16. POCAS HORAS MÁS TARDE

Tres niños a la orilla del río. Dos gemelos y otro con un pantalón de pana malva en cuyo peto decía ¡vacaciones! en letra cursiva.

Las hojas húmedas de los árboles relucían como el metal pulido. Grupos compactos de bambú amarillo estaban abatidos, inclinados hacia el río, como dolidos de antemano por lo que sabían que iba a ocurrir. Y el río estaba oscuro y silencioso. Era una ausencia más que una presencia, y no daba muestras de lo fuerte y caudaloso que bajaba.

Estha y Rahel arrastraron la barca para sacarla de los matorrales donde solían esconderla. Los remos que Velutha había hecho estaban escondidos en un árbol hueco. Echaron la barca al agua y la sostuvieron para que Sophie Mol saltara dentro. La oscuridad no parecía restarles confianza, y subían y bajaban por los peldaños de piedra refulgentes con tanta seguridad como las cabras.

Sophie Mol estaba más indecisa. Con un poco de miedo por lo que pudiese acecharles entre las sombras que los rodeaban. Llevaba una bolsa de tela cruzada por delante del pecho con comida sustraída del frigorífico. Pan, tarta, galletas. Los gemelos, abrumados por el peso de las palabras de su madre -¡Si no fuera por vosotros, no estaría aquí! ¡Nada de esto habría ocurrido! ¡No estaría aquí! ¡Tendría que haberos llevado a un orfelinato el día en que nacisteis! ¡Sois una piedra atada a mi cuello!-, no llevaban nada. Gracias a lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le había hecho a Estha, su Casa lejos de su Casa estaba ya equipada. En las dos semanas que habían transcurrido desde que Estha remó en la mermelada escarlata y Pensó Dos Cosas habían ido llevando poco a poco las provisiones esenciales: cerillas, patatas, una cacerola abollada, un pato inflable, calcetines con los dedos separados de colores, bolígrafos con autobuses londinenses y el koala de propaganda de Qantas con botones medio caídos por ojos.

– ¿Y si Ammu nos encuentra y nos ruega que volvamos?

– Pues volvemos, pero sólo si nos lo ruega.

Estha el Compasivo.

Sophie Mol había convencido a los gemelos de que era esencial que ella fuese también. Que la ausencia de los niños, de todos los niños, aumentaría los remordimientos de los mayores. Lo lamentarían de verdad, como las personas mayores de Hamelín cuando el flautista se llevó a sus niños. Buscarían por todas partes y, cuando estuvieran seguros de que habían muerto los tres, entonces volverían a casa triunfantes, valorados, queridos y echados de menos más que nunca. Su argumento definitivo fue que, si no la llevaban con ellos, podrían torturarla y obligarla a revelar el lugar en que estaban escondidos.

Estha esperó a que Rahel se metiera y luego ocupó su sitio a horcajadas en la barquita como si fuera un balancín. Utilizó las piernas para separarla de la orilla. Cuando comenzó a dar bandazos al llegar donde el agua era más profunda empezaron a remar río arriba, contra corriente en diagonal, del modo que Velutha les había enseñado. («Si queréis llegar allí, tenéis que dirigiros allí.»)

En medio de la oscuridad no podían ver que se habían equivocado de carril en aquella autopista silenciosa repleta de tráfico amortiguado. Que ramas, troncos, trozos de árboles, iban hacia ellos a una velocidad considerable.

Habían pasado ya lo Realmente Profundo y estaban sólo a unos metros del Otro Lado cuando chocaron con un tronco flotante y la barquita volcó. Ya les había ocurrido otras veces al cruzar el río en incursiones previas, y entonces nadaban hasta la orilla, al estilo perrito, agarrados a la barca y usándola como flotador. En esta ocasión, en medio de la oscuridad, no lograron ver la barca. La corriente la había arrastrado. Se dirigieron a la orilla sorprendidos de cuánto esfuerzo tenían que hacer para cubrir una distancia tan corta.

Estha consiguió agarrarse a una rama baja que se arqueaba hasta meterse en el agua. Escudriñó río abajo a través de la oscuridad para ver si podía distinguirla.

– No veo nada. Ha desaparecido.

Rahel, cubierta de fango, gateó hasta la orilla y extendió la mano para ayudar a Estha a salir del agua. Les llevó unos minutos recuperar la respiración y darse cuenta de que se habían quedado sin barca. Y lamentar su pérdida.

– Y toda la comida se habrá echado a perder -le dijo Rahel a Sophie Mol, pero se encontró con el silencio por respuesta. Un silencio de agua que corre, que gira, de peces que nadan-. ¡Sophie Mol! -susurró al río que corría-. ¡Estamos aquí! ¡Aquí! ¡Junto al árbol gordo!

Nada.

Sobre el corazón de Rahel la mariposa de Pappachi extendió de pronto sus alas sombrías.

Para afuera.

Para adentro.

Y alzó sus patitas.

Para arriba.

Para abajo.

Corrieron a lo largo de la orilla llamándola. Pero se había ido. Arrastrada por la autopista amortiguada. Verde grisácea. Con peces dentro. Con el cielo y los árboles dentro. Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.

No había música de tormenta. Ningún remolino surgió desde las profundidades de tinta del Meenachal. Ningún tiburón supervisó la tragedia.

Fue, simplemente, una silenciosa ceremonia de entrega. Una barca que derrama su carga. Un río que acepta la ofrenda. Una vida pequeñita. Un rayo de sol muy breve. Con un dedal de plata para que le diera buena suerte apretado en su puñito.

Eran las cuatro de la madrugada, aún estaba oscuro, cuando los gemelos, agotados, destrozados y cubiertos de lodo se abrieron paso a través de la ciénaga hacia la Casa de la Historia. Eran el Hansel y la Gretel de un cuento de hadas espantoso en el que sus sueños les serían arrebatados y resonados. Se tumbaron en la galería trasera sobre una estera de paja con un pato inflable y un koala de propaganda de Qantas. Un par de enanitos empapados, aturdidos por el miedo, a la espera del fin del mundo.

– ¿Crees que estará muerta?

Estha no contestó.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

Iremos a la cárcel.

El lo sabía pero que muy bien. Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)


No vieron a alguien tumbado y dormido entre las sombras. Tan solitario como un lobo. Con una hoja pardusca sobre la espalda negra. Que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo.

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