2. LA MARIPOSA DE PAPPACHI

Era un día azul cielo de diciembre del sesenta y nueve (el mil novecientos no se dice). Era uno de esos momentos en la vida de una familia en que pasa algo que sacude suavemente sus principios morales, los saca del lugar donde descansan y hace que salgan burbujeando a la superficie y floten durante un rato. A plena luz. Para que todos puedan verlos.

Un Plymouth azul cielo, con el sol reflejado en los alerones, cruzaba veloz los arrozales jóvenes y los árboles del caucho viejos, rumbo a Cochín. Un poco más al este, en un país pequeño de paisaje similar (selvas, ríos, arrozales, comunistas), caían bombas suficientes para cubrirlo por completo con medio palmo de acero. Aquí, sin embargo, estaban en paz, y la familia del Plymouth viajaba sin miedos ni aprensiones.

El Plymouth había pertenecido a Pappachi, el abuelo de Rahel y Estha. Ahora que había muerto, pertenecía a Mammachi, su abuela, y Rahel y Estha iban rumbo a Cochín para ver Sonrisas y lágrimas[4]por tercera vez. Se sabían todas las canciones.

Después del cine se alojarían en el Hotel Reina de los Mares, que olía a comida rancia. Ya habían hecho las reservas. Al día siguiente, muy temprano, irían al aeropuerto de Cochín a buscar a la ex mujer de Chacko -Margaret Kochamma, su tía inglesa- y a su primita Sophie Mol, que llegaban de Londres para pasar las Navidades en Ayemenem. A principios de aquel año, Joe, el segundo marido de Margaret Kochamma, había muerto en un accidente de coche. Cuando Chacko se enteró de lo del accidente, las invitó a venir a Ayemenem. Dijo que no podía soportar la idea de que pasaran la Navidad solas y desconsoladas en Inglaterra. En una casa llena de recuerdos.

Ammu dijo que Chacko nunca había dejado de amar a Margaret Kochamma. Mammachi no estaba de acuerdo. Prefería creer que, en realidad, nunca la había amado.

Rahel y Estha no habían visto nunca a Sophie Mol. Pero habían oído hablar mucho de ella durante aquella última semana. A Bebé Kochamma, a Kochu María e incluso a Mammachi. Ninguna de ellas la había visto tampoco, pero todas se comportaban como si ya la conocieran. Había sido la semana del ¿Qué va a pensar Sophie Mol?

Durante toda la semana Bebé Kochamma escuchó a escondidas y sin tregua las conversaciones privadas de los gemelos, y, cada vez que los sorprendía hablando en malayalam, les imponía una pequeña multa que pagaban inmediatamente de su paga semanal. Les hacía escribir frases -«imposiciones», las llamaba-: Voy a hablar siempre en inglés, Voy a hablar siempre en inglés. Cien veces cada uno. Cuando terminaban, tachaba todas las frases con lápiz rojo para asegurarse de que no utilizaran las listas viejas para los castigos nuevos.

Les hizo practicar una canción en inglés para cantar en el coche durante el camino de regreso. Tenían que decir las palabras correctamente y prestar especial atención a la pronunciación. Pro-nun-cia-ción.


AlabAdo sea el SeñOr por siEmmpre,

bendllto sea y alabAdo,

alabAdo,

alabAdo,

bendllto sea y alabAdo.


El nombre completo de Estha era Esthappen Yako. El de Rahel era Rahel. De momento, no tenían apellido, porque Ammu no sabía si volver a utilizar el suyo de soltera, aunque decía que una mujer tampoco tenía mucha elección si sólo podía escoger entre el apellido de su padre y el de su marido.

Estha llevaba sus zapatos beige puntiagudos y lucía su tupé a lo Elvis. Su Tupé para Salidas Especiales. Su canción favorita de Elvis era «Party». «Some people like to rock, some people like to roll», cantaba con voz melosa cuando nadie lo miraba, rasgueando una raqueta de badminton y torciendo la boca como Elvis. «But moonin' an' a-groonin, gonna satisfy mah soul, less have apardy…»

Estha tenía unos ojos almendrados y somnolientos y los dientes delanteros, que le estaban saliendo, desiguales. A Rahel todavía no le habían salido los dientes nuevos, aún los tenía dentro de las encías esperando el momento de salir, como las palabras dentro de un lápiz. A todo el mundo le llamaba la atención que una diferencia de edad de dieciocho minutos pudiera causar tal discrepancia en la salida de los dientes delanteros.

Rahel llevaba la mayor parte del pelo recogido encima de la cabeza como si fuera una fuente. Se lo ataban con un «amor-en-To-kio», nombre que se daba a una goma para el pelo que tenía una bolita en cada extremo y que no tenía nada que ver con el amor ni con Tokio. En Kerala los amor-en-Tokio han resistido la prueba del tiempo, e incluso hoy en día, si alguien lo pide en cualquier tienda respetable y de calidad, eso será lo que le darán: una goma para el pelo con una bolita en cada extremo.

Rahel tenía un reloj de juguete con la hora pintada en la esfera. Las dos menos diez. Una de las cosas que más deseaba era tener un reloj en el que pudiera cambiar la hora siempre que quisiera (pues para eso servían los relojes, según ella). Sus gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla le hacían ver el mundo de color rojo. Ammu le había dicho que eran malas para los ojos y le aconsejó usarlas lo menos posible.

Su vestido para ir al aeropuerto estaba en la maleta de Ammu. Tenía unas bragas especiales a juego.

Chacko conducía. Era cuatro años mayor que Ammu. Rahel y Estha no podían utilizar ningún diminutivo para llamarlo porque se vengaba utilizando a su vez los diminutivos más ridículos para dirigirse a ellos. Ni siquiera podían llamarlo Tío, porque los llamaba Tita, lo cual los avergonzaba cuando había gente delante. Así que lo llamaban Chacko.

Las paredes del dormitorio de Chacko estaban atiborradas de libros desde el techo hasta el suelo. Se los había leído todos y citaba extensos fragmentos sin razón aparente. O, al menos, sin ninguna razón que sus oyentes pudieran comprender. Por ejemplo, aquella mañana, cuando salían en el coche por la verja del jardín y le decían adiós a gritos a Mammachi, que estaba en la galería, Chacko dijo de repente: «Gatsby demostró su valía al final; era lo que se cebaba en él, el turbio polvo que levantaban sus sueños, lo que provocó que durante una temporada me desinteresase por las infructuosas tristezas y las breves alegrías del género humano».

Estaban tan acostumbrados, que no se preocuparon de intercambiar codazos ni miradas cómplices. Chacko había estudiado en Oxford con una beca Rhodes y se le permitían excesos y excentricidades intolerables para los demás.

Decía que estaba escribiendo una historia de la familia por la que ésta tendría que pagarle para que no la publicara. Ammu decía que si había una persona en la familia que pudiera considerarse candidata al chantaje biográfico, era el propio Chacko.

Claro que eso era entonces. Antes del Terror.

En el Plymouth, Ammu iba sentada delante, junto a Chacko. En aquel momento tenía veintisiete años y la fría certeza en la boca del estómago de que ya había vivido cuanto tenía que vivir. Había tenido una oportunidad. Y se había equivocado. Se había casado con un hombre que no le convenía.

Ammu acabó sus estudios secundarios el mismo año en que su padre se jubiló de su empleo en Delhi y se trasladó a Ayemenem. Pappachi insistió en que los estudios universitarios representaban un gasto innecesario para una chica, así que Ammu no tuvo otra elección que dejar Delhi e irse con ellos. No había mucho que una muchacha pudiera hacer en Ayemenem, aparte de esperar propuestas de matrimonio mientras ayudaba a su madre en las tareas de la casa. Dado que su padre no tenía el dinero suficiente para ofrecer una buena dote, nadie se interesó por ella. Pasaron dos años. Llegó su decimoctavo cumpleaños y pasó inadvertido. O, al menos, inadvertido para sus padres. Ammu comenzó a desesperarse. Se pasaba los días soñando con escapar de Ayemenem, de las garras de su malhumorado padre y de la amargura y la resignación de su madre. Tramó varios planes insignificantes e infructuosos. Con el paso del tiempo, uno dio resultado. Pappachi consintió en dejarla ir a pasar el verano con una tía lejana que vivía en Calcuta.

Allí, en una boda, Ammu conoció a su futuro marido.

Estaba de vacaciones. Tenía un empleo en Assam, donde trabajaba como director adjunto en una plantación de té. Provenía de una familia de terratenientes de Bengala Oriental que perdió sus tierras al verse obligada a emigrar a Calcuta tras la incorporación de esa región al Paquistán.

Era un hombre menudo, pero bien proporcionado. De aspecto agradable. Usaba unas gafas pasadas de moda que le daban una apariencia seria y no dejaban traslucir en absoluto su forma de ser, sencilla y encantadora, ni su sentido del humor, juvenil pero cautivador. Tenía veinticinco años y ya llevaba seis trabajando en la plantación de té. No había ido a la universidad, lo cual explicaba su humor juvenil. Le propuso matrimonio a Ammu cinco días después de haberla conocido. Ammu no fingió estar enamorada de él. Simplemente, consideró las ventajas y aceptó. Pensó que cualquier cosa, cualquier persona, sería mejor que regresar a Ayemenem. Escribió a sus padres para comunicarles su decisión. No le contestaron.

La ceremonia matrimonial de Ammu fue muy recargada, como es habitual en Calcuta. Más tarde, al recordar aquel día, se dio cuenta de que el brillo ligeramente febril de los ojos del novio no era fruto del amor, ni siquiera del nerviosismo ante la perspectiva del gozo carnal, sino de ocho vasos de whisky, por lo menos. Bebidos de golpe. Puro, sin rebajar.

El suegro de Ammu era presidente de la Compañía de Ferrocarriles y había destacado como boxeador cuando estaba en Cambridge. Era secretario de la ABBA, la Asociación Bengalí de Boxeo Amateur. Regaló a la joven pareja un Fiat pintado de rosa pastel por encargo, que condujo él mismo después de la boda tras cargar en él las joyas y la mayor parte de los regalos que les habían hecho. Murió en la mesa de operaciones, antes de que nacieran los gemelos, cuando le estaban extirpando la vesícula. A su incineración asistieron todos los boxeadores de Bengala. Un cortejo fúnebre de caras largas y narices rotas.

Cuando se trasladó a Assam con su marido, Ammu, que era joven, hermosa y pizpireta, se convirtió en la estrella del Club de los Plantadores. Llevaba blusas de sari con la espalda al aire y un bolso pequeño de lame con una cadenita. Fumaba cigarrillos largos con una boquilla plateada y aprendió a hacer anillos de humo perfectos. Su marido resultó ser, más que un gran bebedor, un alcohólico en toda regla, con todo el retorcimiento y el trágico encanto del borrachín sempiterno. Había en él cosas que Ammu nunca comprendió. Mucho tiempo después de abandonarlo, seguía preguntándose por qué mentía de forma tan descarada cuando no necesitaba hacerlo. Sobre todo, cuando no necesitaba hacerlo. Conversando con unos amigos decía lo mucho que le gustaba el salmón ahumado, cuando Ammu sabía que lo odiaba. O, al volver a casa del club, le contaba que había visto la película Cita en St. Louis, cuando en realidad habían puesto The Bronze Buckaroo. Si se lo hacía notar, nunca le daba una explicación ni se disculpaba. Simplemente, soltaba una risilla que la exasperaba hasta un punto del que ni ella misma se creía capaz.

Ammu estaba embarazada de ocho meses cuando estalló la guerra con China. Fue en octubre de 1962. Las mujeres y los niños de los plantadores fueron evacuados de Assam. Ammu no pudo viajar porque su embarazo estaba demasiado avanzado, así que se quedó en la plantación. En noviembre, tras el traqueteo de un viaje espeluznante en autobús hasta Shillong, en medio de los rumores de una ocupación china y de una derrota inminente de la India, nacieron Estha y Rahel. A la luz de las velas. En un hospital con las ventanas tapadas para no atraer a los aviones enemigos. Nacieron sin demasiadas complicaciones, el uno dieciocho minutos después que el otro. Dos pequeñines en lugar de uno solo grande. Dos foquitas gemelas, lustrosas de jugos maternos. Arrugadas por el esfuerzo de nacer. Ammu comprobó que no tenían ninguna deformidad antes de cerrar los ojos y quedarse dormida.

Contó cuatro ojos, cuatro orejas, dos bocas, dos narices, veinte dedos en las manos y veinte uñitas perfectas en los pies.

No se dio cuenta de que había una única alma siamesa. Estaba contenta de tenerlos. Su padre, tumbado sobre un duro banco en el corredor del hospital, estaba borracho.

Cuando los gemelos tenían dos años, el alcoholismo crónico de su padre, agravado por la soledad de la vida en la plantación de té, lo tenía sumido en un sopor etílico. Pasaba días enteros tumbado en la cama sin ir a trabajar. Poco tiempo después, el administrador inglés, el señor Hollick, lo convocó a su casa para «hablar seriamente».

Ammu se sentó en la galería de su casa a esperar ansiosa el regreso de su marido. Estaba convencida de que la única razón por la que Hollick quería verlo era para despedirlo. Se sorprendió cuando regresó, pues, aunque estaba abatido, no parecía un hombre acabado. Le dijo que el señor Hollick le había propuesto algo que tenía que discutir con ella. Al principio, habló con timidez, evitando mirarla a los ojos, pero fue recuperando la confianza en sí mismo a medida que avanzaba en su exposición. Desde un punto de vista práctico, era una propuesta que a la larga los beneficiaría a ambos, dijo. De hecho, a todos, si tenían en cuenta la educación de los niños.

El señor Hollick había sido franco con su joven ayudante. Le informó sobre las quejas que había recibido tanto por parte de los trabajadores como de los otros directores adjuntos.

– Me temo que no me queda otra opción que pedirle la dimisión -dijo.

Esperó a que el silencio hiciera efecto. Esperó a que el lastimoso hombre sentado al otro lado de la mesa comenzara a temblar. A sollozar. Entonces Hollick volvió a hablar.

– Bueno, quizá podría haber otra opción… quizá podríamos arreglar las cosas. Hay que ser positivo, es lo que yo siempre digo. Hay que saber jugar las bazas que uno tiene. -Hollick hizo una pausa y ordenó que trajeran una jarra con café solo-. Ya sabes que eres un hombre muy afortunado, tienes una familia fantástica, unos hijos preciosos, una mujer atractiva… -Encendió un cigarrillo y observó cómo ardía la cerilla hasta que ya no pudo seguir sosteniéndola-. Una mujer sumamente atractiva…

Los sollozos cesaron. Unos ojos castaños, perplejos, se clavaron en los ojos verde pálido llenos de venillas rojas. Después del café, el señor Hollick le propuso a Baba que se marchase una temporada. De vacaciones. A una clínica, quizá, para someterse a tratamiento. Todo el tiempo que fuese necesario para restablecerse. Y sugirió que, durante el periodo que estuviese fuera, Ammu se fuese a vivir a su casa, para así poder «cuidarla».

En la plantación ya había buen número de niños harapientos, de piel clara, hijos de recolectoras de té de las que Hollick se había encaprichado. Aquélla era su primera incursión en los círculos directivos.

Ammu observó cómo se movía la boca de su marido mientras iba formando las palabras. No dijo nada. Él se sintió cada vez más incómodo y furioso por su silencio. De pronto, arremetió contra ella, la agarró por el pelo, le dio un puñetazo y se desmayó a causa del esfuerzo. Ammu cogió el libro más pesado que encontró en la estantería -El Atlas Mundial del Reader's Digest- y lo golpeó con él con todas sus fuerzas. En la cabeza. En las piernas. En la espalda y los hombros. Cuando recobró la conciencia, se quedó asombrado de tener tantas moraduras. Aunque se disculpó humildemente por su agresión, inmediatamente empezó a mortificarla para que le ayudara a conseguir el traslado. Aquello se convirtió en una rutina. Agresiones durante las borracheras y súplicas tras ellas. A Ammu le repugnaban el olor medicinal a alcohol rancio que desprendía la piel de su marido y los restos de vómito endurecido y seco incrustados en su boca, como un pastel, todas las mañanas. Cuando sus ataques de violencia comenzaron a incluir a los niños y estalló la guerra con el Paquistán, abandonó a su marido y regresó a casa de sus padres, donde no fue bien recibida. Volvió a Ayemenem, a todo aquello de lo que había huido hacía apenas unos años. Sólo que ahora tenía dos hijos pequeños. Y se habían acabado los sueños para ella.

Pappachi no la creyó cuando le contó lo ocurrido. No porque tuviera un gran concepto de su marido, sino porque, sencillamente, no podía creer que un inglés, que ningún inglés, desease a la mujer de otro hombre.

Ammu quería a sus hijos (por supuesto), pero tenían una vulnerabilidad ingenua y una predisposición a querer a gente que no los quería de verdad que la exasperaba; a veces, le entraban ganas de pegarles sólo para que aprendieran, para protegerlos.

Era como si la ventana por la que había desaparecido su padre hubiese quedado abierta para que entrase cualquiera y fuese bienvenido.

A Ammu sus hijos gemelos le parecían dos ranitas desconcertadas, sólo pendientes la una de la otra, que caminaban torpemente cogidas del brazo en medio de una peligrosa autopista llena de tráfico. Totalmente ajenas a lo que los camiones podían hacerles a lasranas. Ammu los protegía con uñas y dientes. Aquella vigilancia constante la agotaba y la ponía tensa y nerviosa. Era muy rápida para reprender a sus hijos, pero lo era aún más para sentirse ofendida en su nombre.

Sabía que ya no habría más oportunidades para ella. Que ahora sólo le quedaba Ayemenem. Una galería delantera y otra trasera. Un río cálido y una fábrica de conservas y encurtidos.

Y, como música de fondo, el lamento quejumbroso, agudo y constante, de la desaprobación de la gente.

Durante los primeros meses tras su regreso al hogar paterno, aprendió en seguida a reconocer el rostro horrible de la compasión y a despreciarlo. Viejas parientes de la familia, de incipientes barbas y con varias papadas temblorosas, viajaban toda la noche hasta Ayemenem sólo para decirle cuánto sentían lo de su divorcio. Le apretujaban la rodilla y se regodeaban. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no abofetearlas. O retorcerles los pezones. Con una llave inglesa. Como Chaplin en Tiempos modernos.

Cuando miraba las fotos de su boda, sentía que la mujer que le devolvía la mirada era otra. Una novia enjoyada y tonta. Con un sari de seda tornasolada que pasaba del color del atardecer al del oro. Anillos en todos los dedos. Puntos blancos de pasta de sándalo sobre las cejas arqueadas. Cuando se miraba en aquellas fotos, la boca suave de Ammu se crispaba con una sonrisilla amarga ante el recuerdo. No tanto por la boda en sí como por haber permitido que la decorasen tan minuciosamente antes de ser conducida a la horca. Le parecía tan absurdo… Tan inútil…

Como sacarle brillo a la leña.

Fue al orfebre del pueblo y le encargó que fundiera su pesada alianza y con el oro hiciera una pulsera muy fina con cabezas de serpientes, que guardó para Rahel.

Ammu sabía que las bodas eran algo que no podía evitarse por completo. Al menos, no en la práctica. Pero el resto de su vida abogó por bodas sencillas con ropas normales. Decía que eso les quitaba morbosidad.

A veces, cuando Ammu oía por la radio canciones que le gustaban, algo se agitaba en su interior. Un dolor líquido se extendía por debajo de su piel y huía del mundo como una bruja, rumbo a un lugar mejor y más feliz. En los días en que se sentía así había algo inquieto e indómito en ella. Como si temporalmente hubiese dejado de lado la sensatez que convenía a una mujer madre y divorciada. Hasta su modo de andar cambiaba: del paso aplomado de una madre pasaba a otro más vivo. Se ponía flores en el pelo y había secretos mágicos en sus ojos. No hablaba con nadie. Pasaba horas a la orilla del río con su pequeño transistor de plástico con forma de mandarina. Fumaba cigarrillos y nadaba a medianoche.

¿Qué era lo que provocaba en Ammu aquel Coqueteo con el Riesgo? ¿Por qué tenía aquellos prontos? Era consecuencia de sentimientos contradictorios que pugnaban en lo más íntimo de su ser. De sentimientos que no podían mezclarse. La infinita ternura de la maternidad y la cólera temeraria de una terrorista suicida. Eso era lo que fue creciendo dentro de ella y lo que hizo que, andando el tiempo, amara de noche al hombre al que sus hijos amaban de día. Que usara de noche la barca que sus hijos usaban de día. La barca en que se sentaba Estha y que Rahel encontró.

Durante los días en que sonaban en la radio las canciones que le gustaban a Ammu, todos recelaban un poco de ella. De algún modo, sentían que vivía en la penumbra del límite entre dos mundos, más allá del alcance de su poder. Pensaban que una mujer a la que ya habían condenado tenía muy poco que perder y que, por lo tanto, podía ser peligrosa. Así que, durante los días en que sonaban en la radio las canciones que le gustaban a Ammu, la gente la evitaba, daba pequeños rodeos para no tropezarse con ella, porque todo el mundo coincidía en que lo mejor era Dejarla en Paz.

Otros días se le formaban profundos hoyuelos cuando sonreía.

Tenía un rostro delicado y finamente esculpido, cejas negras, curvadas como las alas de una gaviota planeando, nariz pequeña y recta y piel luminosa de color avellana. Aquel día azul cielo de diciembre, el viento del coche le había soltado algunos mechones del pelo rizado y rebelde. Llevaba una blusa de sari sin mangas, y los hombros le brillaban como si se los hubiesen lustrado con una cera para hombros de gran calidad. Algunas veces era la mujer más hermosa que Estha y Rahel habían visto jamás. Otras, no.


En el asiento trasero del Plymouth, entre Estha y Rahel, iba Bebé Kochamma. Ex monja y tía abuela en ejercicio. Del mismo modo que, en algunas ocasiones, a los desventurados les disgustan los demás desventurados, a Bebé Kochamma le disgustaban los gemelos porque los consideraba niños abandonados, sin padre, predestinados a la destrucción. Y, aún peor, eran unos híbridos medio hindúes con los que ningún cristiano sirio que se preciara se casaría jamás. Ponía sumo interés en que se dieran cuenta de que (al igual que ella) vivían en la casa de Ayemenem, que era de su abuela materna, de prestado y que, en realidad, no tenían derecho a estar allí. Ammu irritaba a Bebé Kochamma porque la veía luchar contra un destino que ella creía haber aceptado dignamente. El destino de la mujer desgraciada por no tener marido. De la pobre Bebé Kochamma, que no tenía al padre Mulligan. Con el paso de los años, había logrado convencerse de que su amor por el padre Mulligan no se había consumado porque ella había demostrado una compostura absoluta y una férrea determinación a comportarse correctamente.

Estaba totalmente de acuerdo con la opinión generalizada de que una hija casada no tenía ningún derecho en la casa de sus padres. En cuanto a una hija divorciada, Bebé Kochamma creía que no tenía ningún derecho en ninguna parte. Y, en cuanto a una hija divorciada tras un matrimonio por amor… Bueno, en ese caso no había palabras que pudieran describir la indignación de Bebé Kochamma. Y si, encima, se trataba de una hija divorciada tras un matrimonio mixto por amor, a Bebé Kochamma le entraban escalofríos y prefería callarse su opinión.

Los gemelos eran demasiado pequeños para entender todo aquello, así que a Bebé Kochamma le repateaba que tuvieran momentos de enorme felicidad, como los que experimentaban cuando una libélula que habían atrapado levantaba con sus patas una piedrecita diminuta que tenían en la palma de la mano, o cuando les daban permiso para bañar a los cerdos, o cuando encontraban un huevo, todavía tibio, que había puesto una gallina. Pero, sobre todo, le repateaba ver lo bien que se lo pasaban simplemente juntos. Le habría gustado que dieran alguna muestra de infelicidad. Por lo menos.


Cuando regresaran del aeropuerto, Margaret Kochamma se sentaría delante con Chacko, porque había sido su mujer. Sophie Mol se sentaría entre ambos. Ammu pasaría al asiento trasero.

Habría dos botellas de agua. Agua hervida para Margaret Kochamma y Sophie Mol, y agua del grifo para los demás.

El equipaje iría en el maletero.

Rahel pensó que la palabra maletero era preciosa. Una palabra mucho mejor, por ejemplo, que fortachón. Fortachón era una palabra horrible. Como el nombre de un enano. Fortachón Koshy Oommen, un enano de clase media, agradable, temeroso de Dios, con las rodillas torcidas y peinado con raya al lado.

Sobre la baca del Plymouth había una especie de caja de contrachapado, con ribetes de hojalata en los cuatro paneles de la cual se leía conservas y encurtidos paraíso con una caligrafía muy historiada. Y debajo de esas leyendas habían pintado botes de mermelada de frutas y de lima picante en aceite, en los que había etiquetas donde ponía también conservas y encurtidos paraíso con una caligrafía asimismo muy historiada. Junto a las botellas había una lista de todos los productos Paraíso y un bailarín de kathakali [5] con la cara verde y faldas ondulantes. Debajo de la ondulación en forma de ese de la inflada falda ponía, siguiendo sus bordes, emperadores del reino del sabor, lo cual era una contribución que aportó el camarada K. N. M. Pillai sin que nadie se lo pidiera. Era una traducción literal del malayalam Ruchi lokathinde rajavu, que sonaba un poco menos ridículo que Emperadores del Reino del Sabor. Pero como el camarada Pillai ya había impreso las etiquetas, nadie se atrevió a pedirle que rehiciera el pedido. Así que, por desgracia, el eslogan emperadores del reino del sabor se convirtió en un rasgo característico de las etiquetas de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Ammu decía que el bailarín de kathakali estaba fuera de lugar porque no tenía nada que ver con lo que se anunciaba. Chacko decía que daba un Toque Regional a sus productos y les resultaría muy útil cuando se introdujeran en el Mercado Exterior.

Ammu decía que aquel cuádruple cartel les daba un aire ridículo. Como si fueran un circo ambulante. Con alerones.


Mammachi había empezado a hacer conservas a escala comercial muy poco después de que Pappachi se jubilara de su empleo como funcionario del gobierno en Delhi y se fueran a vivir a Ayemenem. La Sociedad Bíblica de Kottayam organizó una feria, y le pidieron a Mammachi que contribuyera con sus famosas mermeladas de plátano y sus encurtidos de mango tierno. Se vendieron rápidamente, y Mammachi se encontró con que tenía más pedidos de lo que podía producir. Entusiasmada con su éxito, decidió seguir haciendo encurtidos y mermeladas, y pronto se encontró ocupada todo el año. Pappachi, por su parte, tenía dificultades para sobrellevar la ignominia de la jubilación. Era diecisiete años mayor que Mammachi y cayó en la cuenta, asustado, de que era un viejo, mientras que su mujer aún estaba en la flor de la vida.

Aunque Mammachi tenía una deformación en las córneas y ya estaba prácticamente ciega, Pappachi no la ayudaba en la elaboración de las conservas porque consideraba que esa tarea no era digna de un ex funcionario de alto rango del gobierno. Siempre había sido un hombre celoso, así que le molestaba mucho que de pronto su mujer fuese objeto de tanta atención. Deambulaba por el cobertizo con aquellos inmaculados trajes suyos, hechos a medida, zigzagueando en tristes círculos alrededor de montones de rojas guindillas y amarilla cúrcuma recién molida, mientras observaba cómo Mammachi supervisaba la compra, el pesado, el salado y el secado de limas y mangos tiernos. Todas las noches le pegaba con un florero de latón. Las palizas no eran nada nuevo. Lo que era nuevo era la frecuencia con que ocurrían. Una noche, Pappachi rompió el arco del violín de Mammachi y lo tiró al río.

Fue entonces cuando llegó Chacko de Oxford a pasar las vacaciones de verano. Se había convertido en un hombretón y en aquella época estaba muy fuerte de tanto remar en el equipo de Balliol. Una semana después de su regreso, advirtió que Pappachi le estaba pegando a Mammachi en el estudio. Irrumpió en la habitación, agarró la mano con que Pappachi sostenía el jarrón y le dobló el brazo por detrás de la espalda.

– ¡No quiero que esto vuelva a suceder! ¡Nunca más! -le dijo a su padre.

Pappachi pasó el resto de aquel día sentado en la galería con la mirada clavada en el jardín ornamental y sin hacer caso de los platos con comida que Kochu María le llevó. Por la noche, ya tarde, fue a su estudio y sacó su mecedora de caoba favorita. La puso en medio del sendero de entrada a la casa y la hizo añicos con una llave inglesa. La dejó allí, a la luz de la luna: un montón de madera astillada y trozos de mimbre barnizado. Nunca más volvió a tocar a Mammachi. Pero tampoco volvió a dirigirle la palabra mientras vivió. Cuando quería algo, usaba a Kochu María o a Bebé Kochamma como intermediarias.

Durante las tardes, cuando sabía que se esperaban visitas, se sentaba en la galería y fingía coserse los botones de las camisas, para dar la impresión de que Mammachi no se ocupaba de él. En cierta medida, logró aumentar un poco más la mala opinión que reinaba en Ayemenem sobre las esposas que trabajaban.

Compró el Plymouth azul cielo a un viejo inglés de Munnar. Sus paseos por la estrecha carretera de Ayemenem al volante de su coche, dándose importancia enfundado en uno de sus ternos de lana, pero sudando interiormente la gota gorda, se convirtieron en algo habitual. No permitía que Mammachi ni ningún otro miembro de la familia lo usara, y ni siquiera los invitó a subir en él. El Plymouth era la venganza de Pappachi.

Pappachi había sido Entomólogo Imperial en el Instituto Pusa. Tras la independencia, cuando los británicos se fueron, la designación de su puesto cambió de Entomólogo Imperial a director adjunto del Departamento de Entomología. El año de su jubilación había ascendido a un cargo equivalente al de director.

El mayor disgusto de su vida fue que no le pusieran su nombre a la mariposa nocturna que descubrió.

Aquella especie desconocida de mariposa cayó en su vaso una noche en la que estaba sentado en la galería de un refugio, después de haberse pasado todo el día haciendo trabajos de campo. Al sacarla del vaso se dio cuenta de que tenía un pelambre dorsal de una densidad inusual. La observó más atentamente. Con una emoción que iba en aumento, la fijó con alfileres, la midió y, a la mañana siguiente, la puso al sol durante unas horas para que se evaporase el alcohol. Después cogió el primer tren de regreso a Delhi. Iba camino de despertar la atención de los círculos especializados en taxonomía y de alcanzar la fama, según suponía. Después de seis meses de insoportable ansiedad, para desilusión de Pappachi, le comunicaron que su mariposa había sido finalmente identificada como una variedad bastante inusual de una especie bien conocida que pertenecía a la familia de los limántidos.

El verdadero mazazo llegó doce años más tarde, cuando, como consecuencia de una reorganización radical de la taxonomía, los expertos en lepidópteros decidieron que la mariposa de Pappachi era, en efecto, de una especie y un género diferentes y, por lo tanto, desconocidos para la ciencia. Pero, para entonces, Pappachi estaba jubilado y vivía en Ayemenem. Ya era demasiado tarde para reivindicar la autoría de su descubrimiento. A su mariposa le pusieron el nombre del Director en Funciones del Departamento de Entomología, un funcionario joven que a Pappachi siempre le había caído mal.

Aunque ya era un hombre malhumorado mucho antes de descubrir la mariposa, a partir de entonces, cada vez que se ponía de mal genio o le entraban repentinos ataques de furia se le echaba la culpa a la Mariposa de Pappachi. Su maléfico fantasma, gris, afelpado y con un pelambre dorsal de una densidad inusual, se coló en todas las casas en las que vivió y los atormentó a él, a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Hasta el momento de su muerte, a pesar del calor sofocante de Ayemenem, no hubo ni un solo día en el que Pappachi no vistiera un terno bien planchado y llevara su reloj de oro de bolsillo. En su tocador, junto a la colonia y al cepillo de plata para el pelo, tenía una foto suya de joven, con el pelo repeinado, que le habían sacado en un estudio fotográfico de Viena, ciudad donde había hecho el curso de seis meses que lo calificó para opositar al puesto de Entomólogo Imperial. Fue durante aquellos meses que pasaron en Viena cuando Mammachi empezó a tomar clases de violín, las cuales fueron interrumpidas abruptamente porque Launsky-Tieffenthal, el profesor de Mammachi, cometió el error de decirle a Pappachi que su mujer poseía un talento excepcional y que, en su opinión, era una concertista en potencia.

Mammachi pegó en el álbum de fotos familiares el recorte del Iridian Express en el que se notificaba la muerte de Pappachi. Decía:


El célebre entomólogo Shri Benaan John Ipe, hijo del difunto rey E. John Ipe de Ayemenem (por todos conocido como Punnyan Kunju), falleció anoche en el Hospital General de Kottayam a consecuencia de un ataque al corazón. Tras sentir dolores en el pecho alrededor de la 1.05 de la madrugada, fue trasladado inmediatamente al hospital. Murió a las 2.45 de la madrugada. El estado de salud de Shri Ipe había sido bastante delicado durante los últimos seis meses. Lo acompañaban su esposa Soshamma y sus dos hijos.


En el entierro de Pappachi, Mammachi lloró tanto que se le corrieron las lentes de contacto. Ammu les explicó a los gemelos que Mammachi lloraba más por estar acostumbrada a él que porque lo amara. Estaba acostumbrada a verlo paseándose por la fábrica de conservas y a que le pegase de vez en cuando. Les dijo que los seres humanos eran animales de costumbres y que era increíble las cosas a las que podían llegar a acostumbrarse. Les bastaba con mirar a su alrededor, añadió Ammu, para darse cuenta de que las palizas con jarrones de latón eran lo que menos importancia tenía.

Después del entierro, Mammachi le pidió a Rahel que la ayudara a localizar las lentes de contacto y a quitárselas con la pequeña pipeta naranja que venía en el estuche. Rahel le preguntó si le dejaría en herencia la pipeta cuando muriera. Ammu la sacó de la habitación y le pegó una bofetada.

– No quiero que vuelvas a hablarle a nadie de su propia muerte -dijo.

Estha dijo que Rahel se lo merecía por ser tan insensible.

A la fotografía de Pappachi en Viena, con el pelo repeinado, le cambiaron el marco, y la pusieron en el salón.

Era un hombre fotogénico, pulcro y bien arreglado, con una cabeza sin ninguna característica especial, excepto que era más bien grande. Tenía una papada incipiente que se habría notado más si hubiese asentido con la cabeza o la hubiese bajado. En la foto había procurado mantenerla erguida, a fin de disimular la papada, pero sin levantarla demasiado, para no parecer altivo. Sus ojos castaños claros eran agradables y, sin embargo, había algo avieso en ellos, como si estuviera haciendo un esfuerzo para ser cortés con el fotógrafo mientras planeaba asesinar a su mujer. Tenía un bultito carnoso, semejante al que suele salirles a los niños que se chupan el dedo gordo, en medio del labio superior, el cual le colgaba sobre el labio inferior y le daba el aspecto de estar haciendo una especie de mohín afeminado. Tenía un hoyuelo alargado en la barbilla que sólo servía para subrayar aquella amenaza de una violencia latente. Una especie de crueldad contenida. Llevaba pantalones de montar color caqui, aunque no se había subido a un caballo en su vida. Las botas de montar reflejaban las luces del estudio fotográfico. Sobre sus rodillas descansaba, colocada con esmero, una fusta con empuñadura de marfil.

Había en aquella fotografía una quietud expectante que impregnaba de velada frialdad la cálida habitación donde estaba colgada.


Cuando Pappachi murió, dejó baúles enteros llenos de trajes caros y una lata de bombones Pepleta de gemelos de camisa que Chacko repartió entre los taxistas de Kottayam. Fueron separados y convertidos en anillos y medallones para las dotes de las hijas solteras.

Cuando Estha y Rahel preguntaron cómo se decía gemelos de camisa en inglés y Ammu les dijo que cuff-links, o sea, «une-puños» (porque sirven para unir los puños de las camisas, les explicó), se quedaron encantados con aquella manifestación de lógica por parte de un idioma que, hasta entonces, les había parecido de lo más ilógico. Cuff+link = cuff-link. Para ellos, aquello no tenía nada que envidiar a la precisión y la lógica de las matemáticas. Cuff-links les proporcionó una satisfacción enorme (aunque exagerada) y un verdadero aprecio por el idioma inglés.

Ammu dijo que Pappachi había sido un CCP de los británicos impenitente, y que eso significaba chhi-chhi poach, que en hindi quiere decir «lameculos». Chacko dijo que la palabra correcta para definir a personas como Pappachi era anglófilo. Hizo que Rahel y Estha buscaran anglófilo en el diccionario. Decía: Persona bien dispuesta hacia los ingleses. Después Estha y Rahel tuvieron que buscar bien, o mal, dispuesto.

Decía:


1) Con entera salud o sin ella.

2) Con ánimo favorable o adverso.


Chacko les dijo que, en el caso de Pappachi, el significado era el segundo, es decir: Con ánimo favorable. Les explicó que eso quería decir que el espíritu de Pappachi era favorable a los ingleses, y por eso le caían bien.

Chacko les dijo que, aunque le molestaba mucho admitirlo, en Ayemenem todos eran anglófilos. Eran una familia de anglófilos. Enfocada en dirección equivocada, atrapada fuera de su propia historia e incapaz de desandar el camino porque sus huellas habían sido borradas. Les explicó que la historia era como una casa vieja durante la noche. Con todas las lámparas encendidas. Y los antepasados susurrando dentro.

– Para comprender la historia -dijo Chacko-, debemos entrar y escuchar lo que dicen. Y mirar los libros y los cuadros que hay en las paredes. Y oler los olores.

A Estha y Rahel no les cupo la menor duda de que la casa a la que se refería Chacko era la del otro lado del río, en medio de la plantación de caucho abandonada, donde nunca habían estado. La casa de Kari Saipu. El sahib negro. El inglés que «vivía como los nativos». Que hablaba malayalam y usaba mundus. El Kurtz [6] de Ayemenem. Para quien Ayemenem era su «corazón de las tinieblas» particular. Diez años atrás se había suicidado de un tiro en la cabeza cuando los padres de su joven amante le quitaron al muchacho y lo mandaron a la escuela. Después del suicidio la propiedad se convirtió en motivo de un prolongado litigio entre el cocinero y el secretario de Kari Saipu. La casa llevaba muchos años vacía. Muy poca gente la había visto por dentro. Pero los gemelos se imaginaban cómo era.

La Casa de la Historia.

Con frescos suelos de piedra, paredes oscuras y sombras en forma de barco con las velas hinchadas. Detrás de los viejos cuadros vivían lagartijas regordetas y translúcidas, y unos antepasados cerúleos y quebradizos, con las uñas de los pies duras y un aliento que olía a mapas amarillentos, hablaban de cosas entrañables con voces bajas y sibilantes que recordaban el crujido del papel.

– Pero no podemos entrar -les explicó Chacko-, porque han cerrado con llave y nos han dejado fuera. Y cuando miramos por las ventanas, no vemos más que sombras. Y cuando intentamos escuchar, no oímos más que susurros. Y no podemos entender los susurros porque nuestras cabezas han sido invadidas por una guerra. Una guerra que hemos ganado y hemos perdido a la vez. La peor clase de guerra. Una guerra que captura los sueños y los vuelve a soñar. Una guerra que nos ha hecho adorar a nuestros conquistadores y despreciarnos.

Casarnos con nuestros conquistadores sería más exacto -dijo Ammu con sequedad, refiriéndose a Margaret Kochamma. Chacko no le hizo caso. Hizo que los gemelos buscaran despreciar en el diccionario. Decía: Desestimar y tener en poco; desairar o desdeñar.

Chacko dijo que en el contexto de la guerra de la que hablaba -la Guerra de los Sueños- despreciar quería decir todas esas cosas.

– Somos Prisioneros de Guerra -dijo Chacko-. Nuestros sueños han sido adulterados. No pertenecemos a ningún sitio. Navegamos a la deriva por mares agitados. Puede que no nos dejen desembarcar nunca. Nuestras penas no serán nunca lo bastante tristes. Nuestras alegrías, nunca lo bastante alegres. Nuestros sueños, nunca lo bastante grandes. Nuestras vidas, nunca lo bastante relevantes. Para ser importantes.

Entonces, para que Estha y Rahel tuvieran un sentido de la perspectiva histórica (aunque perspectiva fue justamente lo que le faltaría, y mucho, a Chacko, durante las semanas siguientes), les habló de la Señora Tierra. Les dijo que imaginaran que la Tierra -que tenía cuatro mil seiscientos millones de años- era una mujer de cuarenta y seis años, tan mayor, dijo, como la señorita Aleyamma, que les daba clases de malayalam. A la Señora Tierra le había llevado toda su vida convertirse en lo que era. Separar los océanos. Levantar las montañas. La Señora Tierra tenía once años, dijo Chacko, cuando aparecieron los primeros organismos unicelulares. Los primeros animales, criaturas como los gusanos y las medusas, no aparecieron hasta que tenía cuarenta años. Ya tenía más de cuarenta y cinco (de eso hacía apenas ocho meses) cuando los dinosaurios empezaron a deambular por su superficie.

– Toda la civilización humana, tal y como la conocemos -les dijo Chacko a los gemelos-, comenzó hace apenas dos horas en la vida de la Señora Tierra. El mismo tiempo que nos lleva ir en coche de Ayemenem a Cochín.

Chacko dijo que era algo sobrecogedor y una lección de humildad (humildad era una palabra preciosa, pensó Rahel: Ir con humildad por el mundo sin ninguna preocupación) pensar que toda la historia contemporánea, las Guerras Mundiales, la Guerra de los Sueños, el hombre en la Luna, la ciencia, la literatura, la filosofía, la búsqueda de conocimientos, no fueran más que un leve pestañeo de los ojos de la Señora Tierra.

– Y, por lo que respecta a nosotros, queridos míos, todo lo que somos o lo que podamos llegar a ser no será nunca más que un destello en los ojos de la Señora Tierra dijo Chacko en tono grandilocuente, tumbado en la cama y con la mirada clavada en el techo.

Cuando Chacko estaba en aquella especie de trance, utilizaba el tono de Leer en Voz Alta. En su habitación se hacía un ambiente como de iglesia. No le importaba que le escucharan o no. Y, si alguien le escuchaba, no le importaba que comprendiera lo que decía o no. Ammu denominaba aquellos trances sus «Estados de Ánimo Oxonienses».

Más adelante, a la luz de lo que sucedió, destello resultó ser una palabra totalmente inapropiada para describir la expresión de los ojos de la Señora Tierra. Porque destello es una palabra con bordes ondulados y alegres.


Aunque la Señora Tierra impresionó durante mucho tiempo a los gemelos, lo que realmente los fascinó fue la Casa de la Historia, que era algo que estaba mucho más a mano. Pensaban a menudo en ella. La casa al otro lado del río.

Que se levantaba vaga y levemente ominosa en el Corazón de las Tinieblas.

Una casa en la que no podían entrar, llena de susurros que no podían comprender.

Lo que entonces no sabían era que pronto entrarían en ella. Que cruzarían el río y estarían donde se suponía que no debían estar, con un hombre al que se suponía que no debían querer. Que observarían todo con unos ojos como platos mientras la historia se iba desvelando ante ellos en la galería trasera.

Mientras otros chicos de su edad aprendían otras cosas, Estha y Rahel aprendieron cómo la historia negocia sus condiciones y ajusta las cuentas a aquellos que violan sus leyes. Oyeron su ruido sordo y nauseabundo. Olieron su olor y nunca lo olvidaron.

El olor de la historia.

Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

Un olor que desde entonces acecharía para siempre en las cosas comunes. En los percheros. En los tomates. En el alquitrán de las carreteras. En ciertos colores. En los platos de un restaurante. En la ausencia de palabras. Y en los ojos de mirada vacía.

Crecerían tratando de encontrar maneras de convivir con lo que había sucedido. Intentarían convencerse de que, considerado en términos del tiempo geológico, no había sido más que un hecho insignificante. Apenas un pestañeo de los ojos de la Señora Tierra. Que habían sucedido Cosas Peores. Que seguían sucediendo Cosas Peores. Pero no encontrarían ningún consuelo al pensarlo.


Chacko dijo que ir a ver Sonrisas y lágrimas era una manifestación de anglofilia muy intensa.

Ammu dijo:

– ¡Por favor! Todo el mundo va a ver Sonrisas y lágrimas. Es un Éxito Cinematográfico Mundial.

– A pesar de todo, querida mía -dijo Chacko en el tono de Leer en Voz Alta-. A pesar de todo.

Mammachi solía decir que Chacko era, con mucho, uno de los hombres más inteligentes de la India. «¿Quién lo dice?», decía Ammu. «¿Y en qué te basas?» A Mammachi le encantaba contar la anécdota (la anécdota que había contado Chacko) de que uno de sus profesores en Oxford había dicho que, en su opinión, Chacko era brillante y tenía madera de primer ministro.

A lo que Ammu siempre respondía «¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!», como los personajes de los cómics.

Decía:

a) Que ir a Oxford no hacía necesariamente que una persona fuera inteligente.

b) Que la inteligencia no era requisito fundamental para ser un buen primer ministro.

c) Que si una persona no era ni siquiera capaz de dirigir una fábrica de conservas de modo que resultase rentable, ¿cómo iba a dirigir un país? Y lo más importante de todo:

d) Que todas las madres de la India idolatraban a sus hijos y, por lo tanto, no estaban capacitadas para juzgarlos.

Chacko contestaba:

a) No se va a Oxford. Se estudia en Oxford. Y:

b) Que después de estudiar en Oxford te dan un título.

– Un título de chapucero, ¿no? -preguntaba Ammu, y añadía-: De eso no cabe duda. No hay más que ver cómo se caen tus famosos aviones en miniatura.

Ammu decía que el desgraciado destino, totalmente previsible, de los aviones de Chacko daba una idea objetiva de su verdadero talento.


Una vez al mes (excepto durante la época de los monzones) llegaba un paquete contra reembolso para Chacko. Siempre contenía un avión en miniatura para armar, de madera de balsa. Chacko tardaba normalmente entre ocho y diez días en armarlo, con su diminuto tanque de combustible y su motor de hélice. Cuando estaba montado, llevaba a Estha y a Rahel a los arrozales de Nattakom para que le ayudaran a probarlo. Nunca volaba más de un minuto. Un mes tras otro, los aviones que Chacko construía con tanto cuidado se estrellaban en los arrozales verdes y fangosos, hacia los que Estha y Rahel salían disparados, como perros de caza bien adiestrados, para rescatar los restos.

Una cola, un tanque, un ala.

Una máquina herida.

La habitación de Chacko estaba atiborrada de aviones en miniatura rotos. Y todos los meses llegaba uno nuevo. Chacko nunca echó la culpa de los accidentes al estado de las piezas.


Después de la muerte de Pappachi, Chacko renunció a su puesto de profesor en la Universidad Cristiana de Madrás y volvió a Ayemenem con su remo del equipo de Balliol y sus sueños de futuro rey de los encurtidos. Rescató su fondo de pensiones y lo invirtió en comprar una máquina Bharat de embotellado al vacío. Colgó su remo (con los nombres de sus compañeros de equipo escritos en letras de oro) de unos aros de hierro en una pared de la fábrica.

Hasta que llegó Chacko, la fábrica había sido una empresa pequeña, pero rentable. Mammachi la dirigía como si se tratase de una cocina inmensa. Chacko la registró como sociedad en comandita e informó a Mammachi de que era socia comanditaria. Él invirtió en equipo (máquinas de enlatado, calderos, cocinas) y amplió el número de trabajadores. Muy poco después comenzó la caída financiera, pero la situación se mantuvo a flote gracias a unos ruinosos préstamos bancarios que Chacko obtuvo hipotecando los arrozales que tenía la familia alrededor de la casa de Ayemenem. Aunque Ammu trabajaba en la fábrica tanto como Chacko, siempre que éste trataba con los inspectores de alimentos o de sanidad hablaba de mi fábrica, mis pinas, mis encurtidos. Lo cual era verdad desde un punto de vista legal, ya que Ammu, por ser hija, no tenía ningún derecho sobre la propiedad.

Chacko les decía a Rahel y a Estha que Ammu ni siquiera tenía derecho a reclamar ante los tribunales.

– Gracias a nuestra maravillosa sociedad machista -decía Ammu.

– Lo que es tuyo es mío, y lo que es mío, es sólo mío -contestaba Chacko.

Tenía una risa sorprendentemente penetrante para un hombre de su tamaño y gordura. Y cuando se reía, todo su cuerpo se sacudía sin que pareciera moverse.

Hasta la llegada de Chacko a Ayemenem, la fábrica de Mammachi no tenía nombre. Todo el mundo se refería a sus conservas y encurtidos como los Mangos Tiernos de Sosha o la Mermelada de Plátano de Sosha. Sosha era el nombre de Mammachi. Soshamma.

Fue Chacko el que bautizó la fábrica con el nombre de Conservas y Encurtidos Paraíso y mandó diseñar e imprimir las etiquetas en la imprenta del camarada K. N. M. Pillai. Primero quiso llamarla Conservas y Encurtidos Zeus, pero la idea fue vetada porque todos dijeron que Zeus era poco conocido y no tenía ninguna relevancia en la zona, mientras que Paraíso sí. (La sugerencia del camarada Pillai, Conservas Parashuram, fue vetada por lo contrario: tenía demasiada relevancia en la zona.)

Fue idea de Chacko lo de pintar un cartel e instalarlo en la baca del Plymouth.


Ahora, camino de Cochín, vibraba y hacía un ruido que parecía que se iba a caer.

Tuvieron que parar cerca de Vaikom para comprar una cuerda y atarlo con más firmeza a la baca. Eso hizo que se retrasaran otros veinte minutos. Rahel empezó a preocuparse porque iban a llegar tarde a Sonrisas y lágrimas.

Entonces, cuando ya estaban cerca del extrarradio de Cochín, el brazo blanco y rojo de la barrera del tren empezó a bajar. Rahel sabía que eso pasaba porque estaba deseando que no ocurriera.

Todavía no había aprendido a controlar sus deseos. Estha dijo que aquello era una mala señal.

Así que iban a perderse el comienzo de la película. Cuando Julie Andrews aparece como un puntito sobre la colina y va creciendo y creciendo hasta que irrumpe en la pantalla cantando con su voz que es como el agua fresca y su aliento que huele como la menta.

En la señal roja que había sobre el brazo blanco y rojo ponía stop en blanco. Rahel dijo pots.

En una valla publicitaria amarilla ponía sea indio, compre productos indios en rojo. Estha dijo soidni sotcudorp erpmoc, oidni aes.

Los gemelos habían aprendido a leer muy pronto. Hacía tiempo que ya habían superado libros como Tom, el perro viejo, Janet y John y los Cuadernos de ejercicios de Ronald Lee Envozalta. Por la noche Ammu les leía trozos de El libro de la selva de Kipling.


Suelta la noche Mang, el murciélago,

que trajo en sus alas Chil, el milano…


El vello de los bracitos se les ponía de punta, dorado a la luz de la lámpara de la mesilla de noche. Cuando leía, Ammu podía hacerlo con voz grave, como la de Shere Khan, o muy fina, como la de Tabaqui.


«¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de que se os antoje? ¡Por el toro que maté! ¿Hasta cuándo he de estar oliendo vuestra perruna guarida para obtener lo que en justicia se me debe? ¡Soy yo, Shere Khan, quien os habla!»


«Y soy yo, Raksha [el Demonio], quien te contesta», gritaban los gemelos con voces chillonas. No al unísono, pero casi.


«¡El cachorro humano es mío Lungri, mío y muy mío/ No se le matará. Vivirá para correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al final, tendrá que cuidarse usted, señor cazador de desnudos cachorrillos, devorador de ranas, matador de peces. ¡Tendrá que cuidarse o será él quien le cace a usted!»


Bebé Kochamma, a la que se le había asignado la educación formal de los gemelos, les había leído La tempestad en la versión abreviada de Charles y Mary Lamb.

«Donde liba la abeja, libo yo», repetían Estha y Rahel. «Y en el cáliz de una prímula me tumbo.»

Así que cuando la señorita Mitten, la misionera australiana amiga de Bebé Kochamma, les regaló a Estha y Rahel un libro para niños pequeños, Las aventuras de la ardilla Susie, al ir de visita a Ayemenem, se sintieron profundamente ofendidos. Primero lo leyeron al derecho. La señorita Mitten, que pertenecía a una secta de cristianos renacidos, dijo que la habían desilusionado un poco cuando le leyeron el libro en voz alta, pero al revés. «saL sarutneva ed al allidra eisuS. aL allidra eisuS es ótrepsed anu anañam ed arevamirp.»

Le enseñaron a la señorita Mitten que palabras como malayalam y madam se podían leer al derecho y al revés y seguían significando lo mismo. Aquello no pareció hacerle ninguna gracia, y al final resultó que ni siquiera sabía lo que era el malayalam. Le dijeron que era el idioma que hablaba todo el mundo en Kerala. Les contestó que siempre le había parecido que se llamaba keralés. Estha, que para entonces ya sentía una evidente antipatía hacia la señorita Mitten, le contestó que le parecía que era tontísima.

La señorita Mitten se quejó a Bebé Kochamma de la mala educación de Estha y de que los dos niños leyesen al revés. Le dijo a Bebé Kochamma que había visto a Satanás en sus ojos. sánataS ne sus sojo.

Les hicieron escribir No volveremos a leer al revés. No volveremos a leer al revés. Cien veces. Al derecho.

Unos meses más tarde la señorita Mitten murió atropellada por un camión de reparto de leche en Hobart, frente a un campo de criquet. A los gemelos les pareció que había un justo castigo en el hecho de que el camión que la atropelló fuera marcha atrás.


A ambos lados del paso a nivel había más autobuses y coches parados. Una ambulancia en la que ponía hospital del sagrado corazón estaba llena de gente que iba a una boda. La novia miraba hacia fuera por la ventanilla de atrás, con la cara parcialmente oculta por la enorme cruz roja medio despintada.

Todos los autobuses tenían nombres de chicas. Luckykutty, Mollykutty, Beena Mol. En malayalam, Mol quiere decir Niña Pequeña, y Mon, Niño Pequeño. Beena Mol estaba lleno de peregrinos a los que habían afeitado las cabezas en Tirupati. Rahel vio una fila de cabezas calvas en las ventanillas del autobús, por encima de churretes de vómitos situados a intervalos regulares. Aquello de vomitar despertaba una gran curiosidad en ella. Nunca lo había hecho. Ni una sola vez. Estha sí, y cuando vomitó la piel se le puso caliente y brillante, y los ojos desvalidos y hermosos, y Ammu lo quiso más que de costumbre. Chacko decía que Estha y Rahel tenían una buena salud indecente. Y Sophie Mol también. Decía que era porque no sufrían las consecuencias de la endogamia, como la mayoría de los cristianos sirios. Y los parsis [7].

Mammachi decía que sus nietos sufrían algo mucho peor que la Endogamia. Se refería a que sus padres estaban Divorciados. Como si ésas fuesen las dos únicas posibilidades que se ofrecían a la gente: Endogamia o Divorcio.

Rahel no estaba segura de qué sufría, pero a veces ponía caras tristes y suspiraba delante del espejo.

«Lo que hago hoy es infinitamente mejor que cuanto haya hecho antes», decía para sí en voz muy triste, imitando a Sydney Cartón cuando, después de hacerse pasar por Charles Darnay, espera en el cadalso para ser guillotinado, según la versión con viñetas de Historia de dos ciudades, de la colección Clásicos Ilustrados.

Se preguntaba por qué razón los peregrinos calvos habrían vomitado tan uniformemente y si lo habrían hecho al mismo tiempo, en una arcada única y bien orquestada (quizá al ritmo de la música, al ritmo de un bhajan de autobús), o por separado, uno tras otro.

Al principio, cuando la barrera acababa de bajar, los motores ociosos llenaron el aire de ruidos impacientes. Pero cuando el hombre encargado del paso a nivel salió de su garita, sobre sus piernas arqueadas hacia atrás y dio a entender, al dirigirse cojeando y agitando los brazos hacia el puesto donde servían té, que tenían una larga espera por delante, los conductores apagaron los motores y se bajaron a estirar las piernas.

El Dios del Paso a Nivel pareció convocar con una desganada inclinación de su cabeza aburrida y somnolienta a mendigos con vendajes y a vendedores de coco fresco, parippu vadas sobre hojas de plátano y refrescos fríos: Coca-Cola, Fanta, batidos.

Un leproso con las vendas sucias se acercó a pedir a la ventanilla del coche.

– ¡Parece mercromina! -exclamó Ammu, refiriéndose al inusitado brillo de su sangre.

– ¡Te felicito! -dijo Chacko-. Has hablado como una auténtica burguesa.

Ammu sonrió y se dieron la mano, como si hubiese obtenido realmente un Diploma al Mérito por ser una Burguesa Genuina, como Dios manda. Los gemelos atesoraban los momentos como aquél y los iban ensartando igual que cuentas preciosas en un collar (que habría de resultar, quizá, un poco corto).

Rahel y Estha aplastaron la nariz contra las ventanas laterales traseras del Plymouth. Naricillas anhelantes, aplastadas como flores de malvavisco, con niños borrosos detrás. Ammu dijo «No», con convicción y firmeza.

Chacko encendió un Charminar. Aspiró profundamente y después se quitó un trocito de tabaco que se le había pegado a la lengua.

Dentro del Plymouth a Rahel no le resultaba nada fácil ver a Estha porque Bebé Kochamma se alzaba entre ellos como una colina. Ammu había insistido en que se sentaran separados para evitar que se peleasen. Cuando se peleaban, Estha le decía a Rahel que era un insecto palo refugiado y Rahel lo llamaba Elvis la Pelvis y daba una especie de pasos de baile retorcidos y cómicos que ponían furioso a Estha. Cuando se peleaban físicamente y en serio tenían una fuerza tan igualada que las peleas no acababan nunca y todo lo que se interponía en su camino (lámparas de mesa, ceniceros o jarras de agua) quedaba hecho añicos o irreparablemente estropeado.

Bebé Kochamma se agarraba al respaldo delantero con los brazos estirados. Con el movimiento del coche las gruesas carnes de sus brazos se mecían como la ropa lavada tendida al viento. En aquel momento caían pesadamente como una cortina de carne que separaba a Estha de Rahel.

La ventanilla de Estha daba al lado de la carretera donde estaba la casucha en la que se vendía té y galletitas de glucosa rancias, guardadas en recipientes de vidrio opaco llenos de moscas. También tenían limonada en gruesas botellas con tapones rematados en una bola azul, para que no perdiera el gas. Y una nevera portátil roja en la que ponía, muy seriamente, todo va mejor con coca-cola.

Murlidharan, el loco del paso a nivel, se sentó con las piernas cruzadas y en perfecto equilibrio sobre el mojón. Los testículos y el pene le colgaban oscilantes y señalaban el cartel que decía:


COCHÍN 23


Murlidharan iba totalmente desnudo. No llevaba nada, excepto una bolsa de plástico que alguien le había puesto en la cabeza, como si se tratase de un gorro de chef transparente a través del cual seguía viéndose el paisaje, turbio y con forma de gorro de chef, pero sin solución de continuidad. Aunque hubiese querido, no habría podido quitarse el gorro, porque no tenía brazos. Se los había arrancado en el 42 una bomba en Singapur, en la semana que siguió a su fuga de casa para unirse a las filas del Ejército Nacional Indio, que luchó contra los británicos al lado de los japoneses. Tras la independencia fue reconocido como Combatiente por la Libertad de Primer Grado y se le concedió un pase vitalicio para viajar gratis en primera clase en tren. Esto también lo había perdido (además de la cabeza), así que ya no podía seguir viviendo en los trenes, ni en las salas de espera de las estaciones. Murlidharan no tenía casa, ni puertas que cerrar con llave, pero llevaba sus viejas llaves bien atadas alrededor de la cintura. En un brillante manojo. Su cabeza estaba llena de armarios atiborrados de placeres secretos.

Un despertador. Un coche rojo con bocina musical. Un vaso rojo para el cuarto de baño. Una esposa con un diamante. Un portafolios con papeles importantes. Una vuelta a casa de la oficina. Un Lo siento, coronel Sabhapathy, pero ésa es mi opinión. Y crujientes trocitos de plátano frito para los niños.

Veía llegar y partir los trenes. Contaba sus llaves.

Veía ascensiones y caídas de gobiernos. Contaba sus llaves.

Veía niños borrosos tras las ventanillas de los coches con anhelantes naricillas aplastadas como flores de malvavisco.

Los sin hogar, los desvalidos, los enfermos, los pobres y los perdidos, todos desfilaban ante su ventana. Y seguía contando sus llaves.

No podía saber qué armario tendría que abrir, ni cuándo. Se sentaba sobre el mojón recalentado, con el pelo enmarañado y los ojos como ventanas, y se alegraba de poder apartar la mirada de vez en cuando. De tener sus llaves para contarlas y recontarlas.

Los números le ayudaban a ello.

Desentenderse de lo que lo rodeaba era un alivio.

Murlidharan movía los labios cuando contaba, y emitía palabras muy claras.

Onner.

Runden

Moonner.

Estha notó que tenía el pelo de la cabeza canoso y rizado, que el de sus axilas sin brazos, expuestas al viento, era fino y negro, y que el de su entrepierna era negro y mullido. Un hombre con tres clases de pelo. Estha se preguntó cómo podía ser aquello posible. Se puso a pensar a quién preguntárselo.


La espera llenó a Rahel hasta sentir que iba a estallar. Miró su reloj. Las dos menos diez. Pensó en Julie Andrews y Christopher Plummer besándose con las caras inclinadas para que no chocaran sus narices. Se preguntó si la gente se besaría siempre con las caras inclinadas. Se puso a pensar a quién preguntárselo.

Entonces, de lejos, llegó un zumbido que se fue acercando al tráfico detenido hasta cubrirlo como un manto. Los conductores que habían estado estirando las piernas se subieron a sus vehículos y cerraron las puertas de un portazo. Los mendigos y los vendedores desaparecieron. En pocos minutos la carretera quedó desierta. A excepción de Murlidharan. Sentado con el desnudo trasero sobre el mojón recalentado. Impertérrito y sólo un poco curioso.

Se oyó un gran jaleo y silbatos de policías.

Por detrás del tráfico detenido al otro lado de la barrera, apareció una columna de hombres con banderas y estandartes rojos acompañada de un murmullo que crecía y crecía.

– Subid las ventanillas -dijo Chacko-. Y conservad la calma. No nos harán nada.

– ¿Por qué no te unes a ellos, camarada? -le dijo Ammu-. Yo conduciré.

Chacko no replicó. Un músculo se le tensó por debajo de la papada. Tiró el cigarrillo y subió el cristal de la ventanilla.


Chacko se autoproclamaba marxista. Llevaba a las mujeres guapas que trabajaban en la fábrica a su habitación y, con el pretexto de aleccionarlas sobre derechos laborales y leyes sindicales, flirteaba con ellas descaradamente. Las llamaba camarada e insistía en que lo hicieran a su vez para dirigirse a él (lo que les hacía soltar risillas nerviosas). Para gran bochorno de las interesadas y consternación de Mammachi, las forzaba a sentarse con él a la mesa y tomar el té.

Una vez llegó incluso a llevar a un grupo de trabajadoras a unas clases de sindicalismo que tenían lugar en Alleppey. Fueron en autobús y regresaron en barco. Volvieron felices, con pulseras de vidrio y flores en el pelo.

Ammu decía que todo aquello eran tonterías. Que no era más que un principito consentido que representaba su versión particular de ¡Camarada! ¡Camarada! Una reencarnación pasada por Oxford de la mentalidad tradicional de los terratenientes. Un terrateniente que obligaba a aquellas mujeres, que dependían de él para vivir, a aceptar sus atenciones.

Los manifestantes se acercaban y Ammu subió su ventanilla. Estha la suya. Rahel la suya. (Con enorme esfuerzo, porque a la manivela se le había caído la pelotita negra.)

De repente, el Plymouth azul cielo adquirió un aire de absurda opulencia en aquella carretera estrecha y llena de baches. Era como una obesa dama que avanzara encogiendo la barriga por un estrecho pasillo. Como Bebé Kochamma en la iglesia, dirigiéndose al pan y al vino.

– ¡Bajad la vista! -dijo Bebé Kochamma cuando la cabeza de la manifestación estaba ya cerca del coche-. No los miréis a los ojos. Eso es lo que más los provoca.

El pulso le latía acelerado en el cuello.

En pocos minutos la carretera estuvo repleta de miles de manifestantes. Los coches eran como islas en un río de gente. El aire había enrojecido con las banderas, que descendían y volvían a subir cuando los manifestantes se agachaban para pasar por debajo de la barrera del paso a nivel y cruzaban las vías en una gran oleada roja.

El sonido de un millar de voces se extendió como un Ruidoso Paraguas por encima del tráfico congelado.


«lnquilab zindabadt»

«Thozhilali ekta zindabadt»


«¡Viva la Revolución!», gritaban. «¡Proletarios de todos los países, uníos!»

Ni el propio Chacko podía explicar de modo convincente el hecho de que el Partido Comunista tuviese muchísima más fuerza en Kerala que en cualquier otro lugar de la India, a excepción, tal vez, de Bengala.

Había varias teorías que competían para ofrecer una explicación. Una decía que se debía a la gran población cristiana que había en ese estado. El veinte por ciento de los habitantes de Kerala eran cristianos sirios, que se creían descendientes de los cien brahmanes convertidos al cristianismo por el apóstol Santo Tomás cuando se dirigió hacia el este, después de la resurrección de Cristo. Se argumentaba, de modo bastante simplista, que la estructura del marxismo era un simple sustitutivo del cristianismo. Se reemplaza a Dios por Marx, a Satanás por la burguesía, al paraíso por una sociedad sin clases, a la Iglesia por el partido, y la forma y el propósito del trayecto son los mismos. Una carrera de obstáculos con un premio al final. Mientras que la mente hindú tenía que hacer unos ajustes más complejos.

El problema con esa teoría era que en Kerala los cristianos sirios eran, en su gran mayoría, los señores feudales, los ricos, los terratenientes (o los directores de fábricas de conservas), para los que el comunismo representaba un destino peor aún que la muerte. Siempre habían votado al Partido del Congreso.

Una segunda teoría sostenía que aquel hecho estaba relacionado con el alto nivel, en comparación, de alfabetización que tenía el estado. Podía ser. Sólo que ese nivel relativamente elevado de alfabetización se debía, en gran parte, al movimiento comunista.

La verdadera razón era que el comunismo se había introducido en Kerala insidiosamente. Como un movimiento reformista que nunca cuestionó de modo abierto los valores tradicionales de una sociedad de castas en extremo tradicional. Los marxistas trabajaban desde dentro de las divisiones sociales; nunca las desafiaban, pero no se notaba que no lo hacían. Ofrecían un cóctel revolucionario. Una mezcla embriagadora de marxismo oriental e hinduismo ortodoxo, con un chorrito de democracia.

Aunque Chacko no estaba afiliado al partido, lo había apoyado desde el principio y había continuado haciéndolo a pesar de todos los altibajos por los que había pasado dicha organización.

Estudiaba en la Universidad de Delhi durante la euforia de 1957, cuando los comunistas ganaron las elecciones para la asamblea estatal de Kerala y Nehru tuvo que aceptar que formaran gobierno. El héroe de Chacko, el camarada E. M. S. Namboodiripad, el extravagante brahmán y alto sacerdote del marxismo en Kerala, se convirtió en el jefe del primer gobierno comunista que subió al poder por las urnas en el mundo entero. De repente, los comunistas se encontraron en la extraordinaria posición, que los críticos calificaron de absurda, de tener que gobernar a un pueblo y al mismo tiempo fomentar la revolución. El camarada E. M. S. Namboodiripad desarrolló su propia teoría sobre cómo habría de hacerse. Chacko estudió su tratado La transición pacífica hacia el comunismo con una diligencia obsesiva de adolescente y una aprobación sin cuestionamientos de fanático ardiente. Exponía con todo detalle la política que pensaba aplicar el gobierno del camarada E. M. S. Namboodiripad para realizar la reforma agraria, neutralizar a la policía, cambiar el sistema judicial y «frenar la política reaccionaria y contraria a los intereses del pueblo» del gobierno central, en manos del Partido del Congreso.

Desgraciadamente, antes de que finalizara aquel año ya había acabado la parte pacífica de la transición pacífica.

Todas las mañanas, a la hora del desayuno, el Entomólogo Imperial ridiculizaba a su disputador hijo comunista leyéndole en voz alta las noticias periodísticas sobre los disturbios, las huelgas y los casos de brutalidad policial que convulsionaban a Kerala.

– ¡Y bien, Carlos Marx! decía con sorna Pappachi cuando Chacko se sentaba a la mesa-. ¿Y ahora qué vamos a hacer con esos malditos estudiantes? Esos memos estúpidos están haciendo campañas contra nuestro Gobierno del Pueblo. ¿Los aniquilamos? ¿No será que los estudiantes ya no pertenecen al Pueblo?

Durante los dos años siguientes la discordia política, alimentada por el Partido del Congreso y la Iglesia, desembocó en la anarquía. Para cuando Chacko acabó la licenciatura y se fue a estudiar a Oxford, Kerala estaba al borde de la guerra civil. Nehru destituyó al gobierno comunista y anunció la convocatoria de elecciones. El Partido del Congreso retornó al poder.

El partido del camarada E. M. S. Namboodiripad no sería reelegido hasta 1967, casi diez años exactos después de su primera llegada al poder. Para entonces, formaba parte de una coalición entre los que eran ya dos partidos separados: el Partido Comunista de la India y el Partido Comunista de la India (Marxista). El PCI y el PCI(M). Para entonces, Pappachi ya había muerto. Chacko estaba divorciado. Conservas y Encurtidos Paraíso existía desde hacía siete años.

Kerala se tambaleaba a consecuencia de la hambruna y de un monzón que no llegaba. La gente moría. El problema del hambre tenía que ser por fuerza una de las prioridades más acuciantes para cualquier gobierno.

Durante su segundo periodo en el poder, el camarada E. M. S. continuó aplicando su transición pacífica, pero de forma más sensata. Con lo que se ganó el odio del Partido Comunista Chino, que lo denunció por su «cretinismo parlamentario» y lo acusó de «proporcionar alivio a la gente, con lo que embotaba la conciencia del pueblo y lo distraía de la Revolución».

Pekín desvió su respaldo hacia la facción más nueva y militante del PCI(M), los naxalitas, que habían llevado a cabo una insurrección armada en Naxalbari, un pueblo de Bengala. Organizaron a los campesinos en grupos armados, se apropiaron de la tierra, expulsaron a los propietarios y establecieron tribunales populares para juzgar a los enemigos de la clase obrera. El movimiento naxalita se extendió por todo el país y sembró el terror en los corazones burgueses.

En Kerala los naxalitas contribuyeron a viciar con una breve inyección de miedo y nerviosismo una atmósfera ya de por sí amedrentada. Los asesinatos habían comenzado en el norte. En el mes de mayo de aquel año apareció en los periódicos una fotografía borrosa de un terrateniente de Palghat al que habían decapitado tras atarlo a una farola. Su cabeza se hallaba a cierta distancia del cuerpo, en medio de un charco oscuro que podía ser de agua o de sangre. Era difícil decidirlo, pues era una fotografía en blanco y negro. Tomada bajo la luz grisácea previa al amanecer.

Tenía los ojos abiertos, con expresión de sorpresa.

El camarada E. M. S. Namboodiripad (Perro del Gobierno para unos, Títere Soviético para otros) expulsó a los naxalitas de su partido y siguió dedicándose a utilizar la ira popular para propósitos parlamentarios.

La marcha que rodeó repentinamente al Plymouth azul cielo aquel día azul cielo de diciembre formaba parte de ese proceso. Había sido organizada por el Sindicato Marxista de Kerala. Los camaradas de Trivandrum irían en manifestación hasta la secretaría del partido para presentar el documento con las Demandas del Pueblo al camarada E. M. S. en persona. La orquesta elevaba una petición a su director. Pedían que a los trabajadores de los arrozales, cuya jornada laboral era de once horas y media al día (de siete de la mañana a seis y media de la tarde), se les diera una hora libre para el almuerzo. Que los salarios de las mujeres se incrementaran de una rupia y veinticinco paisas al día a tres rupias, y que el de los hombres se incrementara de dos rupias y cincuenta paisas al día, a cuatro rupias y cincuenta paisas. También pedían que dejara de llamarse a los Intocables según el nombre de su casta. Pedían que no se les llamara Achoo Parayan, o Kelan Paravan, o Kuttan Pulayan, sino simplemente, Achoo, Kelan o Kuttan.

Los Reyes del Cardamomo, los Condes del Café y los Barones del Caucho, viejos compinches desde el internado, habían bajado de sus haciendas remotas y solitarias y bebían a pequeños sorbos cervezas heladas en el Club de Vela. Alzaban sus copas. «Aunque la mona se vista de seda…», decían entre risas para ocultar su creciente pánico.


Aquel día la manifestación estaba compuesta por militantes del partido, estudiantes y trabajadores. Tocables e Intocables. Cargaban sobre sus espaldas un barril de odio antiguo, prendido con una mecha reciente. Había una faceta de aquel odio que era naxalita y nueva.

A través de la ventanilla del Plymouth, Rahel se dio cuenta de que la palabra que más fuerte decían era Zindabad. Y de que las venas parecían saltárseles del cuello al pronunciarla. Y de que los brazos que sostenían las banderas y las pancartas eran nudosos y fuertes.

Dentro del Plymouth nadie se movía y hacía calor.

El miedo de Bebé Kochamma yacía enrollado en el suelo del coche como un cigarro húmedo y pegajoso. Aquello no era más que el comienzo. El miedo que con el paso de los años crecería hasta consumirla. Que la haría cerrar con llave puertas y ventanas. Que la haría tener dos líneas de nacimiento del pelo y dos bocas. El suyo era también un miedo antiguo, viejo como la humanidad. El miedo a que le quitaran lo que tenía.

Intentó contar las cuentas verdes de su rosario, pero no podía concentrarse. Una mano abierta golpeó una de las ventanillas del coche.

Un puño cerrado aporreó el recalentado capó azul cielo. Se abrió de golpe. El Plymouth parecía un animal azul y anguloso de un zoológico pidiendo que le dieran de comer.

Un bollo.

Un plátano.

Otro puño cerrado lo golpeó, y se cerró. Chacko bajó el cristal de su ventanilla y le gritó al hombre que lo había hecho:

– ¡Gracias, keto!-dijo-. ¡Valarey gracias!

– No le estés tan agradecido, camarada -dijo Ammu-. Ha sido pura casualidad. No tenía ninguna intención de ayudarte. ¿Cómo podía saber que dentro de este viejo coche late un corazón auténticamente marxista?

– Ammu -dijo Chacko en tono tranquilo y deliberadamente despreocupado-, ¿no podrías hacer un pequeño esfuerzo para no verlo todo con tu cinismo de fracasada?

El silencio llenó el coche como si empapara una esponja. Fracasada cortó el aire como un cuchillo. El sol brilló con un suspiro estremecido. Ese era el problema con los parientes. Al igual que los médicos aviesos, sabían dónde hacer más daño al tocar.


Justo en aquel momento, Rahel vio a Velutha, el hijo de Vellya Paapen. A Velutha, su amigo más querido. A Velutha, que llevaba una bandera roja. Con camisa y mundu blancos y las venas del cuello hinchadas. El, que jamás llevaba camisa.

Rahel bajó el cristal de su ventanilla en un segundo.

– ¡Velutha! ¡Velutha! -le gritó.

Se quedó congelado durante un instante y escuchó con su bandera. Acababa de oír una voz familiar en circunstancias nada familiares. Rahel, de pie sobre el asiento del coche, se había proyectado fuera de la ventana del Plymouth como un cuerno de un herbívoro con forma de coche que se agitara libremente. Con una fuente atada con un «amor-en-Tokio» y unas gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla.

– ¡Velutha! ¡Ividay!¡Velutha!

Y a ella también se le hincharon las venas del cuello.

Velutha se deslizó de costado y desapareció rápidamente en el interior de la masa furiosa que lo rodeaba.

Dentro del coche, Ammu se volvió con una expresión de furia en los ojos. Golpeó las pantorrillas de Rahel, que era la única parte de su hija que estaba dentro del coche y podía golpear. Sus pantorrillas y sus pies morenos, enfundados en sandalias Bata.

– ¡Haz el favor de portarte bien! -dijo Ammu.

Bebé Kochamma tiró de Rahel, que aterrizó sobre el asiento, sorprendida. Pensó que debía de haber un malentendido.

– ¡Era Velutha! explicó sonriendo-. ¡Y llevaba una bandera!

La bandera había sido para ella lo más impresionante de todo. Lo mejor que podía llevar un amigo.

– ¡Eres una niña tonta y estúpida! -dijo Ammu.

Aquel enfado violento y repentino dejó a Rahel clavada en el asiento del coche. Estaba perpleja. ¿Por qué se había enfadado tanto Ammu? ¿Cuál era la razón?

– Pero ¡si era él! -dijo Rahel.

– ¡Cállate! -dijo Ammu.

Rahel vio que a Ammu le transpiraban la frente y el labio superior, y que sus ojos se habían endurecido y parecían canicas. Como los de Pappachi en la foto de estudio hecha en Viena. (¡Cómo corría subrepticiamente la mariposa de Pappachi, igual que un rumor, por las venas de sus hijos!)

Bebé Kochamma subió el cristal de la ventanilla de Rahel.


Años más tarde, en la fresca y despejada mañana de un domingo de otoño en el norte del estado de Nueva York, mientras iba en tren desde Grand Central a Crotón Harmon, aquella imagen le vino de pronto a la mente a Rahel. Aquella expresión en el rostro de Ammu. Como la pieza endiablada de un puzzle. Como unos signos de interrogación que se deslizasen por las páginas de un libro sin encontrar nunca en qué frase colocarse.

Aquella mirada marmórea en los ojos de Ammu. El brillo de la transpiración sobre su labio superior. Y el escalofrío de aquel silencio repentino e hiriente.

¿Qué había significado todo aquello?

El tren dominical iba casi vacío. Al otro lado del pasillo, una mujer con las mejillas agrietadas por la intemperie y bigote tosía y escupía flemas que iba envolviendo en trozos de papel que arrancaba de una pila de periódicos dominicales que llevaba sobre las rodillas. Colocaba los paquetitos en ordenadas hileras sobre el asiento vacío que había frente a ella como si estuviera organizando un tenderete de flemas. Y, mientras lo hacía, hablaba sola con tono agradable y tranquilizador.

La memoria era como aquella mujer del tren. Loca, porque se dedicaba a examinar cuidadosamente cosas oscuras, guardadas en un armario, para luego emerger con las más insólitas: una mirada fugaz, un sentimiento, el olor del humo, un limpiaparabrisas, los ojos marmóreos de una madre. Y, a la vez, bastante cuerda, porque dejaba enormes extensiones de oscuridad sin desvelar. Sin recordar.

La locura de su compañera de vagón reconfortaba a Rahel. La aproximaba más al útero trastornado de Nueva York, y la apartaba de otra idea más terrible que la perseguía. Un aroma metálico, como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el olor de las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Un hombre joven con la boca de un viejo.

Fuera del tren, el Hudson brillaba y los árboles tenían los colores pardorrojizos del otoño. Casi hacía frío.

– Hay un pezón en el aire -le dijo bromeando Larry McCaslin a Rahel al tiempo que apoyaba suavemente la palma de la mano contra la intimación de protesta de un pezón helado que se proyectaba bajo la tela de su camiseta de algodón. Larry se preguntó por qué no sonrió al gastarle aquella broma.

Ella se preguntó por qué sería que siempre que pensaba en su hogar lo imaginaba con los colores de las maderas oscuras y barnizadas de los barcos y de los núcleos vacíos de las lenguas de fuego que titilaban en las lámparas de latón.


Era Velutha.

De eso Rahel estaba segura. Lo había visto. Y él la había visto. Lo habría reconocido en cualquier sitio y en cualquier momento. Y, si no hubiese llevado camisa, también lo habría reconocido de espaldas. Conocía su espalda. Había ido muchas veces sobre ella. Más veces de las que podía recordar. Tenía una marca de nacimiento de color pardo claro con la forma de una hoja puntiaguda y seca. Decía que era una hoja de la buena suerte, que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo. Una hoja pardusca sobre una espalda negra. Una hoja otoñal en la noche.

Una hoja de la buena suerte que no fue lo bastante propicia.


No se suponía que Velutha llegara a ser carpintero.

Le pusieron Velutha, que significa «blanco» en malayalam, porque era muy negro. Su padre, Vellya Paapen, era paraván. Sangrador de savia de palmera. Tenía un ojo de vidrio. Una vez que estaba trabajando un bloque de granito con un martillo le saltó una esquirla al ojo izquierdo y se lo perforó.

Cuando era pequeño, Velutha iba con Vellya Paapen a la entrada de servicio de la casa de Ayemenem a llevar los cocos que arrancaban de las palmeras de la finca. Pappachi no permitía que los paravanes entraran en la casa. Nadie lo hacía. No se les permitía tocar nada que los Tocables pudieran tocar. No se lo permitían los de las Castas Hindúes ni los de las Castas Cristianas. Mammachi les contó a Estha y a Rahel que se acordaba de la época en que, siendo niña, los paravanes tenían que retroceder de rodillas, borrando sus huellas con una escobilla, para que los brahmanes o los cristianos sirios no se volvieran impuros al pisar sin querer sus pisadas. En tiempos de la niñez de Mammachi no se permitía a los paravanes, igual que a los demás Intocables, andar por la vía pública, ni cubrirse la parte superior del cuerpo, ni usar paraguas. Cuando hablaban, tenían que taparse la boca con la mano, para evitar que su aliento contagiase su impureza a aquellos a quienes dirigían la palabra.

Cuando los británicos llegaron a lo que hoy es Kerala, muchos paravanes, pelayas y pulayas (entre ellos Kelan, el abuelo de Velutha) se convirtieron al cristianismo e ingresaron en la Iglesia anglicana para escapar al flagelo de la Intocabilidad. Como incentivo adicional se les dio un poco de comida y de dinero. Se los conocía como los «cristianos del arroz». No les llevó mucho tiempo darse cuenta de que habían salido del fuego para caer en las brasas. Los obligaron a tener iglesias separadas, con ceremonias separadas y sacerdotes separados. Como favor especial se les otorgó incluso su propio obispo paria separado. Después de la independencia se encontraron con que no tenían acceso a las prestaciones estatales para los Intocables, como reservas de puestos de trabajo o derecho a obtener préstamos bancarios a bajo interés, ya que oficialmente estaban censados como cristianos y por lo tanto, fuera del sistema de castas. Era algo así como tener que borrar las propias huellas sin escobilla. O, peor aún, que ni siquiera se les permitiese dejar huellas.

Mammachi fue la primera en notar, una vez en que se tomó unas vacaciones de Delhi y la Entomología Imperial, la increíble habilidad que mostraba Velutha con las manos. Velutha tenía entonces once años, unos tres menos que Ammu. Era como un pequeño mago. Podía hacer complicados juguetes (molinos en miniatura, sonajeros, joyeros diminutos) con cañas secas, así como barquitos perfectos con tronquitos de tapioca y figuritas con semillas de anacardo. Se los llevaba a Ammu y se los ofrecía sobre la palma de la mano (como le habían enseñado), para que no tuviera que tocarlo al cogerlos. Aunque era más joven que ella, la llamaba Ammukutty: Pequeña Ammu. Mammachi convenció a Vellya Paapen para que lo mandara a la escuela para Intocables que había fundado su suegro, el Pequeño Bendecido.

Velutha tenía catorce años cuando Johann Klein, un alemán de un gremio de carpinteros de Baviera, llegó a Kottayam a pasar tres años en la misión cristiana dirigiendo un taller con carpinteros de la zona. Todas las tardes, después de la escuela, Velutha cogía un autobús a Kottayam donde trabajaba con Klein hasta que anochecía. Para cuando cumplió los dieciséis años había acabado la enseñanza secundaria y era un carpintero experto. Tenía sus propias herramientas de carpintería y una sensibilidad para el diseño claramente germana. A Mammachi le hizo una mesa de comedor estilo Bauhaus con doce sillas, todo de palo de rosa, y una chaise longue de madera de manjea de tipo tradicional bávaro. Para los festejos navideños organizados por Bebé Kochamma hacía un montón de alas de ángeles con armazón de alambre, que los niños se ponían en la espalda como si fueran mochilas, nubes de cartón entre las que aparecía el arcángel Gabriel y un pesebre desmontable para que en él naciera Cristo. Cuando el arco plateado del angelito que meaba en el jardín se secó inexplicablemente, fue Velutha el médico que le arregló la vejiga para que volviese a funcionar.

Aparte de ser un experto carpintero, Velutha era muy hábil con las máquinas. Mammachi (con la impenetrable lógica de los Tocables) solía decir que era una pena que fuese paraván, porque si no habría podido llegar a ingeniero. Reparaba radios, relojes, bombas de agua. Se ocupaba de la fontanería y la instalación eléctrica de la casa.

Cuando Mammachi decidió cerrar la galería trasera, fue Velutha el que diseñó e hizo una puerta plegable y corredera que más tarde haría furor en Ayemenem.

Velutha sabía más que nadie sobre todas las máquinas que había en la fábrica.

Cuando Chacko renunció a su puesto en Madrás y regresó a Ayemenem con una máquina Bharat para cerrar los botes herméticamente, fue Velutha el que la montó y la puso en marcha. Era él quien se ocupaba del mantenimiento de la nueva máquina de enlatado y de la rebanadora de pina automática. Y quien lubricaba la bomba de agua y el pequeño generador diesel. Y quien recubrió con planchas de aluminio, fáciles de limpiar, las superficies de cortar y el que hizo las calderas a ras del suelo para hervir la fruta.

Sin embargo, Vellya Paapen, el padre de Velutha, era un paraván a la Vieja Usanza. Había vivido la época en la que tenían que retroceder de rodillas, y su gratitud hacia Mammachi y su familia por todo lo que habían hecho por él era tan ancha y profunda como un río crecido. Cuando tuvo el accidente con la esquirla de piedra, Mammachi se ocupó de todo y le pagó el ojo de cristal. No había podido saldar aquella deuda todavía, y, aunque sabía que tampoco se esperaba que lo hiciera, y que nunca sería capaz de hacerlo, sentía que su ojo no le pertenecía. Su gratitud le ensanchó la sonrisa y le hizo doblar más la espalda.

Vellya Paapen temía por su hijo menor. No podía decir qué era lo que lo asustaba. No era nada que éste hubiera dicho. O hecho. No era lo que decía, sino cómo lo decía. No era lo que hacía, sino cómo lo hacía.

Quizá era, simplemente, que nunca parecía dudar. Que manifestaba una injustificada seguridad en sí mismo. En la forma de andar. En la forma de mantener la cabeza erguida. En la tranquilidad con que sugería cosas sin que le preguntaran. O en la tranquilidad con que desechaba sugerencias sin dar la impresión de rebelarse.

Aunque aquellas cualidades eran perfectamente aceptables, tal vez incluso deseables, en los Tocables, Vellya Paapen pensaba que en un paraván podrían ser interpretadas como una insolencia (y lo serían, porque así era como tenía que ser).

Vellya Paapen trató de prevenir a Velutha. Pero, como no era capaz de expresar exactamente la causa de su preocupación, Velutha interpretó mal su confusa inquietud. Le pareció que a su padre le molestaba que hubiera estudiado y tuviera talento natural. Las buenas intenciones de Vellya Paapen pronto degeneraron en críticas continuas, discusiones y una frialdad cada vez más profunda entre padre e hijo. Para gran consternación de su madre, Velutha empezó a dejar de ir a casa. Trabajaba hasta tarde. Pescaba en el río y cocinaba sus capturas al aire libre. Dormía al raso, en la ribera.

Y un buen día desapareció. Durante cuatro años nadie supo dónde estaba. Se rumoreó que trabajaba en una obra para el Ministerio de la Vivienda y el Bienestar Social en Trivandrum. Y, más adelante, llegó el inevitable rumor de que se había convertido en naxalita. De que había estado en la cárcel. Alguien dijo que lo había visto en Quilon.

No hubo forma de contactar con él cuando Chella, su madre, murió de tuberculosis. Después Kuttappen, su hermano mayor, se cayó de un cocotero y se rompió la columna. Quedó paralítico e incapacitado para trabajar. Velutha se enteró del accidente un año después.

Hacía cinco meses que había vuelto a Ayemenem. Nunca hablaba de dónde había estado ni de lo que había hecho.

Mammachi volvió a contratarlo como carpintero de la fábrica y lo puso al frente del mantenimiento general. Aquello provocó un gran rencor entre los trabajadores Tocables, porque, según ellos, se suponía que los paravanes no debían ser carpinteros. Y, sin la menor duda, se daba por sentado que no debía volverse a contratar a los paravanes pródigos.

Para mantener contentos a los demás trabajadores, y dado que sabía que nadie más lo contrataría como carpintero, Mammachi pagaba a Velutha menos de lo que habría pagado a un carpintero Tocable, pero más que a un paraván. Mammachi no le dejaba entrar en su casa (excepto cuando necesitaba que reparase o instalase algo). Pensaba que ya podía estarle bastante agradecido de que le dejase entrar en el edificio de la fábrica y le permitiese tocar las mismas cosas que los Tocables. Decía que aquello ya era un gran paso adelante para un paraván.

Cuando regresó a Ayemenem después de estar varios años fuera, Velutha seguía teniendo la misma desenvoltura. La misma seguridad en sí mismo. Y entonces Vellya Paapen temió por él más que nunca. Pero calló. No dijo nada.

Al menos, hasta que el Terror se apoderó de él. Hasta que vio, noche tras noche, que una barquita cruzaba el río a golpe de remo. Hasta que la vio regresar al amanecer. Hasta que vio lo que su hijo Intocable había tocado. Más que tocado.

Poseído.

Amado.

Cuando el Terror se apoderó de él, Vellya Paapen fue a ver a Mammachi. Con el ojo hipotecado miraba fijamente. Con el propio, lloraba. Una mejilla le brillaba por las lágrimas. La otra permanecía seca. Movía la cabeza de un lado a otro, hasta que Mammachi le ordenó que parara. Todo su cuerpo temblaba, como si tuviera malaria. Mammachi le ordenó que dejara de temblar, pero no pudo, porque no se le pueden dar órdenes al miedo. Ni siquiera al de un paraván. Vellya Paapen le contó a Mammachi lo que había visto. Imploró el perdón de Dios por haber engendrado un monstruo. Se ofreció a matar a su hijo con sus propias manos. A destruir lo que había creado.

Bebé Kochamma escuchó las voces desde la habitación contigua y fue a ver qué pasaba. Se encontró frente a frente con el Dolor y el Conflicto, e íntimamente, en lo más profundo de su corazón, se regocijó.

Dijo (entre otras cosas): ¿Cómo es posible que haya aguantado su olor? ¿No os habéis dado cuenta de que los paravanes tienen un olor especial?

Y se estremecía haciendo mucho teatro, como un niño al que le hacen comer espinacas a la fuerza. Prefería el olor de un jesuita irlandés al olor especial de un paraván. Muchísimo más. Muchísimo más.


Velutha, Vellya Paapen y Kuttappen vivían en una pequeña choza de laterita, cerca de la casa de Ayemenem, río abajo. Para Esthappen y Rahel, a tres minutos corriendo por entre los cocoteros. Cuando Velutha se marchó, hacía muy poco tiempo que habían llegado a Ayemenem con Ammu, y eran demasiado pequeños para acordarse de él. Pero en los meses que siguieron a su regreso se convirtieron en los mejores amigos. Les habían prohibido ir a casa de Velutha, pero no obstante iban. Se quedaban sentados junto a él horas y horas, en cuclillas, como puntitos en medio de un lago de virutas de madera, preguntándose cómo se las arreglaba Velutha para saber siempre cuáles eran las formas que le aguardaban escondidas dentro de los trozos de madera. Les encantaba ver cómo la madera parecía reblandecerse y volverse tan maleable como la plastilina en sus manos. Les enseñaba a usar el cepillo. Su casa (cuando hacía un día bueno) olía a virutas de madera recién cepillada y a sol. A rojo curry de pescado cocido con leña de tamarindo negro. Según Estha, el mejor curry de pescado del mundo entero.

Fue Velutha el que le hizo a Rahel la caña de pescar más afortunada de todas las que tuvo, y el que les enseñó a ella y a Estha a pescar.

Y aquel día azul cielo de diciembre era Velutha a quien vio a través de sus gafas de sol rojas, que se manifestaba con una bandera roja en el paso a nivel en las afueras de Cochín.

Los silbatos agudos y metálicos de la policía perforaron el Ruidoso Paraguas que los cubría. A través de los agujeros irregulares abiertos en él, Rahel vio retazos de cielo rojo. Y, en el cielo rojo, milanos de un rojo intenso que revoloteaban en busca de ratas. En los ojos amarillos y hundidos de los milanos había una carretera y banderas rojas que se manifestaban. Y una camisa blanca sobre una espalda negra con una marca de nacimiento.

Que se manifestaba.

El terror, el sudor y los polvos de talco se mezclaron formando una pasta color malva entre los pliegues de la papada de Bebé Kochamma. La saliva se le coaguló formando pequeñas manchas blancas en las comisuras de la boca. Creía haber visto a un hombre en la manifestación que se parecía a una fotografía aparecida en los periódicos de un naxalita llamado Rajan, del que se rumoreaba que se había desplazado hacia el sur desde Palghat. Le pareció que la había mirado directamente.

Un hombre con una bandera roja y un rostro como un nudo abrió la puerta de Rahel porque no tenía echado el seguro. El hueco de la puerta se llenó de hombres que se habían detenido a mirar.

– ¿Tienes calor, pequeña? -le preguntó a Rahel amablemente en malayalam el hombre que parecía un nudo. Y luego, en tono que no tenía nada de amable, añadió-: ¡Pues pídele a tu papá que te compre un aire acondicionado! -y soltó una carcajada, encantado de su agudeza y su habilidad para estar a la altura de las circunstancias. Rahel le devolvió la sonrisa, feliz de que hubieran tomado a Chacko por su padre. Como una familia normal.

– ¡No le contestes! -susurró Bebé Kochamma con voz ronca-. ¡Mira al suelo! ¡Tú sólo mira al suelo!

El hombre de la bandera fijó su atención en ella. Bebé Kochamma miraba hacia abajo, hacia el suelo del coche. Como una novia tímida y asustada a la que hubieran casado con un desconocido.

– ¡Hola, guapa! -dijo el hombre lentamente en inglés-. ¿Cuál es tu nombre, por favor?

Como Bebé Kochamma no contestó, se volvió hacia sus compañeros.

– No tiene nombre.

– ¿Qué te parece Modalali Mariakutty? -sugirió uno, y soltó una risita. Modalali quiere decir terrateniente en malayalam.

– A, B, C, D, X, Y, Z -dijo otro, por decir algo.

Más estudiantes se apiñaron alrededor del coche. Todos llevaban en la cabeza pañuelos o toallas, en los que estaba impreso tinte bombay, para protegerse del sol. Parecían extras escapados del rodaje de la versión en malayalam de El último viaje de Simbad.

El hombre que parecía un nudo le entregó su bandera roja a Bebé Kochamma como si fuera un regalo.

– Toma -dijo-. Cógela.

Bebé Kochamma la cogió, aunque seguía sin mirarlo a la cara.

– ¡Agítala! -le ordenó.

Tuvo que agitarla; no tenía otra alternativa. Olía a tela nueva y a tienda. Flamante y polvorienta. Intentó agitarla como si no lo estuviera haciendo.

– Y ahora di Inquilab zindabadl

Inquilab zindabadl -susurró Bebé Kochamma.

– ¡Buena chica!

La multitud se rió a carcajadas. Se oyó un agudo silbato.

Okay! -le dijo el hombre a Bebé Kochamma en inglés, como si hubiesen concluido un acuerdo comercial satisfactoriamente-. Bye-bye!

Cerró la puerta azul cielo de un portazo. Bebé Kochamma temblaba. La multitud reunida alrededor del coche se dispersó y siguió su camino.

Bebé Kochamma enrolló la bandera roja y la puso en la bandeja de detrás del asiento. Volvió a colocarse el rosario dentro de la blusa, donde lo guardaba junto a sus melones. Lo hizo con mucha prosopopeya, tratando de conservar en lo posible la dignidad.

Después que pasaron los últimos hombres, Chacko dijo que ya podían bajar las ventanillas.

– ¿Estás segura de que era él? -le preguntó Chacko a Rahel.

– ¿Quién? -dijo Rahel, repentinamente cautelosa.

– ¿Estás segura de que era Velutha?

– ¿En…? -dijo Rahel, que trató de ganar tiempo mientras intentaba descifrar las desesperadas señales mentales de Estha.

– Te he preguntado que si estás segura de que el hombre que viste era Velutha -repitió por tercera vez Chacko.

– Mmm… mmmsí… mmm… mmmcasi -dijo Rahel.

– ¿Estás casi segura? -dijo Chacko.

– No… era casi Velutha -dijo Rahel-. Casi se parecía a él…

– ¿Así que no estás segura?

– Casi no.

Rahel dirigió una rápida mirada a Estha en busca de aprobación.

– Tiene que haber sido él -dijo Bebé Kochamma-. Por algo estuvo en Trivandrum. Todos van allí y vuelven creyéndose unos grandes políticos.

Nadie pareció especialmente impresionado por su clarividencia.

– Deberíamos vigilarlo -dijo Bebé Kochamma-. Si empieza con agitaciones sindicales en la fábrica… Ya he notado algunos indicios, algunas groserías, ingratitud… El otro día le pedí que me ayudara a transportar unas piedras para mi arriate de guijarros y…

– Vi a Velutha en casa antes de que nos marcháramos -dijo Estha rápidamente-. Así que, ¿cómo podía ser él?

– Espero que no lo fuera, por su propio bien -dijo Bebé Kochamma enigmáticamente-. Y la próxima vez, Esthappen, no me interrumpas cuando hablo.

Estaba molesta porque nadie le había preguntado qué era un arriate de guijarros.


Durante los días siguientes Bebé Kochamma centró en Velutha toda la furia acumulada por la humillación pública de la que había sido objeto. Le sacó punta como a un lápiz. Velutha fue creciendo dentro de su cabeza hasta llegar a encarnar la manifestación. Y al hombre que la había obligado a agitar la bandera roja. Y al hombre que la había bautizado Modalali Mariakutty. Y a todos los hombres que se habían reído de ella.

Empezó a odiarlo.

Por la forma como mantenía erguida la cabeza, Rahel se dio cuenta de que Ammu seguía enfadada. Miró su reloj. Las dos menos diez. Ningún tren todavía. Apoyó el mentón en el borde de la ventanilla. Sintió que el fieltro gris que protegía el vidrio de la ventanilla le presionaba la piel del mentón. Se quitó las gafas de sol para ver mejor la rana muerta aplastada sobre el asfalto. Estaba tan muerta y tan aplastada, que parecía más una mancha con forma de rana en el asfalto que una rana de verdad. Rahel se preguntó si el camión de reparto de leche que había atropellado a la señorita Mitten la habría aplastado hasta dejarla convertida en una mancha con forma de señorita Mitten.


Con la seguridad de un verdadero creyente, Vellya Paapen les había asegurado a los gemelos que los gatos negros no existían. Decía que sólo se trataba de agujeros negros con forma de gato en el universo.

Había tantas manchas en la carretera…

Manchas con forma de señorita Mitten aplastada en el universo.

Manchas con forma de rana aplastada en el universo.

Cuervos aplastados que habían intentado comerse las marcas con forma de rana aplastada en el universo.

Perros aplastados que se comían las manchas con forma de cuervos aplastados en el universo.

Plumas. Mangos. Escupitajos.

Durante todo el camino a Cochín.

El brillo del sol le daba directamente a Rahel a través de la ventanilla del Plymouth. Cerró los ojos y le devolvió su brillo. Incluso tras sus párpados cerrados la luz era brillante y caliente. El cielo era naranja y los cocoteros eran anémonas de mar que agitaban sus tentáculos e intentaban atrapar a una nube desprevenida y comérsela. Una serpiente transparente con motas y lengua bífida cruzaba flotando el cielo. Después un soldado romano transparente, sobre un caballo moteado. Lo que resultaba raro en los soldados romanos de los cómics, según Rahel, era que se tomaran tanto trabajo para ponerse armaduras y cascos y, sin embargo, fueran con las piernas desnudas. No tenía ningún sentido. Aunque les permitiera predecir los cambios de tiempo, o lo que fuera.

Ammu les había contado la historia de Julio César y de cómo fue apuñalado en el Senado por Bruto, su mejor amigo. Y de cómo cayó al suelo con cuchillos clavados en la espalda y dijo: «Et tu, Brute? Entonces, ¡muere, César!».

– Lo cual demuestra -decía Ammu- que no se puede confiar en nadie. Ni en la madre, ni en el padre, ni en el hermano, ni en el marido, ni en el mejor amigo. En nadie.

En cuanto a los niños, dijo (cuando se lo preguntaron) que había que esperar para saberlo. Dijo que era totalmente posible, por ejemplo, que Estha, al crecer, se convirtiera en un Cerdo Machista.

Por las noches, Estha se ponía de pie sobre su cama, envuelto en una sábana, y decía: «Et tu, Brute? Entonces, ¡muere, César!», y se dejaba caer sobre la cama sin doblar las rodillas, como si fuese un cadáver apuñalado. Kochu María, que dormía sobre una estera en el suelo, dijo que se iba a quejar a Mammachi.

– Decidle a vuestra madre que os lleve a casa de vuestro padre -dijo-. Allí podéis romper todas las camas que queráis. Estas no son vuestras camas. Esta no es vuestra casa.

Estha resucitaba de entre los muertos, se ponía de pie sobre la cama y decía: «Et tu, Kochu María? Entonces, ¡muere, Estha!», y volvía a morirse.

Kochu María estaba convencida de que Et tu era una obscenidad en inglés y esperaba el momento adecuado para quejarse de Estha a Mammachi.

La señora del coche de al lado tenía migas de bizcocho en la boca. Su marido encendió un cigarrillo torcido después de comerse el bizcocho. Soltó dos colmillos de humo por los agujeros de la nariz que le hicieron parecerse, durante un brevísimo instante, a un jabalí. La señora Jabalí le preguntó a Rahel cómo se llamaba, con una vocecita aniñada.

Rahel no le hizo caso e, inadvertidamente, hizo una pompa de saliva.

Ammu odiaba que hicieran pompas de saliva. Decía que le recordaban a Baba, su padre. Decía que solía hacer pompas de saliva y balancear las piernas. Según Ammu, así se comportaban los oficinistas, no los aristócratas.

Los aristócratas eran gente que no hacía pompas de saliva ni balanceaba las piernas. Ni hacían ruido al tragar la comida.

Aunque Baba no era oficinista, Ammu decía que a veces se comportaba como si lo fuera.

A veces, cuando estaban solos, Estha y Rahel jugaban a que eran oficinistas. Hacían pompas de saliva, balanceaban las piernas y fingían comer glugluteando como pavos. Se acordaban de su padre, al que habían conocido en el periodo de entreguerras, la de China y la del Paquistán. Una vez les había permitido dar unas caladas a su cigarrillo y después se molestó porque lo habían chupeteado y le dejaron el filtro húmedo de saliva.

– ¡No es un maldito caramelo! -dijo, enfadado de verdad.

Se acordaban de sus enfados. Y de los de Ammu. Se acordaban de una vez en que sus padres los habían zarandeado de un lado a otro de la habitación, de Ammu a Baba y de Baba a Ammu, como bolas de billar. Ammu no paraba de empujar a Estha lejos de ella, diciendo: «Ahí lo tienes. Tú te quedas con uno, yo no puedo ocuparme de los dos». Tiempo después, cuando Estha le preguntó a Ammu sobre lo ocurrido, ella lo abrazó y le dijo que habían sido figuraciones suyas.

En la única foto que habían visto de su padre (y que Ammu sólo les enseñó una vez), llevaba gafas y una camisa blanca. Parecía un jugador de criquet, estudioso y guapo. Con un brazo sostenía sobre sus hombros a Estha, que sonreía y apoyaba la barbilla sobre la cabeza de su padre. Con el otro brazo sostenía en vilo a Rahel, apretada contra su cuerpo. Las piernas le colgaban, y parecía enfurruñada y de mal humor. Alguien les había pintado unos parches rosados en las mejillas.

Ammu dijo que sólo los había cogido en brazos para la foto y que, incluso en aquella ocasión, estaba tan borracho que tenía miedo de que se le cayesen. Ammu dijo que estaba a unos pasos de él, lista para atraparlos en el aire si los dejaba caer. De todos modos, y a no ser por las mejillas, Estha y Rahel pensaron que era una foto bonita.

– ¡Para ya de hacer eso! -dijo Ammu tan alto que Murlidharan, que se había bajado del mojón para asomarse a mirar dentro del Plymouth, retrocedió sacudiendo los muñones, alarmado.

– ¿Qué? -preguntó Rahel, pero inmediatamente se dio cuenta de qué. Su pompa de saliva-. Lo siento, Ammu.

– Con decir lo siento no se resucita a un muerto -dijo Estha.

– Pero, ¡bueno! -dijo Chacko-. ¡No le vas a ordenar qué tiene que hacer con su propia saliva!

– ¡Tú métete en tus asuntos! -le contestó Ammu.

– Es que le trae recuerdos -le explicó Estha, el sabiondo, a Chacko.

Rahel se puso las gafas de sol. El mundo se tiñó de un color furioso.

– ¡Quítate esas gafas ridículas! -dijo Ammu.

Rahel se quitó aquellas gafas ridículas.

– Los tratas de un modo fascista -dijo Chacko-. ¡Hasta los niños tienen sus derechos, por el amor de Dios!

– No uses el nombre de Dios en vano -dijo Bebé Kochamma.

– ¡Si no es en vano! -dijo Chacko-. Lo uso para una buena causa.

– ¡Deja de hacerte pasar por el Gran Salvador de los niños! -dijo Ammu-. A la hora de la verdad, no te importan nada. Ni ellos ni yo.

– ¿Es que soy yo quien tiene que ocuparse de ellos? -dijo Chacko-. ¿Acaso son responsabilidad mía?

Dijo que, para él, Ammu, Estha y Rahel eran como llevar una piedra atada al cuello.

A Rahel le sudaba la parte posterior de las piernas. Le resbalaba la piel sobre el tapizado de cuero del asiento del coche. Estha y ella conocían lo de las piedras atadas al cuello. En Rebelión a bordo, cuando alguien moría en alta mar, lo envolvían en una sábana blanca y lo tiraban por la borda con una piedra atada al cuello, para que el cadáver no flotara. Estha no acababa de comprender cómo podían saber cuántas piedras tenían que cargar a bordo antes de zarpar.

Apoyó la cabeza sobre las rodillas.

Y se deshizo el tupé.


El traqueteo distante de un tren emergió de la carretera manchada de ranas. Las hojas de las batatas que crecían a ambos lados de la vía del tren empezaron a moverse, asintiendo en masa. Sísísísísí.

Los peregrinos calvos del autobús Beena Mol empezaron otro bhajan.

– Hay que ver a los hindúes estos… -dijo Bebé Kochamma con tono devoto-. No tienen ningún sentido de la intimidad.

– Tienen cuernos y el cuerpo lleno de escamas -dijo Chacko con sorna-. Y he oído decir que sus niños nacen de huevos.

Rahel tenía dos chichones en la frente, y Estha le dijo que le estaban saliendo cuernos. O por lo menos uno, ya que era medio hindú. No fue lo suficientemente rápida para preguntarle qué pasaba con sus cuernos. Porque todo lo que tuviera uno también lo tenía el otro.

El tren pasó a toda velocidad bajo una columna de denso humo negro. Lo formaban treinta y dos vagones de carga, cuyas puertas estaban llenas de hombres jóvenes, con el pelo cortado como si fuera un casco, que se dirigían a los confines de la Tierra para ver qué le pasaba a la gente que se caía desde allí. Los que se asomaran al borde y estiraran demasiado el cuello, también se precipitarían al vacío. Hacia la palpitante oscuridad, con sus cortes de pelo vueltos del revés.

El tren desapareció con tanta rapidez que era difícil creer que hubieran esperado tanto para tan poco. Las hojas de las batatas continuaron asintiendo mucho rato después de que el tren hubiese desaparecido, como si estuvieran totalmente de acuerdo con él y no les cupiera ninguna duda.

Una tenue capa de polvillo de carbón bajó flotando como una bendición sucia y se posó suavemente sobre el tráfico.

Chacko puso el Plymouth en marcha. Bebé Kochamma intentó mostrarse alegre. Comenzó a cantar.


El reloj del vestíbulo

suena tristemente

v también las campanas

del campanario, talán, talán

y en el cuarto de los niños

un absurdo pajarito

se asoma para decir…


Miró a Estha y a Rahel, esperando que contestaran cucú.

Pero no lo hicieron.

Se levantó una brisa automovilística. Árboles verdes y postes telefónicos pasaron velozmente por las ventanillas. Sobre los cables que pasaban se deslizaban pájaros inmóviles como si fueran maletas que nadie recogiera en la cinta transportadora de un aeropuerto.

Una pálida luna diurna colgaba enorme del cielo e iba en la misma dirección que ellos. Era tan grande como la panza de un bebedor de cerveza.

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