él con sus pantalones amarillos inarrugables acampanados, el pelo recogido con una cinta y aquel bolsito a la última moda «Made-in-England» que tanto le gustaba. Tenía el rostro pálido y arrugado como el pulgar de un Dhabi[1],por haber estado tanto tiempo en el agua. Los feligreses rodearon el féretro, y la amarilla iglesia se hinchó como una garganta con los sonidos de tristes cánticos. Los sacerdotes de barbas rizadas, balanceaban incensarios suspendidos de cadenas y no sonreían a los niños, como solían hacer los domingos normales.

Las velas largas del altar estaban torcidas. Las cortas, no.

Una señora que se hizo pasar por pariente lejana de la familia (aunque nadie la reconoció como tal), y que siempre rondaba cerca de los difuntos (¿una adicta a los entierros?, ¿una necrófila en potencia?), puso colonia en un trozo de algodón y, con aire devoto y levemente desafiante, lo pasó por la frente de Sophie Mol. Sophie Mol olía a colonia y a madera de ataúd.

Margaret Kochamma, la madre inglesa de Sophie Mol, no permitió que Chacko, el padre biológico de Sophie Mol, le pasara un brazo por los hombros para consolarla.

La familia estaba de pie, formando una apretada pina. Margaret Kochamma, Chacko, Bebé Kochamma y, junto a ella, su cuñada, Mammachi, la abuela de Estha y Rahel (y de Sophie Mol). Mammachi estaba casi ciega y siempre usaba gafas oscuras cuando salía de casa. Por debajo de ellas se deslizaban las lágrimas, que resbalaban temblorosas a lo largo de su mandíbula como gotas de lluvia por el borde de un tejado. Vestía un sobrio sari de color hueso y parecía pequeña y enferma. Chacko era su único hijo varón, y si su propio dolor la angustiaba, el de su hijo la destrozaba.

Aunque a Ammu, Estha y Rahel les permitieron asistir al entierro, los colocaron separados del resto de la familia. Nadie los miró.

En la iglesia hacía calor, y los bordes blancos de las azucenas amarilleaban y languidecían. Una abeja fue a morir a una flor del féretro. Las manos de Ammu temblaban y, con ellas, el libro de himnos. Tenía la piel fría. Estha estaba de pie junto a ella, casi dormido, con los ojos doloridos y brillantes como el cristal, y la ardiente mejilla apoyada contra la piel desnuda del brazo tembloroso de su madre, que sostenía el libro de himnos.

Rahel, en cambio, estaba bien despierta, desesperadamente alerta y destrozada de agotamiento por la batalla que reñía contra la Vida Real.

Notó que Sophie Mol había despertado para su entierro y que le enseñaba Dos Cosas.

La Primera fue la elevada cúpula recién pintada de la amarilla iglesia, hacia lo alto de la cual Rahel nunca había levantado antes la vista cuando estaba en su interior. La habían pintado de azul, como el cielo, con nubes dispersas y diminutos reactores que, veloces como rayos, dejaban estelas blancas que se entrecruzaban con las nubes. Bien es verdad (todo sea dicho) que debía de ser más fácil darse cuenta de esas cosas tumbada en un féretro boca arriba que de pie entre los bancos de la iglesia, rodeada de tristes lamentos y de libros de himnos.

Rahel se puso a pensar en el hombre que se había tomado el trabajo de subirse hasta allí con latas de pintura (blanco para las nubes, azul para el cielo, plateado para los aviones), pinceles y disolvente. Se lo imaginó allí arriba, alguien como Velutha, con el torso desnudo y brillante, sentado en una tabla colgada del andamiaje en la alta cúpula, pintando aviones plateados en un cielo azul de iglesia.

Pensó en lo que habría pasado si la cuerda se hubiese roto. Se lo imaginó cayendo como una estrella oscura de aquel cielo que había pintado. Yaciendo roto sobre el suelo caliente de la iglesia, con la sangre oscura brotando de su cráneo como un secreto.

Para entonces Esthappen y Rahel habían aprendido que el mundo tenía otras formas de romper a los hombres. Ya estaban familiarizados con el olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

La Segunda Cosa que Sophie Mol le enseñó a Rahel fue el murciélago bebé.

Durante la ceremonia, Rahel observó que un pequeño murciélago negro trepaba ágilmente con sus garras prensiles y curvadas por el costoso sari que Bebé Kochamma se había puesto para el entierro. Cuando llegó al límite entre el sari y la blusa, al michelín que tanto la entristecía, a su estómago desnudo, Bebé Kochamma lanzó un grito y manoteó en el aire con su libro de himnos. Los cánticos cesaron, suplantados por un «¿Qué ha sido eso?», «¿Qué ha pasado?, un aleteo peludo y un alboroto de saris.

Los tristes sacerdotes se sacudieron las rizadas barbas con dedos repletos de anillos de oro, como si unas arañas ocultas hubiesen tejido de repente telarañas en ellas.

El murciélago bebé echó a volar hacia el cielo y se convirtió en un reactor que se entrecruzaba con las nubes sin dejar estela.

Sólo Rahel notó la voltereta que Sophie Mol dio en secreto dentro de su ataúd.

Recomenzaron los cánticos tristes y repitieron dos veces el mismo verso. Y, una vez más, la amarilla iglesia se hinchó como una garganta llena de voces.


Cuando metieron el ataúd de Sophie Mol en el hoyo del pequeño cementerio que había detrás de la iglesia, Rahel sabía que todavía no estaba muerta. Oyó (poniéndose en el lugar de Sophie Mol) el sonido apagado del lodo rojo y el sonido fuerte de la laterita naranja que ensuciaban el reluciente féretro. Oyó aquellos sonidos amortiguados por la brillante madera y el forro de raso. Las voces de los tristes sacerdotes llegaban apagadas por el lodo y la madera.


Oh, Padre misericordioso, a tus manos encomendamos

el alma de esta niña que has llamado a tu seno,

y entregamos su cuerpo a la tierra

porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.


Bajo la tierra, Sophie Mol gritó y destrozó el raso con los dientes. Pero los gritos no pueden oírse a través de la tierra y las piedras.

Sophie Mol murió porque no podía respirar.

Su entierro la mató. En polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos. En la lápida decía: un rayo de sol cuya compañía fue demasiado breve.

Más tarde, Ammu les explicó que «demasiado breve» quería decir «un ratito muy corto».


Después del entierro, Ammu se dirigió a la comisaría de Kottayam con los gemelos. Ya conocían el lugar. Habían pasado gran parte del día anterior allí. Previendo el tufo acre y penetrante a orín reconcentrado que impregnaba paredes y muebles, se taparon la nariz mucho antes de que comenzara el hedor.

Ammu preguntó por el jefe de policía, y cuando pasó a su despacho le dijo que había habido un terrible error y que quería hacer una declaración. Pidió ver a Velutha.

Los bigotes del inspector Thomas Mathew se agitaron como los del simpático maharajá de la propaganda de Air India, pero en sus ojos había avidez y malicia.

– Ya es un poco tarde para eso, ¿no le parece? -dijo en malayalam. En el vulgar dialecto de Kottayam. Mientras se dirigía a Ammu no apartaba los ojos de sus pechos. Dijo que la policía sabía todo lo que necesitaba saber y que la policía de Kottayam no aceptaba declaraciones de veshyas ni de sus hijos ilegítimos. Ammu contestó que eso ya se vería. El inspector Thomas Mathew dio la vuelta al escritorio, se acercó a Ammu empuñando su bastón de mando y añadió-: Yo, en su lugar, me iría a casa sin chistar.

Después le dio unos golpecitos en los pechos con su bastón de mando. Suavemente. Tras, tras. Como si estuviera escogiendo mangos de una canasta. Señalando los que quería que le envolviesen y le mandasen a casa. El inspector Thomas Mathew parecía saber con quién podía meterse y con quién no. La policía tiene ese instinto.

Detrás de él había un letrero azul y rojo que decía:


Pulcritud

Obediencia

Lealtad

Integridad

Cortesía

Imparcialidad

Abnegación


Cuando salieron de la comisaría, Ammu lloraba, así que Estha y Rahel no le preguntaron qué quería decir veshya. Ni tampoco ilegítimos. Era la primera vez que veían llorar a su madre. No sollozaba. Su rostro estaba como petrificado, pero tenía los ojos llenos de lágrimas que rodaban por sus rígidas mejillas. Aquello hizo que a los gemelos les entrara un miedo horrible. Las lágrimas de Ammu convirtieron en real todo lo que hasta entonces había parecido irreal. Regresaron a Ayemenem en autobús. El cobrador, un hombre delgado, vestido de color caqui, se deslizó hasta ellos cogido del pasamanos del autobús. Mantuvo el equilibrio apoyando sus huesudas caderas contra el respaldo de un asiento e hizo un clic seco frente a Ammu con la máquina de picar billetes. ¿Adonde?, se suponía que quería decir aquel clic. Hasta Rahel llegó el olor de los tacos de billetes de autobús y del acero del pasamanos, procedente de las manos del cobrador.

– Está muerto -murmuró Ammu dirigiéndose a él-. Yo lo maté.

– A Ayemenem -dijo Estha rápidamente, antes de que el hombre perdiera la paciencia.

Cogió el dinero del monedero de Ammu. El cobrador le dio los billetes. Estha los dobló con cuidado y se los metió en el bolsillo. Después, rodeó con sus bracitos a su madre, rígida y llorosa.


Dos semanas después Estha fue Devuelto. Obligaron a Ammu a devolvérselo a su padre que, para entonces, había renunciado a su solitario empleo en la plantación de té en Assam y se había trasladado a Calcuta a trabajar en una compañía que fabricaba negro de humo. Se había vuelto a casar y había dejado de beber, aunque sólo hasta cierto punto, pues sufría recaídas ocasionales.

Estha y Rahel no habían vuelto a verse desde entonces.


Y ahora, veintitrés años después, su padre había re-Devuelto a Estha. Lo había enviado de regreso a Ayemenem con una maleta y una carta. La maleta estaba llena de ropa nueva y elegante. Bebé Kochamma le enseñó la carta a Rahel. Estaba escrita con letra de colegio de monjas, inclinada y femenina, pero la firma que había al pie era la de su padre. O, por lo menos, era su nombre. Rahel no habría podido reconocer la firma. En la carta su padre decía que había dejado su trabajo en la fábrica de negro de humo, que iba a emigrar a Australia, donde había conseguido un empleo como jefe de seguridad en una fábrica de cerámica, y que no podía llevarse a Estha con él. Enviaba sus mejores deseos para todos los de Ayemenem y decía que, si alguna vez regresaba a la India, cosa que creía improbable, pasaría a ver a Estha.

Bebé Kochamma le dijo a Rahel que, si quería, podía quedarse con la carta. Rahel volvió a guardarla en el sobre. El papel se había reblandecido y parecía una tela al doblarlo.

Había olvidado lo húmedo que podía llegar a ser el aire del monzón en Ayemenem. Los aparadores se hinchaban y crujían. Las ventanas cerradas se abrían de golpe. Los libros se ablandaban y ondulaban entre sus tapas. Extraños insectos aparecían como quimeras durante la noche y morían abrasados sobre las pálidas bombillas de cuarenta vatios de Bebé Kochamma. Durante el día sus crujientes cadáveres incinerados cubrían suelo y alféizares y, hasta que Kochu María los barría y amontonaba en su recogedor de plástico, en el aire flotaba un olor a algo-se-está-quemando.

La Lluvia de Junio no había cambiado.

Los cielos se abrían y la lluvia caía martilleando con fuerza; hacía renacer el viejo pozo renuente, cubría de musgo verde la pocilga vacía de puercos, bombardeaba los inmóviles charcos color de té igual que la memoria bombardea las mentes inmóviles color de té. El césped estaba verdihúmedo y dichoso. Las lombrices retozaban felices en el fango. Las verdes ortigas se mecían. Los árboles se inclinaban.

Algo más allá, en medio del viento y de la lluvia, envuelto en la repentina oscuridad tormentosa del día, Estha paseaba a orillas del río. Llevaba una ceñida camiseta color fresa, ahora más oscura por la lluvia, y sabía que Rahel había llegado.


Estha siempre había sido un niño callado, así que nadie pudo determinar con precisión el momento exacto (por lo menos, el año, ya que no el mes ni el día) en que dejó de hablar. Simplemente, dejó de hablar; eso es todo. El hecho es que no hubo un «momento exacto». Había sido un asunto de reducción paulatina del negocio hasta llegar al cierre definitivo. Un ir quedándose callado apenas perceptible. Como si, sencillamente, se hubiese quedado sin tema de conversación y ya no tuviese nada más que decir. Además, el silencio de Estha nunca fue incómodo. Ni molesto. Ni llamativo. No era un silencio acusador, de protesta, sino más bien un aletargamiento, una inactividad, un equivalente psicológico de lo que hacen los peces dipneos para soportar la temporada de sequía, salvo que, en el caso de Estha, dicha temporada parecía que iba a durar eternamente.

Con el tiempo había adquirido la capacidad de mimetizarse con aquello que tuviese detrás (librerías, jardines, cortinas, puertas, calles) hasta parecer inanimado, casi invisible para un ojo inexperto. Normalmente, a los extraños le llevaba cierto tiempo reparar en él, incluso aunque se encontrasen en la misma habitación. Y tardaban aún más en darse cuenta de que nunca hablaba. Había quien ni siquiera lo advertía.

Estha ocupaba muy poco espacio en el mundo.


Cuando Estha fue Devuelto, después del entierro de Sophie Mol, su padre lo envió a un colegio para chicos de Calcuta. No fue un estudiante excepcional, aunque tampoco era de los peores ni particularmente malo en nada. Es un alumno corriente, o Su trabajo es satisfactorio, eran los comentarios habituales que sus profesores escribían en las evaluaciones anuales. No participa en las actividades de grupo solía ser otra queja recurrente. Aunque nunca explicaron exactamente a qué se referían con «actividades de grupo».

Estha acabó el colegio con notas mediocres pero se negó a ir a la universidad. En vez de eso, y para vergüenza de su padre y de su madrastra, al menos al principio, comenzó a hacer las tareas de la casa. Como si intentara pagar, a su manera, su manutención. Barría, fregaba los suelos y lavaba la ropa. Aprendió a cocinar y a comprar verduras. Los vendedores de los bazares, sentados detrás de pirámides de verduras aceitadas y relucientes, se habituaron a verlo y a atenderlo en medio de los gritos de sus otros clientes. Le daban latas oxidadas para que pusiera las verduras que iba escogiendo. Nunca regateaba. Y ellos nunca lo engañaban. Después de pesar las verduras y de que las hubiese pagado, se las colocaban en su canasta de la compra de plástico rojo (las cebollas debajo, las berenjenas y los tomates encima), y siempre añadían un ramito de cilantro y un puñado de guindillas gratis. Estha regresaba a casa cargado con todo aquello en el tranvía abarrotado. Una burbuja de silencio que flotaba en un mar de ruido.

Si necesitaba algo durante las comidas, se levantaba y se lo servía.

Una vez llegado, el silencio se instaló en Estha y se extendió por todo su ser. Salió de su cabeza y lo envolvió con sus viscosos brazos. Lo meció al ritmo de un latido antiguo, fetal. Fue extendiendo poco a poco sus tentáculos furtivos y llenos de ventosas por el interior de su cráneo, aspirando los montículos y las hondonadas de su memoria, desplazando viejas frases, birlándoselas de la punta de la lengua. Quitó a sus pensamientos las palabras necesarias para describirlos y los dejó pelados y desnudos. Impronunciables. Entumecidos. Y, por lo tanto, tal vez casi inexistentes para cualquier observador. Lentamente, con el paso de los años, Estha se fue apartando del mundo. Se fue acostumbrando cada vez más al incómodo pulpo que vivía en su interior y que inyectaba aquella tinta tranquilizante en su pasado. Poco a poco la razón de su silencio fue quedando oculta, sepultada en las profundidades de los pliegues sedantes del hecho en sí.

Cuando Khubchand, su adorado chucho de diecisiete años, ciego, pelón e incontinente, decidió representar la escena final de una miserable muerte que llevaba largo tiempo ensayando, Estha lo cuidó durante todo aquel suplicio como si su propia vida dependiese de ello. En los últimos meses, Khubchand, que tenía la mejor de las intenciones, pero la peor de las vejigas, se arrastraba hasta la trampilla que había en la parte inferior de la puerta que conducía al jardín trasero, metía la cabeza a través de ella y soltaba un orín vacilante, de color amarillo fuerte, dentro. Después, con la vejiga vacía y la conciencia tranquila, miraba a Estha con sus ojos verdes, opacos como dos charcos llenos de verdín en medio de la cabeza entrecana, y regresaba tambaleándose a su almohadón mojado, dejando el suelo surcado de húmedas huellas. Mientras Khubchand agonizaba en su almohadón, Estha podía ver la ventana del dormitorio reflejada en sus suaves testículos de color púrpura. Y el cielo detrás. Y, en una ocasión, un pájaro que lo cruzó volando. Para Estha (empapado del olor a rosas marchitas, sumido en el sangriento recuerdo de un hombre roto), el hecho de que algo tan frágil, tan insoportablemente tierno, hubiese sobrevivido, de que se le hubiese permitido existir, era un milagro. El vuelo de un pájaro reflejado en los testículos de un perro viejo. Aquello le arrancó una sonora sonrisa.

Después de la muerte de Khubchand, Estha comenzó sus caminatas. Andaba durante horas y horas. Al principio, sólo recorría su barrio, pero, poco a poco, empezó a ir cada vez más lejos.

La gente se acostumbró a verlo por la carretera. Un hombre bien vestido de andar tranquilo. Se le oscureció el rostro y adquirió el aspecto de quien pasa mucho tiempo al aire libre. Vigoroso. Arrugado por el sol. Comenzó a parecer más sabio de lo que realmente era. Parecía un pescador en una ciudad. Lleno de secretos marinos.


Ahora que había sido re-Devuelto, Estha caminaba por todo Ayemenem.

Algunos días recorría la orilla del río, que olía a excrementos y a pesticidas comprados con préstamos del Banco Mundial. La mayor parte de los peces habían muerto. Los supervivientes tenían las aletas podridas y estaban llenos de forúnculos.

Otros días caminaba carretera abajo. Pasaba por delante de las casas nuevas, flamantes, refrigeradas, construidas con dinero del Golfo, pertenecientes a enfermeras, albañiles, encofradores y empleados de banca que realizaban trabajos arduos e insatisfactorios en lugares lejanos. Pasaba por delante de las casas más viejas, rencorosas y verdes de envidia, agazapadas al fondo de sus caminos de entrada privados, entre sus árboles del caucho privados. Todas ellas feudos tambaleantes con epopeya propia.

Pasaba por delante de la escuela que su bisabuelo construyó para los niños Intocables del pueblo.

Pasaba por delante de la amarilla iglesia de Sophie Mol. Por delante del Club Juvenil de Kung Fu de Ayemenem. Por delante de la Guardería Infantil Brotes Tiernos (para los Tocables), por delante de la tienda de comestibles que vendía arroz, azúcar y bananas, que colgaban del techo en racimos amarillos. También tenían revistas baratas de pomo blando con historias ficticias acerca de maníacos sexuales del Sur de la India, sujetas con pinzas en cuerdas que colgaban del techo. Se balanceaban lentamente mecidas por la suave brisa y tentaban a quienes simplemente iban a comprar comida con fugaces visiones de mujeres desnudas entradas en carnes, tendidas en falsos charcos de sangre.

A veces Estha pasaba por delante de la Imprenta La Buena Suerte, que pertenecía al viejo camarada K. N. M. Pillai y había sido la sede del Partido Comunista en Ayemenem, donde se organizaban sesiones de estudio a medianoche y se imprimían y distribuían panfletos con enardecedoras canciones del Partido Comunista. La bandera que ondeaba sobre el tejado había adquirido un aspecto viejo y andrajoso. El rojo estaba desteñido.

En cuanto al camarada Pillai, por las mañanas se sentaba a la puerta con una camiseta Aertex grisácea y un fino mundu blanco bajo el que se le marcaban los testículos. Con aceite de coco tibio sazonado con pimienta daba masaje a sus carnes flojas y viejas, que le colgaban de los huesos como si fueran de chicle. Vivía solo. Kalyani, su mujer, había muerto de un cáncer de ovarios. Lenin, su hijo, se había trasladado a Delhi, donde tenía una empresa que se encargaba de los servicios de mantenimiento de varias embajadas.

Si el camarada Pillai estaba untándose aceite a la puerta de su casa cuando Estha pasaba por allí, siempre lo saludaba:

– ¡Estha, muchacho! -gritaba con su voz aguda y aflautada, ahora gastada y fibrosa como una caña de azúcar despojada de su corteza-. ¡Buenos días! ¿Dando tu paseo habitual?

Estha pasaba de largo, ni grosero ni cortés. Simplemente en silencio.

El camarada Pillai se daba golpes por todo el cuerpo para activar la circulación. No estaba seguro de si Estha lo reconocía al cabo de tantos años. Tampoco le importaba demasiado. Aunque su papel en el asunto no había sido insignificante, ni mucho menos, el camarada Pillai no se consideraba, en absoluto, responsable de lo que había ocurrido. Restaba importancia a aquellos hechos, a los que consideraba Consecuencia Inevitable de una Política Necesaria. Para hacer una tortilla hay que romper unos cuantos huevos. Pero hay que tener en cuenta que el camarada K. N. M. Pillai era, esencialmente, un político. Un profesional de hacer tortillas. Iba por el mundo como un camaleón. Nunca mostraba su verdadero ser, y se las arreglaba para que no se notara. Siempre salía ileso del caos.

Fue la primera persona de Ayemenem que se enteró del regreso de Rahel. La noticia, más que perturbarlo, despertó su curiosidad. Estha era casi un extraño para el camarada Pillai. Su expulsión de Ayemenem había sido tan brusca y repentina, y, además, hacía tantos años de aquello… Pero a Rahel el camarada Pillai la conocía bien. La había visto crecer. Se preguntaba qué la habría hecho volver. Al cabo de tantos años.


La cabeza de Estha había estado en silencio hasta la llegada de Rahel. Pero ella trajo consigo el ruido de trenes que pasan y las luces y sombras que se proyectan sobre uno si se está sentado junto a la ventanilla. El mundo, al que Estha había cerrado su cabeza durante tantos años, lo inundó de repente, y ya no podía escucharse a sí mismo debido al ruido. Trenes. Tráfico. Música. La Bolsa. Se había roto un dique y las aguas desatadas lo arrastraban todo en un remolino. Cometas, violines, manifestaciones, soledad, nubes, barbas, fanáticos, listas, banderas, terremotos, desesperación, todo era arrastrado dando vueltas en un remolino.

Y Estha, mientras caminaba por la orilla del río, ya no podía sentir la humedad de la lluvia, ni el escalofrío que recorrió al cachorro aterido de frío que lo había adoptado temporalmente y chapoteaba a su lado. Pasó por delante del viejo mangostán y subió hasta el borde de un espolón de laterita que se adentraba en el río. Se puso en cuclillas y se meció bajo la lluvia. Bajo sus zapatos el barro húmedo producía un ruido desagradable, como de succión. El cachorro aterido de frío tiritaba y observaba.


Bebé Kochamma y Kochu María, la diminuta cocinera de corazón avinagrado y mal carácter, eran las únicas personas que quedaban en la casa de Ayemenem cuando Estha fue re-Devuelto. Su abuela, Mammachi, había muerto. Chacko vivía ahora en el Canadá y dirigía un negocio de antigüedades que marchaba mal.

En cuanto a Rahel…

Tras la muerte de Ammu (después de volver por última vez a Ayemenem, hinchada por la cortisona y con un estertor en el pecho que sonaba como los gritos lejanos de un hombre), Rahel comenzó a ir a la deriva. De colegio en colegio. Pasaba las vacaciones en Ayemenem, ignorada la mayor parte del tiempo por Chacko y Mammachi (cada vez más atontados por la pena, hundidos en su inmenso dolor como un par de borrachos en un bar) e ignorando la mayor parte del tiempo a Bebé Kochamma. Chacko y Mammachi intentaron prestar atención a los asuntos relacionados con la educación de Rahel, pero no pudieron. Cumplieron con sus responsabilidades materiales (comida, ropa, dinero), pero nunca demostraron ningún interés por ella.

La Pérdida de Sophie Mol deambulaba suavemente por la casa de Ayemenem como una silenciosa presencia en calcetines. Se escondía entre los libros y en la comida. En el estuche del violín de Mammachi. En las costras de las heridas de las espinillas de Chacko, que siempre se las estaba hurgando. En sus piernas femeninas y fláccidas.

Es curioso cómo, a veces, el recuerdo de la muerte pervive mucho más que el de la vida por ella arrebatada. Con el paso de los años, a medida que el recuerdo de Sophie Mol (la que hacía sagaces preguntas: ¿Adonde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?; la que decía las cosas sin tapujos: Vosotros sois indios del todo y yo sólo a medias; la portadora de nuevas escalofriantes: Una vez vi a un hombre que había tenido un accidente y le colgaba un ojo de un nervio, como un yo-yo) se desvanecía lentamente, iba cobrando cuerpo y vida la Pérdida de Sophie Mol. Siempre estaba presente. Era como la fruta del tiempo. De todas las estaciones. Era tan inamovible como un funcionario del Estado. Acompañó a Rahel durante su infancia (de colegio en colegio) hasta que se convirtió en mujer.

El primero que puso a Rahel en la lista negra fue el Convento de Nazaret, cuando tenía once años y la encontraron frente a la puerta del jardín de la encargada de la residencia de estudiantes, decorando con florecillas un montículo de excremento de vaca. A la mañana siguiente, durante la reunión diaria de profesores y alumnos, le hicieron buscar la palabra depravación en el Diccionario Oxford y leer su significado en voz alta. «Condición o estado de depravado o corrupto», leyó Rahel, con una fila de monjas de bocas severas sentadas a sus espaldas y un mar de rostros de colegialas intentando aguantar la risa delante. «Condición de pervertido: perversión moral; Corrupción innata de la naturaleza humana debida al pecado original; Tanto los elegidos como los no elegidos vienen al mundo en estado de total depravación y alejamiento de Dios y, por sí mismos, no pueden sino pecar. J. H. Blunt.»

Seis meses más tarde la expulsaron, después de las continuas quejas de las niñas de los cursos superiores. La acusaban (y con razón) de esconderse detrás de las puertas para chocar deliberadamente con sus compañeras mayores. Cuando la directora la sometió a un interrogatorio para averiguar el porqué de su comportamiento (con artimañas, con palmetazos, sin comer ni cenar), acabó confesando haberlo hecho para averiguar si los pechos dolían o no. En aquella cristiana institución los pechos no tenían cabida. Se suponía que no existían y, si no existían, ¿cómo podían doler?

Ésa fue la primera de sus tres expulsiones. La segunda fue por fumar. La tercera, por prenderle fuego al moño postizo de la encargada de la residencia de estudiantes que Rahel confesó, bajo amenaza de castigo corporal, haber robado.

En todos los colegios a los que asistió los profesores observaron que:

a) Era una niña extremadamente educada.

b) No tenía amigos.

Parecía una forma de corrupción solitaria y educada. Razón por la cual todos estaban de acuerdo (y saboreaban su magistral desaprobación, paladeándola, chupándola como un caramelo) en que era un caso aún más grave.

Era, murmuraban entre ellos, como si no supiera comportarse como una chica.


Y no andaban lejos de la verdad.

Por raro que parezca, era como si el hecho de que no le prestaran atención hubiera tenido como consecuencia una imprevisible liberación de su espíritu.

Rahel creció sin que nadie le fijara directrices. Sin que nadie se ocupara de concertar su matrimonio. Sin que nadie estuviera dispuesto a pagar su dote y, por lo tanto, sin un marido forzado que surgiera amenazador en el horizonte.

Así que, mientras no armara mucho jaleo, era libre de hacer cuantas investigaciones quisiera: sobre los pechos y si dolían o no. Sobre los moños postizos y lo bien que ardían. Sobre la vida y cómo debía vivirse.

Cuando acabó el colegio, consiguió ingresar en una mediocre escuela de arquitectura de Delhi. No porque estuviera seriamente interesada en la arquitectura. De hecho, ni siquiera lo estaba a nivel superficial. Lo que pasó fue que se presentó a los exámenes de ingreso y, por casualidad, los aprobó. Más que por su habilidad, los profesores quedaron impresionados por el tamaño (enorme) de sus bocetos al carboncillo de naturalezas muertas. Interpretaron el descuido y la audacia de los trazos como una señal de atrevimiento artístico aunque, en realidad, su creadora no tenía nada de artista.

Pasó ocho años en la escuela y no llegó a acabar los cinco cursos que le habrían permitido obtener su diploma. La matrícula era barata y no le fue difícil buscarse la vida: vivía en una residencia de estudiantes, comía en un comedor estudiantil subvencionado y se saltaba la mayoría de las clases para ir a trabajar de delineante a lúgubres estudios de arquitectura que explotaban a los estudiantes como mano de obra barata para pasar los proyectos que presentaban a los concursos y les echaban las culpas si las cosas salían mal. Los demás estudiantes, especialmente los chicos, se sentían intimidados por la rebeldía y la casi feroz falta de ambición de Rahel. Así que la dejaban de lado. No la invitaban nunca a sus bonitas casas ni a sus ruidosas fiestas. Hasta sus profesores recelaban de ella: de sus proyectos arquitectónicos extraños y poco prácticos, presentados en papel de estraza barato, y de su indiferencia ante sus críticas furibundas.

De vez en cuando escribía a Chacko y a Mammachi, pero nunca regresó a Ayemenem. Ni cuando murió Mammachi. Ni cuando Chacko emigró al Canadá.

Fue en la escuela de arquitectura donde conoció a Larry McCaslin, que había ido a Delhi a recopilar material para su tesis doctoral sobre El ahorro de energía en la arquitectura popular. Vio a Rahel por primera vez en la biblioteca de la escuela, y volvió a verla, pocos días después, en el mercado del kan. Vestía vaqueros y una camiseta blanca. Alrededor del cuello llevaba abotonada una vieja colcha hecha con trozos de telas de varios colores que le colgaba por detrás a modo de capa. Llevaba el rebelde cabello recogido bien tirante para que pareciese liso, aunque no lo era. Un diamante diminuto brillaba en una de las aletas de su nariz. Tenía unas clavículas sorprendentemente bellas y una forma de caminar ágil y bonita.

Ahí va una melodía de jazz, se dijo Larry McCaslin, y la siguió hasta una librería donde ninguno de los dos miró ningún libro.

Rahel se dirigió hacia el matrimonio como un pasajero se dirige hacia un asiento vacío en la sala de espera de un aeropuerto. Con la sensación de que al fin podría sentarse. Regresaron juntos a Boston.

Cuando Larry abrazaba a su mujer, la mejilla de ésta quedaba a la altura de su corazón. Era lo suficientemente alto para verle la coronilla y contemplar el oscuro revoltijo de su pelo. Cuando le ponía un dedo en la comisura de la boca, sentía un minúsculo latido. Le encantaba su emplazamiento. Y aquella pulsación apenas perceptible, indefinida, justo debajo de la piel. Cuando la tocaba, escuchaba con los ojos, como un futuro padre que siente cómo se mueve su hijo nonato dentro del vientre de la madre.

La acariciaba como si fuese un regalo. Que le fue dado por amor. Algo pequeño y apacible. Insoportablemente valioso.

Pero cuando hacían el amor se sentía ofendido por sus ojos. Se comportaban como si pertenecieran a otra persona. A alguien que estuviera observando. Que estuviera mirando el mar desde una ventana. O a una barca en el río. O a un transeúnte que llevara sombrero en medio de la bruma.

Se exasperaba porque no sabía qué significaba aquella mirada. La situaba a medio camino entre la indiferencia y la desesperación. No sabía que en algunos lugares, como en el país del que procedía Rahel, había diferentes clases de desesperación que pugnaban por la primacía. Y que la desesperación personal nunca llegaba a ser lo suficientemente desesperada. Que algo sucedía cuando la confusión personal chocaba casualmente con el altar levantado al borde del camino a la confusión pública de una nación. Una confusión inverosímil, insensata, ridícula, torrencial, circundante, violenta, inmensa. Sucedía que el Dios Grande bramaba como un viento tórrido exigiendo reverencia. Y entonces el Dios Pequeño (agradable y contenido, privado y limitado) retrocedía cauterizado, riéndose, aturdido, de su propia audacia. Acostumbrado a la constante confirmación de su inconsecuencia, se tornaba acomodaticio e indiferente. No había mucho que importara. Nada de lo que importaba, importaba mucho. Y, cuanto menos importaba, menos importaba. Nada tenía nunca suficiente importancia. Porque cosas peores habían sucedido. En el país del que ella procedía, en eterno equilibrio entre los terrores de la guerra y los horrores de la paz, continuaban sucediendo las peores cosas.

Así que el Dios Pequeño se reía con una risa ahogada y se alejaba retozando alegremente. Como un niño rico en pantaloncitos cortos. Silbando, pateando piedrecitas. La fuente de su frágil regocijo era la relativa pequeñez de su desgracia. Se encaramaba a los ojos de la gente y se convertía en una expresión exasperante.

Lo que Larry McCaslin veía en los ojos de Rahel no era desesperación, ni mucho menos, sino una especie de optimismo forzado. Y un vacío donde antes habían estado las palabras de Estha. No cabía esperar que lo entendiera. Que el vacío en uno de los gemelos no fuese más que la versión del silencio del otro. Que las dos cosas encajasen. Como una cuchara sobre otra. Como los cuerpos familiares de los amantes.

Después de divorciarse, Rahel trabajó durante unos meses de camarera en un restaurante indio de Nueva York. Y luego, varios años, de cajera en el turno de noche en una gasolinera de las afueras de Washington, en una cabina con cristales a prueba de balas en la que a veces los borrachos vomitaban en la bandeja del dinero y los proxenetas le proponían trabajos más lucrativos. En dos ocasiones vio cómo disparaban contra hombres a través de las ventanillas de sus coches. Y en otra vio cómo tiraban de un coche en marcha a un hombre con un cuchillo clavado en la espalda.

Y entonces Bebé Kochamma le escribió diciendo que Estha había sido re-Devuelto. Rahel dejó su trabajo en la gasolinera y abandonó encantada los Estados Unidos. Para volver a Ayemenem. A Estha en medio de la lluvia.


En la vieja casa de la colina, Bebé Kochamma estaba sentada a la mesa del comedor quitando la gruesa y amarga piel de un pepino un poco pasado. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, deslucido, de mangas abullonadas y con manchas amarillentas de azafrán. Balanceaba sus piececillos de uñas pintadas por debajo de la mesa como un niño pequeño en una silla alta. Los tenía hinchados como si fueran almohadoncitos inflables con forma de pie. En los viejos tiempos, cada vez que alguien llegaba de visita a Ayemenem, Bebé Kochamma se encargaba de poner en evidencia lo grandes que tenían los pies. Les pedía que le dejasen probarse sus chanclas y decía: «¡Uy, mirad lo grandes que me van!». Después se ponía a dar vueltas por la casa con ellas y se levantaba un poco el sari para que todo el mundo quedara maravillado de los pies tan diminutos que tenía.

Pelaba aquel pepino con un aire de triunfo apenas disimulado. Estaba encantada de que Estha no le hubiese hablado a Rahel. De que la hubiese mirado y hubiese pasado de largo. Rumbo a la lluvia. Como hacía con todo el mundo.

Tenía ochenta y tres años. Sus ojos se extendían como mantequilla tras unas gruesas gafas.

– Ya te lo dije, ¿no? -le dijo a Rahel-. ¿Qué esperabas? ¿Un tratamiento especial? Ha perdido la cabeza, ¿qué te dije? ¡Ya no reconoce a nadie! ¿Qué creías?

Rahel no dijo nada.

Sentía el ritmo del balanceo de Estha y la humedad de la lluvia sobre su piel. Oía el estridente revoltijo que había dentro de su cabeza.

Bebé Kochamma dirigió a Rahel una mirada inquieta. Empezaba a arrepentirse de haberle escrito comunicándole el regreso de Estha. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¿Ocuparse de él durante el resto de su vida? ¿Y por qué tenía que ser ella? No era responsabilidad suya.

¿O sí?

El silencio se instaló como un intruso invisible entre la sobrina nieta y la tía abuela más joven de la familia. Alguien extraño. Dominante. Nocivo. Bebé Kochamma se dijo que no debía olvidarse de cerrar la puerta de su dormitorio con llave por la noche. Buscó algo que decir.

– ¿Qué te parece mi melena?

Se llevó la mano del pepino al pelo, que lucía un nuevo corte. Una patética mancha de lechoso zumo quedó prendida de su cabello.

A Rahel no se le ocurrió nada que decir. Contempló en silencio cómo Bebé Kochamma pelaba el pepino. Trocitos de piel amarillenta le habían salpicado la pechera. El pelo, teñido de negro azabache, le colgaba como hilos sueltos del cuero cabelludo. El tinte le había manchado de gris pálido la piel de la frente y formaba una especie de segunda línea borrosa de nacimiento del pelo. Rahel notó que había empezado a maquillarse. Lápiz de labios. Kohl. Un leve toque de colorete. Y debido a que la casa estaba cerrada y a oscuras, y a que sólo confiaba en las bombillas de cuarenta vatios, la boca pintada estaba un poco desplazada respecto a la boca real.

Se le habían adelgazado la cara y los hombros, lo cual hizo que su figura pasara de ser redondeada a cónica. Aunque, sentada a la mesa del comedor, con las enormes caderas ocultas, parecía casi frágil. La débil luz borraba las arrugas de su rostro y la hacía parecer más joven, pero, al mismo tiempo, le daba un aspecto extraño, como ajado. Llevaba gran cantidad de joyas. Las joyas de la difunta abuela de Rahel. Todas. Anillos que emitían destellos. Pendientes de diamantes. Brazaletes de oro y una gargantilla, también de oro, primorosamente labrada, que se tocaba de vez en cuando para asegurarse de que seguía allí y de que le pertenecía. Como una joven novia que no podía convencerse de su buena suerte.

Está viviendo la vida al revés, pensó Rahel.

Lo curioso es que era una observación muy acertada. Bebé Kochamma había vivido la vida al revés. De joven había renunciado al mundo material y ahora, de vieja, parecía aferrarse a él. Abrazaba el mundo material, y éste le devolvía el abrazo.

A los dieciocho años, Bebé Kochamma se había enamorado del padre Mulligan, un sacerdote irlandés, joven y apuesto, al que habían enviado un año a Kerala desde el seminario de Madrás. Estudiaba los escritos sagrados hindúes para poder rebatirlos con conocimiento de causa.

Todos los jueves por la mañana el padre Mulligan iba a Ayemenem a visitar al padre de Bebé Kochamma, el reverendo E. John Ipe, que era sacerdote de la Iglesia de Mar Thoma [2]. El reverendo Ipe era muy conocido dentro de la comunidad cristiana por ser el hombre al que había bendecido personalmente el Patriarca de Antioquía, cabeza de la Iglesia ortodoxa siria. Este episodio había pasado a formar parte del folklore de Ayemenem.

En 1876, cuando el padre de Bebé Kochamma tenía siete años, su padre lo llevó a ver al Patriarca, que había ido a visitar a los cristianos sirios de Kerala. De repente, se encontraron justo frente a un grupo de personas a las que el Patriarca se dirigía desde la galería occidental de la casa Kalleny, en Cochín. El padre aprovechó la oportunidad y, después de susurrar algo al oído de su hijo, lo empujó hacia adelante. El futuro reverendo, patinando sobre sus talones y paralizado de miedo, posó sus atemorizados labios sobre el anillo que el Patriarca llevaba en el dedo corazón y lo dejó mojado de saliva. El Patriarca se limpió el anillo en la manga y bendijo al pequeño. Mucho después de haberse hecho mayor y haberse convertido en sacerdote, al reverendo Ipe continuaban llamándolo el Punnyan Kunju -el Pequeño Bendecido-, y la gente bajaba en barquitas por el río desde Alleppey y Ernakulam para llevarle a sus hijos a fin de que los bendijera a su vez.

Aunque había una diferencia de edad considerable entre el padre Mulligan y el reverendo Ipe, y aunque pertenecían a distintas confesiones cristianas (que lo único que compartían era un sentimiento de antipatía mutua), los dos disfrutaban de la compañía del otro y, con mucha frecuencia, el reverendo Ipe invitaba al padre Mulligan a que se quedase a almorzar. Sólo uno de los dos se daba cuenta de la excitación sexual que subía como la marea en la muchacha delgada que seguía rondando alrededor de la mesa mucho después de que hubiese acabado el almuerzo.

Al principio, Bebé Kochamma intentó seducir al padre Mulligan con una representación semanal de caridad. Todos los jueves por la mañana, hacia la hora en que solía llegar el padre Mulligan, Bebé Kochamma sometía a algún niño pobre del pueblo a un baño a la fuerza junto al pozo y lo frotaba con un trozo de jabón rojo y duro que dejaba doloridas sus marcadas costillas.

– ¡Buenos días, padre! -gritaba Bebé Kochamma cuando lo veía llegar, y le dirigía una sonrisa que no dejaba traslucir la despiadada energía con que sus dedos atenazaban el escurridizo brazo enjabonado del escuálido niño de turno.

– ¡Buenos días, Bebé! -contestaba el padre Mulligan, al tiempo que se detenía y cerraba el paraguas con que se protegía del sol.

– Hay algo que quería preguntarle, padre -decía Bebé Kochamma-. En la Primera Epístola a los Corintios, capítulo diez, versículo veintitrés, dice…: «Todo es lícito, pero no todo es conveniente». Padre, ¿cómo es posible que Él considere todo lícito? Quiero decir que entiendo que algunas cosas sean lícitas para Él, pero…

El padre Mulligan se sentía más que halagado por los sentimientos que provocaba en la atractiva jovencita que se hallaba de pie delante de él, con la boca temblorosa, que invitaba al beso, y los ojos centelleantes y negros como el carbón. Porque él también era joven y tal vez no se le escapaba el hecho de que las solemnes explicaciones con las que disipaba aquellas falsas dudas bíblicas no concordaban en absoluto con la emocionante promesa que ofrecían sus resplandecientes ojos color esmeralda.

Todos los jueves, impertérritos bajo el despiadado sol del mediodía, se quedaban charlando junto al pozo. Tanto la joven como el intrépido jesuita temblaban con una pasión poco cristiana. Utilizaban la Biblia como artimaña para estar juntos.

Invariablemente, en medio de la conversación, el pobre niño enjabonado, que estaba recibiendo un baño a la fuerza, se las arreglaba para escabullirse, y el padre Mulligan volvía a la realidad y decía:

– ¡ Uy! ¡ Hay que atrapar a ese niño antes de que pille un resfriado!

Después volvía a abrir su paraguas y se alejaba con su sotana color chocolate y sus cómodas sandalias, dando largas zancadas, como un camello que tuviera una cita pendiente. El corazón compungido de la joven Bebé Kochamma lo seguía como un perrito atado a una correa, dando saltos, trastabillando entre hojas y piedrecitas. Magullado y casi roto.

Transcurrió un año entero lleno de jueves. Y al padre Mulligan le llegó el momento de regresar a Madrás. Dado que la caridad no había provocado resultados tangibles, la joven Bebé Kochamma, desesperada, volcó todas sus esperanzas en la fe.

Desplegando una obcecada determinación (que en una joven de aquella época se consideraba algo tan malo como una deformación física, un labio leporino, por ejemplo, o un pie deforme), Bebé Kochamma desafió las órdenes de su padre y se convirtió al catolicismo. Con una dispensa especial del Vaticano, hizo los votos y entró en un convento de Madrás como novicia. De alguna manera, esperaba que ello le proporcionase ocasiones justificadas para estar con el padre Mulligan. Se imaginaba junto a él en habitaciones oscuras y sepulcrales, con pesados cortinajes de terciopelo, discutiendo sobre teología. Eso era todo lo que deseaba. Todo lo que se atrevía a esperar. Simplemente, estar cerca de él. Lo bastante cerca para sentir el olor de su barba. Para ver el burdo tejido de su sotana. Para amarlo sólo con la mirada.

Pronto se dio cuenta de lo inútil de su esfuerzo. Resultó que las monjas monopolizaban a los curas y a los obispos con dudas bíblicas más rebuscadas de lo que las suyas podrían llegar a ser jamás, y comprendió que pasarían años antes de que pudiera llegar a estar más o menos cerca del padre Mulligan. Empezó a sentirse intranquila y desdichada en el convento. Le salió un sarpullido alérgico en el cuero cabelludo que no se le curaba debido al roce continuo de la toca. Le parecía que su inglés era mucho mejor que el de sus compañeras, y eso la hacía sentirse más sola.

Transcurrido un año de su ingreso en el convento, su padre comenzó a recibir cartas extrañas: «Mi querido papá: me encuentro bien y contenta al servicio de Nuestra Señora. Pero Koh-i-noor no parece feliz y echa de menos a su familia». «Mi querido papá: hoy Koh-i-noor vomitó después de comer y tiene un poco de fiebre.» «Mi querido papá: parece que la comida del convento no le sienta bien a Koh-i-noor, aunque a mí me gusta bastante.» «Mi querido papá: Koh-i-noor está disgustada porque su familia parece no entenderla ni preocuparse por su bienestar…»

El reverendo E. John Ipe sabía que aquél era el nombre del diamante más grande del mundo (en aquella época), pero no conocía a nadie que se llamara Koh-i-noor. Se preguntaba cómo era posible que una joven con nombre musulmán hubiese ingresado en un convento católico.

Pasado cierto tiempo, fue la madre de Bebé Kochamma quien se dio cuenta de que Koh-i-noor no era otra que su propia hija. Se acordó de que, muchos años antes, le había mostrado a ésta una copia del testamento de su padre (el abuelo de Bebé Kochamma) en el que, al describir a sus nietos, había escrito: «Tengo siete joyas, una de las cuales es mi Koh-i-noor.» A continuación legaba pequeñas sumas de dinero y algunas joyas a cada nieto, pero sin aclarar a cuál de ellos consideraba su Koh-i-noor. La madre de Bebé Kochamma se dio cuenta de que ésta había dado por sentado, por alguna razón que no comprendía, que era a ella a quien se refería el abuelo, y al cabo de tantísimos años, sabiendo que la madre superiora leía sus cartas antes de echarlas al correo, había resucitado a Koh-i-noor en el convento para comunicarle sus problemas a su familia.

El reverendo Ipe fue a Madrás y sacó a su hija del convento. Se sintió feliz de irse, pero insistió en no querer reconvertirse y continuó siendo católica apostólica romana el resto de sus días. A esas alturas el reverendo Ipe ya se había dado cuenta de que su hija había adquirido una «reputación» y era difícil que encontrase marido. Decidió que, ya que no podría casarse, no le vendría mal tener un título. Así que lo organizó todo para que fuese a estudiar a la Universidad de Rochester, en Estados Unidos.

Dos años después, Bebé Kochamma regresó de Rochester diplomada en jardinería ornamental, pero más enamorada que nunca del padre Mulligan. No quedaba ni rastro de la joven delgada y atractiva de antaño. Durante los años de estancia en Rochester, Bebé Kochamma había engordado. De hecho, hablando claramente, se había vuelto obesa. Hasta Chellappen, el sastre pequeñito y tímido de Chungam Bridge, insistía en cobrar la tarifa de las camisas de hombre, talla extragrande, cuando hacía blusas para sus saris.

Para evitar que cayera en la melancolía, su padre le encargó que se ocupara del jardín delantero de la casa de Ayemenem. Lo convirtió en un jardín ornamental tan vehemente y desmesurado que la gente iba desde Kottayam para verlo.

Era un trozo de terreno circular, en declive, rodeado por un camino serpenteante de gravilla muy empinado. Bebé Kochamma lo convirtió en un exuberante laberinto de setos enanos, rocas y gárgolas. Su flor favorita era el anturio. El Anthurium andraeanum. Tenía toda una colección: la «rubrum», la «luna de miel» y gran cantidad de variedades japonesas. Todas tenían una única espata carnosa, cuya gama de colores iba desde el negro jaspeado, en sus diversas tonalidades, hasta el rojo sangre y el naranja brillante, y unos espádices punteados y prominentes, siempre de color amarillo. En el centro del jardín de Bebé Kochamma, rodeado de arriates de cañacoros y polemonios, un querubín de mármol hacía pipí trazando un interminable arco plateado sobre un estanque poco profundo donde florecía un único loto azul. En cada esquina del estanque había un gnomo de escayola rosada, con las mejillas coloreadas y un picudo gorro rojo.

Bebé Kochamma pasaba todas las tardes en su jardín. Con sari y botas de goma. Blandía unas enormes tijeras de podar en sus manos enfundadas en guantes de jardinero de color naranja brillante. Como un domador de leones, domaba las retorcidas enredaderas y cuidaba los cactus pinchudos. No dejaba crecer a los bonsáis, mimaba a las orquídeas raras y le hacía la guerra al clima intentando cultivar edelweiss y guayabas chinas.

Todas las noches se untaba los pies con nata y se echaba para atrás las cutículas de las uñas.

El jardín ornamental, tras haber soportado aquella atención minuciosa e incesante durante más de medio siglo, había caído en los últimos tiempos en el abandono. Dejado a su propia suerte, se había vuelto desordenado y salvaje, como un circo cuyos animales hubiesen olvidado sus trucos. Una mala hierba, a la que la gente llamaba la «cizaña comunista» (porque en Kerala proliferaba igual que el comunismo), asfixió a las plantas exóticas. Sólo continuaron creciendo las enredaderas, como las uñas de los pies de los cadáveres. Se metían por los agujeros de la nariz de los gnomos de escayola rosada y florecían en sus cabezas huecas, a las que daban una expresión a medio camino entre la sorpresa y el desdén.

La razón de aquel abandono repentino y brusco fue la aparición de un nuevo amor. Bebé Kochamma había hecho instalar una antena parabólica en el tejado de la casa de Ayemenem y ahora tenía el mundo a sus pies sin moverse de su sala de estar gracias a la televisión vía satélite. La enorme excitación que aquello provocó en Bebé Kochamma era fácil de comprender. Porque no era algo que hubiese sucedido gradualmente. Ocurrió de la noche a la mañana. Rubias, guerras, hambrunas, fútbol, sexo, música, golpes de estado, todos llegaron en el mismo tren. Todos deshicieron las maletas a la vez. Y se quedaron en el mismo hotel. Y en Ayemenem, donde hasta entonces el sonido más estridente había sido el del claxon musical de un autobús, ahora podían convocarse guerras, hambrunas, vividas matanzas y hasta a Bill Clinton como si de sirvientes se tratara. Y así, mientras su jardín ornamental se marchitaba y moría, Bebé Kochamma veía todos los partidos de liga de la NBA americana, los encuentros de criquet y los torneos de tenis del Grand Slam. Entre semana veía The Bold and the Beautiful y Santa Bárbara, series en las que unas rubias frágiles, de labios pintados y peinados rígidos de tanta laca, seducían a androides y defendían sus imperios sexuales. A Bebé Kochamma la encantaban sus relucientes vestidos y sus conversaciones refinadas y retorcidas. Durante el día le venían a la cabeza fragmentos sueltos y se reía sola.

Kochu María, la cocinera, seguía llevando los gruesos pendientes de oro que le habían desfigurado los lóbulos de las orejas para siempre. Disfrutaba viendo Wrestling Manía, el show de la WWF, en el que Hulk Hogan y Mister Perfect, que tenían los cuellos más anchos que las cabezas, aparecían con mallas de lycra llenas de lentejuelas y se pegaban brutalmente el uno al otro. La risa de Kochu María tenía ese timbre levemente cruel que tienen a veces las risas de los niños pequeños.

Se pasaban el día en la sala de estar, Bebé Kochamma sentada en la silla de largos brazos o tumbada en la chaise longue (según el estado de sus pies) y Kochu María en el suelo, junto a ella (cambiando de un canal a otro siempre que podía), encerradas juntas en un ruidoso silencio televisivo. Una con el pelo blanco como la nieve, la otra con el pelo teñido de negro carbón. Participaban en todos los concursos, aprovechaban todos los descuentos que se anunciaban, y en una ocasión ganaron una camiseta y en otra un termo, que Bebé Kochamma guardó bajo llave en su armario.

A Bebé Kochamma le encantaba la casa de Ayemenem y cuidaba los muebles, que había heredado por haber sobrevivido a todos. El violín y el atril de Mammachi, los armarios de Ooty, las sillas de plástico que imitaba el mimbre, las camas de Delhi, el tocador de Viena con tiradores de marfil rajados. Y la mesa de comedor de palo de rosa que hizo Velutha.

La asustaban las hambrunas de la BBC y las guerras con las que se topaba al cambiar de canal. Sus viejos miedos a la revolución y a la amenaza marxista-leninista se habían reavivado por los nuevos temores que le causaba comprobar en el televisor el incremento del número de gentes desesperadas y desposeídas. Contemplaba las limpiezas étnicas, las hambrunas y los genocidios como amenazas directas hacia sus muebles.

Mantenía puertas y ventanas cerradas a cal y canto, a menos que las estuviera usando. Usaba sus ventanas para propósitos muy específicos. Para Respirar Aire Fresco. Para Pagar al Lechero. Para que Saliera una Avispa Encerrada (que Kochu María tenía que perseguir por toda la casa con una toalla).

Y hasta cerraba con llave la nevera descascarillada y triste donde guardaba su provisión semanal de bollos de crema, que Kochu María le traía de la Mejor confitería de Kottayam. Y las dos botellas de agua de arroz que bebía en lugar del agua normal. En el compartimiento inferior de la nevera guardaba lo que quedaba de la vajilla con motivos en azul y blanco que perteneció a Mammachi.

En el compartimiento del queso y la mantequilla puso la docena de ampollas de insulina que le regaló Rahel. Sospechaba que, en los tiempos que corrían, hasta los seres de apariencia más inocente e ingenua podían ser saqueadores de vajillas, adictos a los bollos de crema o diabéticos ladrones que recorrían Ayemenem en busca de insulina importada.

Ni siquiera confiaba en los gemelos. Los creía capaces de todo. Absolutamente de todo. Pensó que hasta podrían robarle el regalo que le habían hecho, y se dio cuenta, angustiada, de la rapidez con que había vuelto a pensar en los dos como si fuesen una sola persona. Al cabo de tantos años. Decidida a no dejar que el pasado se apoderase de ella, alteró su pensamiento inmediatamente. Ella. Ella podría robarle su regalo.

Miró a Rabel, de pie junto a la mesa del comedor, y notó el mismo sigilo inquietante, la capacidad de quedarse muy quieta y muy callada, que Estha parecía haber llegado a dominar. Bebé Kochamma estaba un poco intimidada por la impasibilidad de Rahel.

– Y bien… -dijo con voz chillona y entrecortada-. ¿Qué planes tienes? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¿Ya lo has decidido?

Rahel intentó decir algo. Le salió un sonido mellado, como el borde irregular de una lata. Fue hasta la ventana y la abrió. Para respirar aire fresco.

– Ciérrala cuando hayas acabado -dijo Bebé Kochamma, y su rostro se cerró como un armario.


Ya no se podía ver el río desde la ventana.

Se pudo hasta que Mammachi hizo cerrar la galería trasera con la que fue la primera puerta corredera de Ayemenem. Entonces descolgaron los retratos al óleo del reverendo E. John Ipe y de Aleyooty Ammachi (los bisabuelos de Estha y de Rahel) de la galería trasera y los colocaron en la delantera.

Y allí seguían el Pequeño Bendecido y su mujer, colgados a ambos lados de la cabeza de bisonte disecada.

El reverendo Ipe dirigía su sonrisa de antepasado seguro de sí mismo hacia la calle, en lugar de dirigirla hacia el río.

Aleyooty Ammachi no parecía tan segura de sí misma. Era como si quisiera volverse, pero no pudiera. Tal vez para ella no fue tan fácil abandonar el río. Sus ojos miraban en la misma dirección en que lo hacía su marido, pero su corazón estaba vuelto hacia otro lado. Los pesados pendientes kunukku de oro mate (una muestra de la bondad del Pequeño Bendecido) le habían estirado los lóbulos de las orejas hasta tocar sus hombros. A través de los agujeros que dejaron era posible ver el río de aguas cálidas y los árboles oscuros inclinados sobre él. Y los pescadores en sus barcas. Y los peces.

Aunque ya no se podía ver el río desde ella, la casa de Ayemenem seguía evocándolo, del mismo modo que una concha marina siempre evoca el mar.

Evocaba la corriente, el agua agitada, los peces nadando.

Desde la ventana del comedor a la que estaba asomada, mientras el viento le revolvía el pelo, Rahel veía tamborilear la lluvia con fuerza sobre el oxidado techo metálico de lo que fue la fábrica de conservas de su abuela.

Conservas y Encurtidos Paraíso.

Se alzaba entre la casa y el río.

Hacían encurtidos, zumos, mermeladas, curry y pina en lata. Y mermelada de plátano. (De forma ilegal después de que la Organización de Productos Alimentarios la prohibió porque, según sus normas, no era mermelada ni jalea. Demasiado líquida para ser jalea, y demasiado espesa para ser mermelada. De una consistencia ambigua e inclasificable, decían.)

Según sus normas…

Ahora, al cabo de tantos años, a Rahel le pareció que el problema que tenía su familia con las clasificaciones iba mucho más allá del asunto de las mermeladas y las jaleas.

Tal vez Ammu, Estha y ella fueron los peores transgresores. Pero no los únicos. Los otros no se quedaron cortos. Todos infringieron las normas. Todos entraron en territorio prohibido. Todos alteraron las leyes que establecían a quién debía quererse y cómo. Y cuánto. Las leyes que convertían a las abuelas en abuelas, a los tíos en tíos, a las madres en madres, a los primos en primos, a la mermelada en mermelada y a la jalea en jalea.

Hubo una época en la que los tíos se convirtieron en padres, las madres en amantes, y los primos murieron y fueron enterrados.

Hubo una época en que lo inconcebible se hizo concebible y ocurrió lo imposible.


Antes del entierro de Sophie Mol la policía ya había encontrado a Velutha.

Se le había puesto la carne de gallina alrededor de la zona de los brazos en la que las esposas le tocaban la piel. Frías esposas de aroma metálico. Como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el que desprendían las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos.

Después de que hubo pasado todo, Bebé Kochamma dijo: «Se cosecha lo que se siembra». Como si ella no hubiese tenido nada que ver con la siembra y su cosecha. Volvió sobre sus pequeños piececillos a su bordado de punto de cruz. Los deditos de sus pies no tocaban nunca el suelo. Fue idea suya que Estha fuera Devuelto.

El dolor y la amargura de Margaret Kochamma por la muerte de su hija se retorcían en su interior como un muelle furioso. No decía nada, pero durante los días que estuvo allí, antes de regresar a Inglaterra, le pegaba bofetadas a Estha siempre que podía.

Rahel miraba cómo Ammu metía las cosas de Estha en un pequeño baúl.

– Puede que tengan razón -susurró Ammu-. Puede que sea cierto que un chico necesita un Baba.

Rahel vio que tenía los ojos opacos y enrojecidos.


Consultaron a una Experta en Gemelos de Hyderabad. Les contestó con una carta en la que decía que no era aconsejable separar a los gemelos monocigóticos, pero que los heterocigóticos no eran diferentes de otros hermanos cualesquiera y que, aunque tendrían los mismos problemas que los demás niños que experimentan una ruptura de su hogar, no sería más que eso. Nada fuera de lo normal.

Así que Estha fue Devuelto en un tren con su baúl metálico y sus zapatos beige puntiagudos metidos en el bolso de viaje color caqui. Viajó a Madrás en primera clase por la noche en el tren correo, y después, con un amigo de su padre, desde Madrás hasta Calcuta.

Llevaba una bolsa con bocadillos de tomate. Y un termo Águila con un águila. Tenía imágenes horribles en la cabeza.

Lluvia. Aguas revueltas, oscuras. Y un olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

Pero lo peor de todo era que en su interior llevaba el recuerdo de un hombre joven con la boca de un viejo. El recuerdo de una cara hinchada y de una sonrisa destrozada y vuelta del revés. De un charco de líquido claro que se iba extendiendo y en el que se reflejaba una bombilla desnuda. De un ojo inyectado en sangre que se había abierto, cuya mirada había deambulado por la habitación hasta clavarse en él. Estha. ¿Y qué es lo que había hecho Estha? Había mirado aquel rostro amado y había dicho: Sí.

Sí, fue él.

Ésa era la palabra a la que el pulpo alojado dentro de Estha no podía llegar: Sí. Aspirar con los tentáculos no parecía servirle de mucho. El estaba alojado allí, en algún lugar profundo de un pliegue o de un surco, como un pelo de mango que se mete entre las muelas. Imposible de quitar, por más que se intente.

Desde un punto de vista puramente práctico, es probable que lo más correcto fuera decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem. Quizá sea cierto que las cosas pueden cambiar en un solo día. Que unas pocas docenas de horas pueden afectar al desarrollo de vidas enteras. Y que, cuando eso sucede, esas pocas docenas de horas, igual que los restos rescatados de una casa incendiada (el reloj carbonizado, la fotografía quemada, los muebles chamuscados), tienen que ser desenterradas de entre las ruinas y examinadas. Conservadas. Descifradas.

Cosas comunes, pequeños hechos, destrozados y recuperados. Imbuidos de un significado nuevo. De pronto, se convierten en los huesos descoloridos de una historia.

Aun así, decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem no deja de ser una forma más de ver las cosas.

De igual modo, podría afirmarse que, en realidad, comenzó hace miles de años. Mucho antes de que llegaran los comunistas. Antes de que los británicos tomaran Malabar, antes de la supremacía holandesa, antes de que llegara Vasco da Gama, antes de la conquista de Calicut por parte del primer zamorín [3]. Antes de que tres obispos sirios con túnicas púrpuras, asesinados por los portugueses, fuesen encontrados flotando en el mar, con serpientes marinas enroscadas sobre los pechos y ostras enredadas en las enmarañadas barbas. Podría afirmarse que comenzó mucho antes de que el cristianismo llegase en un barco y se extendiese por Kerala igual que rezuma el té de una bolsita.

Que, en realidad, comenzó en los días en que se establecieron las Leyes del Amor. Las leyes que determinan a quién debe quererse, y cómo.

Y cuánto.


Sin embargo, a efectos prácticos, en un mundo irremediablemente práctico…

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