21. EL PRECIO DE LA VIDA

Cuando la vieja casa hubo cerrado los ojos somnolientos y se arrellanó en el sueño, Ammu, con una camisa vieja de Chacko sobre la enagua blanca y larga, salió a la galería delantera. Se paseó arriba y abajo durante un rato. Inquieta. Furiosa. Luego se sentó en la silla de mimbre, bajo la cabeza del bisonte con botones por ojos y los retratos del Pequeño Bendecido y de Aleyooty Ammachi, que estaban colgados a los lados. Sus gemelos dormían como siempre que estaban agotados: con los ojos entreabiertos. Dos pequeños monstruos. Habían heredado aquello de su padre.

Ammu encendió su transistor de mandarina. Una voz de hombre chisporroteó entre interferencias. Una canción en inglés que no había oído nunca.

Estaba allí, sentada en medio de la oscuridad. Una mujer sola, que despedía un brillo tenue y miraba el jardín ornamental de su avinagrada tía mientras escuchaba una mandarina. Una voz que llegaba desde lejos. Flotando por el aire a través de la noche. Navegando sobre lagos y ríos. Sobre densas copas de árboles. Dejando atrás la amarilla iglesia. Dejando atrás la escuela. Saltando por la carretera sucia. Subiendo los escalones de la galería. Hasta ella.

Escuchaba la música sin demasiada atención y observaba el frenesí de los insectos que revoloteaban alrededor de la luz, rivalizando por suicidarse.

La letra de la canción fue como un estallido dentro de su cabeza.


No hay tiempo que perder,

la oí decir.

Realiza tus sueños antes de que se esfumen.

No dejes que se extingan siempre.

Si pierdes tus sueños,

perderás la razón.


Ammu encogió las piernas y puso las rodillas contra el pecho. No podía creerlo. La coincidencia de aquellas palabras. Se quedó mirando fijamente el jardín. Ousa, el alechuza, pasó volando en patrulla nocturna. Los carnosos anturios brillaban como si fueran de bronce.

Siguió sentada un rato. Mucho después de que la canción hubiera terminado. Y luego, de pronto, se levantó de la silla y salió de su mundo como hechizada. Rumbo a un lugar mejor, más feliz.

Se movía con rapidez en la oscuridad, como un insecto que va siguiendo un rastro químico. Conocía el sendero que llevaba al río tan bien como sus hijos y podría haber encontrado el camino con los ojos vendados. No sabía qué era lo que la llevaba a ir tan deprisa entre la maleza. Lo que convirtió su caminar en correr. Lo que la hizo llegar a la ribera del Meenachal sin aliento. Sollozando. Como si llegara tarde a algo. Como si su vida dependiera de llegar a tiempo. Como si supiera que él estaría allí. Esperando. Como si él supiera que ella iría.

Él lo sabía.

Lo sabía.

La certeza se le había colado dentro aquella tarde. Limpiamente. Como la hoja afilada de un cuchillo. Cuando la historia metió la pata. Mientras sostenía a su hijita en sus brazos. Cuando sus ojos le dijeron que no era él el único que podía dar regalos. Que también ella tenía regalos que darle, que, en respuesta a sus barquitas, sus cajitas y sus molinitos de viento, ella le podía dar los profundos hoyuelos de su sonrisa. Su suave piel morena. Sus hombros refulgentes. Sus ojos que siempre estaban en otra parte.

Él no estaba allí.

Ammu se sentó en los peldaños de piedra que llevaban al agua. Metió la cabeza entre los brazos y pensó que era una loca por haber estado tan segura. Tan convencida.


Más allá, corriente abajo, en el centro del río, Velutha flotaba de espaldas y mirando las estrellas. Su hermano paralítico y su padre tuerto ya habían cenado lo que él les había preparado y dormían. Así que era libre para tumbarse boca arriba en el río y dejarse llevar despacio por la corriente. Un tronco. Un cocodrilo sereno. Algunos cocoteros se inclinaban, metiéndose en el río, y lo miraban pasar flotando. El bambú amarillo lloraba. Los pececillos coqueteaban con él y se tomaban ciertas libertades. Lo mordisqueaban.

Se dio la vuelta y empezó a nadar. Corriente arriba. A contra corriente. Se volvió hacia la orilla para echar una última ojeada y se quedó flotando y pensando que había sido un loco por haber estado tan seguro. Tan convencido.

Al verla, casi se ahogó por la emoción. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no hundirse. Se mantuvo a flote, en vertical, de pie en medio de un río oscuro.

Ella no veía su cabeza balanceándose sobre el río oscuro. Podía ser cualquier cosa. Un coco flotando. De todos modos, no estaba mirando. Tenía la cabeza metida entre los brazos.

La observó. Se tomó su tiempo.

Si hubiera sabido que estaba a punto de entrar en un túnel cuya única salida consistía en su propia aniquilación, ¿se habría alejado?

Tal vez sí.

Tal vez no.

¿Quién puede saberlo?


Empezó a nadar hacia ella. En silencio. Cortando el agua sin hacer ruido. Casi había alcanzado la orilla cuando levantó la vista y lo vio. Sus pies tocaron el lecho fangoso. Cuando salió del río oscuro y se puso a subir por los peldaños de piedra, ella comprendió que el mundo en el que estaban era el mundo de Velutha. El mundo al que él pertenecía. Pertenecía al agua. Al lodo. A los árboles. A los peces. A las estrellas. ¡Se movía con tanta facilidad entre ellos…! Al mirarlo, comprendió la esencia de su belleza. Cómo le había configurado su trabajo. Cómo la madera que tallaba lo había tallado. Cada tablón que había trabajado, cada clavo que había clavado, cada cosa que había hecho, lo había moldeado. Había dejado su impronta en él. Le había dado su fuerza, su ductilidad y su armonía.

Llevaba una fina tela blanca pasada entre las piernas oscuras y enrollada alrededor de las caderas. Se sacudió el agua del pelo. Ella le vio sonreír en la oscuridad. Su sonrisa blanca, súbita, la que había llevado consigo desde la infancia hasta la edad adulta. Su único equipaje.

Se miraron el uno al otro. Habían dejado de pensar. El tiempo de pensar había llegado y se había ido. Las sonrisas aplastadas estaban aún lejos. Pero eso sería luego.

Luego.

Él se colocó delante de ella goteando río. Ella siguió sentada en los peldaños, observándolo, con la cara pálida a la luz de la luna. A él le recorrió un escalofrío súbito. El corazón se le puso a latir con fuerza. Todo era un terrible error. Él la había interpretado mal. Todo era producto de su imaginación. Era una trampa. Había gente entre los arbustos. Observando. Ella era el delicioso anzuelo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Lo habían visto en la manifestación. Intentó hablar con tono desenfadado. Normal. Pero le salió un graznido.

– Ammukutty, ¿qué pasa?

Ella se acercó y pegó su cuerpo al de Velutha, que simplemente, siguió allí, de pie. No la tocó. Se puso a temblar. Un poco, por el frío. Un poco, por el terror. Un poco, por el dolor del deseo. A pesar del temor, su cuerpo estaba dispuesto a morder el anzuelo. La deseaba. Con urgencia. La humedad del cuerpo de Velutha la empapó. Lo rodeó con sus brazos.

Él intentó ser racional: ¿Qué es lo peor que puede pasar? Puedo perderlo todo. Mi trabajo. Mi familia. Mi modo de vida. Todo.

Ella oyó los latidos salvajes del corazón de Velutha.

Lo abrazó hasta que se calmó. Un poco.

Se desabrochó la blusa. Siguieron así, de pie. Piel contra piel. La piel morena de ella contra la piel de él. La suavidad de ella contra la dureza de él. Sus pechos color de almendra (que no podrían sostener un cepillo de dientes) contra el tórax de ébano liso. La piel de Velutha olía a río. Ese olor especial de paraván que tanto repugnaba a Bebé Kochamma. Ammu sacó la lengua y probó cómo sabía el hueco de la base del cuello de Velutha. El lóbulo de la oreja. Ladeó la cabeza y le besó en la boca. Un beso turbio. Un beso que exigía otro beso a cambio. Él la besó. Primero con cautela. Luego con ansia. Lentamente, sus brazos fueron subiendo por la espalda de Ammu. Con mucha suavidad. Ella sentía la piel de sus manos. Áspera. Callosa. Como de lija. Las movía con cuidado para no lastimarla. Ella sentía lo delicada que era para él. Se sentía a sí misma a través de él. La piel. El cuerpo que no existía más que donde él tocaba. El resto de su cuerpo era humo. Sintió cómo se estremecía contra ella. Velutha le puso las manos en las nalgas (que podían sostener un cargamento de cepillos de dientes) y la atrajo contra sus caderas para que sintiese cuánto la deseaba.

La biología dispuso la coreografía de la danza. El terror marcó el tiempo. Dictó el ritmo con que un cuerpo respondía al otro. Como si supieran que, por cada estremecimiento de placer, pagarían con una medida igual de dolor. Como si supieran que, cuanto más lejos llegasen, más atrapados estarían. Así que se contenían. Se atormentaban el uno al otro. Se daban muy despacio. Pero eso sólo empeoraba las cosas. Sólo acrecentaba el deseo. Sólo hacía que aún les costase más. Porque eso salvaba los escollos, eliminaba la torpeza y la precipitación de todo amor nuevo y los llevaba a una pasión febril.

Tras ellos el río latía en la oscuridad, brillando como seda salvaje. Los bambúes amarillos lloraban.

La noche apoyaba los codos en el agua y los observaba.

Estaban tumbados bajo el mangostán, donde hacía poco una vieja barquita gris con flores-barca y frutas-barca había sido arrancada del suelo por una República Móvil. Una avispa. Una bandera. Un tupé sorprendido. Una fuente con un «amor-en-Tokio».

El mundo-barca, que había sido desbaratado precipitadamente, había desaparecido.

Las termitas blancas rumbo al trabajo.

Las mariquitas blancas rumbo a casa.

Los escarabajos blancos que se escondían de la luz.

Los saltamontes blancos con violines de madera blanca.

La triste música blanca.

Todo había desaparecido.

Dejando un parche de tierra seca con forma de barca al descubierto, preparada para el amor. Como si Esthappen y Rahel hubieran preparado el suelo para ellos. Deseosos de que ocurriera. Las comadronas gemelas del sueño de Ammu.

Ammu, ya desnuda, se inclinó sobre Velutha, con su boca sobre la de él. El desplegó su pelo largo formando como una tienda de campaña. Igual que hacían sus niños cuando querían aislarse del mundo exterior. Ella se fue deslizando más abajo, besando el resto de su cuerpo. El cuello. Las tetillas. El estómago de chocolate. Chupó las últimas gotas de río de la hendidura del ombligo. Apretó contra sus párpados el pene erecto y caliente. Lo paladeó. Salado en la boca. Él se incorporó y la atrajo hacia sí. Ella sintió su vientre, duro como una tabla, apretado bajo su peso. Sintió que su propia humedad bañaba la piel de él. Él le rodeó un pezón con los labios y acunó el otro pecho con la palma de su mano callosa. Terciopelo dentro de un guante de papel de lija.

En el momento en que ella le guiaba a su interior, vislumbró su juventud, lo joven que era, vio el asombro en sus ojos ante el secreto revelado y le sonrió como si se tratase de su hijo.

Una vez dentro de ella, el miedo quedó derrocado y la biología se impuso. El precio de vivir alcanzó cotas inabordables; aunque luego Bebé Kochamma diría que era un Precio muy Bajo el que hubo que Pagar.

¿Lo fue?

Dos vidas. Dos infancias de niños.

Y una lección de historia para futuros transgresores.

Unos ojos empañados mantenían la mirada fija en otros ojos empanados y una mujer luminosa se abría a un hombre luminoso. Era tan amplia y profunda como un río crecido. Él navegaba por sus aguas. Ella le sentía adentrarse más y más. Avanzando de modo frenético. Desesperado. Intentando llegar más al fondo. Y más. Lo único que le detenía era la configuración del cuerpo de ella. La configuración de su propio cuerpo. Y cuando alcanzó las profundidades más profundas del interior de ella, con un sollozo y un estremecimiento, se ahogó.

Ella se dejó caer sobre él. Los cuerpos cubiertos de sudor. Sintió que el cuerpo de él resbalaba fuera de ella. Que su respiración se iba haciendo más acompasada. Que sus ojos se desempañaban. El le acarició el pelo y notó que ella seguía teniendo ese nudo interior que a él ya se le había desatado. Suavemente le dio la vuelta y la puso boca arriba. Con su tela húmeda le enjugó el sudor y le quitó la arenilla. Se puso encima de ella con cuidado de no aplastarla con todo su peso. Piedrecitas pequeñas se le incrustaban en la piel de los antebrazos. Le besó los ojos. Las orejas. Los pechos. El vientre. Las siete estrías plateadas que se le formaron con los gemelos. La línea que iba desde el ombligo hasta el triángulo oscuro y que le indicaba dónde quería ella que fuese. El interior de sus muslos, donde la piel era tan suave. Las manos del carpintero le levantaron las caderas y una lengua intocable tocó lo más recóndito de su cuerpo. Y bebió de aquel cuenco.

Ella bailó para él. En aquel trozo de tierra con forma de barca. Estaba llena de vida.

El, con la espalda recostada en el mangostán, la mantuvo abrazada mientras ella lloraba y reía al mismo tiempo. Y luego, aunque pareció una eternidad no fueron más que cinco minutos, ella se quedó dormida con la espalda apoyada sobre el pecho de Velutha. Siete años de olvido levantaron el vuelo y salieron volando hacia las sombras con alas pesadas y temblorosas. Como una pava real de acero sin brillo. Y en el Camino de Ammu (hacia la Vejez y la Muerte) apareció un prado pequeño y soleado. Hierba cobriza con mariposas azules. Y más allá, un abismo.

Lentamente, el terror volvió a apoderarse de él. Por lo que había hecho. Porque sabía que lo volvería a hacer. Una y otra vez.

La despertó el ruido de los latidos del corazón de él golpeándole el pecho. Como si estuviera buscando una salida. Una costilla móvil. Un panel deslizable secreto. Aún la tenía abrazada y ella sintió cómo se le movían los músculos de los brazos mientras sus manos jugueteaban con una hoja de palmera seca. Sonrió para sus adentros en la oscuridad al pensar cuánto amaba aquellos brazos, su forma, su fuerza, lo segura que se sentía cobijada en ellos, cuando lo cierto era que no había lugar más peligroso donde pudiera hallarse.

Él hizo con sus temores una rosa perfecta. Se la ofreció en la palma de la mano. Ella la cogió y se la colocó en el pelo.

Se apretó más contra él deseando estar más dentro de él, más en contacto todavía. Él la cobijó en la cavidad de su cuerpo. Una brisa se levantó desde el río y refrescó sus cuerpos tibios.

Estaba un poco fresco. Un poco húmedo. Un poco silencioso. El Aire.

Pero ¿qué puede decirse?

Una hora más tarde Ammu se separó suavemente.

– Tengo que irme.

Él no dijo nada. No se movió. Contempló cómo se vestía.

Ahora sólo una cosa importaba. Sabían que eso era todo lo quese podían pedir. Lo único. Siempre. Los dos lo sabían.


Incluso luego, en las trece noches que siguieron a aquella, instintivamente se aferraron a las Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas siempre quedaban dentro. Sabían que no tenían adonde ir. No tenían nada. Ningún futuro. Así que se aferraron a las pequeñas cosas.

Se rieron de las mordeduras de las hormigas en las nalgas de ambos. De la torpeza de las orugas en los bordes de las hojas, de los escarabajos que se quedaban al revés y no podían darse la vuelta. Del par de pececillos que siempre buscaban a Velutha en el río y le mordían. De una mantis particularmente religiosa. De una araña diminuta que vivía en una hendidura de la pared de la galería trasera de la Casa de la Historia y se camuflaba cubriéndose el cuerpo con alguna basura. Un fragmento de ala de avispa. Un trozo de telaraña. Polvo. Una hoja podrida. El tórax vacío de una abeja muerta. Velutha la llamaba Chappu Thamburan. El Señor de la Basura. Una noche hicieron una contribución a su guardarropa -una laminilla de piel de ajo y se sintieron muy ofendidos cuando la rechazó junto con el resto de su armadura, de donde emergió contrariada, desnuda, color moco. Como si deplorase su mal gusto respecto a la ropa. Unos pocos días permaneció en aquel estado suicida de desnudez desdeñosa. La capa de basura rechazada seguía allí, como si fuese una visión del mundo pasada de moda. Una filosofía anticuada. Poco a poco Chappu Thamburan fue adquiriendo conjuntos nuevos.

Sin confesárselo el uno al otro, conectaban sus destinos, su futuro (su amor, su locura, su esperanza, su júbilo infinito) al de la araña. La buscaban todas las noches (con pánico creciente al ir pasando el tiempo) para ver si había sobrevivido aquel día. Les angustiaba su debilidad. Su pequeñez. Si su camuflaje era el apropiado. Su orgullo aparentemente autodestructivo. Llegaron a estimar su gusto ecléctico. Su dignidad desgarbada.

La eligieron porque sabían que tenían que depositar su fe en la fragilidad. Aferrarse a la pequeñez. Cada vez que se despedían sólo se arrancaban una promesa pequeña.

¿Mañana?

Mañana.

Sabían que las cosas pueden cambiar en un solo día. Estaban en lo cierto.


Sin embargo, en cuanto a Chappu Thamburan, estaban equivocados. Sobrevivió a Velutha. Engendró generaciones futuras. Murió de muerte natural.


Aquella primera noche, la del día en que llegó Sophie Mol, Velutha estaba mirando cómo se vestía su amada. Cuando acabó de hacerlo, se puso en cuclillas frente a él. Lo tocó delicadamente con los dedos y dejó un rastro de vellos erizados en su piel. Como una tiza en una pizarra. Como la brisa en un arrozal. Como las estelas de un reactor en un cielo azul de iglesia. Él le cogió la cara entre las manos y la atrajo hacia sí. Cerró los ojos y olió su piel. Ammu se rió.

Sí, Margareis pensó. Nosotros también lo hacemos entre nosotros.

Ella le besó los ojos cerrados y se puso de pie. Velutha, con la espalda apoyada en el mangostán, la miró marcharse.

Llevaba una rosa seca en el pelo.

Se volvió para decir de nuevo Naaley.

Mañana.

Загрузка...